—Voy a pasearme por el Luxemburgo —dijo Lucien—. Una vez se ha salido, es difícil volver a encerrarse a trabajar.
—Efectivamente, se pierde el curso lógico de las ideas —replicó el desconocido—. Parece usted preocupado.
—Acaba de sucederme una singular aventura —contestó Lucien.
Contó su visita en los muelles y luego la del viejo librero y las proposiciones que acababa de recibir; se presentó y le dio algunos detalles sobre su situación. Desde hacía poco más de un mes se había gastado unos sesenta francos para vivir, treinta en la fonda, veinte para espectáculos, diez en el gabinete de lectura; en total, ciento veinte francos; no le quedaban más que otros ciento veinte.
—Caballero —le dijo el desconocido—, su historia es la mía y la de mil o mil doscientos jóvenes que todos los años llegan a París desde la provincia. De todos modos, no somos aún los más desgraciados. ¿Ve ese teatro? —dijo, señalando hacia el Odeón—. Un día vino a alojarse en una de las casas que dan a la plaza un hombre de talento que había caído en la miseria; casado, gran desgracia que no nos aflige ni a usted ni a mí, con una mujer que adoraba, con la dicha o el infortunio, como prefiera, de tener dos niños, acribillado de deudas, pero confiando siempre en su pluma. Presenta al Odeón una pieza en cinco actos, que es aceptada y obtiene un trato favorable, los comediantes la ensayan y el director acelera los ensayos. Estas cinco dichas constituyen cinco dramas más difíciles aún de obtener que escribir cinco actos. El pobre autor, alojado en esta buhardilla que desde aquí puede ver, agota sus últimos recursos durante los ensayos de su obra a fin de poder vivir; su mujer pignora sus últimas ropas en el Monte de Piedad y la familia sólo come pan. El día del ensayo general, la víspera del estreno, el matrimonio debía cincuenta francos en el barrio, al portero, a la lechera y al panadero. El poeta había conservado lo estrictamente necesario: un traje, una camisa y unas botas. Seguro de su éxito, abraza a su mujer y le anuncia el final de sus infortunios. «Finalmente ya no hay nada en contra nuestra», exclama. «Hay fuego —le dice su mujer—; mira, el Odeón está ardiendo». Caballero, el Odeón se incendió. Así pues, no se queje. Tiene ropa, no tiene mujer ni hijos, tiene ciento veinte francos en su bolsillo y no debe nada a nadie. La obra tuvo ciento cincuenta representaciones en el teatro Louvois. El rey otorgó una pensión al autor. Buffon lo dijo: el genio es la paciencia. Efectivamente, la paciencia es lo que en el hombre se parece más a lo que la Naturaleza emplea en sus creaciones. ¿Qué es el arte? Es la Naturaleza concentrada.
Los dos jóvenes atravesaban el Luxemburgo. Lucien supo bien pronto el nombre, que más tarde se hizo célebre del desconocido, que trataba de consolarle. Este joven era Daniel D'Arthez, hoy uno de los más ilustres escritores de nuestra época y una de las raras personas que, de acuerdo con el bello pensamiento del poeta, ofrecen «la unión de un gran talento a un buen carácter».
—No se puede ser gran hombre a bajo precio —le dijo Daniel con su cariñosa voz—. El ingenio riega con lágrimas sus obras. El talento es una criatura moral que tiene, como todos los seres, una infancia sujeta a enfermedades. La Sociedad rechaza a los talentos incompletos al igual que la Naturaleza acaba con las criaturas débiles o mal conformadas. El que quiere elevarse por encima de los hombres, debe prepararse para la lucha y no retroceder ante ninguna dificultad. Un gran escritor es un mártir que no llegará a morir, eso es todo. Usted lleva en la frente el sello del genio —dijo D'Arthez a Lucien, envolviéndole en su mirada—; si no tiene su voluntad, si no tiene su angélica paciencia, si a la distancia a la que le coloquen los imprevistos del destino no reemprende, como las tortugas, en cualquier lugar que se encuentren, el camino de su infinito, como ellas emprenden el de su querido océano, renuncie ya desde hoy.
—Entonces, ¿usted espera suplicios? —dijo Lucien.
—Pruebas de todas clases: calumnias, traiciones, injusticias por parte de mis rivales; afrentas, engaños, comercialización —respondió el joven con voz resignada—. Si su obra es bella, ¿qué importa una primera pérdida?…
—¿Quiere leer y juzgar la mía? —dijo Lucien.
—Sea —dijo D'Arthez—. Vivo en la calle de Quatre-Vents, en una casa en la que uno de nuestros hombres más ilustres, uno de los más destacados genios de nuestro tiempo, un fenómeno de la ciencia, Desplein, el mejor cirujano que se conoce, sufrió su primer martirio debatiéndose contra las primeras dificultades de la vida y de la gloria en París. Este recuerdo me proporciona todas las noches la dosis de valor que necesito por las mañanas, Estoy en la habitación en la que tantas veces él comió, como Rousseau, pan y cerezas, pero sin Thérèse. Venga dentro de una hora, que ya estaré allí.
Los dos poetas se despidieron estrechándose la mano con indecible efusión de melancólica ternura. Lucien marchó a buscar su manuscrito. Daniel D'Arthez se dirigió al Monte de Piedad para empeñar su reloj y poder comprar dos haces de leña a fin de que su nuevo amigo encontrara fuego en casa, ya que hacía bastante frío.
Lucien llegó con exactitud y vio en primer lugar una casa menos decente que su fonda y que tenía un sombrío pasillo al final del cual comenzaba una oscura escalera. La habitación de Daniel D'Arthez, situada en el quinto piso, tenía dos falsas vigas entre las que se había situado una biblioteca de madera ennegrecida llena de cartones rotulados. Un mezquino catre de madera pintada, semejante a las literas del colegio, una mesilla comprada de ocasión y dos sillones de crin, ocupaban el fondo de esta habitación, cubierta con un papel escocés ennegrecido por el tiempo y el uso. Una larga mesa cubierta de papeles estaba colocada entre la chimenea y una de las vigas. Enfrente de esta chimenea se veía una mala cómoda de caoba. Una alfombra de ocasión cubría las baldosas por completo. Este lujo necesario evitaba calefacción Ante la mesa, un vulgar sillón de oficina de badana roja, blanqueada ya por el uso, y seis malas sillas completaban el mobiliario. Sobre la chimenea, Lucien vio un quinqué antiguo con cuatro bujías y pantalla. Cuando Lucien le preguntó la razón de las bujías, reconociendo en todas las cosas los síntomas de una áspera miseria, D'Arthez le repuso que le era imposible soportar el olor de candil. Esta circunstancia indicaba una gran delicadeza de sentimiento y el indicio de una exquisita sensibilidad. La lectura duró siete horas. Daniel escuchó religiosamente sin decir una palabra ni hacer una observación, una de las mayores pruebas de buen gusto que pueden dar los autores.
—¿Bien? —dijo Lucien a Daniel, dejando el manuscrito sobre la chimenea.
—Sigue usted un buen camino —respondió gravemente el joven—; pero su obra ha de ser pulida. Si no quiere ser el imitador de Walter Scott, tiene que crear un estilo diferente y usted le ha imitado. Comienza, como él, con largas conversaciones para situar a sus personajes; cuando ya han hablado, hace llegar la descripción y la acción. Este antagonismo necesario a toda obra dramática, va en último lugar. Invierta líos términos del problema. Reemplace estas difusas conversaciones, magníficas en Scott, pero sin color en usted, por descripciones a las que tan bien se presta nuestro idioma. Que en usted el diálogo sea la esperada consecuencia que corona sus preparativos. Entre primero en la acción. Tome el tema unas veces de través y otras por la cola; en una palabra, varíe sus planes para no ser siempre el mismo. Será nuevo aunque adapte a la historia de Francia la forma del drama dialogado del escocés. Walter Scott carece de pasión, la desconoce, o tal vez no se la permitían a causa de las hipócritas costumbres de su país. Para él la mujer es el deber encarnado. Salvo raras excepciones, sus heroínas siempre son las mismas y sólo ha hecho de ellas un único esbozo, para emplear un término de los pintores. Todas proceden de
Clarisse Harlowe
; al adaptarlas todas a una idea no podía obtener más que ejemplares de un mismo tipo, variados mediante un colorido más o menos vivido. La mujer introduce el desorden a la sociedad por la pasión. La pasión tiene infinitos accidentes. Describa por tanto las pasiones, allí encontrará infinitos recursos de los que el genio se ha privado a fin de poder ser leído en todas las familias de la gazmoña Inglaterra. En Francia encontrará las encantadoras faltas y las brillantes costumbres del catolicismo que puede oponer a las figuras sombrías del calvinismo durante el más apasionante período de nuestra historia. Cada reinado auténtico a partir de Carlomagno exigirá a su vez una obra al menos y a veces hasta cuatro o cinco, como es el caso de Luis XIV, Enrique IV y Francisco I. De ese modo, hará una historia de Francia pintoresca en la que descubrirá las costumbres, los muebles, las casas, los interiores, la vida privada, a la vez que dará una ambientación de la época en lugar de narrar penosamente los hechos conocidos. Dispone de un medio de ser original, señalando los errores populares que desfiguran a la mayor parte de nuestros monarcas. Atrévase, en su primera obra, a realzar la gran y magnífica figura de Catalina, a quien usted ha sacrificado a los prejuicios que aún planean sobre ella. Describa también a Carlos IX como realmente era y no como lo han hecho los escritores protestantes. Al cabo de diez años de constancia, tendrá fama y fortuna.
Ya eran las nueve. Lucien imitó la secreta acción de su amigo futuro, ofreciéndole una cena en Edon, en la que se gastó doce francos. Durante aquella velada, Daniel reveló a Lucien el secreto de sus estudios y de sus esperanzas. D'Arthez no admitía talentos privilegiados sin profundos conocimientos metafísicos. En aquellos momentos procedía a la investigación de todas las riquezas filosóficas de los tiempos antiguos y modernos para asimilarlas. Quería, al igual que Molière, ser un profundo filósofo antes de hacer comedias. Estudiaba el mundo escrito y el mundo viviente, el pensamiento y el hecho. Tenía como amigos sabios naturalistas, jóvenes médicos, escritores, políticos y artistas, sociedad de gente estudiosa, seria y llena de porvenir. Vivía de artículos concienzudos y mal pagados que se insertaban en los diccionarios biográficos, enciclopédicos o de ciencias naturales; no escribía ni más ni menos que lo indispensable para vivir y poder proseguir su pensamiento. D'Arthez tenía una obra de imaginación, emprendida únicamente para estudiar los recursos de la lengua. Este libro, aún sin terminar, tomado y dejado a capricho, lo conservaba para los días de gran desgracia. Era una obra sicológica y de elevada concepción bajo el aspecto de una novela. Aunque Daniel se descubrió de forma bastante modesta, pareció gigantesco a Lucien. A la salida del restaurante, a las once, Lucien se sentía ligado por una viva amistad hacia esta virtud sin énfasis, hacia esta naturaleza sublime sin saberlo. El poeta no discutió los consejos de Daniel; los siguió al pie de la letra. Este hermoso talento, maduro ya por el pensamiento y por una crítica solitaria, inédita, hecha por él y no por otro, le había abierto de repente las puertas de los magníficos palacios de la fantasía. Los labios del provinciano habían sido rozados por un carbón ardiente, y la palabra del trabajador parisiense encontró en el cerebro del poeta de Angulema una tierra abonada. Lucien se entregó al arreglo y corrección de su obra.
Dichoso por haber encontrado en el desierto de París un corazón en el que abundan sentimientos generosos en armonía con los suyos, el gran hombre de provincias hizo lo que hacen todos los jóvenes sedientos de afecto: se ligó a D'Arthez como una enfermedad crónica; le iba a buscar para dirigirse a la biblioteca, se paseó a su lado por el Luxemburgo en los días radiantes, todas las noches le acompañó hasta su pobre habitación, después de haber cenado a su lado en Flicoteaux; en una palabra, se unió a él como el soldado se unía a su compañero en las llanuras heladas de Rusia.
Durante los primeros días de su amistad con Daniel, se dio cuenta, no sin pena, de una cierta molestia causada por su presencia en cuanto los íntimos se hallaban reunidos. Los discursos de estos seres superiores, de los que D'Arthez le hablaba con entusiasmo concentrado, se mantenían en una reserva en desacuerdo con los visibles testimonios de su viva amistad. Lucien, entonces, se iba discretamente, sintiendo una especie de pena causada por el ostracismo de que era objeto y por la curiosidad que en él despertaban estos desconocidos personajes, ya que todos se llamaban por sus nombres de pila. Todos llevaban en la frente, como D'Arthez, el símbolo de un genio especial. Tras de secretas oposiciones, combatidas por D'Arthez sin que se enterara, Lucien pudo a partir de entonces conocer a esas personas unidas por las más vivas simpatías, por lo serio de su existencia intelectual, que casi todas las noches se reunían en casa de D'Arthez. Todos presentían en él al gran escritor; le consideraban como su jefe, después de haber perdido uno de los talentos más extraordinarios de aquel tiempo, un genio místico, su primer jefe, que, por razones inútiles de mencionar aquí, había vuelto a su provincia y del que Lucien oía hablar a menudo con el nombre de Louis. Se comprenderá fácilmente lo mucho que esos personajes habían despertado la curiosidad y el interés de un poeta, tratándose de los que después han conquistado, como D’Arthez, toda su gloria, ya que algunos sucumbieron.
Entre los que aún viven, se encontraba Horace Bianchon, interno por aquel entonces en el Hospital, que más tarde se convirtió en una de las lumbreras de la escuela de París y demasiado conocido actualmente para que sea necesario describir su personalidad o explicar su carácter o la naturaleza de su espíritu. Después estaba Léon Giraud, aquel profundo filósofo, hábil teórico, que remueve todos los sistemas, los juzga, los expresa, los formula y los arrastra a los pies de su ídolo, la Humanidad, siempre grande, aun en sus errores, ennoblecidos por su buena fe. Este trabajador intrépido, este sabio concienzudo, se ha convertido en el jefe de una escuela moral y política sobre cuyo mérito sólo el tiempo podrá pronunciarse. Si sus convicciones le han labrado un destino en regiones ajenas a las que sus camaradas se han lanzado, no por eso ha cesado de ser su fiel amigo.
El arte estaba representado por Joseph Bridau, uno de los mejores pintores de la joven escuela. Sin las secretas desgracias a las que le condena una naturaleza demasiado impresionable, Joseph, sobre el que sin embargo aún no se ha dicho la última palabra, hubiese podido continuar la labor de los grandes maestros de la escuela italiana: posee el dibujo de Roma y el color de Venecia; pero el amor le mata y no sólo atraviesa su corazón; el amor le lanza sus flechas al cerebro, le complica la vida y le obliga a hacer los zig-zag más extraños. Si su efímera amante le hace unas veces más feliz, otras más desgraciado, Joseph enviará a la exposición, bien sea bocetos en los que el color destruirá la línea, bien sea cuadros que ha querido terminar bajo el peso de tristezas imaginarias en los que el dibujo le ha preocupado tanto que el color, de que dispone a su antojo, no aparece. Engaña sin cesar tanto al público como a sus amigos. Hoffmann le hubiese adorado a causa de sus desviaciones atrevidas en el campo del Arte, por sus caprichos y por sus fantasías. Cuando está completo, excita la admiración, la saborea y se enfada entonces por no recibir elogios de las obras erradas en las que los ojos de su alma ven todo lo que está ausente a la vista del público. Fantástico en grado sumo, sus amigos le han visto destruir un cuadro terminado al que encontraba demasiado pintado.