Feliz cada día, sus colores habían palidecido, su mirada estaba llena de expresiones de languidez; en una palabra, según una frase de la señora de Espard, tenía el aspecto amando. Su belleza ganaba con ello. La conciencia de su poder y de su fuerza atravesaba su fisonomía iluminada por el amor y por la experiencia. Al fin podía contemplar al mundo literario y a la sociedad cara a cara, creyendo que podía pasearse como dominador. A este poeta, que solamente debía reflexionar bajo el peso de la desgracia, el presente le pareció sin problema alguno. El éxito hinchaba las velas de su esquife, a sus órdenes tenía los instrumentos necesarios para la realización de sus proyectos: una casa dispuesta, una amante que todo París le envidiaba, un ajuar, y, finalmente, sumas incalculables en su escritorio. Su alma, su corazón y su espíritu se habían metamorfoseado igualmente: ya no pensaba en discutir los medios en presencia de resultados tan bellos. Ese tren de vida parecerá tan justamente sospechoso a los economistas que conocen la vida parisiense, que no resulta inútil mostrar la base, por muy frágil que fuera, sobre la que reposaba la dicha material de la actriz y de su poeta.
Sin comprometerse, Camusot, había convencido a los proveedores de Coralie para que le concedieran un crédito de al menos tres meses. Los caballos, el servicio, todo debía ir como por encanto para aquellos dos muchachos, presurosos por disfrutar y que disfrutaban de todo con delicia. Coralie tomó a Lucien por la mano y le inició por adelantado en el golpe teatral del comedor, dispuesto con su cubertería espléndida, sus candelabros de cuarenta bujías, en los postres extraordinarios así como el menú, obra de Chevet.
Lucien besó a Coralie en la frente, estrechándola contra su corazón.
—Conseguiré lo que me propongo, amor mío —le dijo—, y te recompensaré por tanto amor y tanto sacrificio.
—¡Bah! —repuso ella—. ¿Estás contento?
—Tendría que ser una persona muy difícil.
—Pues bien, esta sonrisa lo paga todo —repuso ella, llevando con movimiento de serpiente sus labios a los de Lucien.
Encontraron a Florine, Lousteau, Matifat y Camusot situando las mesas de juego. Los amigos de Lucien iban llegando, ya que todas aquellas personas se iban considerando amigos de Lucien. Se jugó desde las nueve hasta medianoche. Por suerte para él, Lucien no conocía ningún juego, pero Lousteau perdió mil francos y se los pidió prestados a Lucien, que no creyó poder evitar el prestárselos: su amigo se los pedía. Alrededor de las diez, Michel, Fulgence y Joseph se presentaron. Lucien, que se retiró a hablar con ellos en un rincón, encontró sus expresiones frías y serias, por no decir embarazadas. D'Arthez no había podido venir, estaba acabando su libro. Léon Giraud estaba muy ocupado con la publicación del primer número de su revista. El cenáculo había enviado a sus tres artistas, quienes debían encontrarse menos fuera de lugar que los otros en medio de una orgía.
—Bien, amigos míos —dijo Lucien, adoptando un leve tono de superioridad—, ahora veréis como el pequeño bromista se puede convertir en un gran político.
—No deseo más que haberme equivocado —dijo Michel.
—Y entonces, ¿vives con Coralie mientras esperas algo mejor? —le preguntó Fulgence.
—Sí —replicó Lucien, con un aire que quería hacer ingenuo—. Coralie tenía un pobre y viejo negociante que la adoraba, y ella lo ha enviado a paseo. Soy más feliz que tu hermano Philippe, que no sabe cómo gobernar a Mariette —añadió, mirando a Joseph Bridau.
—En fin —dijo Fulgence—, ahora eres un hombre como otro, estoy seguro que llegarás lejos.
—Un hombre que para vosotros siempre será el mismo, se encuentre en la situación que se encuentre —repuso Lucien.
Michel y Fulgence se miraron, intercambiaron una sonrisa burlona que Lucien percibió y que le hizo comprender lo ridículo de su frase.
—Coralie es de una belleza admirable —exclamó Joseph—. Se podría hacer un magnífico retrato.
—Y buena —dijo Lucien— fe de hombre que es angelical; pero harás su retrato; tómala, si quieres, como modelo de tu veneciana conducida al senador por una anciana.
—Todas las mujeres que aman son angelicales —dijo Michel Chrestien.
En aquel momento, Raoul Nathan se precipitó sobre Lucien con una furia de amistad, le tomó las manos y se las estrechó.
—Mi buen amigo, no sólo es usted un gran hombre, sino que además tiene corazón, lo cual hoy en día es más raro aún que el genio —le dijo—. Es fiel a sus amigos. En una palabra, soy suyo en la vida y en la muerte y nunca podré olvidar lo que esta mañana ha hecho por mí.
Lucien, en el colmo de la alegría, viéndose agasajado por un hombre del cual se ocupaba lo más selecto de la sociedad, miró a sus tres amigos del cenáculo con una especie de superioridad. Esta entrada de Nathan se debía a la noticia que Merlin le había dado sobre la prueba del artículo en favor de su libro y que tenía que aparecer en el periódico del día siguiente.
—No acepté escribir el ataque sino a condición de poderlo refutar yo mismo —dijo Lucien al oído de Nathan—. Cuente siempre conmigo.
Volvió de nuevo a sus tres amigos del cenáculo, encantado de una circunstancia que justificaba su frase, de la que se había reído Fulgence.
—Que salga el libro de D'Arthez y yo me encuentro en situación de serle útil. Sólo esto sería suficiente para obligarme a permanecer en el periodismo.
—¿Eres libre? —preguntó Michel.
—Tanto como uno puede serlo cuando es indispensable —repuso Lucien con una falsa modestia.
Hacia medianoche, los invitados se sentaron a la mesa y la orgía comenzó. Los discursos fueron más libres en casa de Lucien que en casa de Matifat, ya que nadie sospechó la divergencia que existía entre los tres diputados del cenáculo y los representantes de los periódicos. Estos jóvenes espíritus, tan depravados por la costumbre del Por y del Contra, llegaron a la discusión y se dirigieron los axiomas más terribles de la jurisprudencia que por aquel entonces creaba el periodismo. Claude Vignon, que quería conservar el carácter augusto de la crítica, se levantó contra la tendencia de los pequeños diarios hacia la personalidad, diciendo que más tarde los escritores llegarían a desconsiderarse a sí mismos. Lousteau, Merlin y Finot tomaron entonces abiertamente la defensa de este sistema, llamado en el argot del periodismo la broma, sosteniendo que eso sería como un punzón con cuya ayuda se señalaría el talento.
—Todos los que resistirán a esa prueba serán hombres realmente fuertes —dijo Lousteau.
—De todos modos —exclamó Merlin—, durante las ovaciones de los grandes hombres, es necesario que exista a su alrededor, como alrededor de los triunfadores romanos, un concierto de injurias.
—¡Eh! —dijo Lucien—. ¡Entonces todos aquellos de los que nos burlemos creerán en su triunfo!
—No creo que eso te importe —exclamó Finot.
—¡Y nuestros sonetos! —dijo Michel Chrestien—. ¿No nos valdrían el triunfo de Petrarca?
—El oro tiene algo que ver en todo ese asunto —añadió Dauriat, cuyo chiste provocó aclamaciones generales.
—
Faciamus experimentum in anima vili
—repuso sonriendo Lucien.
Vernou dijo:
—¡Ah! ¡Ay de aquellos a quienes el periódico no discutirá y a los que arrojará coronas desde su comienzo! Ésos quedarán relegados como los santos en su hornacina, y nadie hará el menor caso de ellos.
—Se les dirá como Champcenetz al marqués de Genlis, que miraba a su esposa demasiado amorosamente: «Pasad, buen hombre, ya se os ha dado» —dijo Blondet.
—En Francia el éxito mata —exclamó Finot—. Somos demasiado envidiosos los unos de los otros como para no querer olvidar y hacer olvidar los triunfos del prójimo.
—Es, efectivamente, la contradicción lo que da vida en literatura —opinó Claude Vignon.
—Como en la naturaleza, en la que ella es la resultante de dos principios que se combaten —exclamó Fulgence—. El triunfo del uno sobre el otro es la muerte.
—Como en la política —añadió Michel Chrestien.
—Acabamos de probarlo —dijo Lousteau—. Dauriat venderá esta semana dos mil ejemplares del libro de Nathan. ¿Por qué? El libro atacado será bien defendido.
—¿Cómo un artículo semejante —preguntó Merlin, tomando las pruebas de su periódico del día siguiente— no haría vender toda una edición completa?
—Léame el artículo —pidió Dauriat—. Soy librero en todo momento y en cualquier parte, incluso cenando.
Merlin leyó el triunfante artículo de Lucien, quien fue aplaudido por toda la concurrencia.
—¿Se podía haber hecho este artículo sin el primero? —preguntó Lousteau.
Dauriat sacó de su bolsillo las pruebas del tercer artículo y las leyó. Finot siguió con atención la lectura de este artículo destinado al segundo número de su revista; y, en su calidad de redactor jefe, exageró su entusiasmo.
—Caballero —dijo—, si Bossuet viviera en nuestro siglo, no lo hubiera escrito mejor.
—Y yo lo creo —añadió Merlin—. Bossuet en nuestros días hubiese sido periodista.
—¡A la salud de Bossuet II! —exclamó Claude Vignon, elevando su copa y saludando irónicamente a Lucien.
—A mi Cristóbal Colón —repuso Lucien, proponiendo un brindis por Dauriat.
—¡Bravo! —exclamó Nathan.
—¿Es acaso un apodo? —preguntó maliciosamente Merlin, mirando a la vez a Finot y a Lucien.
—Si continúan de este modo —dijo Dauriat— nos será imposible seguirles y estos caballeros —dijo, señalando a Matifat y Camusot— ya no les entenderán. La ironía y la broma son como el algodón, que si se hila muy fino llega a romperse, ha dicho Napoleón.
—Caballeros —exclamó Lousteau—, somos testigos de un hecho grave, inconcebible, insospechado, verdaderamente sorprendente. ¿No admiran la rapidez con la que nuestro amigo ha pasado de provinciano a periodista?
—Era un periodista nato —replicó Dauriat.
—Amigos míos —dijo entonces Finot, levantándose y sosteniendo una botella de champán en la mano—, todos nosotros hemos protegido y animado los comienzos de nuestro anfitrión en su carrera, en la que ha superado nuestras esperanzas. En dos meses se ha revelado con los magníficos artículos que conocemos: propongo bautizarle de auténtico periodista.
—Una corona de rosas a fin de premiar su doble victoria —exclamó Bixiou, mirando a Coralie.
Coralie hizo una seña a Bérénice, que fue a buscar unas viejas flores artificiales en el guardarropía de la artista. Bien pronto quedó trenzada una corona de rosas en cuanto la gruesa sirvienta trajo las flores, con la que se ciñeron grotescamente los que se encontraban más ebrios. Finot, el sumo sacerdote, vertió algunas gotas de champán sobre la bella y rubia cabeza de Lucien, pronunciando con deliciosa gravedad las palabras sacramentales:
—En el nombre de la Póliza, de la Fianza y de la Multa, te bautizo periodista. ¡Qué tus artículos te sean leves!
—Y pagados sin deducción de blancos —añadió Merlin.
En aquel momento, Lucien observó los rostros afligidos de Michel Chrestien, Joseph Bridau y Fulgence Ridal, que tomaron sus sombreros y salieron en medio de un coro de imprecaciones.
—Qué cristianos más singulares —dijo Merlin.
—Fulgence era un buen muchacho —repuso Lousteau—, pero ellos lo han pervertido con la moral.
—¿Quiénes? —preguntó Claude Vignon.
—Jóvenes graves que se reúnen en un antro filosófico y religioso de la calle de Quatre-Vents, en donde tienen por costumbre preocuparse por el sentido general de la Humanidad… —repuso Blondet.
—¡Oh, oh, oh!
—… Allí se busca y se intenta saber si gira sobre sí misma —continuó Blondet— o si va progresando. Se sentían muy incómodos entre la línea recta y la línea curva; para ellos, el triángulo bíblico era un absurdo y se les apareció entonces no sé qué profeta que se pronunció por la espiral.
—Unos hombres reunidos pueden inventar tonterías más peligrosas —exclamó Lucien, que quiso defender al cenáculo.
—Tú tomas esas teorías por palabras huecas —dijo Félicien Vernou—, pero llega un momento en que se transforman en tiros o en la guillotina.
—Todavía están en el estadio —añadió Bixiou— de encontrar el pensamiento providencial del vino de Champaña, el sentido humanitario de los pantalones y el bichito que impulsa al mundo. Recogen grandes hombres caídos, como Vico, Saint-Simon, Fourier. Tengo miedo de que no acaben trastornando a mi pobre Joseph Bridau.
—Son la causa —terció Lousteau— de que Bianchon, mi compatriota y compañero de colegio, me trate con frialdad…
—¿Se enseña la gimnasia y ortopedia de los espíritus? —preguntó Merlin.
—Podría ser —replicó Finot—, ya que Bianchon cae en sus ensueños.
—¡Bah! A pesar de todo —replicó Lousteau— será un gran médico.
—¿Su cabeza visible no es acaso D'Arthez —dijo Nathan—, un joven insignificante que se nos ha de tragar a todos?
—Es un hombre de genio —repuso Lucien.
—Prefiero un vaso de vino de Jerez —dijo Claude Vignon, sonriendo.
A partir de ese momento, cada uno comenzó a explicar su propio carácter al vecino. Cuando las personas inteligentes tratan de explicarse a sí mismas, dar la clave de sus corazones, es seguro que la embriaguez se ha apoderado de ellas. Una hora más tarde, todos los invitados, convertidos en los mejores amigos del mundo, se trataban de grandes hombres, de hombres poderosos, de personas a quienes pertenecía el porvenir. Lucien, en su calidad de anfitrión, había conservado cierta lucidez de espíritu: escuchó sofismas que le chocaron y que remataron la obra de su desmoralización.
—Amigos míos —dijo Finot—, el partido liberal se ve obligado en reavivar su polémica, ya que no encuentra en este momento nada que decir contra el gobierno, y ya comprenderéis en qué situación tan engorrosa se encuentra entonces la oposición. ¿Quién de entre vosotros quiere escribir un panfleto para solicitar el restablecimiento del derecho de primogenitura, a fin de hacer gritar contra los secretos designios de la Corte? El escrito será bien pagado.
—Yo —dijo Hector Merlin—, cae dentro de mis opiniones.
—Tu partido dirá que le comprometes —replicó Finot—. Félicien, encárgate tú de este asunto, Dauriat lo editará y nosotros guardaremos el más absoluto secreto.
—¿Cuánto dan? —preguntó Vernou.
—¡Seiscientos francos! Firmarás: el conde C…
—¡De acuerdo! —dijo Vernou.
—¿Así que vais a elevar el bulo hasta la política? —preguntó Lousteau.