—Y Finot venderá su gran periódico a los ministros, que le darán el máximo de dinero, al igual que vende sus elogios a la señora de Bastienne mientras infama a la señorita Virginie, probando que los sombreros de la primera son de una calidad superior a los que el periódico ensalzaba en un principio —exclamó Lucien, recordando la escena de la que fue testigo.
—Es usted un necio, amigo mío —repuso Lousteau, en tono seco—. Finot, hace tres años, caminaba sobre las cañas de sus botas, cenaba en casa de Tabar a dieciocho sueldos, redactaba prospectos por diez céntimos y su traje se le mantenía sobre el cuerpo mediante un misterio semejante al de la Inmaculada Concepción; en la actualidad, Finot tiene sólo para él su periódico, valorado en cien mil francos; con las suscripciones pagadas y no servidas, con las suscripciones reales y las contribuciones indirectas percibidas por su tío, gana veinte mil francos al año; todos los días tiene las cenas más suntuosas, desde hace un mes tiene un cabriolé, y finalmente, he aquí que mañana se encontrará a la cabeza de un semanario, con la sexta parte de la propiedad gratis y con quinientos francos de sueldo al mes, a los que añadirá mil francos de redacción, obtenidos gratuitamente y que hará pagar a sus socios. Usted primero, si Finot accede a pagarle cincuenta francos por página, se sentirá feliz de llevarle tres artículos por nada. Cuando se encuentre en análoga posición podrá juzgar a Finot, sólo se puede ser juzgado por sus iguales. ¿Acaso no tiene un inmenso porvenir si obedece ciegamente a los odios de posición? Si ataca cuando Finot le diga «¡ataca!», si ensalza cuando le diga «¡ensalza!». Cuando quiera vengarse de alguien, podrá liquidar a su amigo o a su enemigo con una frase insertada todas las mañanas en nuestro diario, diciéndome: «Lousteau, matemos a ese hombre». Volverá a asesinar a su víctima mediante un gran artículo en el semanario. En una palabra, si el asunto es de suma importancia para usted, Finot, para quien será indispensable, le dejará darle la puntilla en una gran publicación que tenga diez o doce mil suscriptores.
—Así pues, ¿crees que Florine logrará que su droguero acepte el negocio? —preguntó Lucien, deslumbrado.
—Por completo. Llega el descanso, voy a decirle un par de cosas sobre ello, esto se consumará esta misma noche. Una vez haya digerido la lección, Florine tendrá todo mi talento y el suyo.
—Y ese honorable negociante que se encuentra ahí, con la boca abierta, ignorando por completo que le van a extirpar treinta mil francos…
—¡Eso es una tontería más! Cualquiera diría que le van a robar —protestó Lousteau—. Pero, amigo mío, si el Ministerio compra el periódico dentro de seis meses, el droguero a buen seguro que de sus treinta mil francos obtendrá cincuenta mil. Además, Matifat no verá el periódico, sino los intereses de Florine. Cuando se sepa que Camusot y Matifat son los propietarios de una revista (pues se repartirán el negocio), en todos los periódicos aparecerán artículos ensalzando a Florine y a Coralie. Florine se hará célebre, y seguramente obtendrá en otro teatro un contrato por doce mil francos. Finalmente, Matifat economizará los mil francos mensuales que le costarán los regalos y las cenas a los periodistas. No sabe nada ni de los hombres ni de los negocios.
—¡Pobre hombre! —dijo Lucien—. ¡Y él que espera tener una noche agradable!
—Y —repuso Lousteau— será abrumado por mil razonamientos hasta que haya mostrado a Florine la sexta parte comprada a Finot. Y yo, a la mañana siguiente, seré redactor jefe y ganaré mil francos al mes. Por fin llega el final de mis miserias —exclamó el amante de Florine.
Lousteau salió, dejando a Lucien aturdido, perdido en un abismo de ideas, volando por encima del mundo como es en realidad. Tras de haber contemplado en las Galerías de Madera los hilos de la librería y la cocina de la gloria, tras de haberse paseado por los bastidores de un teatro, el poeta percibía el revés de las conciencias, el juego de los engranajes de la vida parisiense, el mecanismo de cualquier cosa. Había sentido envidia de la dicha de Lousteau admirando a Florine en escena. Durante algunos instantes había olvidado a Matifat. Permaneció allí durante un tiempo inapreciable, tal vez cinco minutos. Fue una eternidad. Ardiente pensamientos inflamaban su alma al igual que sus sentidos se notaban abrasados por el espectáculo de estas artistas de ojos lascivos, que el bermellón de las mejillas hacía resaltar; de senos turgentes, vestidas con corpiños voluptuosos de licenciosos pliegues, con faldas cortas, enseñando sus piernas enfundadas en medias rojas con talones verdes y calzadas de forma que hacían conmoverse al auditorio.
Dos corrupciones caminaban sobre dos líneas paralelas al igual que dos olas que en una inundación quieren reunirse; devoraban al poeta acodado en un rincón del palco, con el brazo sobre el terciopelo rojo de la baranda, la mano inerte, los ojos fijos en el telón, y tanto más accesible a los encantos de esta vida mezclada de destellos y nubes cuanto que brillaba como un fuego artificial tras la noche profunda de su vida laboriosa, oscura y monótona. De repente, la luz amorosa de una mirada brilló sobre los ojos distraídos de Lucien, agujereando el telón del teatro. El poeta, despertado de su sopor, reconoció el ojo de Coralie, que le quemaba; bajó la cabeza y miró a Camusot, que en aquel momento entraba en el palco de enfrente. Este aficionado era un rechoncho sedero de la calle de Bourdonnais, juez del Tribunal de Comercio, padre de cuatro niños y casado en segundas nupcias, con ochenta mil libras de renta, pero de cincuenta y seis años de edad y con un solideo de cabellos grises en la cabeza, con el aspecto hipócrita de un hombre que disfruta de su situación y que no quiere abandonar este mundo sin disfrutar tras de haber tenido que tragarse las mil y una culebras del comercio. Aquella frente de un color mantecoso, aquellas mejillas monásticas y marchitas parecían no ser lo suficientemente amplias como para sobrellevar el ocaso de una jubilación superlativa: Camusot se encontraba sin su mujer y esperaba aplaudir a Coralie hasta romperse el alma.
Coralie era toda la gama de vanidades reunidas en este rico burgués, ante ella se comportaba como el rico burgués de antaño. En aquellos instantes se creía acreedor de la mitad de los éxitos de la actriz, y lo creía tanto más cuanto que había contribuido financieramente. Esta conducta estaba sancionada por la presencia del suegro de Camusot, un vejete de cabellos empolvados, ojos impúdicos, pero no por ello menos digno. Las repugnancias de Lucien se despertaron, recordó el amor puro, exaltado, que durante un año había sentido por la señora de Bargeton: Inmediatamente el amor de los poetas desplegó sus alas blancas; mil recuerdos rodearon con sus azulados horizontes al gran hombre de Angulema, que recayó en el ensueño. El telón se alzó, Coralie y Florine se encontraban en escena.
—Querida, piensa en ti como en el Gran Turco —dijo en voz baja Florine, mientras Coralie comenzaba una réplica.
Lucien no pudo impedir una carcajada y miró a Coralie. Esta mujer, una de las más encantadoras y más deliciosas actrices de París, la rival de la señora Perrin y de la señorita Fleuriet, a las que se parecía y cuya suerte debería igualar, era de ese tipo de muchachas que ejercen una fascinación sobre los hombres. Coralie ofrecía el tipo sublime del rostro judío, ese rostro largo, ovalado, de un tono de marfil claro, boca roja como una granada, mentón fino como el borde de una copa. Bajo sus párpados quemados por una pupila de jade, bajo sus rizadas pestañas, se adivinaba una mirada lánguida donde brillaban, a propósito, los ardores del desierto. Aquellos ojos cernidos por una sombra olivácea se encontraban coronados por rizadas y abundantes cejas. Sobre una frente morena, coronada por dos tiras de ébano, donde brillaban entonces las luces, reflejándose como sobre el barniz, se asentaba una magnificencia de pensamiento que hubiese podido hacer creer en el genio. Pero, semejante a muchas actrices, sin ingenio a pesar de su ironía de entre bastidores, sin instrucción a pesar de su experiencia de camerino, solamente tenía el ingenio de los sentidos y la bondad de las mujeres enamoradas.
Pero, ¿acaso se puede hablar de moral cuando ella deslumbraba la mirada con sus brazos suaves y bien torneados, sus finos y aristocráticos dedos, sus dorados hombros y el pecho cantado por el Cantar de los Cantares, con un cuello esbelto y curvado, con unas piernas de adorable elegancia y calzada con seda roja? Aquellas bellezas de una poesía verdaderamente oriental estaban aún más realzadas por el vestido español que en nuestros teatros se estilaba.
Coralie era la delicia del auditorio; todos los ojos se posaban en su corpiño bien ajustado y aplaudían sus caderas andaluzas que imprimían lascivos movimientos a la falda. Hubo un momento en el que Lucien, viendo a esta criatura interpretando sólo para él y sin importarle Camusot más que lo que el muchacho del paraíso se preocupa por la peladura de una manzana, antepuso el amor sensual al amor puro, el disfrute al deseo, y el demonio de la lujuria le comunicó atroces pensamientos.
«Ignoro todo el amor que se esconde en la buena mesa, en el vino y en las alegrías —se dijo—. Hasta ahora he vivido más por el Pensamiento que por el Hecho. El hombre que lo quiere pintar todo lo ha de conocer todo. He aquí mi primera cena fastuosa, mi primera orgía con un mundo extraño, ¿por qué no he de gustar de estas delicias tan célebres sobre las que se abalanzaban los grandes señores del pasado siglo, viviendo con los impuros? Y aunque no sea más que para transportarlas a las bellas regiones del amor verdadero, ¿acaso no es necesario conocer las alegrías, las perfecciones, los transportes, los recursos, las sutilezas del amor de la cortesanas y de las actrices? ¿Acaso no es, después dé todo, la poesía de los sentidos? Hace un par de meses, esas mujeres me parecían divinidades conservadas y vigiladas por dragones imposibles de desafiar; y he aquí una cuya belleza sobrepasa la de Florine, que tanto envidiaba a Lousteau; ¿por qué no aprovecharse de su capricho, cuando los señorones de mayor alcurnia compran con sus propios tesoros una noche a esas mujeres? Los embajadores, cuando hollan con sus plantas esas grutas profundas, esas simas, no se preocupen ni de la víspera ni del mañana. ¡Sería un tonto si tuviese más delicadeza que los príncipes, sobre todo si todavía no amo a nadie!». Lucien ya no se acordaba de Camusot. Después de haber manifestado a Lousteau su profundo desagrado por la mayor y más odiosa de las particiones, caía en aquel foso, nadaba en un deseo empujado por el jesuitismo de la pasión.
—Coralie está loca por usted —le dijo Lousteau, entrando—. La belleza de usted, digna de los más ilustres mármoles de Grecia, causa estragos entre bastidores. Es una persona con suerte, querido. A los dieciocho años, Coralie podrá tener, dentro de unos días, sesenta mil francos al año gracias a su belleza. Aún es muy prudente. Vendida por su madre hace tres años en sesenta mil francos, aún no ha cosechado más que desdichas y busca la felicidad. Entró en el teatro por desesperación, no podía ver a De Marsay, su primer adquiridor, y al salir de la galera, ya que pronto fue libertada por el rey de nuestros dandys, se encontró con ese hombre de Camusot al que no quiere en absoluto, pero que es una especie de padre para ella y lo aguanta y se dejar querer. Ha rechazado ya proposiciones muy interesantes y se mantiene fiel a Camusot, quien no la atormenta. O sea que usted es su primer amor. ¡Oh!, ha recibido como una especie de pistoletazo en el corazón al verle, y Florine ha tenido que ir para consolarla a su camerino, en donde llora por su frialdad. La pieza se va ir al demonio, Coralie ya no se acuerda de su papel, y entonces, adiós el contrato con el Gimnasio que le estaba preparando Camusot…
—¡Bah!, pobre muchacha —dijo Lucien, cuya vanidad se sintió halagada por aquellas palabras, y que sintió como su corazón se hinchaba de amor propio—. En una sola tarde, mi querido amigo, me están sucediendo más acontecimientos que en los primeros dieciocho años de mi vida.
Y Lucien le contó sus amores con la señora de Bargeton y su odio hacia el barón du Châtelet.
—Mira por dónde el periódico está falto de una cabeza de turco. Nos vamos a ocupar de él. Ese barón es un guapo del Imperio, es ministerial y nos conviene, le he visto muchas veces en la Ópera. Desde aquí veo a su gran señora, está muchas veces en el palco de la marquesa de Espard. El barón hace la corte a la ex amante de usted, un verdadero hueso de jibia. ¡Un momento! Finot acaba de enviarme un recado urgente diciéndome que el periódico está sin original, una jugarreta que le ha hecho uno de nuestros redactores, un gracioso, el pequeño Hector Merlin, a quien se le han recortado los artículos. Finot, sumido en la desesperación, lanza un artículo contra la Ópera. Pues bien, amigo mío, haga un artículo sobre esta obra, escúchela y piense en ello. Yo me voy al despacho del director a meditar tres columnas —sobre su hombre y sobre su bella desdeñosa, que mañana no se encontrarán muy a sus anchas…
—¿Así es pues cómo y dónde se confecciona un periódico? —dijo Lucien.
—Siempre es así —le repuso Lousteau—. Desde hace diez meses que trabajo en él, el periódico se encuentra siempre sin original a las ocho de la noche.
En el argot tipográfico se llama
original
al manuscrito que se ha de componer, tal vez porque sus autores no brillan precisamente por la originalidad de su obra.
—El gran proyecto, que nunca se llevará a cabo, es tener varios números por adelantado —añadió Lousteau—. Ya son las diez y no hay ni siquiera una línea. Voy a decir a Vernou y a Nathan que, para terminar brillantemente el número, nos preparen una veintena de epigramas sobre los diputados, sobre el canciller Crusoé, sobre los ministros y, si es preciso, hasta sobre nuestros amigos. En ese caso se arremetería hasta contra su padre, si es una especie de corsario que carga sus cañones con los escudos de su presa para no perecer. Sea agudo en su artículo y de este modo habrá ganado infinidad de puntos ante Finot; es agradecido por cálculo. Es la mejor y la más sólida de las gratitudes.
—¿Qué clase de hombres son entonces los periodistas? —exclamó Lucien—. ¿Cómo es eso, hay que sentarse a una mesa y tener ingenio?…
—Exactamente, igual que como se alumbra un quinqué… hasta que falta el aceite.
En el momento en que Lousteau abría la puerta del palco, entraron el director y Du Bruel.
—Caballero —dijo el autor de la obra a Lucien—, permítame decir de parte suya a Coralie que se irá con ella después de cenar, o si no mi comedia está perdida. La pobre muchacha ya no sabe ni lo que dice ni lo que se hace, y va a llorar cuando sea necesario reír y se reirá cuando tenga que llorar. Ya la han silbado. Aún puede salvar la obra. Y sin embargo no es una desgracia el placer que le espera.