Lousteau se sintió tan cruelmente herido por ese proceder, que lloró al final de una comida que sus amigos le ofrecieron para consolarle. En esta orgía los invitados comprendieron que Nathan había hecho su juego. Algunos escritores, como Finot y Vernou, sabían la pasión del dramaturgo por Florine, pero, al decir de todos, Lucien, al maquinar este asunto, había faltado a las más santas leyes de la amistad. El espíritu de partido, el deseo de servir a sus nuevos amigos hacían inexcusable el proceder del nuevo monárquico.
—Nathan se deja arrastrar por la lógica de las pasiones, mientras que el gran hombre de provincias, como dice Blondet, cede a sus cálculos —exclamó Bixiou.
De este modo la pérdida de Lucien, el intruso, aquel bribón que quería hundir a todo el mundo, fue unánimemente decretada y profundamente meditada. Vernou, que odiaba a Lucien, se encargó de no soltarlo. Para ahorrarse pagar mil escudos a Lousteau, Finot acusó a Lucien de haberle impedido ganar cincuenta mil francos dando a Nathan el secreto de la operación contra Matifat. Nathan, aconsejado por Florine, se había ganado el apoyo de Finot, vendiéndole su pequeño sexto por quince mil francos. Lousteau, que perdía sus mil escudos, no perdonó a Lucien esta lesión tan enorme para sus intereses.
Las heridas de amor propio se hacen incurables cuando penetra en ellas el óxido de plata. Ninguna expresión, ninguna pintura puede describir la rabia que se apodera de los escritores cuando sufre su amor propio, ni la energía que encuentran en el momento en que se sienten picados por las envenenadas flechas de la burla. Aquellos cuya energía y resistencia se ven estimuladas por el ataque, sucumben prontamente. Las personas tranquilas y que siguen su plan después del profundo olvido en el que cae un artículo injurioso, éstos despliegan el verdadero valor literario. De este modo, los débiles, al primer golpe de vista, parecen ser los fuertes, pero su resistencia dura poco.
Durante los primeros quince días, Lucien, rabioso, hizo llover una granizada de artículos en los periódicos realistas, en los que compartió el peso de la crítica con Hector Merlin. Todos los días, desde la brecha de El Despertar, hizo fuego con todo su ingenio, apoyado además por Martinville, quien fue el único que le sirvió sin malicia y al que no se puso al corriente de los acuerdos firmados con bromas, tras de beber, o en las Galerías de Madera, en casa Dauriat y en los bastidores de los teatros por los periodistas de ambos partidos a los que unía la camaradería secretamente. Cuando Lucien aparecía en el salón del Vaudeville, sólo las gentes de su partido le tendían la mano como a un amigo, mientras que Nathan, Hector Merlin y Théodore Gaillard fraternizaban descaradamente con Finot, Lousteau, Vernou y alguno de aquellos periodistas decorados con el apodo de buenos muchachos.
Por aquella época, el salón del Vaudeville, era el punto de reunión principal de toda la maledicencia literaria, una especie de gabinete donde acudían los pertenecientes a todos los partidos, hombres políticos y magistrados. Después de una reprimenda hecha en cierta Cámara del Consejo, el presidente, que había reprochado a uno de sus colegas el barrer con su toga los escenarios y bastidores, se encontró, toga con toga, con el amonestado en el salón del Vaudeville. Lousteau acabó por dar la mano a Nathan. Finot acudía allí casi todas las noches. Cuando Lucien tenía tiempo, estudiaba la disposición de sus enemigos, y este muchacho desgraciado veía siempre en ellos una frialdad implacable.
En aquellos tiempos, el espíritu de partido engendraba unos odios mucho más profundos que los de hoy en día. Actualmente, a la larga, todo se suaviza por la excesiva tensión de los resortes. Hoy en día, la crítica, tras de haber inmolado el libro de un hombre, le tiende la mano. La víctima debe abrazar al sacrificador so pena de ser objeto de tremendas burlas. En caso de negativa, un escritor pasa por ser insociable, de mal carácter, lleno de amor propio, inabordable, envidioso, rencoroso. Hoy en día, cuando un autor ha recibido en la espalda los golpes del puñal de la traición, cuando ha evitado los lazos tendidos con una infame hipocresía, encajado los peores procedimientos, oye a sus asesinos decirle buenos días y manifestar pretensiones a su estima e incluso a su amistad. Todo se excusa y se justifica en una época en la que la virtud se transforma en vicio, del mismo modo que ciertos vicios se han erigido en virtudes. La camaradería se ha convertido en una de las más santas libertades. Los jefes de las opiniones más contradictorias se hablan con palabras suaves y maneras corteses.
En aquel tiempo, si vale la pena recordarlo, había valor en ciertos escritores monárquicos y en ciertos escritores liberales por encontrarse en el mismo teatro. Se oían las más odiosas provocaciones. Las miradas estaban cargadas como las pistolas, y el menor chispazo podía hacer brotar una disputa. ¿Quién no ha sorprendido imprecaciones en su vecino a la entrada de algunos hombres especialmente en pugna con el partido contrario? Entonces no existían más que dos partidos, los monárquicos y los liberales, los románticos y los clásicos; el mismo odio bajo dos formas, un odio que hacia comprender los patíbulos de la Convención. Lucien, convertido en monárquico y romántico furibundo, de liberal y volteriano rabioso, se encontró pues bajo el peso de las enemistades que se cernían sobre la cabeza del hombre más aborrecido por los liberales en aquella época, de Martinville, el único que le defendía y le estimaba. Esta solidaridad perjudicó a Lucien.
Los partidos son ingratos para con sus primeras figuras y a menudo abandonan a sus hijos perdidos. Sobre todo en política, es necesario a los que quieren triunfar ir con el grueso del ejército. La principal malicia de los pequeños periódicos fue la de acoplar a Lucien y a Martinville. El liberalismo los arrojó al uno en brazos del otro. Esta amistad, falsa o verdadera, les valió a ambos artículos escritos con hiel por Félicien, desesperado por los éxitos de Lucien en el gran mundo y que creía, como todos los antiguos compañeros del poeta, en su próxima elevación.
La supuesta traición del poeta fue entonces envenenada y embellecida con las circunstancias más agravantes. Lucien fue considerado como el pequeño Judas y Martinville como el gran Judas, ya que Martinville estaba acusado, con razón o sin ella, de haber abandonado el puente de Pecq a los ejércitos extranjeros. Lucien replicó, riendo, a Des Lupeaulx que, por lo que a él se refería, con toda seguridad hubiese entregado el puente a los burros. El lujo de Lucien, aunque hueco y fundado en esperanzas, sublevaba a sus amigos, que no le perdonaban ni su tren de vida, ya que para ellos siempre iba adelante, ni su esplendor de la calle Vendôme. Todos sentían instintivamente que un hombre joven y guapo, ingenioso y corrompido por ellos, iba a llegar a cualquier parte; y con tal motivo, para hundirle emplearon todos los medios.
Unos días antes del debut de Coralie en el Gimnasio, Lucien apareció del brazo con Hector Merlin en el salón del Vaudeville. Merlin reñía a su amigo por haber servido a Nathan en el asunto de Florine.
—De Lousteau y de Nathan se ha hecho dos enemigos mortales. Le había dado buenos consejos, y usted no ha sabido aprovecharlos. Ha repartido elogios y hecho el bien, será castigado cruelmente por sus buenas acciones. Florine y Coralie no vivirán nunca en buena armonía al encontrarse en el mismo escenario: una querrá destacar sobre la otra. Para defender a Coralie sólo cuenta con nuestros periódicos. Nathan, además de la ventaja que le da su oficio de autor de comedias, dispone de los periódicos liberales en la cuestión de teatros y está dedicado al periodismo desde hace más tiempo que usted.
Esta frase respondía a los secretos temores de Lucien, que no encontraba ni en Nathan ni en Gaillard la franqueza a la que tenía derecho; pero no podía quejarse, ¡se había convertido tan recientemente! Gaillard abrumaba a Lucien diciéndole que los recién llegados tenían que dar pruebas durante mucho tiempo antes de que el partido pudiera fiarse de ellos. El poeta encontraba en el interior de los periódicos realistas y ministeriales una envidia con la que no había soñado, la envidia que se declara entre todos los hombres en presencia de un pastel a repartir, y que les hace comparables a perros que se disputan una presa; entonces ofrecen los mismos gruñidos, las mismas actitudes y caracteres.
Estos escritores se hacían mil jugadas sucias en secreto, para perjudicarse los unos a los otros ante el poder, y se acusaban de tibieza; y para desembarazarse de un competidor inventaban las más pérfidas maquinaciones. Los liberales no tenían ningún tema de debates internos, ya que se encontraban lejos del poder y sus favores. Al entrever este intrincado nudo de ambiciones, Lucien no tuvo el suficiente valor para sacar la espada y cortarlo, y tampoco se encontró con la paciencia suficiente como para deshacerlo; no podía ser ni el Aretino, ni el Beaumarchais, ni el Fréron de su época, y se mantuvo en su único deseo: tener su título, dándose cuenta de que esta restauración le valdría un buen matrimonio. Su fortuna no dependería entonces más que del azar, al que ayudaría su belleza. Lousteau, con el que tanto se había confiado, sabía su secreto y el periodista tenía donde herir de muerte al poeta de Angulema; así, el día en que Merlin le acompañaba al Vaudeville, Étienne había preparado para Lucien una terrible trampa en la que este muchacho debería caer y sucumbir.
—Aquí llega nuestro bello Lucien —dijo Finot, llevando consigo a Des Lupeaulx, con el que hablaba ante Lucien, cuya mano cogió con los decepcionantes halagos de la amistad—. No conozco ningún ejemplo de fortuna tan rápida como la suya —añadió, mirando alternativamente a Lucien y al
maître des requêtes
—. En París, la fortuna es de dos especies: existe la fortuna material, el dinero que todo el mundo puede ganar, y la fortuna moral, las relaciones, lo posición, el acceso a un cierto mundo inabordable para ciertas personas, cualquiera que sea su fortuna, y mi amigo…
—Nuestro amigo —dijo Des Lupeaulx, lanzando a Lucien una mirada acariciadora.
—Nuestro amigo —continuó Finot, dando palmaditas en la mano de Lucien— en este aspecto ha hecho una brillante fortuna. En verdad, Lucien tiene más medios, más talento y más ingenio que todos sus envidiosos, ya que él es de una encantadora belleza; sus antiguos amigos no le perdonan sus éxitos y dicen que ha tenido suerte y dicha.
—Esas suertes nunca son para los tontos ni para los ineptos —dijo Des Lupeaulx—. ¡A ver!, ¿acaso se puede llamar suerte al destino de Bonaparte? Había veinte generales en jefe delante de él para mandar los ejércitos de Italia, como hay cien jóvenes que en estos momentos quisieran entrar en casa de la señorita Des Touches, quien según el rumor público será su mujer, mi querido amigo —dijo Des Lupeaulx, golpeando amistosamente el hombro de Lucien—. ¡Ah!, es usted el favorito. La señora de Espard, la señora de Bargeton y la señora de Montcornet están locas con usted. ¿No asiste esta noche a la velada de la señora Firmiani y mañana a la reunión de la duquesa de Grandlieu?
—Sí —dijo Lucien.
—Permita que le presente a un joven banquero, el señor Du Tillet, un hombre digno de usted; ha sabido hacer fortuna en muy poco tiempo.
Lucien y Du Tillet se saludaron y entablaron conversación, y el banquero invitó a cenar a Lucien. Finot y Des Lupeaulx, dos hombres de igual profundidad y que se conocían lo suficiente para continuar siendo amigos, parecieron continuar una conversación ya comenzada, dejaron a Lucien, Merlin, Du Tillet y Nathan hablando entre sí, y se dirigieron hacia uno de los divanes que amueblaban el
foyer
del Vaudeville.
—Bien, bien, mi querido amigo —dijo Finot a Des Lupeaulx—, dígame la verdad; Lucien, ¿está verdaderamente protegido? Porque se ha convertido en la bestia negra de todos mis redactores y, antes de favorecer su conspiración, he querido consultarle para saber si no vale más abandonarle y ayudarle.
Aquí el
maître des requêtes
y Finot se miraron durante un corto espacio con profunda atención.
—¿Cómo, querido amigo? —dijo Des Lupeaulx—. ¿Puede imaginarse que la marquesa de Espard, Châtelet y la señora de Bargeton, que ha hecho nombrar al barón prefecto del Charente y conde para poder regresar triunfantemente a Angulema, van a perdonar a Lucien sus ataques? Lo han arrojado en el partido realista para anularlo. Hoy todos buscan excusas para negar a este muchacho lo que le habían prometido; si encuentra una habrá hecho uno de los mayores favores a estas dos mujeres: un día u otro se acordarán. Tengo el secreto de esas dos buenas mujeres, odian a este hombre hasta tal punto que me han sorprendido. Este Lucien podía desembararse de su mayor y más cruel enemiga, la señora de Bargeton, no cesando sus ataques, sino bajo condiciones que todas las mujeres gustan de cumplir, ya me comprende. Es guapo, joven, y hubiera ahogado este odio en torrentes de amor, se hubiese convertido entonces en conde de Rubempré, la jibia le hubiese obtenido un puesto cualquiera en la casa real y sinecuras. Lucien hubiese sido un apuesto lector para Luis XVIII, hubiese llegado a bibliotecario de no sé dónde, a
maître des requêtes
para reír, a director de cualquier cosa. Este bobo ha fallado su golpe. Tal vez sea eso lo que no se le ha perdonado. En lugar de imponer condiciones, las ha recibido. El día en que Lucien se dejó engatusar por la promesa del edicto, el barón du Châtelet dio un gran paso. Coralie ha perdido a ese muchacho. Si no hubiese tenido a la actriz como amante, hubiese vuelto a amar a la jibia y la hubiese obtenido.
—Así pues, podemos abatirle —dijo Finot.
—¿Por qué medios? —preguntó negligentemente Des Lupeaulx, que quería hacer valer ese favor ante la marquesa de Espard.
—Tiene un contrato que le obliga a trabajar en el pequeño periódico de Lousteau y le haremos escribir artículos, ya que se encuentra sin un céntimo. Si el ministro de Justicia se siente cosquilleado por un artículo bromista y se prueba que Lucien es el autor, lo considerará hombre indigno de las bondades del monarca. Para hacer que este gran hombre de provincias pierda un poco la cabeza, hemos preparado la caída de Coralie: verá a su amante silbada y sin papeles. Una vez el edicto quede indefinidamente suspendido, nos reiremos de las pretensiones aristocráticas de nuestra víctima, sacaremos a relucir su madre comadrona y su padre el boticario. Lucien no tiene más que un valor de epidermis; sucumbirá y le devolveremos a su tierra. Nathan me ha hecho vender por medio de Florine el sexto que tenía Matifat, yo he podido comprar la parte del papelero y estoy solo con Dauriat; usted y yo podemos llegar a un acuerdo para absorber este periódico en provecho de la Corte. Sólo he protegido a Florine y a Nathan a condición de la restitución de mi sexto, me lo han vendido y he de servirles; pero antes quería conocer las posibilidades de Lucien…