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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

Las ilusiones perdidas (30 page)

—¡Señor Vidal! —llamó un dependiente.

Vidal se escabulló.

—Yo no le digo, caballero, que su libro no sea una obra maestra —respondió Porchon, haciendo un gesto un tanto grosero—, pero nosotros sólo nos ocupamos de libros hechos. Vaya a ver a los que compran manuscritos, el viejo Doguereau, en la calle del Coq, junto al Louvre, es uno de los que se dedican a la novela. Si hubiese hablado antes, acaba de ver a Pollet, el competidor de Doguereau y de los libreros de las Galerías de Madera.

—Verá, tengo también un volumen de poesía…

—¡Señor Porchon! —gritaron.

—¿Poesía? —exclamó Porchon, encolerizado—. ¿Por quién me toma? —añadió, riéndose en sus narices y desapareciendo en la trastienda.

Lucien atravesó el Pont-Neuf presa de mil reflexiones. Lo que había comprendido de esta jerga comercial le hizo adivinar que para aquellos libreros los libros eran como gorros de algodón para los almacenistas, una mercancía que se ha de comprar barata para venderla cara.

«Me he equivocado», se dijo, sorprendido, sin embargo, ante el brutal y material aspecto que ofrecía la literatura. Percibió en la calle del Coq una modesta tienda ante la que ya había pasado y sobre la que sobre un fondo verde se veían escritas estas letras en color amarillo: Doguereau, librero. Recordó haber visto estas palabras repetidas en la parte inferior del frontispicio de varios libros que había leído en el gabinete de lectura de Blosse. Entró, no sin aquella trepidación interior que causa a todos los hombres de imaginación la certeza de una lucha. Encontró en la tienda a un curioso anciano, una de las originales figuras de la librería bajo el Imperio. Doguereau llevaba una especie de traje negro con largos faldones cuadrados, mientras que la moda de aquel entonces cortaba los
fraques
en forma de cola de bacalao. Llevaba un chaleco de tela corriente con cuadros de diversos colores, donde colgaban, en el lugar del bolsillo, una cadena de acero y una llave de cobre que destacaban sobre su pantalón negro. El reloj debía de tener el volumen de una cebolla. Este traje iba completado por unas medias almohadilladas de un color gris acerado y con zapatos adornados de hebillas de plata. El viejo tenía la cabeza descubierta, decorada por cabellos grisáceos y un tanto poéticamente esparcidos. El viejo Doguereau, como Porchon lo había llamado, se parecía por el pantalón y los zapatos a un profesor de literatura, y a un vendedor por su chaleco, el reloj y las medias. Su fisonomía no desmentía en absoluto esta singular alianza: tenía el aspecto magistral y dogmático, la cara hundida del profesor de retórica y los ojos vivos, la boca desconfiada y la vaga inquietud del librero.

—¿El señor Doguereau? —preguntó Lucien.

—Yo soy, caballero…

—Soy autor de una novela —dijo Lucien.

—Es usted muy joven —repuso el librero.

—Pero, señor, mi edad nada tiene que ver.

—Eso es verdad —dijo el anciano librero, tomando el manuscrito—. ¡Ah, diantre!
El arquero de Carlos IX
, un título sugestivo. Veamos, joven, cuénteme en dos palabras el argumento.

—Verá, es una obra histórica al estilo de Walter Scott, donde el carácter de la lucha entre católicos y protestantes está presentado como un combate entre dos sistemas de gobierno y en donde el trono estaba seriamente amenazado. He tomado la defensa de los católicos.

—Muy bien, jovencito, ¡eso son ideas! Leeré su obra, se lo prometo. Me hubiese gustado más una novela al estilo de la señora Radcliffe; pero si es trabajador, si tiene un poco de estilo, conceptos e ideas y arte en la presentación y ambientación, no pido otra cosa que serle útil. ¿Qué necesitamos sino buenos manuscritos?

—¿Cuándo podré volver?

—Esta noche me marcho al campo, estaré de vuelta pasado mañana; ya habré leído su libro y, si me gusta, podremos llegar a un acuerdo el mismo día.

Lucien, al verle tan campechano, tuvo la fatal idea de sacar el manuscrito de
Las Margaritas
.

—Caballero, tengo hecha también una recopilación de versos…

—¡Ah!, es poeta; entonces no quiero su novela —dijo el anciano, devolviéndole el manuscrito—. Los rimadores fracasan cuando quieren hacer prosa. En prosa no valen los rodeos, es preciso decir siempre algo.

—Pero, caballero, Walter Scott también hacía versos…

—Es verdad —admitió Doguereau, que se dulcificó, adivinó la penuria del joven y se guardó el manuscrito—. ¿Dónde vive? Ya iré a verle.

Lucien le dio sus señas sin sospechar la menor doblez en el pensamiento de aquel anciano, no reconociendo en él al librero de la vieja escuela, un hombre de los tiempos en que los libreros deseaban tener en un granero y bajo llave a Voltaire y Montesquieu muriéndose de hambre.

—Tengo que volver precisamente por el Barrio Latino —le dijo el librero, después de haber leído la dirección.

«¡Qué persona tan honrada! —pensó Lucien, saludando al librero—. He encontrado a un amigo de la juventud, un conocedor que sabe verdaderamente lo que se trae entre manos. Ya se lo decía a David: en París el talento triunfa con facilidad».

Lucien retornó feliz y dichoso, soñaba ya con la gloria. Sin volver a pensar en las siniestras palabras que habían llegado a sus oídos en la oficina de Vidal y Porchon, se veía enriquecido por lo menos con mil doscientos francos. Mil doscientos francos representaban un año de estancia en París, un año durante el cual prepararía nuevas obras. ¡Cuántos proyectos no construyó sobre aquella esperanza! ¡Cuántos dulces sueños viendo su vida asentada sobre el trabajo! Se arregló, se acicaló y poco faltó para que no hiciese algunas compras. Sólo pudo engañar a su impaciencia mediante lecturas constantes en el gabinete de Blosse, Dos días después, el viejo Doguereau, sorprendido por el estilo que Lucien había plasmado en su primera obra, encantado por la exageración de los caracteres que admitía la época en la que se desarrollaba el drama, arrebatado por la fogosidad con la que tan imaginativamente un joven autor traza su primer argumento, se presentó en la fonda en la que vivía su Walter Scott en potencia. Estaba decidido a pagar mil francos por la exclusiva propiedad de
El arquero de Carlos IX
y ligar a Lucien con un contrato para varias obras. Al ver la fonda, el viejo zorro cambió de parecer.

«Un hombre que está alojado ahí sólo tiene gustos modestos, ama el estudio, el trabajo; sólo le puedo dar ochocientos francos».

La patrona, a la que preguntó por el señor Lucien de Rubempré, le respondió:

—¡Cuarto piso!

El librero alzó la nariz y sólo vio el firmamento por encima del cuarto.

«Este joven —pensó— es un guapo mozo, tal vez hasta demasiado; si ganara demasiado dinero, se disiparía y no trabajaría más. En nuestro común interés, le ofreceré seis cientos francos; pero en dinero, nada de billetes».

Subió la escalera, llamó tres veces a la puerta de Lucien, quien salió a abrir. La habitación era de una desnudez desesperante. Sobre la mesa había un tazón de leche y una barra de pan de dos céntimos. Esta escasez del genio impresionó al buen Doguereau.

«Que conserve —pensó— estas sencillas costumbres, esta frugalidad y estas modestas necesidades».

—Siento un gran placer en volverle a ver —dijo a Lucien—. Así es como vivía Jean-Jacques, con quien a buen seguro tiene más de una semejanza. En estos alojamientos brilla el fuego del genio y se escriben las buenas obras. Así es como tendría que vivir la gente de letras, en lugar de perder el tiempo en los cafés, en los restaurantes, y hacernos perder igualmente nuestro dinero y su talento. —Se sentó—. Joven, su novela no está mal. He sido profesor de retórica, conozco la historia de Francia; hay cosas excelentes. En una palabra, veo un futuro para usted.

—¡Ah!, caballero.

—No, se lo digo, podremos hacer negocios juntos. Le compro su novela…

El corazón de Lucien se ensanchó, palpitaba por demás, iba a penetrar en el mundo literario, al fin iba a ver impresa su obra.

—Se lo compro por cuatrocientos francos —dijo Doguereau con tono meloso y mirando a Lucien con aire de quien acaba de hacer un esfuerzo de gran generosidad.

—¿Cada volumen? —preguntó Lucien.

—La novela —dijo Doguereau, sin extrañarse de la sorpresa de Lucien—. Pero —añadió— será al contado. Se comprometerá a hacerme dos al año durante seis años. Si la primera se agota en seis meses, le pagaré las demás a seiscientos francos. De esta forma, a dos por año, tendrá cien francos al mes, su vida estará asegurada y será feliz. Tengo autores a los que no pago más que trescientos francos por novela. Doy doscientos francos por una traducción del inglés. En otros tiempos este precio hubiese sido algo exorbitante.

—Caballero, no llegaremos a entendernos; le ruego que me devuelva mi manuscrito —dijo Lucien, helado.

—Aquí lo tiene —dijo el viejo librero—. No entiende de negocios, caballero. Al publicar el primer libro de un autor, un editor tiene que arriesgar mil seiscientos francos de impresión y papel. Es más fácil escribir una novela que encontrar una suma semejante. Tengo cien manuscritos de novelas en mi casa y no tengo ciento sesenta mil francos en la caja. Desgraciadamente esta suma no la he ganado en los veinte años que llevo de librero. Nosotros no hacemos fortuna en nuestro oficio de editores de libros. Vidal y Porchon sólo nos los compran en condiciones que cada día se hacen más onerosas para nosotros. Allí en donde usted no arriesga más que su tiempo, yo tengo que arriesgar dos mil francos. Si nos equivocamos, ya que
habent sua fata libelli
, pierdo dos mil francos; en cuanto a usted, no tiene sino que lanzar una oda contra la estupidez humana. Tras de haber meditado sobre lo que le acabo de decir, vendrá a verme. Vendrá a mí —repitió el librero con autoridad, como réplica a un gesto lleno de soberbia que se le escapó a Lucien—. Lejos de encontrar un librero que quiera arriesgar dos mil francos por un joven desconocido, no encontrará ni un empleado que tome la molestia de leer sus hojas emborronadas. Yo, que las he leído, puedo señalarle muchas faltas. Ha puesto desapercibido en vez de inadvertido, y prefiero a las cosas, en vez de prefiero las cosas; en este caso no se usa preposición. —Lucien pareció humillado—. Cuando volvamos a vernos habrá perdido cien francos. Entonces no le daré más que cien escudos. —Se levantó, saludó, pero, en el umbral de la puerta, dijo—: Si no tuviera usted talento y porvenir, si no me interesara por los jóvenes estudiosos, no le hubiese propuesto tan buenas condiciones. ¡Cien francos al mes! Piense en ello. Después de todo, una novela en un cajón no es lo mismo que un caballo en una cuadra, no come pan. Pero verdaderamente, ¡tampoco proporciona ningún beneficio!

Lucien tomó su manuscrito, lo tiró al suelo y exclamó:

—¡Antes prefiero quemarlo!

—Tiene una cabeza de poeta —respondió el viejo.

Lucien devoró su barra, tomó la leche y salió. Su habitación no era lo suficientemente amplia y en ella hubiese dado vueltas como un león en su jaula del Jardín des Plantes. En la biblioteca de Santa Genoveva, adonde Lucien pensaba ir, se había fijado en un joven de unos veinticinco años que, siempre en el mismo rincón, trabajaba con aquella aplicación mantenida, a la que nada distrae ni molesta y por la que se reconocen los verdaderos obreros literarios. Este joven, sin duda, venía desde hacía mucho tiempo; los empleados y el mismo bibliotecario le tenían consideraciones; el bibliotecario le dejaba llevarse libros que Lucien veía cómo devolvía a la mañana siguiente el estudioso desconocido, en el que el poeta reconocía a un hermano de miseria y esperanza.

Bajito, pálido y delgado, este trabajador ocultaba una bella frente bajo una espesa cabellera negra, bastante descuidada; tenía bonitas manos y atraía la mirada de los indiferentes a causa de un vago parecido con el retrato de Bonaparte grabado por Robert Lefebvre. Este grabado es todo un poema de melancolía ardiente, de ambición contenida, de oculta actividad. Examinadlo bien. En él encontraréis genio y discreción, finura y grandeza. Los ojos tienen fuerza expresiva, como los ojos de una mujer. La vista está ávida de espacio y deseosa de dificultades que vencer. Aunque el nombre de Bonaparte no estuviese escrito en su parte inferior, lo contemplaríais igualmente. El joven que representaba este grabado llevaba normalmente un pantalón sin trabilla, zapatos de gruesas suelas, una levita de tejido corriente, una corbata negra, un chaleco de tela gris combinada con blanco y abotonado hasta arriba, y un sombrero barato. Su desdén por todo adorno superfluo era visible. Este misterioso desconocido, señalado por el sello que el genio estampa en la frente de sus esclavos, Lucien lo encontraba en casa de Flicoteaux como el más asiduo y regular de todos sus comensales; comía allí para vivir, sin hacer caso de los alimentos con los que parecía familiarizado, y siempre bebía agua.

Tanto en la biblioteca como en casa de Flicoteaux se desprendía de él una especie de dignidad que sin duda prevenía de la conciencia de una vida ocupada por algo grande y que la hacía inabordable. Su mirada era pensativa. La meditación se adueñaba de su frente bella y noblemente dibujada. Sus ojos vivos y negros, que veían bien y con presteza, anunciaban una costumbre de ir siempre al fondo de las cosas. Mesurado en sus ademanes, tenía un grave continente. Lucien experimentó un involuntario respeto hacia él. Ya muchas veces se habían mirado mutuamente, como para hablarse a la entrada o a la salida de la biblioteca o del restaurante, pero ninguno de los dos se había atrevido a hacerlo. Este silencioso muchacho se iba al fondo de la sala, en la parte situada del lado de la plaza de la Sorbona.

Lucien no había tenido, pues, la ocasión de entablar contacto con él, a pesar de que se sintió atraído hacia este joven trabajador en el que se dejaban ver los indefinibles síntomas de la superioridad. Tanto el uno como el otro, como más tarde lo reconocieron ambos, eran dos naturalezas vírgenes y tímidas, expuestas a todos los temores, cuyas emociones gustan a los hombres solitarios. Sin su súbito encuentro en el momento del desastre que acababa de acontecer a Lucien, tal vez nunca se hubiesen puesto en contacto. Pero al entrar en la calle de Gres, Lucien vio al joven desconocido que volvía de Santa Genoveva.

—La biblioteca está cerrada —dijo— y no sé por qué razón.

En aquel instante, Lucien sentía cómo las lágrimas afloraban a sus ojos; dio las gracias al desconocido con uno de esos gestos que son más elocuentes que los discursos y que de joven a joven abren los corazones en seguida. Ambos bajaron por la calle de Gres y se dirigieron hacia la de La Harpe.

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