Las ilusiones perdidas (35 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

Antes de la caída de la tarde, el periodista y el neófito fueron a sentarse bajo los árboles de esta parte del Luxemburgo, que de la gran avenida del Observatorio lleva hasta la calle del Oeste. Esta calle era entonces un gran cenagal bordeado de maderas y barro, y donde las casas se encontraban solamente hacia el lado de la calle de Vaugirard, y este paseo era tan poco frecuentado que en el momento en que París come dos amantes podían querellarse allí y darse las arras de un compromiso sin temor a ser vistos. El único aguafiestas posible era el veterano de facción en la pequeña verja situada en la calle del Oeste, si el venerable soldado se dignaba aumentar el número de pasos de que se componía su monótono paseo. Fue a esta avenida, en un banco de madera entre dos tilos, adonde condujo Étienne a Lucien para escuchar de labios de éste los sonetos escogidos como muestra de sus Margaritas. Étienne Lousteau, quien después de dos años de aprendizaje tenía el pie en el estribo en su calidad de redactor, y que contaba con ciertas amistades entre las celebridades de aquella época, era un personaje imponente a los ojos de Lucien. Por tal motivo, retorciendo el manuscrito de
Las Margaritas
, el poeta de provincias juzgó necesario hacer una especie de prefacio.

—El soneto, caballero, es una de las obras más difíciles de la poesía. Este pequeño poema ha sido abandonado por lo general. Nadie en Francia ha podido rivalizar con Petrarca, cuya lengua, indudablemente mucho más maleable que la nuestra, admite juegos de pensamiento, rechazados por nuestro positivismo (perdóneme esta palabra). Me ha parecido en consecuencia original comenzar con un conjunto de sonetos. Victor Hugo adoptó la oda, Canalis cae en la poesía de circunstancias, Béranger monopoliza la canción, Casimir Delavigne acapara la tragedia y Lamartine la meditación.

—¿Es usted clásico, o romántico? —preguntó Étienne Lousteau.

El aspecto de extrañeza de Lucien denotaba una ignorancia tan completa en el estado de cosas de la República de las Letras, que Lousteau juzgó necesario darle algunas explicaciones.

—Querido amigo, llega usted en medio de una batalla de lo más encarnizada y tiene que decidirse cuanto antes. En primer lugar, la literatura está dividida en varias zonas, pero nuestros grandes hombres están separados en dos campos. Los Realistas son románticos y los Liberales son clásicos. La divergencia de las opiniones literarias se une a la divergencia de las opiniones políticas, y de ahí surge una guerra sin cuartel con todas las armas y en todos los campos, tinta a torrentes, buenas palabras en acero agudizado, puntiagudas calumnias, apodos a ultranza entre las glorias nacientes y las glorias en decadencia. Por singular paradoja, los realistas románticos piden la libertad literaria y la revocación de las leyes que dan formas convenidas a nuestra literatura; mientras que los liberales desean mantener las unidades, la cadencia del alejandrino y el tema clásico. Las opiniones literarias se encuentran por tanto en desacuerdo, en cada campo, con las opiniones políticas. Si es usted ecléctico, con toda seguridad no tendrá a nadie a su favor. ¿En qué lado se va a alinear?

—¿Quiénes son los más fuertes?

—Los periódicos liberales tienen muchos más suscriptores que los periódicos monárquicos o ministeriales; sin embargo, Canalis triunfa a pesar de ser monárquico y religioso, y a pesar de estar protegido por la corte y por el clero. ¡Bah!, los sonetos son literatura de antes de Boileau —dijo Étienne, al ver a Lucien asustado ante la perspectiva de tener que elegir entre dos bandos—. Sea romántico. Los románticos son jóvenes y los clásicos son pelucas: los románticos triunfarán.

La palabra peluca era el último vocablo hallado por el periodismo romántico y con el que había definido a los clásicos.

—¡La Margarita! —dijo Lucien, escogiendo el primero de los dos sonetos que justificaban el título y servían de preámbulo.

Margarita de vivos colores,

no siempre alegráis nuestra visión,

dais sentimientos a nuestro corazón

cual canto en que el hombre indica sus favores.

Vuestra plata que engarza oro de amores

revela tesoros de su adoración,

y en vuestras venas una sangre de pasión

transformará su gran triunfo en dolores.

¿Es para cerrarse el día en que el Redentor,

saliendo de su tumba en un mundo mejor,

llueva virtudes al agitar sus alas,

por lo que otoño os ve florecer,

hablándonos de un infiel placer,

o para recordar la juventud pasada?

Lucien se sintió molesto ante la perfecta inmovilidad de Lousteau mientras escuchaba este soneto; no conocía aún la desconcertante impasibilidad que da la costumbre de la crítica y que distingue a los periodistas cansados de prosa, de dramas y de versos. El poeta, acostumbrado a recibir aplausos, devoró su contrariedad; leyó el soneto preferido por la señora de Bargeton y por algunos de sus amigos del cenáculo.

«Tal vez éste logre arrancarle un comentario», pensó.

Segundo soneto.

La Margarita.

Soy la margarita, era la más bella

de las flores que el césped salpicaban.

Feliz por mi belleza, me buscaban

pensando que en mí el tiempo no haría mella.

A mi pesar, ¡ay!, fue mi nueva estrella

de las que en mi frente fatal claridad dan,

la suerte me condena de la verdad al plan,

sufro y muero; la ciencia la muerte sella.

No tengo ya silencio ni descanso,

y con dos palabras el amor manso

destruyéndome en mi corazón lee amor.

Soy la única flor que se arroja sin reto,

su corola es despojada con ardor

y soy olvidada al dar mi secreto.

Cuando terminó, el poeta miró a su aristarco. Étienne Lousteau contemplaba los árboles y el parterre.

—¿Y bien? —dijo Lucien.

—¿Y bien?, querido amigo, ¡continúe!, ¿no le estoy escuchando? En París, escuchar sin decir nada ya es un elogio.

—¿Tiene ya bastante? —preguntó Lucien.

—¡Continúe! —contestó un tanto bruscamente el periodista.

Lucien leyó el soneto siguiente, pero lo leyó con la muerte en el corazón, ya que la impenetrable sangre fría de Lousteau heló su elocuencia. Si hubiese estado más bregado en la vida literaria hubiese sabido que, en los autores, el silencio y la brusquedad, en parecidas circunstancias, traicionan la envidia que causa una bella obra, al igual que su admiración anuncia el placer que una obra mediocre le inspira y que les asegura su amor propio.

Trigésimo soneto.

La Camelia.

Cada flor habla de la Natura.

La rosa es amor, celebra belleza,

la violeta es un alma simple y pura

y el lirio resplandece en su realeza.

La Camelia, monstruo de la cultura,

rosa sin ambrosía, lirio sin simpleza,

parece marchitarse en la frescura

de la virginidad y su fineza.

Sin embargo, ante los palcos del teatro

gusto de ver sus pétalos de alabastro,

corona de pudor, blancas camelias,

Entre el pelo negro de bellas mujeres

que a las almas inspiran puros quereres

como los mármoles negros de Fidias.

—¿Qué piensa de mis pobres sonetos? —preguntó seriamente Lucien.

—¿Quiere saber la verdad? —dijo Lousteau.

—Soy lo suficientemente joven para quererla y ansío demasiado triunfar para no oírla sin enfadarme, pero no sin desesperar —respondió Lucien.

—Pues bien, amigo mío, los enredos del primero anuncian una obra realizada en Angulema y que sin duda alguna le ha costado demasiado como para renunciar a ella; el segundo y el tercero tienen ya el sabor de París, pero léame aún otro —dijo, haciendo un gesto que pareció encantador al gran hombre de provincias.

Animado por esta petición, Lucien leyó con mayor confianza el soneto que preferían D’Arthez y Bridau, tal vez a causa de su colorido.

Quincuagésimo soneto.

El Tulipán.

Yo soy el tulipán, de Holanda una flor,

y ante mi belleza el flamenco avaro

por mí da más que por diamante caro

si soy grande, esbelto y de buen color.

Mi aire es feudal, y cual gran dama de honor

en su vestido de tejido raro

varios blasones pintados amparo

con azur, gules y oro como labor.

El jardinero divino ha hilado

los rayos del sol y la púrpura real

para ofrecerme un vestido encantado;

Nadie en el jardín iguala mi esplendor,

mas la naturaleza me ha negado

que para mi bello cáliz haya olor.

—¿Y bien? —preguntó Lucien, acabada la lectura, tras un momento de silencio que le pareció de una duración desmesurada.

—Amigo mío —le dijo gravemente Étienne Lousteau, mirando la punta de las botas que Lucien se había traído de Angulema y que estaba terminando de desgastar—, le aconsejo ennegrecer la punta de sus zapatos con tinta, a fin de que ahorre su betún; que haga mondadientes con sus plumas, para que adopte aire de haber cenado cuando salga de casa de Flicoteaux a pasear por esta bella avenida, y que se busque un trabajo cualquiera. Conviértase en un pasante de notario, si tiene corazón; en vendedor, si tiene plomo en los riñones; o en soldado, si le gusta la música militar. Tiene madera de tres poetas, pero, antes de haber triunfado, tiene tiempo de morirse seis veces de hambre si cuenta con el producto de su poesía para vivir. Ya que sus intenciones son, según sus discursos demasiado jóvenes, hacer dinero con su tintero. No juzgo su poesía. Es, con mucho, superior a todas las poesías que llenan los almacenes de los libreros. Esas maulas elegantes, vendidas un poco más caras que las otras a causa de su papel vitela, terminan casi todas por amontonarse en las márgenes del Sena, adonde puede ir a contemplar sus caras si algún día desea hacer algún instructivo peregrinaje por los muelles de París, desde el puesto del viejo Jérôme, en el puente de Notre-Dame, hasta el Pont-Royal. Allí encontrará todos los ensayos poéticos, las Inspiraciones, las Elevaciones, los Himnos, los Cantos, las Baladas, las Odas, y en una palabra, todas las elucubraciones creadas desde hace siete años por musas, cubiertas de polvo, salpicadas por los coches de punto y violadas por todos los transeúntes que quieren contemplar la viñeta del título. No conoce a nadie, no tiene acceso a ningún periódico, sus Margaritas permanecerán castamente plegadas tal como las tiene usted; nunca florecerán al sol de la publicidad en la pradera de amplios márgenes esmaltada por los florones que prodiga el ilustre Dauriat, el librero de las celebridades, el rey de las Galerías de Madera. Mi pobre amigo, yo llegué como usted, con el corazón lleno de ilusiones, empujado por el amor al Arte, transportado por impulsos invencibles hacia la gloria, me he encontrado con las realidades del oficio, las dificultades de la librería y lo positivo de la miseria. Mi exaltación, reprimida en la actualidad, y mi primera efervescencia, me ocultaban el mecanismo del mundo; ha sido preciso verlo, darse contra todos los engranajes, herirse en los pivotes, mancharse de grasa, oír el chasquido de las cadenas y de las ruedas. Al igual que yo, llegará a saber que, bajo todas esas bellas cosas soñadas, se agitan hombres, pasiones y necesidades. Por fuerza se verá mezclado en luchas horribles, de obra a obra, de hombre a hombre, de partido a partido, en donde es preciso batirse sistemáticamente para no verse abandonado por los suyos. Estos innobles combates desencantan el alma, depravan el corazón y causan una fatiga que ninguna ventaja comporta; ya que a menudo nuestros esfuerzos sirven para coronar a un hombre a quien se odia, un talento secundario, presentado, a pesar nuestro, como un genio. La vida literaria tiene sus bastidores. Los éxitos sorprendidos o merecidos, esto es lo que la galería aplaude; los medios, siempre odiosos, los comparsas pintados, los aduladores y los tramoyistas, esto es lo que se encuentra entre bastidores. Usted está aún entre el público. Aún está a tiempo, abdique antes de poner un pie en el primer escalón del trono que tantas ambiciones se disputan y no se deshonrará como yo lo hago para vivir. —Una lágrima asomó a los ojos de Étienne Lousteau—. ¿Sabe cómo vivo? —continuó, con acento de rabia—. El poco dinero que mi familia pudo darme, lo gasté en seguida. Me encontraba sin recursos después de haber hecho aceptar una pieza en el Teatro Francés. En el Teatro Francés, la protección de un príncipe o de un primer Gentilhombre de Cámara no es suficiente para obtener un resultado favorable: los comediantes no ceden más que ante los que amenazan su amor propio. Si tiene el poder de hacer decir que el primer galán es asmático, que la primera dama tiene una fístula en donde quiera y que la característica caza las moscas al vuelo, a la mañana siguiente se verá en cartel. No sé si de aquí a dos años el que en este momento le está hablando tendrá el poder de hacer tal cosa: se necesitan muchos amigos. Dónde, cómo y de qué forma ganar mi pan, fue una cuestión que me urgía resolver en cuanto comencé a sentir los primeros zarpazos del hambre. Después de muchas tentativas, después de haber escrito una novela anónima que fue comprada por doscientos francos por Doguereau, que no se ha hecho rico con ella, me convencí de que sólo el periodismo podría alimentarme. Pero, ¿cómo entrar en esos círculos? No le voy a contar mis gestiones ni mis inútiles solicitudes, ni los seis meses pasados como supernumerario mientras me decían que ahuyentaba al suscritor, cuando en realidad lo atraía. Pasemos sobre esas mezquindades. Hoy hago las reseñas, casi de forma gratuita, de los teatros del bulevar en el periódico que pertenece a Finot, ese gran muchacho que aún come dos o tres veces al mes en el café Voltaire (¡pero no vaya allí!). Finot es el redactor jefe. Yo vivo de vender las entradas que me dan los directores de esos teatros para comprar mi benevolencia en el periódico, y los libros que los editores me envían para que me ocupe de ellos. En fin, trafico, una vez que Finot está satisfecho, con los tributos en especies que aportan las industrias para las que, en favor o en contra, me permite lanzar artículos. El agua carminativa. La pasta de las Sultanas, el Aceite cefálico, la Mixtura Brasileña, pagan por un artículo guasón veinte o treinta francos. Me veo obligado a ladrar al librero que da pocos ejemplares al periódico; el periódico se queda dos, que vende Finot; yo necesito vender otros dos. Aunque publique una obra maestra, al librero avaro en ejemplares lo despedaza. Es asqueroso, pero yo, como cien más, vivo de este oficio. Y no piense que el mundo político es más bello que este mundillo literario: en estos dos mundos todo es corrupción, y, cada hombre es allí o corruptor o corrompido. Cuando se trata de una empresa de librero un tanto considerable, el librero me paga ante el miedo de verse atacado. También mis ingresos están en relación con los folletos. Cuando los folletos salen en erupciones de millares, el dinero entra a oleadas en mi bolsa y entonces agasajo a mis amigos. Si no hay negocio de libreros, entonces como en Flicoteaux. Las actrices pagan también los elogios, pero las más hábiles pagan las críticas; el silencio es lo que más temen. De este modo, una crítica hecha para ser discutida en otra parte, se paga más y vale más que un simple elogio que se olvida a la mañana siguiente. La polémica, mi querido amigo, es el pedestal de las celebridades. En este oficio de espadachín de las ideas y de las reputaciones industriales, gano cincuenta escudos al mes, puedo vender una novela por quinientos francos y comienzo a ser considerado como hombre temible. Cuando en lugar de vivir en casa de Florine, a expensas de un droguero que se da aires de milord, tenga casa propia y trabaje en un gran periódico en el que dirija mi folletín, ese día, querido amigo, Florine se convertirá en una gran actriz; en cuanto a mí, no se aún en lo que me convertiré: ministro u hombre honrado, todo es posible aún. —Alzó su cabeza humillada y lanzó hacia el follaje una mirada de desesperación acusadora y terrible—. ¡Y tengo una bella tragedia aceptada! ¡Y entre mis papeles un poema condenado a morir! ¡Y yo era bueno! Tenía el corazón puro y por amante a una actriz del Panorama Dramático, yo, que soñaba con bellos amores entre las mujeres más distinguidas del gran mundo. En una palabra, por un ejemplar que el librero rehúse a mi periódico, digo barbaridades de una obra que yo encuentro verdaderamente hermosa.

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