Las ilusiones perdidas (56 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

—Es el asunto de Chabot llevado a la esfera de las ideas —replicó Finot—. Se atribuyen intenciones al Gobierno y se desencadena contra él a la opinión pública.

—Siempre me causará la más profunda sorpresa ver a un gobierno abandonando la dirección de las ideas a bribones como vosotros —dijo Claude Vignon.

—Si el Ministerio comete la tontería de saltar a la arena, lo conduciremos al redoble del tambor —dijo Finot—; si se solivianta, envenenamos la cuestión, agitaremos las masas. El periódico nunca se arriesga, mientras que el Poder puede perderlo todo.

—Francia está anulada hasta el día en que la Prensa sea puesta fuera de la ley —repuso Claude Vignon—. A cada momento vais haciendo más y más progresos —dijo, dirigiéndose a Finot—. Seréis igual que los jesuitas, menos la fe, la idea fija, la disciplina y la unión.

Todos volvieron a ocupar sus puestos ante las mesas de juego. Las luces de la aurora pronto hicieron palidecer las bujías.

—Tus amigos de la calle de Quatre-Vents estaban tristes como condenados a muerte —dijo Coralie a su amante.

—Eran los jueces —contestó el poeta.

—Los jueces son más divertidos que todo eso —replicó Coralie.

Lucien vio durante un mes su tiempo absorbido por cenas, comidas, almuerzos, veladas, y fue arrastrado por una corriente invencible en un torbellino de placeres y de trabajos fáciles. Ya no calculó. El poder del cálculo en medio de las complicaciones de la vida es el sello de las grandes voluntades, que los poetas, las personas débiles o simplemente ingeniosas, jamás adoptan.

Como la mayor parte de los periodistas, Lucien vivió al día, gastando su dinero a medida que lo iba ganando, sin pensar en las cargas periódicas de la vida parisiense tan onerosas para estos bohemios. Su aspecto e indumentaria rivalizaban con las de los más célebres elegantes. Coralie, como todas las fanáticas, gustaba de acicalar a su ídolo; se arruinó para dar a su poeta ese aspecto de los elegantes que él tanto había admirado a raíz de su primer paseo por las Tullerías. Lucien tuvo entonces bastones maravillosos, unos impertinentes encantadores, gemelos de diamantes, sujetadores para sus corbatas de la mañana, sortijas, y chalecos de mil matices a fin de poder armonizarlos con los tonos de su indumentaria. Pronto fue considerado como un dandy. El día que se presentó en la velada del diplomático alemán, su metamorfosis provocó una especie de envidia disimulada entre los jóvenes que allí se encontraban y que mantenían en alto el pabellón en el reino de la moda, tales como De Marsay, Vandenesse, Ajuda-Pinto, Máxime de Trailles, Rastignac, el duque de Maufrigneuse, Beaudenord, Manerville, etc. Los hombres de mundo son entre ellos celosos, al igual que las mujeres. La condesa de Montcornet y la marquesa de Espard, en cuyo honor se daba la cena, tuvieron a Lucien entre ellas y le colmaron de coqueterías.

—¿Por qué razón ha abandonado el gran mundo? —le preguntó la marquesa—. ¡Estaba tan dispuesto a acogerle bien, a festejarle! Tengo una queja contra usted, me debe una visita y aún la espero. El otro día le vi en la Ópera, no se dignó venir a verme ni a saludarme…

—Su prima, señora, me dio a entender de forma tan clara que estaba de más…

—No conoce a las mujeres —repuso la señora de Espard, interrumpiendo a Lucien—. Ha herido usted el corazón más angelical y el alma más noble que pueda conocer. Ignora todo lo que Louise pensaba hacer por usted y lo finamente que preparaba su plan. ¡Oh! Ella lo hubiese logrado —dijo ante una muda negativa de Lucien—. Su marido, que ahora ha muerto como debía morir, de una indigestión, ¿no iba a darle tarde o, temprano su libertad? ¿Cree que hubiese querido ser la señora Chardon? El título de condesa de Rubempré valía la pena de ser conquistado. ¿Ve?, el amor es una gran vanidad que debe de concederse, sobre todo en el matrimonio, junto con las demás vanidades. Aunque le amara locamente, es decir, lo suficiente como para casarme con usted, me resultaría muy duro llamarme señora Chardon. ¿No está de acuerdo? Ahora ya ha visto las dificultades de la vida en París, sabe cuántos rodeos se han de dar para alcanzar el objetivo previsto; pues bien, reconozca que para un desconocido sin fortuna Louise aspiraba a un favor casi imposible, y en consecuencia no debía descuidar nada. Es usted una persona llena de ingenio, pero cuando nosotras amamos tenemos mucho más que el hombre más ingenioso. Mi prima quería emplear a ese ridículo Châtelet… Le debo muy buenos ratos, sus artículos contra él me han hecho reír mucho —dijo, interrumpiéndose.

Lucien ya no sabía qué pensar. Iniciado en las traiciones y perfidias del periodismo, ignoraba las del mundo; así pues, y a pesar de su perspicacia, aún tenía que recibir de él rudas lecciones.

—¡Cómo, señora! —dijo el poeta, cuya curiosidad fue despertada vivamente—, ¿no protege ya a la Garza?

—En el gran mundo se está obligado a ser cortés con los enemigos más crueles, a simular que uno se divierte con los más aburridos, y a menudo se sacrifica en apariencia a los amigos para servirles mejor. Aún es usted neófito. ¿Cómo, usted que quiere escribir, ignora los habituales engaños de la sociedad? Si mi prima ha dado la impresión de que le sacrificaba en provecho de la Garza, ¿acaso no era necesario para utilizar esta influencia en su provecho?, ya que nuestro hombre está muy bien visto por el actual Ministerio; e igualmente le hemos demostrado que hasta cierto punto sus ataques le servirán para reconciliarse un día. A Châtelet le han indemnizado por sus ataques. Como decía Des Lupeaulx a los ministros: «Mientras los periódicos ponen en ridículo a Châtelet, no se ocupan del Ministerio».

—El señor Blondet me ha dado seguridades de que tendría el placer de verle en mi casa —dijo la condesa de Montcornet, durante el tiempo que la marquesa abandonó a Lucien a sus reflexiones—. Allí conocerá a algunos artistas, a escritores y a una mujer que tiene un vivo interés en conocerle, la señorita Des Touches, uno de esos talentos raros entre las de nuestro sexo y a cuya casa irá sin duda. La señorita Des Touches, Camille Maupin, si lo prefiere, tiene uno de los salones más dignos de mención de todo París, es prodigiosamente rica, le han dicho que es usted tan apuesto como inteligente y se muere en deseos de conocerle.

Lucien se deshizo en frases de agradecimiento y dirigió a Blondet una mirada de envidia. Existía tanta diferencia entre una mujer del estilo y clase de la condesa de Montcornet y Coralie, como entre Coralie y una muchacha del arroyo, Esta condesa, joven, bella y con talento, tenía como especial belleza la excesiva blancura de las mujeres del Norte; su madre era, de soltera, la princesa Scherbellof; con tal motivo, el ministro, antes de la cena, le había prodigado sus más respetuosas atenciones.

La marquesa, entonces, había terminado de chupar con aire desdeñoso un ala de pollo.

—¡Mi pobre Lucien! —dijo a Lucien—. ¡Tenía tanto cariño por usted! Yo estaba al corriente de las confidencias sobre el bello porvenir que para usted preparaba: habría soportado muchas cosas, pero ¡qué desprecio le hizo devolviéndole sus cartas! Perdonamos las crueldades, es preciso aún creer en nosotras para herirnos, ¡pero la indiferencia!… La indiferencia es como el hielo de los polos, todo lo ahoga. Así pues, ¿no está de acuerdo?, ha perdido tesoros por culpa suya. ¿Por qué romper? Y aunque hubiese sido desdeñado, ¿no tiene una fortuna que hacer y un nombre que conquistar? Louise pensaba en todo eso.

—¿Y por qué no me dijo nada? —preguntó Lucien.

—¡Ah, Dios mío! Soy yo quien le advertí que no le hiciera partícipe de sus planes. Mire, entre nosotros, al verle tan poco adaptado a este mundo, le temía; tenía miedo que su inexperiencia, su ardor atolondrado destruyeran o estropearan sus cálculos y nuestros planes. ¿Puede ahora acordarse de cómo era usted? Confiéselo. Estaría usted de acuerdo conmigo si viera a su sosias. No se parecen en nada. Ése es el único fallo que hemos cometido. Pero ni entre mil se puede encontrar un hombre que tenga tanto talento y una aptitud tan prodigiosa de adaptación. Nunca hubiese creído que fuese usted una excepción tan sorprendente. Se ha metamorfoseado tan rápidamente, se ha iniciado de manera tan fácil en el modo de ser parisiense que no le reconocí hace un mes en el Bosque de Bolonia.

Lucien escuchaba a esta gran dama con inexplicable placer: ella unía a sus halagadoras palabras un aire tan confiado, tan ingenuo, tan picaresco, parecía interesarse por él de forma tan profunda, que se creyó frente a un prodigio semejante al de su primera noche en el Panorama Dramático. Desde aquella feliz velada, todo el mundo le sonreía, atribuía a su juventud un poder de talismán y quiso entonces probar a la marquesa, prometiéndose no dejarse sorprender.

—¿Y cuáles eran pues, señora, esos planes, que hoy no son más que quimeras?

—Louise quería obtener del rey una orden que le permitiera llevar el nombre y el título de Rubempré. Quería enterrar el Chardon. Este primer éxito, tan fácil de obtener entonces, y que ahora las opiniones de usted hacen casi imposible, era para usted una fortuna. Tal vez tache estos proyectos de visiones y bagatelas; pero conocemos un poco la vida y sabemos lo que hay de sólido en un título de conde llevado por un elegante y encantador joven. Anuncie aquí delante de algunas jóvenes inglesas millonadas o delante de herederas: El señor Chardon, o el señor conde Rubempré, y verá la diferencia. Las reacciones serían muy distintas. Aunque estuviera endeudado, el conde se encontraría con los corazones abiertos, su belleza realzada sería como un diamante sobre una rica montura. El señor Chardon casi pasaría inadvertido. Nosotros no hemos creado esas ideas, las encontramos reinando en todas partes, incluso entre los burgueses. En estos momentos da usted la espalda a la fortuna. Vea ese joven, el conde Félix de Vandenesse, es uno de los dos secretarios particulares del rey. El rey quiere bastante a los jóvenes con talento, y ése, cuando llegó de su provincia, no traía un equipaje mucho más pesado que el suyo; usted tiene mil veces más inteligencia que él; ¿pero pertenece a una gran familia?, ¿tiene un apellido? Conoce usted a Des Lupeaulx, su apellido se parece al suyo: se llama Chardin, pero no vendería ni por un millón su propiedad Des Lupeaulx, y un día será conde Des Lupeaulx y su nieto tal vez llegue a ser un gran señor. Si persiste en continuar por el falso camino en el que se ha metido, está perdido, fíjese cuánto más inteligente y prudente que usted es el señor Émile Blondet; está en un periódico que sostiene al poder, está bien visto por todas las potencias de hoy en día, sin peligro puede mezclarse con los liberales, «piensa bien»; de este modo llegará a su fin tarde o temprano, pero ha sabido escoger su opinión y sus protecciones. Esta bella dama, su vecina, es una señorita de Troisville, que tiene en su familia dos pares de Francia y dos diputados, ha hecho un rico matrimonio a causa de su nombre; recibe mucho, tiene influencia y removerá el mundo político por este señor Émile Blondet. ¿A dónde le conducirá una Coralie? A que se encuentre perdido de deudas y cansado de placeres de aquí a unos años. Sitúa mal su amor y dispone de su vida erróneamente. Esto es lo que me decía el otro día en la Ópera la mujer a la que encuentra usted placer en herir. Deplorando el abuso que hace de su talento y de su bella juventud, no se preocupa de ella, sino de usted.

—¡Ah, señora, si dijera usted la verdad! —exclamó Lucien.

—¿Qué interés podría tener en mentirle? —dijo la marquesa, lanzando sobre Lucien una mirada altanera y fría que le anonadó.

Lucien, cortado, no reemprendió la conversación, y la marquesa, ofendida, no le volvió a hablar. Se sintió herido, pero reconoció que por su parte había cometido una torpeza y decidió repararla. Se volvió hacia la señora de Montcornet y le habló de Blondet exaltando el mérito de este joven escritor. Fue bien acogido por la condesa, quien le invitó, a una señal de la señora de Espard, a su próxima reunión, preguntándole si no vería con agrado a la señora de Bargeton, quien, a pesar de su luto asistía; no se trataba de una fiesta de gala, sino de su reunión habitual de los días normales, donde se encontraría entre amigos.

—La señora marquesa —dijo Lucien— afirma que toda la culpa es mía; no es pues su prima quien ha de ser buena para mí.

—Cese los ataques ridículos de los que la hace objeto, y que además la comprometen enormemente con un hombre de quien ella se burla, y bien pronto habrán hecho las paces. Me han dicho que usted se ha creído engañado por ella, pero yo la he visto muy triste por su abandono. ¿Es verdad que abandonó su provincia con usted y por usted?

Lucien miró a la condesa sonriendo, sin atreverse a responder.

—¿Cómo puede desconfiar de una mujer que se sacrificaba por usted hasta lo indecible? Y además, por ser tan bella y con talento, debería ser amada a pesar de todo. La señora de Bargeton le amaba más que por usted mismo, por su talento. Créame, las mujeres aman la inteligencia antes que la belleza —dijo, mirando disimuladamente a Émile Blondet. Lucien reconoció en la resistencia del diplomático las diferencias que existían entre el gran mundo y el mundo excepcional en el que vivía desde hacía algún tiempo. Esas dos magnificencias no tenían ninguna semejanza, ningún punto de contacto. La altura y disposición de las estancias en esta casa, una de las más ricas del
faubourg
Saint-Germain, los dorados antiguos de los salones, la riqueza de las decoraciones, el gusto serio y cuidado de los accesorios, todo le era extraño y nuevo; pero la costumbre de las cosas de lujo, adquirida de forma tan rápida, impidió que Lucien pareciera sorprendido. Su actitud estuvo tan alejada de la seguridad y de la fatuidad, como de la complacencia y el servilismo. El poeta se comportó bien y gustó a aquellos que no tenían razón especial para serle hostiles, como los jóvenes a quienes su repentina introducción en el gran mundo, su éxito y su belleza, provocaron cierta envidia. Al levantarse de la mesa, ofreció el brazo a la señora de Espard, quien lo aceptó. Al ver a Lucien cortejado por la marquesa de Espard, Rastignac fue a recordarle su paisanaje y su primera entrevista en casa de la señora de Val-Noble. El joven noble pareció querer trabar amistad con el gran hombre de su provincia, invitándole a almorzar en su casa cualquier mañana y ofreciéndose a presentarle a los jóvenes de moda. Lucien aceptó esta proposición.

—También estará nuestro querido amigo Blondet —le dijo Rastignac.

El embajador se unió al grupo formado por el marqués de Ronquerolles, el duque de Rhétoré, De Marsay, el general Montriveau, Rastignac y Lucien.

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