—Amigos míos, palabra de hombre honrado, me siento incapaz de escribir ni dos palabras en favor de ese libro…
—Tendrás cien francos más —dijo Merlin—. Nathan te habrá proporcionado ya diez luises, sin contar un artículo que puedes hacer en la revista de Finot y por el que Dauriat te pagará cien francos, además de los cien francos de la revista: ¡veinte luises en total!
—Pero, ¿qué voy a decir? —preguntó Lucien.
—Ahora verás cómo puedes salir adelante, hijo mío —le replicó Blondet, concentrándose—. La envidia, que penetra en todas las buenas obras como el gusano en las mejores frutas, ha tratado de morder este libro, dirás tú. Para poder encontrar defectos en él, la crítica se ha visto obligada a inventar teorías a propósito de este libro, a distinguir dos literaturas: la que se abandona a las ideas y la que es partidaria de las imágenes. Entonces dirás que el último grado del arte literario es situar la idea en la imagen. Tratando de probar que la imagen es toda la poesía, te lamentarás de la poca poesía que se encuentra en nuestro idioma, hablarás de los reproches que los extranjeros nos hacen acerca del positivismo de nuestro estilo y alabarás al señor de Canalis y a Nathan por los servicios que prestan a Francia preservando su lenguaje de la prosa. Refuerza tu precedente argumentación haciendo ver que hemos progresado con respecto al siglo dieciocho. Inventa el Progreso (una adorable mixtificación que atañe a los burgueses). Nuestra joven literatura procede por medio de cuadros en donde se concentran todos los géneros, la comedia y el drama, las descripciones, los caracteres, el diálogo, preparado por los nudos brillantes de una intriga interesante. La novela, que exige el estilo, la imagen, es la más inmensa creación moderna. Sucede a la comedia, que en las costumbres modernas ya no es posible con sus viejas leyes. Abraza el hecho y la idea con sus invenciones, que exigen el ingenio de La Bruyère y su incisiva moral, los caracteres tratados como lo exigía Molière, las grandes máquinas de Shakspeare y la pintura de los matices más delicados de la pasión, único tesoro que nos han dejado nuestros predecesores. De este modo la novela es superior con mucho a la discusión fría y matemática, al seco análisis del siglo dieciocho. La novela, les dirás sentenciosamente, es una epopeya divertida. Cita a Corinne, apóyate en la señora de Staël. El siglo dieciocho lo (ha investigado todo, el diecinueve está encargado de concluir; por lo tanto, concluye con realidades, pero con realidades que viven y que avanzan; en una palabra, pon en juego la pasión, elemento desconocido para Voltaire. Tirada contra Voltaire. En cuanto a Rousseau, no ha hecho sino vestir razonamientos y sistemas. Julie y Claire son entelequias que carecen de carne y hueso. Puedes bordar este tema y decir que debemos a la paz, a los Borbones, una literatura joven y original, ya que escribes en un periódico de centro derecha, Búrlate de los hacedores de sistemas. Finalmente puedes terminar con una bella frase: ¡He aquí muchos errores y muchas mentiras en nuestro colega! Y ¿por qué? Por despreciar una bella obra, para engañar al público y llegar a la siguiente conclusión: Un libro que se vende, no se vende. «
Proh pudor
»; deja caer «
proh pudor
», ese juramento honrado anima al lector. Luego, ¡anuncia la decadencia de la crítica! Conclusión: Sólo existe una literatura, la de los libros divertidos. Nathan ha penetrado en un nuevo camino, ha comprendido a su época y se ha dado cuenta de sus necesidades. La necesidad de la época es el drama. El drama es el deseo del siglo en el que la política es el perpetuo mimodrama. ¿Acaso no hemos visto en veinte años, dirás tú, los cuatro dramas de la Revolución, del Directorio, del imperio y de la Restauración? De ahí pasas al ditirambo del elogio, y la segunda edición se vende. Mira cómo: el próximo sábado escribes un suelto en nuestra revista y lo firmas
De Rubempré
, con todas las letras. En este último artículo dirás: Lo bonito de las buenas obras es levantar amplias discusiones. Esta semana tal periódico ha dicho tal cosa del libro de Nathan, tal otro le ha respondido con vigor. Entonces tú criticas a los dos críticos C. y L., de paso dejas caer un elogio para el primer artículo que he hecho en los
Débats
, y terminas por afirmar que la obra de Nathan es el libro mejor y más agradable de nuestro tiempo. Es como si no dijeras nada, porque eso se dice de todos los libros. Habrás ganado cuatrocientos francos en una semana, además del placer que se experimenta al publicar la verdad en alguna parte. Las personas sensatas darán la razón a C. o a L., o a Rubempré, o tal vez a los tres. La mitología, que por cierto es una de las mayores invenciones humanas, ha colocado a la Verdad en el fondo de un pozo, y entonces, ¿no se hacen necesarias unos baldes para sacarla de allí? ¿No habrás dado entonces tres por el precio de uno a tu público? Ahí tienes, hijo mío. Adelante.
Lucien se quedó boquiabierto; Blondet le besó en las dos mejillas, diciéndole:
—Me voy a mi tienda.
Todos se fueron a sus respectivas tiendas. Para estos hombres fuertes el periódico no era más que una tienda. Todos debían verse de nuevo aquella noche en las Galerías de Madera, adonde Lucien iría a firmar su acuerdo con Dauriat. Florine y Lousteau, Lucien y Coralie, Blondet y Finot cenaban en el Palacio Real, en donde Du Bruel trataba con el director del Panorama Dramático.
—¡Tienen razón! —exclamó Lucien, cuando se encontró a solas con Coralie—. Los hombres deben ser medios en las manos de las personas fuertes. ¡Cuatrocientos francos por tres artículos! Apenas si me los daba Doguereau por un libro que me ha costado casi dos años de trabajo.
—¡Especialízate en la crítica —le dijo Coralie—, diviértete! ¿Acaso no me visto hoy de andaluza, mañana tal vez de zíngara y cualquier otro día de hombre? Haz como yo, dales muecas a cambio de su dinero y vivamos felices.
Lucien, convencido por la paradoja, hizo que su imaginación se subiera a ese mulo caprichoso hijo de Pegaso y de la burra de Balaam. Se puso a galopar por los campos del pensamiento durante su paseo por el Bosque y descubrió bellezas originales en la tesis de Blondet. Cenó como cenan las personas felices y firmó en casa de Dauriat, con lo que cedía la propiedad exclusiva del manuscrito de
Las Margaritas
sin ver en ello ningún inconveniente; luego se fue a dar una vuelta por el periódico, en donde pergeñó dos columnas, y volvió a la calle Vendôme. A la mañana siguiente se encontró con que las ideas de la víspera habían germinado en su mente, al igual que sucede en todas las inteligencias llenas de savia y cuyas facultades se han utilizado aún muy poco. Lucien experimentó un cierto placer en meditar este nuevo artículo y puso manos a la obra con ardor. Bajo su pluma se encontraron las bellezas que la contradicción hace nacer. Fue ingenioso y burlón, se remontó hasta consideraciones nuevas sobre el sentimiento, la idea y la imagen en literatura. Fino e ingenioso, encontró, para alabar a Nathan, sus primeras impresiones en la lectura del libro en el gabinete de lectura del patio de Comercio. De sangriento y áspero crítico, de cómico burlón, se convirtió en poeta en unas pocas frases que se balancearon majestuosamente como un incensario cargado de perfumes hacia un altar.
—¡Cien francos, Coralie! —dijo, mientras se vestía, enseñándole las ocho hojas de papel escritas.
En el trance de inspiración en que se encontraba hizo de cuatro plumazos el artículo terrible prometido a Blondet contra Châtelet y la señora de Bargeton. Gustó aquella mañana uno de los secretos placeres más vivos en los periodistas, el de aguzar el epigrama, pulir la fría hoja que encuentra su vaina en el corazón de la víctima y esculpir el mango para los lectores. El público admira el hábil trabajo de esta empuñadura, no ve en él nada de malicia, ignora que el acero de las frases agudas, alterado por la venganza, se revuelve en un amor propio hábilmente mancillado y herido por mil golpes. Este horrible placer, sombrío y solitario, saboreado sin testigos, es como un duelo con un ausente, al que se da muerte a distancia con el dardo de una pluma, como si el periodista tuviese el fantástico poder concedido a los deseos de aquellos que poseen talismanes en los cuentos árabes. El epigrama es el espíritu del odio, del odio que hereda todas las malas pasiones del hombre, al igual que el amor concentra en él todas sus buenas cualidades. Igualmente, no hay hombre que no sea agudo en la venganza, por la razón de que no existe ni uno solo a quien el amor no proporcione disfrutes. A pesar de la facilidad, la vulgaridad de este ingenio en Francia, es siempre muy bien acogido. El artículo de Lucien debía de colmar y colmó la reputación de malicia y sarcasmo que tenía el periódico; entró hasta el fondo en dos corazones e hirió gravemente a su ex Laura, la señora de Bargeton, y el barón du Châtelet, su rival.
—Pues bien, vamos a darnos una vuelta por el Bosque de Bolonia; los caballos ya están preparados y piafan —le dijo Coralie—. Tampoco hay que matarse.
—Vamos a llevar el artículo sobre Nathan a casa de Hector. Decididamente el periódico es como la lanza de Aquiles, que curaba las heridas que ella misma había hecho —dijo Lucien, corrigiendo algunas expresiones.
Los dos amantes se fueron y se mostraron en su esplendor a ese París que no hacía mucho tiempo había renegado de Lucien y que ahora comenzaba a ocuparse de él. Hacer que París se ocupe de uno mismo, cuando ha podido medirse la inmensidad de esta ciudad y la dificultad de ser algo en ella, causó embriagadores goces que emborracharon a Lucien.
—Querido mío —dijo la actriz—, pasemos por casa de tu sastre para darle prisa o probar tus trajes, si ya están preparados. Si vas a ir a casa de tus bellas señoras, quiero que eclipses a este monstruo de De Marsay, al pequeño Rastignac, a los Ajuda-Pinto, a los Máxime de Trailles, a los Vandenesse; en una palabra, a todos los elegantes. Piensa que tu amante es Coralie. Pero no me traiciones, ¿eh?
Dos días más tarde, la víspera de la cena ofrecida por Lucien y Coralie a sus amigos, el Ambigú ponía en cartel una pieza nueva cuya reseña debía ser hecha por Lucien. Después de cenar, Lucien y Coralie fueron a pie desde la calle de Vendôme hasta el Panorama Dramático por el bulevar del Temple, por la parte del café del Turco, que por aquel entonces era uno de los lugares favoritos de paseo. Lucien oyó celebrar su suerte y la belleza de su amante. Unos decían que Coralie era la mujer más guapa de todo París, otros encontraban a Lucien digno de ella. El poeta se sintió en su ambiente. Esta vida lo era todo para él, era su vida. Apenas pensaba en el cenáculo. Estas grandes inteligencias que tanto admiraba hacía dos meses, se preguntaba ahora si no eran un poco tontos con sus ideas y su puritanismo. La palabra tontos, empleada por Coralie de una manera inconsciente, había ya germinado en el alma de Lucien y dado sus frutos. Dejó a Coralie en su camerino, deambuló por entre bastidores, donde se paseaba como un sultán y donde todas las artistas le acariciaban con ardientes miradas y palabras aduladoras.
—Es preciso que vaya al Ambigú para realizar mi trabajo —dijo.
En el Ambigú, el teatro se encuentra lleno a rebosar. No hubo manera de encontrar un sitio para Lucien; se fue entre bastidores y se quejó amargamente por no haber podido ser colocado. El regidor, que aún no le conocía, le dijo que habían enviado dos palcos a su periódico, y le mandó a paseo.
—Hablaré de la obra según la oiga —repuso Lucien, con aire molesto.
—¿Es usted tonto? —dijo la primera actriz al regidor—. ¡Es el amante de Coralie!
Inmediatamente el regidor se volvió hacia Lucien y le dijo:
—Caballero, voy a hablar con el director.
De este modo, los menores detalles probaban a Lucien la inmensidad del poder del periódico y halagaban su vanidad. El director llegó y obtuvo del duque de Rhétoré y de Tullía, que se encontraban en un palco de proscenio, que aceptaran a Lucien con ellos. El duque consintió al reconocer a Lucien.
—Ha reducido a dos personas a un estado de desesperación —le dijo el joven, refiriéndose al barón du Châtelet y a la señora de Bargeton.
—¿Qué pasará, pues, mañana? —dijo Lucien—. Hasta el presente, mis amigos han empleado salvas contra ellos, pero esta noche les lanzo verdadera metralla. Mañana podrán ver por qué nos burlamos de Potelet. El articulo se titula «Del Potelet de 1811 al Potelet de 1821». Châtelet es de esa clase de gentes que han renegado de su bienhechor, aliándose con los Borbones. Después de hacer sentir cuál es mi poder, iré a casa de la señora de Montcornet.
Lucien mantuvo con el joven duque una conversación repleta de ingenio; se sentía ansioso de poder demostrar a este gran señor cuánto se habían equivocado las señoras de Espard y de Bargeton y lo groseramente que se habían portado al despedirle; pero asomó un poco la oreja al tratar de establecer sus derechos a llevar el nombre de Rubempré, cuando por malicia el duque de Rhétoré le llamó Chardon.
—Usted debería —le dijo el duque— hacerse realista. Ha destacado como persona ingeniosa, demuestre ahora que tiene sentido común. La única forma de obtener un edicto real que le otorgue el título y el nombre de sus antepasados maternos, es pedirlo en recompensa de servicios realizados a Palacio. ¡Los liberales nunca le harán conde! Mire, la Restauración acabará por meter en cintura a la Prensa, la única potencia temible. Se ha esperado ya demasiado y tendría que ser restringida. Aproveche estos últimos momentos de libertad para hacerse temible. Dentro de unos pocos años, un nombre y un título serán en Francia riquezas más seguras que el talento. De este modo, puede tenerlo todo: ingenio, nobleza y belleza, y llegará a cualquier parte. No sea pues en este momento liberal, si no es para tratar de vender con ventaja su realismo.
El duque rogó a Lucien que aceptara una invitación a comer que tenía que enviarle el ministro, con el que había cenado en casa de Florine.
Lucien, en un instante, se sintió seducido por las reflexiones del gentilhombre y encantado al ver abrirse ante él las puertas de los salones, de los que se creía desterrado para siempre unos meses antes. Admiró una vez más el poder del pensamiento. La prensa, la inteligencia, eran pues los medios de la actual sociedad. Lucien se dio cuenta de que tal vez Lousteau se arrepentía de haberle abierto las puertas del templo; sentía ya, por su propia cuenta, la necesidad de oponer difíciles barreras que franquear a las ambiciones de los que se lanzaban de la provincia hacia París. Si un poeta se hubiera dirigido a él corno él mismo se había lanzado en los brazos de Étienne, no sabía con seguridad qué acogida le hubiese hecho.