Esta confidencia hizo que Lucien recapacitara y volviese a la realidad; en primer lugar pensó que tenía amigos extremadamente peligrosos; luego, pensó que no tenía que pelearse con ellos, ya que podía tener necesidad de su terrible influencia en el caso en que la señora de Espard, la señora de Bargeton y Châtelet faltaran a su palabra. Étienne y Lucien habían llegado entonces al muelle, ante la miserable tienda de Barbet.
—Barbet —dijo Étienne al librero—, tenemos cinco mil francos de Fendant y Cavalier a seis, nueve y doce meses; ¿quiere descontarnos las letras?
—Las tomo por mil escudos —dijo Barbet con calma imperturbable.
—¡Mil escudos! —exclamó Lucien.
—Nadie se los dará —repuso el librero—. Estos caballeros quebrarán antes de tres meses; pero yo conozco dos obras suyas cuya venta es dura, no pueden esperar, yo se las compraré al contado y les daré sus valores; de esa forma tendré dos mil francos de disminución en la mercancía.
—¿Quieres perder dos mil francos? —dijo Étienne a Lucien.
—¡No! —exclamó Lucien, asustado por este primer negocio.
—Haces mal —dijo Étienne.
—No negociarán su papel en ninguna parte —dijo Barbet—. El libro de este caballero es la última jugada de Fendant y Cavalier, no lo pueden imprimir si no es dejando los ejemplares en depósito en casa del impresor, y sólo un éxito les salvará por seis meses, ya que, tarde o temprano, saltarán. Esas personas beben más vasos que libros venden. Para mí sus efectos representan un negocio y en él pueden encontrar un valor superior al que darían los que descuentan, que se preguntarán qué es lo que vale cada firma. El comercio del descuento es saber si tres firmas darán cada una un treinta por ciento en caso de quiebra. En primer lugar, no ofrecen más que dos firmas, y cada una de ellas no vale ni el diez por ciento.
Los dos amigos se miraron sorprendidos al oír salir de boca de aquel pedante un análisis en donde en pocas palabras se encontraba toda la quintaesencia del negocio del descuento.
—Nada de frases, Barbet —le dijo Lousteau—. ¿Adónde podemos ir para tratar de un descuento?
—El viejo Chaboisseau, en el muelle San Miguel, ya saben, ha hecho el último balance en la casa Fendant. Si no aceptan mi proposición, vayan a verle, pero volverán, y entonces no les daré más que dos mil quinientos francos.
Étienne y Lucien se fueron al muelle de San Miguel, hasta una casita con jardín en donde vivía este Chaboisseau, uno de los banqueros de la librería, y le encontraron en el segundo piso, en una habitación amueblada de la manera más original. Este banquero subalterno, y sin embargo, millonario, era un entusiasta del estilo griego. La cornisa de la habitación era una greca. Cubierta por un ropaje teñido de púrpura y dispuesta a la griega a lo largo de la pared, como el fondo de un cuadro de David, la cama, de una forma muy sencilla, databa del Imperio, época en que todo se fabricaba con ese gusto Los sillones, las mesas, las lámparas, los candelabros y hasta los menores accesorios, escogidos sin duda pacientemente en los mueblistas, respiraban la gracia fina, frágil y elegante de la antigüedad. Este sistema mitológico y ligero formaba un extraño contraste con las costumbres del banquero.
Hay que tener en cuenta que las personas más fantásticas se encuentran entre los que se dedican al comercio, del dinero. Estas personas son, en cierto modo, los libertinos del pensamiento. Pudiendo poseerlo todo, y saturados de todo, en consecuencia, se entregan a enormes esfuerzos para salirse de su indiferencia. Quien sabe estudiarlos, encuentra siempre una manía, un rincón de su corazón por el que son accesibles. Chaboisseau parecía atrincherado en la antigüedad como en una plaza inexpugnable.
—Sin duda alguna es digno de su enseña —dijo sonriendo Étienne a Lucien.
Chaboisseau, un hombrecillo de pelo empolvado, con levita verdosa, chaleco color avellana, con pantalón negro que se acababa en unas medias chiné y en unos zapatos que gemían cuando andaba, tomó las letras, las examinó y luego las devolvió a Lucien, gravemente.
—Los señores Fendant y Cavalier son personas encantadoras, unos jóvenes llenos de inteligencia, pero en la actualidad me encuentro desprovisto de fondos —dijo con voz suave.
—Mi amigo será razonable en el descuento —replicó Étienne.
—No tomaría esos valores por ningún dinero —dijo el hombrecillo, cuyas palabras resbalaron sobre la proposición de Lousteau como la cuchilla de la guillotina sobre el cuello de un hombre.
Los dos amigos se retiraron; al atravesar la antecámara, hasta donde prudentemente les acompañó Chaboisseau, Lucien vio un montón de libros que el banquero, antiguo librero, había comprado, y entre los que, de repente, destacó a los ojos del novelista la obra del arquitecto Ducerceau sobre las mansiones reales y los castillos célebres de Francia, cuyos planos se encuentran dibujados con bastante exactitud.
—¿Me cedería esta obra? —preguntó Lucien.
—Sí —repuso Chaboisseau, que de banquero se convirtió en librero.
—¿A qué precio? —Cincuenta francos.
—Es caro, mas la necesito; pero no tengo para pagarle más que las letras que no quiere.
—Tiene una letra de quinientos francos a seis meses, se la tomaré —dijo Chaboisseau, quien sin duda debía a Fendant y Cavalier una suma equivalente.
Los dos amigos volvieron a entrar en la habitación griega, en donde Chaboisseau extendió una pequeña factura con el seis por ciento de interés y seis por ciento de comisión, lo que producía una deducción de treinta francos, descontó la venta de los cincuenta francos, precio del Ducerceau, y sacó de su caja, llena de relucientes escudos, cuatrocientos veinte francos.
—Vaya, señor Chaboisseau, las letras son todas buenas o malas, ¿por qué no nos descuenta también las otras?
—Yo no descuento, me cobro una venta —dijo el buen hombre.
Étienne y Lucien reían aún de Chaboisseau sin entenderle, cuando llegaron a casa de Dauriat, donde Lousteau rogó a Gabusson que le indicara un banquero. Los dos amigos tomaron un cabriolé por horas y fueron al bulevar Poissonnière provistos de una carta de recomendación que les había dado Gabusson, anunciándoles el más extraño y sorprendente particular, según su expresión.
—Si Samanon no acepta sus letras —había dicho Gabusson—, nadie se las descontará.
Librero en el entresuelo, comerciante de ropa y trajes en el primero, vendedor de grabados prohibidos en el segundo, Samanon, era además un prestamista a elevado interés. Ninguno de los personajes aparecidos en las novelas de Hoffmann, ninguno de los siniestros avaros de Walter Scott, puede ser comparado a lo que la naturaleza social parisiense se había permitido crear en este hombre, si es que Samanon era un hombre.
Lucien no pudo reprimir un gesto de espanto ante el aspecto de aquel viejo diminuto, seco, cuyos huesos parecían querer atravesar la piel perfectamente curtida, salpicada de numerosas manchas verdes o amarillas, como una pintura de Tiziano o Pablo Veronés vista de cerca. Samanon tenía un ojo inmóvil y helado y el otro vivo y reluciente. El avaro, que parecía utilizar este ojo muerto para descontar, y emplear el otro para vender sus pinturas obscenas, llevaba una pequeña peluca aplastada cuyo negro era cada vez más rojizo y bajo la que sobresalían algunos cabellos blancos; su frente amarilla tenía una aptitud amenazadora, sus mejillas estaban profundamente hundidas por el hueso de las mandíbulas, y sus dientes, aún blancos, sobresalían sobre los labios como los de un caballo que bosteza. El contraste de sus ojos y la mueca de esta boca, todo, le daba un aire un tanto feroz. Los pelos de su barba, duros y puntiagudos, debían de pinchar como alfileres. Una pequeña levita raída que había llegado al estado de la yesca, una corbata negra, desteñida, usada por su barba y que dejaba ver un cuello arrugado como el de una payo, anunciaban el poco interés por remediar su siniestro aspecto.
Los dos periodistas encontraron a éste hombre sentado ante un escritorio horriblemente sucio, ocupado en pegar etiquetas en el dorso de algunos libros comprados en una almoneda. Tras de haber intercambiado una mirada por la que se comunicaron las mil preguntas que la presencia de un personaje tal despertaba, Lucien y Lousteau le saludaron dándole la carta de Gabusson y los valores de Fendant y Cavalier. Mientras Samanon leía, entró en aquella oscura tienda un hombre de gran inteligencia, vestido con una pequeña levita que parecía estar tallada en una chapa de zinc, hasta tal punto parecía estar solidificada con la aleación de mil sustancias extrañas.
—Necesito mi levita, mi pantalón negro y mi chaleco de raso —dijo a Samanon, presentándole una tarjeta numerada.
En cuanto Samanon tiró de la empuñadura de cobre de una campanilla, apareció una mujer que parecía normanda por la frescura de su rica carnación.
—Presta al caballereo su ropa —dijo, dando la mano al autor—. Es un placer trabajar con usted, pero uno de sus amigos me ha enviado a un jovencito que me la ha jugado bien.
—¡Se la juegan! —dijo el artista a los periodistas, señalando a Samanon con un gesto profundamente cómico.
Este gran hombre dio, como dan los
lazzaroni
para recuperar por un día sus trajes de fiesta en el Monte di Pietá, treinta sueldos, que la mano amarilla y agrietada del usurero tomó e hizo caer en la caja de su escritorio.
—¿Qué comercio tan singular haces? —preguntó Lousteau a este gran artista, dedicado al opio y que, retenido por la contemplación de los palacios encantados, no quería o no podía crear nada.
—Este hombre paga mucho más que el Monte de Piedad sobre las cosas enajenables, y además tiene la espantosa caridad de dejároslas tomar en las ocasiones en que hace falta ir vestido —repuso—. Esta noche voy a cenar a casa de los Keller, con mi amante. Me es más fácil tener treinta sueldos que doscientos francos, y vengo a buscar mi guardarropa, que desde hace seis meses ha proporcionado cien francos a este caritativo usurero. Samanon ha devorado ya mi biblioteca, libro a libro.
—Y sueldo a sueldo —dijo Lousteau, riendo.
—Le daré mil quinientos francos —dijo Samanon a Lucien.
Lucien dio un salto, como si el banquero le hubiese introducido en el corazón un hierro candente. Samanon miraba las letras con atención, examinando las fechas.
—Y aun tendré que ver a Fendant, para que me deje libros en depósito —dijo el avaro—. No vale usted mucho —añadió, dirigiéndose a Lucien—; vive con Coralie y sus muebles están embargados.
Lousteau miró a Lucien, quien tomó de nuevo las letras y de un salto salió de la tienda al bulevar, diciendo:
—¿Es el diablo?
El poeta contempló durante algunos instantes esta pequeña tienda, ante la que todos los que pasaban debían sonreír, hasta tal punto tenía un aspecto lastimoso, con sus cajas de libros sucias y mezquinas, preguntándose:
—¿Qué deben vender ahí?
Unos instantes después, el alto desconocido, que debía participar, al cabo de diez años, en la empresa inmensa pero sin base de los saintsimonianos, salió muy bien vestido, sonrió a los dos periodistas y se dirigió con ellos hacia el pasaje de los Panoramas, para completar allí su metamorfosis haciéndose limpiar las botas.
—Cuando se ve a Samanon entrar en casa de algún librero, un papelero o un impresor, están perdidos —dijo el artista a los dos escritores—. Samanon es una especie de funerario que viene a tomar medida de un ataúd.
—No podrás descontar tus letras —dijo Étienne a Lucien.
—Si Samanon se niega —dijo el desconocido—, nadie acepta, ya que es la
ultima ratio
. Es uno de los corderos de Gigonnet, de Palma, Werbrust, Gobseck y otros cocodrilos que nadan en la plaza de París y con los que todo hombre cuya fortuna se ha de hacer o se está deshaciendo ha de toparse algún día.
—Si no puedes descontar tus letras al cincuenta por ciento —continuó Étienne—, será preciso cambiarlas por escudos.
—¿Cómo?
—Dáselas a Coralie, ella las llevará a Camusot. ¿Te sublevas? —continuó Lousteau, a quien Lucien detuvo en un sobresalto—. ¡Qué niñería! ¿Acaso puedes hacer depender tu porvenir de una tontería semejante?
—Bueno, de todas maneras voy a llevar este dinero a Coralie —dijo Lucien.
—Otra tontería —exclamó Lousteau—. Con cuatrocientos francos no solucionarás nada donde se necesitan cuatro mil. Guarda algo para el caso de que tengamos que emborracharnos si perdemos, y juega.
—El consejo es bueno —dijo el alto desconocido.
A cuatro pasos del Frascati aquellas palabras tuvieron una virtud magnética. Los dos amigos despidieron el cabriolé y subieron al juego. Primero ganaron tres mil francos, volvieron a tener quinientos y ganaron de nuevo hasta tres mil setecientos francos; al cabo de un rato sólo tenían cien sueldos, pero volvieron a ganar dos mil francos y los apostaron a los pares para doblarlos en una sola jugada. En cinco veces no había salido par, así que colocaron en él toda la cantidad. Una vez más salió impar. Lucien y Lousteau rodaron entonces por la escalera de este célebre pabellón tras de haber consumido dos horas en agotadoras emociones. Se habían guardado cien francos. En las escaleras del pequeño peristilo de dos columnas que sostenían exteriormente una pequeña marquesina de zinc que más de un ojo había contemplado con amor o desesperación, Lousteau dijo viendo la inflamada mirada de Lucien:
—Comamos sólo cincuenta francos.
Los dos periodistas subieron de nuevo. En una hora llegaron a los mil escudos; colocaron los mil escudos al rojo que había salido cinco veces, fiándose al azar al que debían su anterior pérdida. Salió negro. Eran las seis.
—Comamos sólo veinticinco francos —dijo Lucien.
Esta nueva tentativa duró poco; los veinticinco francos fueron perdidos en diez veces. Lucien arrojó rabiosamente sus últimos veinticinco francos sobre la cifra de su edad y ganó: nada puede describir el temblor de su mano cuando tomó el rastrillo para retirar los escudos que el crupier le iba entregando uno a uno. Dio diez luises a Lousteau, mientras le decía:
—Corre a casa Véry.
Lousteau comprendió a Lucien y se fue a encargar la cena. Lucien se quedó solo jugando; llevó sus treinta luises al rojo y ganó. Enardecido por la voz secreta que a veces oyen los jugadores, lo dejó todo en el rojo y ganó; su vientre se convirtió entonces en un brasero. A pesar de la voz, llevó los ciento veinte luises al negro y perdió. Sintió entonces en él la deliciosa sensación que sucede, en los jugadores, a las horribles agitaciones, cuando no teniendo nada que arriesgar abandonan el ardiente palacio en el que se han desvanecido sus fugaces sueños. Se reunió con Lousteau en Véry, en donde, según expresión de La Fontaine, se abalanzó sobre la cocina, y ahogó sus penas en el vino. A las nueve, estaba tan ebrio que no comprendió por qué su portera de la calle Vendôme le enviaba a la calle de la Lune.