Las ilusiones perdidas (39 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

—Está tan nervioso que ha hecho un pleonasmo —dijo Félicien a Lousteau.

—… de expresarle mi agradecimiento por el bonito artículo que ha tenido la amabilidad de dedicarme en el
Journal des Débats
. Usted ha contribuido en una mitad al éxito de mi libro.

—No, mi querido amigo, no —repuso Blondet con un aire en el que la protección se escondía bajo un aspecto campechano—. Tiene usted talento, que el diablo me lleve, y estoy encantado de conocerle.

—Como su artículo ha aparecido, no tendré ya el aspecto de ser el adulador del poder; ahora ya estamos tranquilos el uno con respecto al otro. ¿Quiere hacerme el honor y el placer de cenar mañana conmigo? Finot también vendrá; Lousteau, amigo mío, espero que no rehusarás —añadió Nathan, dando un apretón de manos a Étienne—. ¡Ah!, va por buen camino, caballero —dijo a Blondet—; sigue las huellas de los Dussault, los Fiévée y los Geoffroi! Hoffmann ha hablado de usted a Claude Vignon, su discípulo y uno de mis amigos, y le ha dicho que morirá tranquilo porque
Journal des Débats
vivirá eternamente. Le deben pagar muy bien.

—Cien francos la columna —repuso Blondet—. Este precio no es gran cosa cuando se está obligado a leer libros, a leer cien para encontrar uno del que se pueda sacar algo de provecho, como sucede con el suyo. Su obra me ha causado un gran placer, palabra de honor.

—Y le ha proporcionado mil quinientos francos —dijo Lousteau a Lucien.

—Pero, ¿hace usted política? —preguntó Nathan.

—Sí, de cuando en cuando —contestó Blondet.

Lucien, que se encontraba allí como un embrión, había admirado el libro de Nathan, reverenciaba al autor igual que a un Dios y le pareció una estupidez tanta bajeza ante aquel crítico cuyo nombre e importancia le eran desconocidos.

«¿Me conduciré alguna vez de este modo? ¿Hay, entonces, que renunciar a la propia dignidad? —se dijo—. Ponte tu sombrero, Nathan, has escrito un bonito libro y la crítica sólo te ha concedido un artículo».

Aquellos pensamientos enardecían su sangre en las venas. Iba viendo por momentos jóvenes tímidos, autores necesitados que solicitaban hablar con Dauriat, pero que al ver Ja tienda llena desesperaban de ser recibidos y se marchaban diciendo: «¡Ya volveré!». Dos o tres hombres relacionados con la política hablaban de la apertura de las Cámaras y de asuntos públicos en medio de un grupo compuesto por celebridades políticas.

El semanario del que Dauriat trataba tenía el derecho de poder hablar de política. En aquellos tiempos, las tribunas de papel timbrado se hacían cada vez más raras. Un periódico era un privilegio tan solicitado como un teatro. Uno de los más influyentes accionistas del
Constitutionnel
se encontraba en medio del grupo político. Lousteau cumplía a las mil maravillas con su papel de cicerone. De este modo, a cada frase, Dauriat se agrandaba en la imaginación de Lucien, quien veía la política y la literatura convergiendo en aquella tienda. Ante el espectáculo de un poeta eminente que allí prostituía su musa a un periodista, humillando allí el Arte como la Mujer era humillada y prostituida bajo aquellas galerías innobles, el gran hombre de provincias recibía terribles enseñanzas. ¡El dinero!, ésta era la clave de todo el enigma.

Lucien se sentía solo, desconocido, sujeto por el hilo de una dudosa amistad al éxito y a la fortuna. Acusaba a sus tiernos, sus verdaderos amigos del cenáculo por haberle descrito el mundo bajo falsos colores, por haberle impedido arrojarse en aquella vorágine, pluma en mano.

«Podría ser ya un Blondet», exclamó para sus adentros.

Lousteau, que acababa de gritar en las cimas del Luxemburgo como un águila herida, que tan grande le había parecido, adquirió entonces unas mínimas dimensiones. Allí, el librero a la moda, el medio de todas aquellas existencias, le pareció ser el hombre importante. El poeta experimentó, con su manuscrito en la mano, una trepidación que se pareció al miedo. En medio de aquella tienda, sobre pedestales de madera pintada imitando al mármol, vio unos bustos, el de Byron, el de Goethe, el del señor de Canalis, de quien Dauriat esperaba obtener un volumen y quien el día que había acudido a esta tienda había podido medir la altura a la que le colocaba la Librería. Involuntariamente Lucien perdía parte de su propio valor, su ánimo flaqueaba, comenzaba a vislumbrar cuál era la influencia de este Dauriat en su destino, y esperaba impacientemente su aparición.

—Bien, hijos míos —dijo un hombrecillo regordete, con una cara muy semejante a la de un procónsul romano, pero suavizada por un aire de sencillez que solían adoptar las personas superficiales—, ya soy propietario del único semanario que podía comprarse y que cuenta con dos mil suscriptores.

—¡Farsante! Hacienda le supone setecientos y ya está muy bien —dijo Blondet.

—Mi palabra de honor más sagrada, hay mil doscientos. He dicho dos mil —añadió en voz baja— a causa de los papeleros e impresores que se encuentran aquí. Te creía con más tacto, amigo mío —continuó en voz alta.

—¿Acepta socios? —preguntó Finot.

—Según y cómo —repuso Dauriat—. ¿Quieres un tercio por cuarenta mil francos?

—De acuerdo, si acepta por redactores a Émile Blondet, que está aquí, Claude Vignon, Scribe, Théodore Leclercq, Félicien Vemou, Jay, Jouy, Lousteau…

—¿Y por qué no a Lucien de Rubempré? —dijo atrevidamente el poeta de provincias, interrumpiendo a Finot.

—Y Nathan —añadió Finot, para terminar.

—¿Y por qué no las personas que se pasean? —remedó el librero, arrugando el entrecejo y volviéndose hacia el autor de
Las Margaritas
—. ¿Con quién tengo el honor de hablar? —dijo, mirando a Lucien con aire impertinente.

—Un momento, Dauriat —repuso Lousteau—. Yo soy quien trae a este caballero. Mientras Finot reflexiona sobre su proposición, escúcheme.

Lucien sintió su camisa empapada en la espalda viendo el aire frío y descontento de este temible sátrapa de la librería, que tuteaba a Finot a pesar de que Finot le trataba de usted, que llamaba al temible Blondet amigo mío, que había extendido con aire real su mano a Nathan, haciéndole una seña familiar.

—Un nuevo negocio, pequeño —exclamó Dauriat—. Pero si lo sabes muy bien. ¡Tengo mil manuscritos! Sí, caballeros, se me han presentado más de mil manuscritos, y si no, pregunten a Gabusson. En fin, bien pronto voy a necesitar un administrador, para que lleve el registro de los manuscritos, y un comité de lectura para que los examine; tendremos que preparar sesiones para votar acerca de su mérito por medio de bolas y un Secretario Perpetuo que me presente sus informes. Será la sucursal de la Academia Francesa, y los académicos estarán mejor pagados en las Galerías de Madera que en el Instituto.

—No deja de ser una idea —dijo Blondet.

—Una mala idea —repuso Dauriat—. Mi negocio no es proceder al examen de las elucubraciones de aquellos de entre vosotros que se dedican a la literatura cuando no pueden ser ni capitalistas, ni zapateros, ni cabos, ni criados, ni administradores, ni alguaciles. Aquí sólo se entra con una reputación ya establecida. Haceos célebres y encontraréis riadas de oro. Mirad, desde hace tres años, de tres hombres que yo he encumbrado he hecho tres ingratos. Nathan habla de seis mil francos por la segunda edición de su libro, que me ha costado tres mil francos de artículos y que no me he proporcionado ni mil. Los dos artículos de Blondet los he pagado a mil francos y con una cena de quinientos francos.

—Pero, caballero, si todos los libreros dijeran lo que usted dice, ¿cómo se podría publicar el primer libro? —preguntó Lucien, ante cuyos ojos Blondet perdió gran parte de su importancia, cuando se enteró de la cifra que Dauriat había pagado por los artículos de los
Débats
.

—Eso no me importa lo más mínimo —dijo Dauriat, lanzando una mirada asesina al guapo Lucien, quien le miró con aire agradable—. Yo no me entretengo en publicar un libro, en arriesgar dos mil francos para ganar dos mil; hago especulaciones en literatura: publico cuarenta volúmenes a diez mil ejemplares, como lo hacen Panckoucke y los Beaudouin. Mi poder y los artículos que obtengo dan como resultado un negocio de cien mil escudos en vez de empujar un volumen de dos mil francos. Se necesita tanto trabajo para lanzar un nuevo nombre, un autor y su libro, como para hacer triunfar los
Teatros Extranjeros, Victorias y Conquistas
o las
Memorias sobre la Revolución
, que son una fortuna. Yo no estoy aquí para ser el trampolín de las glorias que han de venir, sino para ganar dinero y proporcionárselo a los hombres célebres. El manuscrito que compro por cien mil francos, es menos caro que aquel por el que su desconocido autor me pide solamente seiscientos. Si en realidad no soy un Mecenas, al menos tengo derecho a la gratitud de la literatura; ya he hecho subir a más del doble el precio de los manuscritos. Le doy todos estos detalles porque es amigo dé Lousteau, joven —dijo Dauriat al poeta, dándole sobre el hombro una palmadita de nauseabunda familiaridad—. Si hablara con todos los autores que quieren que sea su editor, tendría que cerrar mi tienda, pues me pasaría todo el tiempo en conversaciones altamente agradables, pero demasiado caras. Aún no soy lo suficientemente rico como para escuchar los monólogos de cada amor propio. Eso sólo se ve en el teatro, en las tragedias clásicas.

El lujo en el vestir de aquel terrible Dauriat apoyaba, ante los ojos del poeta provinciano, este discurso cruelmente lógico.

—¿Qué es ello? —preguntó a Lousteau.

—Un magnífico volumen de versos.

Al oír aquella palabra, Dauriat se volvió hacia Gabusson con un gesto digno de Talma:

—Gabusson, amigo mío, a partir de hoy, cualquiera que venga aquí para proponerme manuscritos… ¿Lo oís también vosotros? —dijo, dirigiéndose a tres dependientes que aparecieron de debajo de las pilas de libros, ante la voz colérica de su patrón, quien contemplaba sus uñas y sus manos, que tenía bonitas—. A cualquiera que me traiga manuscritos, le preguntaréis si son versos o prosa. En caso de versos, despachadle inmediatamente. Los versos devorarán a la librería.

—¡Bravo! Eso ha estado muy bien dicho, Dauriat —dijeron los periodistas.

—Es verdad —exclamó el librero, midiendo a grandes zancadas la tienda, siempre con el manuscrito de Lucien en la mano—; no saben, caballeros, el mal que han producido el triunfo de lord Byron, de Lamartine, de Víctor Hugo, de Casimir Delavigne, de Canalis y de Béranger. Su gloria nos ha valido una invasión de bárbaros. Estoy seguro de que en este momento existen en la librería mil volúmenes de versos propuestos, que comienzan con historias interrumpidas, sin pies ni cabeza, a imitación del
Corsario
y de
Lora
. Con el pretexto de la originalidad, los jóvenes se lanzan a las estrofas incomprensibles, a poemas descriptivos en donde la joven escuela se cree nueva inventando a Delille. Desde hace dos años los poetas pululan como los abejorros. ¡El año pasado perdí veinte mil francos! Preguntad a Gabusson. En el mundo puede haber poetas inmortales, y conozco algunos, frescos y olorosos, que no se afeitan aún —dijo a Lucien—; pero en la Librería, jovencito, sólo existen cuatro poetas: Béranger, Casimir Delavigne, Lamartine y Victor Hugo; ya que Canalis… es un poeta hecho a fuerza de artículos.

Lucien no tuvo el valor de erguirse y hacerse el valiente ante todos aquellos hombres influyentes que reían de muy buena gana. Comprendió que se cubriría de ridículo, pero sentía unos impulsos terribles de lanzarse a la garganta del librero, estropearle la insultante armonía de su nudo de corbata, romper la cadena de oro que brillaba sobre su pecho, arrancarle el reloj y estrellarlo contra el suelo. El amor propio irritado abrió la puerta a la venganza, y juró odio mortal a aquel librero a quien en aquel momento sonreía.

—La poesía es como el sol, que hace brotar los bosques eternos y que engendra los mosquitos, los insectos y las moscas —dijo Blondet—. No hay una sola virtud a la que no se oponga su vicio correspondiente. La literatura engendra por fuerza a los libreros.

—¡Y a los periodistas! —dijo Lousteau. Dauriat estalló en una carcajada.

—Bueno, ¿qué es esto por fin? —preguntó, señalando el manuscrito.

—Una colección de sonetos que harían enrojecer de vergüenza al mismísimo Petrarca —dijo Lousteau.

—¿Cómo los ves tú? —preguntó Dauriat.

—Como todo el mundo —repuso Lousteau, que vio una fina sonrisa en todos los labios.

Lucien no podía enfadarse, pero sudaba dentro de su ropa.

—Pues bien, lo leeré —dijo Dauriat, haciendo un gesto principesco, que demostraba toda la amplitud de esta concesión—. Si tus sonetos están a la altura del siglo diecinueve, haré de ti, pequeño, un gran poeta.

—Si tiene tanta inteligencia como belleza, no corre grandes riesgos —dijo uno de los más famosos oradores de la Cámara, que hablaba con uno de los redactores del
Constitutionnel
y el director de la
Minerva
.

—General —dijo Dauriat—, la gloria supone doce mil francos en artículos y mil escudos en cenas; y si no, pregunte al autor de
El solitario
. Si el señor Benjamin Constant quiere hacer un artículo sobre este joven poeta, no tardaré mucho en cerrar el trato.

A la palabra general y al oír nombrar al ilustre Benjamin Constant, la tienda adquirió a los ojos del gran hombre de provincias las proporciones del Olimpo.

—Lousteau, tengo que hablar contigo —dijo Finot—, pero ya te veré en el teatro. Dauriat, estoy dispuesto a realizar el negocio, pero bajo dos condiciones. Entremos en su despacho.

—¿Vienes, pequeño? —dijo Dauriat, dejando pasar a Finot delante de él, mientras hacía un gesto de persona ocupada a diez personas que le esperaban; iba ya a desaparecer cuando Lucien, impaciente, le detuvo.

—Se ha quedado con mi manuscrito, ¿para cuándo la respuesta?

—Mi pequeño poeta, vuelva dentro de tres o cuatro días; ya veremos.

Lucien fue arrastrado por Lousteau, quien no le dejó tiempo de saludar a Vernou, ni a Blondet, ni a Nathan, ni al general Foy y a Benjamin Constant, cuya obra sobre los Cien Días acababa de aparecer. Lucien entrevió apenas aquella cabeza rubia y delicada, aquel rostro ovalado, aquellos ojos inteligentes, aquella boca agradable, en fin, al hombre que durante veinte años había sido el Potemkin de la señora de Staël y que hacía la guerra a los Borbones después de habérsela hecho a Napoleón, pero que murió aterrado por su victoria.

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