Las ilusiones perdidas (25 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

Al mirar todas aquellas preciosas bagatelas que Lucien nunca había imaginado, descubrió el mundo de lo superfluo y se estremeció al pensar en el capital necesario para interpretar el papel de joven elegante y rico. Cuanto más admiraba a estos jóvenes de aspecto dichoso y desenvuelto, más tenía conciencia de su aire extraño, el aire de un hombre que no sabe a dónde conduce el camino en el que se encuentra, que no sabe dónde está el Palacio Real cuando está al lado o que pregunta a un transeúnte: «¿Dónde está el Louvre?», para que le respondan: «Está usted en él».

Lucien se veía separado de este mundo por un abismo y se preguntaba cuáles serían los medios con los que podría franquearlo, ya que deseaba ser semejante a esta esbelta y delicada juventud parisiense. Todos esos patricios saludaban a mujeres divinamente preparadas y divinamente bellas, mujeres por las que Lucien se hubiese dejado hacer picadillo a cambio de un solo beso, como el paje de la condesa de Konismarck. En las tinieblas de su memoria, Louise, comparada a estas soberanas, apareció como una vieja. Encontró a muchas de aquellas mujeres de las que se hablará en las historias del siglo diecinueve, cuyo ingenio, amores y belleza no serán menos célebres que los de las reinas de tiempos pasados. Vio pasar una joven sublime, la señorita Des Touches, tan conocida bajo el nombre de Camille Maupin, escritora eminente, tan grande por su belleza como por su superior inteligencia y cuyo nombre fue repetido en voz baja por los paseantes y sus damas.

«¡Ah! —se dijo—. ¡He aquí la poesía!».

¿Qué era la señora de Bargeton ante ese ángel brillante de juventud, de esperanza, de porvenir, de dulce sonrisa y cuyos negros ojos eran amplios como el firmamento y ardientes como el sol? Reía, mientras hablaba con la señora Firmiani, una de las mujeres más encantadoras de París.

Una voz le gritó que «la inteligencia es la palanca con la que se mueve al mundo», pero otra voz le gritó que el punto de apoyo de la inteligencia era el dinero. No quiso permanecer en medio de sus ruinas y en medio del teatro de su derrota, y tomó el camino del Palacio Real tras de haber preguntado por él, ya que apenas conocía la topografía de su barrio. Entró en Véry y encargó, para iniciarse en los placeres de París, una comida que le consolara de su desesperación. Una botella de vino de Burdeos, ostras de Ostende, pescado, una perdiz, macarrones y fruta fueron el
nec plus ultra
de sus deseos. Saboreó este pequeño libertinaje pensando hacer gala de ingenio aquella noche delante de la marquesa de Espard y compensar la ramplonería de su aspecto mediante el despliegue de sus riquezas intelectuales. Fue sacado de sus sueños por el importe de la cuenta, que le arrebató los cincuenta francos con los que esperaba ir muy lejos en París. Esta comida costaba un mes de su existencia en Angulema. Por lo tanto, cerró respetuosamente la puerta de aquel palacio, pensando que no volvería a poner allí los pies.

«Ève tenía razón —se dijo, andando por la galería de piedra hacia su casa para coger dinero—; los precios de París no son los mismos del Houmeau».

Mientras caminaba, admiraba las tiendas de los sastres, soñando con los trajes que había visto aquella mañana.

—¡No! —exclamó—. No voy a parecer un aldeano, como lo suelo ser ante la señora de Bargeton, cuando me presente ante la señora de Espard.

Corrió con la velocidad del gamo hasta el hotel de Gaillard-Bois, subió a su habitación y, tomando cien escudos, volvió a bajar hasta el Palacio Real, para vestirse allí de la cabeza a los pies. Había visto allí zapateros, sastres, peluqueros, chalequeros, y su futura elegancia se repartió en diez tiendas diferentes. El primer sastre que visitó le hizo probarse tantos trajes como quiso ponerse y le persuadió de que todos eran de última moda. Lucien salió dueño de una chaqueta verde, un pantalón blanco y un chaleco de fantasía, por la suma de doscientos francos. Pronto encontró un par de botas muy elegantes a su medida. Finalmente, después de haber adquirido todo cuanto le era necesario, pidió al peluquero que fuera a su domicilio, donde cada proveedor le llevó sus compras. A las siete, subió a un coche de punto y se hizo llevar a la Ópera, rizado como un San Juan de procesión, con buen chaleco, buena corbata, pero un tanto incómodo en aquella especie de estuche en el que por primera vez se introducía. Siguiendo el consejo de la señora de Bargeton, preguntó por el palco de los Primeros Gentilhombres de Cámara. Ante el aspecto de un hombre cuya elegancia le hacía parecerse a un paje de bodas, el portero pidió que le enseñara su entrada.

—No tengo.

—No puede entrar —se le respondió secamente.

—Pero si estoy invitado por la señora de Espard —dijo.

—Nosotros no estamos obligados a saberlo —dijo el empleado, que no pudo reprimir un cambio imperceptible de sonrisas con sus colegas de la puerta.

En aquel preciso momento, un carruaje se detuvo bajo el peristilo. Un lacayo, al que Lucien no reconoció, desplegó la escalerilla de un cupé de donde salieron dos mujeres muy bien arregladas. Lucien, que no quería recibir del portero algún aviso impertinente para que se apartara, dejó sitio a las dos damas.

—¡Pero si esta señora es la marquesa de Espard, a quien usted pretende conocer, caballero! —dijo irónicamente el portero a Lucien.

Lucien quedó tanto más sorprendido cuanto que la señora de Bargeton no pareció reconocerle bajo su nuevo atuendo; pero cuando le abordó, ella le sonrió y le dijo:

—Llega oportunamente, ¡venga!

Los empleados de la puerta tornáronse serios. Lucien siguió a la señora de Bargeton, que mientras subían la escalinata de la Ópera presentó a su Rubempré a su prima. El palco de los Primeros Gentilhombres es el que se encuentra en uno de los dos entrepaños cortados al fondo de la sala; el ocupante ve a la gente tanto y tan bien como el público le ve a él. Lucien se colocó en una silla detrás de su prima, contento de estar a la sombra.

—Señor de Rubempré —dijo la marquesa con un tono de voz halagador—, viene a la Ópera por primera vez, véalo bien todo, tome ese asiento, póngase delante, se lo permitimos.

Lucien obedeció; terminaba el primer acto de la ópera.

—Has empleado muy bien tu tiempo —le dijo Louise al oído, tras el primer momento de sorpresa que le produjo el cambio en el atuendo de Lucien.

Louise seguía siendo la misma. La proximidad de una mujer a la moda como la marquesa de Espard, esta señora de Bargeton de París, le perjudicaba sobremanera; la brillante parisiense hacía resaltar tan bien las imperfecciones de la mujer provinciana, que Lucien, doblemente iluminado por la selecta concurrencia de esta pomposa sala y por esta eminente mujer, vio finalmente, en la pobre Anaïs de Nègrepelisse, la mujer real, la mujer que la gente de París veía: una mujer delgada, alta, seca, con rojeces, marchita, más que pelirroja, angulosa, chabacana, presuntuosa, provinciana y ridícula en su hablar, y sobre todo mal ataviada.

Efectivamente, los pliegues de un viejo vestido de París atestiguan aún cierto gusto, se explica, se adivina lo que fue, pero un viejo vestido provinciano es inexplicable y digno de risa. El vestido y la mujer no tenían ni gracia ni frescor, y el terciopelo estaba tan usado como el cutis. Lucien, avergonzado por haber amado a este hueso de jibia, se prometió aprovechar el primer acceso de virtud de su Louise para abandonarla. Su excelente vista le permitió distinguir los gemelos enfocados sobre el palco aristocrático por excelencia. Con toda seguridad las mujeres más elegantes examinaban a la señora de Bargeton, ya que todas sonreían hablándose entre sí.

Si la señora de Espard se dio cuenta, por las sonrisas y los gestos femeninos, de cuál era la causa de los sarcasmos, no se dio en absoluto por enterada. En primer lugar, todos debían reconocer en su compañera la parienta pobre venida de provincianas, con la que toda familia parisiense puede ser afligida. Luego, su prima le había hablado sobre las modas manifestando un cierto temor; ella le había tranquilizado al darse cuenta de que Anaïs, una vez vestida convenientemente, pronto adquiriría las formas y maneras de ser parisienses. Si la señora de Bargeton carecía de esas costumbres, tenia por otra parte la altanería innata de una mujer noble y ese no sé qué al que podemos llamar raza. El próximo lunes se tomaría, pues, su desquite. Por otro lado, una vez que la gente se enterara de que, aquella mujer era su prima, la marquesa sabía que suspenderían sus críticas y esperarían a un nuevo examen antes de juzgarla.

Lucien no adivinaba el cambio que haría en la persona de Louise un chal rodeando su cuello, un bonito vestido, un elegante peinado y los consejos de la señora de Espard. Al subir la escalera, la marquesa había advertido ya a su prima que no sostuviera el pañuelo desdoblado en su mano. El buen o mal gusto dependen de mil pequeños matices de toda especie, que una mujer inteligente adopta rápidamente y que ciertas mujeres nunca podrán comprender. La señora de Bargeton, llena ya de buena intención y empeño, era lo suficientemente lista para darse cuenta de que estaba en ridículo. La señora de Espard, segura de que su alumna la honraría, no había rehusado formarla. En una palabra, entre aquellas dos mujeres se había establecido un pacto cimentado por su mutuo interés.

La señora de Bargeton había establecido repentinamente un culto al ídolo del día, cuyos modales, inteligencia y medio ambiente la habían seducido, deslumbrado y fascinado. En la señora de Espard había reconocido el oculto poder de la gran dama ambiciosa, y se dijo que llegaría lejos convirtiéndose en el satélite de este astro: la había, pues, admirado con toda franqueza. La marquesa se había sentido sensible a esta ingenua presumida, se había interesado por su prima, encontrándola débil y pobre; luego, se las había ingeniado para tener una alumna que sentara escuela y no pedía otra cosa que tener en la señora de Bargeton una especie de dama de compañía, una esclava que cantaría sus alabanzas, tesoro aún más raro entre las gentes de París que un crítico abnegado en el ambiente literario. Sin embargo, el movimiento de curiosidad era demasiado visible para que la recién llegada no lo admitiera, y la señora de Espard quiso educadamente ponerla al corriente sobre aquella conmoción.

—Si vienen visitas —le dijo—, sabremos quizá cuál es la causa por la que ocupamos el tiempo de esas señoras…

—Imagino que a buen seguro es mi viejo vestido de terciopelo y mi cara angulemina lo que debe divertir a las parisienses —repuso riendo la señora de Bargeton.

—No, no es usted; hay algo que no me explico —añadió ella, observando al poeta, al que miró por primera vez, pareciéndole singularmente vestido.

—Ahí está el señor du Châtelet —dijo en aquel momento Lucien, señalando con el dedo el palco de la señora de Sérizy, donde el viejo dandy remozado había hecho su entrada.

Ante ese gesto, la señora de Bargeton se mordió los labios con despecho, ya que la marquesa no pudo contener una mirada y una sonrisa de extrañeza que significaba de manera tan desdeñosa. «¿De dónde sale este muchacho?», que Louise se sintió humillada en su amor, la sensación más punzante que para una francesa puede haber y que no perdona a su amante el habérsela causado. En este mundo, en el que las cosas pequeñas se convierten en grandes, un gesto, una palabra pueden ser la perdición de un principiante. El mérito; principal de los buenos modales y del buen tono en la buena sociedad es ofrecer un conjunto armonioso en donde todo está tan bien compenetrado que nada choca. Los mismos que, sea por ignorancia, sea por una distracción cualquiera, no observan las leyes de esta ciencia, comprenderán todos que en esta materia una sola disonancia es, como en la música, una negación completa del mismo Arte, cuyas condiciones deben ser completamente ejecutadas sin el menor fallo, so pena de no existir.

—¿Quién es ese señor? —preguntó la marquesa, señalando a Châtelet—. ¿Conoce ya a la señora de Sérizy?

—¡Ah! ¿Esa es la señora de Sérizy, que tantas aventuras ha tenido y que a pesar de ello es recibida en todas partes?

—Una cosa inaudita, querida —respondió la marquesa—; una cosa explicable, pero inexplicada. Los hombres más temibles son sus amigos, y ¿por qué? Nadie se atreve a sondear ese misterio. ¿Ese señor es, pues, el lion de Angulema?

—Pero si el señor barón du Châtelet —dijo Anaïs, que por vanidad dio en París el título que discutía a su adorador— es un hombre que ha hecho que se hable mucho sobre él. Es el compañero del señor de Montriveau.

—¡Ah! —exclamó la marquesa—, nunca oigo ese nombre sin pensar en la pobre duquesa de Langeais, que desapareció como un cometa. Ahí están —continuó, señalando un palco— el señor de Rastignac y la señora de Nucingen, la mujer de un banquero, hombre de negocios y fabricante al por mayor, un hombre que se impone en la sociedad de París por su fortuna y del que se dice es poco escrupuloso en los medios que utiliza para aumentarla; realiza mil trabajos y esfuerzos por hacer creer en su devoción por los Borbones, y ya ha intentado venir a mi casa. Al tomar el palco de la señora de Langeais, su esposa ha pensado que tendría sus gracias, ingenio y éxito. Siempre es la fábula del grajo que se pone las plumas del pavo real.

—¿Cómo pueden ingeniárselas el señor y la señora de Rastignac, que no tienen ni mil escudos de renta, para mantener a su hijo en París? —preguntó Lucien a la señora de Bargeton, sorprendiéndose ante la elegancia y el lujo de las ropas del joven.

—Es fácil ver que viene usted de Angulema —respondió la marquesa, un tanto irónicamente, sin dejar sus impertinentes.

Lucien no entendió, estaba absorto contemplando el aspecto de los palcos, en los que adivinaba las comentarios que se hacían sobre la señora de Bargeton y la curiosidad que despertaba él mismo. Por su parte, Louise se encontraba profundamente mortificada del poco caso que la marquesa hacía de la apostura de Lucien.

«¡No es entonces tan guapo como a mí me parece!», se decía para sus adentros.

De ahí a encontrarle menos talento, no había más que un paso. El telón había caído; Châtelet, que había venido a hacer una visita a la duquesa de Carigliano, cuyo palco era vecino del de la señora de Espard, saludó desde allí a la señora de Bargeton, que respondió con una inclinación de cabeza. Una mujer de mundo lo ve todo, y la marquesa observó en seguida el elegante vestir de Du Châtelet. En aquel momento, cuatro personas entraron sucesivamente en el palco de la marquesa, cuatro celebridades parisienses.

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