Las ilusiones perdidas (57 page)

Read Las ilusiones perdidas Online

Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

—Muy bien —le dijo a Lucien, con esa llaneza alemana con que ocultaba su temible agudeza—; ha hecho las paces con la señora de Espard, está encantada con usted, y todos nosotros sabemos —dijo mirando a los que le rodeaban— lo difícil que es complacerla.

—Sí, pero ella gusta del ingenio —dijo Rastignac—, y mi ilustre compatriota lo vende.

—No tardará en reconocer el mal comercio que está haciendo —dijo vivamente Blondet—; volverá y pronto será uno de los nuestros.

Alrededor de Lucien se elevó un coro acerca de este tema. Los hombres serios lanzaban algunas frases profundas con tono despótico, los jóvenes se burlaron del partido liberal.

—Ha echado a cara o cruz, estoy seguro —dijo Blondet—, para irse a la derecha o a la izquierda, pero ahora va a escoger.

Lucien se echó a reír, recordando su escena en el Luxemburgo con Lousteau.

—Ha tomado por consejero —continuó Blondet— a un tal Étienne Lousteau, un espadachín de un periódico sin importancia, que ve un franco en una columna y cuya política consiste en creer en el retorno de Napoleón y en lo que aún me parece más estúpido, en la gratitud, en el patriotismo de los señores de la izquierda. Como Rubempré, las inclinaciones de Lucien deben de ser aristocráticas; como periodista, debe inclinarse en favor del poder; si no, no será nunca ni Rubempré ni secretario general.

Lucien, a quien el diplomático propuso jugar al
whist
, despertó la más viva sorpresa cuando confesó que no conocía el juego.

—Amigo mío —le dijo Rastignac al oído—, venga temprano a mi casa el día que decida tomar un mal almuerzo y le enseñaré el
whist
; deshonra nuestra real villa de Angulema y le repetiré una frase de Talleyrand, diciéndole que si no conoce ese juego se prepara una vejez muy desgraciada.

Anunciaron a Des Lupeaulx, un
maître des requêtes
que prestaba secretos servicios al ministerio, hombre astuto y ambicioso que se metía por todas partes. Saludó a Lucien, con el que se había encontrado ya en casa de la señora de Val-Noble, y en su saludo hubo un hipócrita signo de amistad que debía engañar a Lucien. Al encontrar allí al joven periodista, este hombre, que en política se hacía amigo de todo el mundo, para no ser sorprendido por nadie, comprendió que Lucien iba a obtener en el mundo tanto éxito como en literatura. Vio en él a un ambicioso, a un poeta y disfrazó sus protestas y testimonios de amistad, de interés, de forma que envejeciera su conocimiento y engañara a Lucien sobre el verdadero valor de sus promesas y de sus palabras. Des Lupeaulx tenía como principio conocer bien a aquellos de los que se quería deshacer, cuando encontraba en ellos un rival. De este modo, Lucien fue bien acogido por el gran mundo. Comprendió todo lo que debía al duque de Rhétoré, al diplomático, a la señora de Espard y a la señora de Montcornet. Fue a hablar unos momentos con cada una de aquellas señoras antes de marcharse, y desplegó con ellas toda su gracia y su ingenio.

—¡Qué fatuidad! —dijo Des Lupeaulx a la marquesa, cuando Lucien se hubo despedido.

—Se estropeará antes de madurar —dijo a la marquesa De Marsay, sonriendo—. Debe tener usted razones ocultas para hacerle perder la cabeza de ese modo.

Lucien encontró a Coralie en el interior de su coche, en el patio; había venido a esperarle; se sintió conmovido por esta atención y le contó la velada. Ante su gran extrañeza, la actriz aprobó las nuevas ideas que ya comenzaban a tomar forma en la cabeza de Lucien y le animó para que se enrolara bajo el pabellón ministerial.

—Con los liberales sólo puedes recibir algún golpe. Conspiran, han matado al duque de Berry. ¿Derribarán al gobierno? ¡Nunca! Con ellos no llegarás a ningún sitio, mientras que por el otro lado llegarás a conde de Rubempré. Puedes hacer favores, ser nombrado par de Francia, casarte con una mujer rica. Hazte ultra. Además, está bien visto —añadió lanzando esta frase, que para ella era el argumento supremo—. La Val-Noble, en cuya casa he comido, me ha dicho que Théodore Gaillard fundaba decididamente su pequeño periódico realista, llamado
El Despertar
, para contrarrestar las burlas del vuestro y del Espejo. Si se le ha de hacer caso, el señor de Villèle y su partido estarán en el Ministerio antes de un año. Trata de aprovecharte de este cambio uniéndote a ellos mientras no son nada aún; pero no digas nada a Étienne ni a tus amigos, que serían capaces de jugarte una mala pasada.

Ocho días más tarde, Lucien se presentó en casa de la señora de Montcornet, donde experimentó una viva agitación al volver a ver a la mujer que tanto había amado y a la que su burla había atravesado el corazón. Louise también había experimentado un gran cambio. Se había convertido en lo que hubiese sido sin su estancia en provincias, una gran dama. En su luto se daban a la vez una gracia y un detalle que anunciaban a una viuda feliz. Lucien creyó tener algo que ver con esta coquetería, y no se equivocaba; pero, al igual que un ogro, había probado la carne fresca y se mantuvo durante toda aquella velada indeciso entre la bella, la enamorada y la voluptuosa Coralie, y la seca, altanera y cruel Louise. No supo tomar una decisión, sacrificar la actriz a la gran dama. Este sacrificio lo esperó durante toda la noche la señora de Bargeton, que sentía cierto amor por Lucien al verle tan ingenioso y guapo; recibió sus palabras insidiosas, sus desplantes y sus ademanes de coquetería, y cuando ella se retiró del salón, se fue con un irrevocable deseo de venganza.

—Muy bien, mi querido Lucien —le dijo con una bondad llena de gracia parisiense y de nobleza—, deberías ser mi orgullo y me has hecho tu primera víctima. Te he perdonado, niño mío, pensando que en tal venganza quedaba un resto de amor.

La señora de Bargeton recuperaba su posición mediante esta frase acompañada de un aire real. Lucien, que se creía mil veces cargado de razón, se encontraba con que estaba equivocado. No se habló ni de la terrible carta de adiós con la que él rompió, ni de los motivos de la ruptura. Las mujeres del gran mundo tienen un maravilloso talento para minimizar! sus equivocaciones, bromeando sobre ellas. Saben y pueden borrarlo todo con una sonrisa, con una pregunta que adopta un tono de sorpresa. No se acuerdan de nada, tienen una explicación para todo, se sorprenden, preguntan, comentan, exageran, discuten y acaban por desprenderse de sus yerros del mismo modo que una mancha pequeña desaparece después de un lavado; tenéis la certeza de su negrura, pero en un momento se convierten en blancas e inocentes. En cuanto a vosotros, ya podéis sentiros dichosos de no hallaros culpable de cualquier crimen irreparable. En un momento, Lucien y Louise habían adquirido de nuevo sus ilusiones en ellos mismos, hablaban el idioma de la amistad; pero Lucien, embriagado de vanidad satisfecha, embriagado de Coralie, quien confesémoslo, le hacía la vida fácil, no supo responder con claridad a esta frase que Louise acompañó con un suspiro de vacilación:

—¿Eres dichoso?

Un no melancólico hubiese hecho su fortuna. Creyó ser hábil dando una explicación sobre Coralie, confesó ser amado por sí mismo; en resumen, todas las tonterías del hombre enamorado. La señora de Bargeton se mordió los labios. Todo quedó dicho. La señora de Espard se reunió con su prima, acompañada por la señora de Montcornet. Lucien se encontró que era, por así decirlo, el héroe del día: fue acariciado, mimado, adulado por estas tres mujeres que le halagaron con infinito arte. Su éxito en este gran mundo no fue menor que el que obtuvo en el seno del periodismo. La célebre señorita Des Touches, tan famosa bajo el nombre de Camille Maupin, y a la que las señoras de Espard y de Bargeton presentaron a Lucien, le invitó a cenar uno de sus miércoles, y pareció impresionada por aquella belleza tan justamente famosa. Lucien trató de probar que aún era más inteligente que apuesto. La señorita Des Touches expresó su admiración con esa ingenuidad jovial y este hermoso furor de amistad superficial por la que se sienten atraídos todos aquellos que no conocen a fondo la vida parisiense, en la que la costumbre y la continuidad del goce hacen ser tan ávidos de novedades.

—Si le gustara tanto como ella me gusta —dijo Lucien a Rastignac y a De Marsay—, acortaríamos la novela…

—Los dos saben escribirlas demasiado bien como para querer ser sus protagonistas —repuso Rastignac—. Entre autores, ¿acaso es posible amarse? Siempre llega un momento en que se acaba por decirse palabritas picantes.

—No haría un mal negocio —le dijo riendo De Marsay—. Es verdad que esta encantadora muchacha tiene treinta años, pero también dispone de casi ochenta mil libras de renta. Es adorablemente caprichosa, y el tipo de su belleza debe mantenerse largo tiempo. Coralie es una tontita, mi querido amigo, muy buena para situaros, ya que no puede ser que un guapo muchacho se encuentre sin amante; pero si no hace una bella conquista en el gran mundo, la actriz, a la larga, le perjudicará. Vamos, amigo mío, sustituya a Conti, que va a cantar con Camille Maupin. Siempre la poesía ha sido superior a la música.

Cuando Lucien hubo oído a la señorita Des Touches y a Conti, sus esperanzas se esfumaron.

—Conti canta demasiado bien —dijo a Des Lupeaulx.

Lucien se reunió con la señora de Bargeton, quien le llevó al salón en donde se encontraba la señora de Espard.

—Y bien —preguntó la señora de Bargeton a su prima—, ¿no quieres interesarte por él?

—Pero que el señor Chardon —contestó la marquesa, con aire a la vez dulce e impertinente— se coloque en situación de ser patrocinado sin inconveniente para sus protectores. Si quiere obtener el decreto que le permita cambiar el miserable nombre de su padre por el de su madre, al menos debe ser de los nuestros.

—Antes de dos meses lo habré solucionado todo —dijo Lucien.

—Muy bien —añadió la marquesa—; veré a mi padre y a mi tío, que están de servicio con el rey, para que hablen de usted al canciller.

El diplomático y aquellas dos mujeres habían adivinado muy bien el punto flaco de Lucien. Este poeta, encantado con los esplendores aristocráticos, sentía indecibles mortificaciones al oírse llamar Chardon, cuando en los salones no veía otra cosa que entrar personajes que llevaban nombres sonoros aquilatados por títulos.

Este dolor se reprodujo en cuantos sitios se presentó durante algunos días. Experimentaba también una sensación desagradable al tener que descender de nuevo a los asuntos de su trabajo después de haber ido la víspera a una reunión del gran mundo, en donde se presentaba convenientemente con el carruaje y los criados de Coralie. Aprendió a montar a caballo para poder galopar junto a la portezuela de los coches de la señora de Espard, de la señorita Des Touches y de la condesa de Montcornet, privilegio que tanto había envidiado a su llegada a París. Finot se sintió encantado de procurar a su redactor esencial un pase de favor para la Ópera, en la que Lucien perdió muchas noches; pero a partir de entonces perteneció al mundo especial de los elegantes de aquella época.

Si el poeta devolvió a Rastignac y a sus elegantes amigos un soberbio almuerzo, cometió el error de darlo en casa de Coralie, ya que era demasiado joven, demasiado poeta y muy confiado como para conocer ciertos matices de conducta: una actriz, excelente muchacha, pero sin educación, ¿podía proporcionarle alguna enseñanza acerca de la vida? El provinciano probó de la manera más evidente posible a todos aquellos jóvenes, llenos de malas disposiciones hacia él, esta colusión de intereses entre la actriz y él, que todo joven secretamente envidia y critica. El que más amargamente se burló aquella misma noche fue el propio Rastignac, a pesar de que se mantenía en aquel ambiente gracias a recursos semejantes, pero guardando tan bien las apariencias que podía tratar la injuria de calumnia. Lucien aprendió rápidamente a jugar al
whist
. El juego se convirtió en una pasión para él.

Coralie, para evitar cualquier rivalidad, en vez de desaprobar a Lucien, favorecía sus disipaciones con la particular ceguera de los sentimientos enteros, que únicamente ven el presente y que lo sacrifican todo, incluso el porvenir, al goce del momento. El carácter del verdadero amor ofrece constantes semejanzas con la infancia: tiene su irreflexión, su imprudencia, su disipación, su risa y su llanto.

En aquella época florecía una sociedad de jóvenes, ricos o pobres, todos sin trabajo, llamados vividores, y que en efecto, vivían con una increíble despreocupación, intrépidos en la comida y bebedores aún más intrépidos. Todos verdugos del dinero y mezclando las bromas más pesadas con esta existencia, no de locura, pero furibunda, no retrocedían ante ningún obstáculo; se gloriaban de sus hazañas, que sin embargo no sobrepasaban ciertos límites; el ingenio más original velaba sus escapadas y era imposible no poder perdonarles.

Ningún hecho acusa de forma tan profunda el ilotismo al que la Restauración había condenado a la juventud. Los jóvenes, que no sabían en qué emplear sus fuerzas, no las empleaban solamente en el periodismo, en conspiraciones y en la literatura o el arte, sino que la disipaban en los excesos más extraños, hasta tal punto se daba la savia y las pasiones lujuriosas en la joven Francia. Si era trabajadora, esta bella juventud ansiaba el poder y el placer; si era artista, quería los tesoros; si era ociosa, quería animar sus pasiones; de todos modos, quería un lugar, y la política no le dejaba sitio en ninguna parte.

Los vividores eran casi todos personas dotadas de eminentes facultades; algunas las han perdido en esta vida enervante, otras han resistido. El más célebre de estos vividores, el de más talento, Rastignac, ha terminado por entrar, conducido por De Marsay, en una carrera seria en donde se ha distinguido. Las bromas y francachelas a las que se han entregado todos estos jóvenes se han hecho tan famosas que han sido tema para diversos vodeviles.

Lucien, introducido por Blondet en esta sociedad de libertinos, brilló junto a Bixiou, uno de los caracteres más malignos y el protesten más infatigable de aquel tiempo. Durante todo el invierno, la vida de Lucien fue pues una larga borrachera entrecortada por los fáciles trabajos del periodismo; continuó la serie de sus pequeños artículos, y realizó enormes esfuerzos para producir de vez en cuando algunas bellas páginas de crítica, muy bien pensadas. Pero el estudio era una excepción y el poeta no se daba a él, sino en caso de necesidad: los almuerzos, las comidas, las reuniones placenteras, las veladas mundanas y el juego le acaparaban todo su tiempo y Coralie devoraba el resto.

Other books

Accuse the Toff by John Creasey
Pynter Bender by Jacob Ross
BrokenHearted by Brooklyn Taylor
Unmerited Favor by Prince, Joseph
South Wind by Theodore A. Tinsley