La primera era el señor De Marsay, hombre famoso por las pasiones que inspiraba y digno de mención, sobre todo, por una belleza de doncella, belleza blanda, afeminada, pero corregida por una mirada fija, tranquila, fría y rígida como la de un tigre; era amado y asustaba. Lucien era tan guapo como él, pero su mirada era tan dulce y sus ojos azules eran tan límpidos, que no parecía susceptible de tener esa fuerza y ese poder al que se ligan tanto las mujeres. Además, no había aún nada que pusiera a la vista la valía del poeta, mientras que De Marsay tenía una animación, una certeza de gustar y un vestir apropiado a su naturaleza que aplastaba a todos los rivales que había a su alrededor. Juzgad lo que podía suponer Lucien a su lado, engomado, rígido, de punta en blanco y tan nuevo como sus ropas. De Marsay había conquistado el derecho de decir impertinencias por el ingenio que en ellas derrochaba y la gracia con que las acompañaba. La acogida de la marquesa indicó inmediatamente a la señora de Bargeton el poder de aquel personaje.
El segundo era uno de los dos Vandenesse, el que había causado el escándalo de lady Dudley, un joven dulce, espiritual y modesto que triunfaba mediante cualidades completamente opuestas a las de que se glorificaba De Marsay y que la prima de la marquesa de Mortsauf le había recomendado muy efusivamente.
El tercero era el general Montriveau, el autor de la pérdida de la duquesa de Langeais. El cuarto era el señor de Canalis, uno de los poetas más ilustres de aquella época, un joven aún en el alborear de su gloria y que, más orgulloso de ser gentilhombre que de su talento, se exhibía como el galán de la señora de Espard, para ocultar su pasión por la duquesa de Chaulieu. Se adivinaba, a pesar de sus gracias salpicadas de afectación, la inmensa ambición que más tarde le lanzó a las tormentas políticas. Su belleza casi delicada, sus sonrisas acariciadoras, ocultaban mal un profundo egoísmo y los cálculos perpetuos de una existencia por entonces problemática; pero la elección que había hecho con la señora de Chaulieu, mujer de cuarenta años cumplidos, le valían por aquel entonces los favores de la Corte, los aplausos del
faubourg
Saint-Germain y las injurias de los liberales, que le denominaban poeta de sacristía.
Al ver aquellos cuatro hombres tan importantes, la señora de Bargeton comprendió la poca atención que la marquesa prestaba a Lucien. Luego, cuando comenzó la conversación, cuando cada uno de aquellos ingenios tan finos y delicados se reveló mediante rasgos que tenían más sentido y más profundidad que lo que Anaïs había oído en todo un mes en provincias; cuando, sobre todo, el gran poeta hizo oír una frase vibrante en donde se encontraba lo positivo de esta época, pero dorado por la poesía, Louise comprendió lo que Du Châtelet le había advertido la víspera: Lucien no era ya nada. Todos miraban al pobre desconocido con tan cruel indiferencia, como a un extranjero que no sabe el idioma, que la marquesa tuvo piedad de él.
—Permítame, caballero —dijo a Canalis—, presentarle al señor de Rubempré. Ocupa usted una posición demasiado alta en el mundo literario como para no acoger a un principiante. El señor de Rubempré llega de Angulema, tendrá sin duda necesidad de su protección ante los que aquí dan a conocer el genio. Aún no tiene enemigos que puedan hacer su fortuna, atacándole. ¿No es acaso una empresa lo suficientemente original como para intentarla, hacerle obtener por la amistad lo que usted trata de obtener mediante el odio?
Los cuatro personajes miraron entonces a Lucien mientras hablaba la marquesa. Aunque se encontraba a dos pasos del recién llegado, De Marsay tomó sus impertinentes para mirarle; su mirada fue de Lucien a la señora de Bargeton y de la señora de Bargeton a Lucien, emparejándoles con un pensamiento burlón que mortificó cruelmente al uno y al otro; les examinaba como a dos bichos raros y sonreía. Esa sonrisa fue una especie de puñalada para el gran hombre de provincias. Félix de Vandenesse adoptó un aire caritativo. Montriveau lanzó sobre Lucien una mirada para sondearle profundamente.
—Señora —dijo el señor de Canalis, inclinándose—, la obedeceré, a pesar del personal interés que nos lleva a no favorecer a nuestros rivales; pero usted nos ha acostumbrado a los milagros.
—¡Pues bien!, hágame el favor de venir a cenar el lunes a mi casa con e! señor de Rubempré, hablarán más cómodamente que aquí de los asuntos literarios; trataré de reunir algunos de los tiranos de la literatura y las celebridades que la protegen, el autor de
Ourika
y algunos jóvenes poetas de categoría.
—Señora marquesa —dijo De Marsay—, si usted apadrina a este señor por su inteligencia, yo le protegeré a causa de su belleza; le daré consejos que harán de él el dandy más feliz de París. Después de eso, será poeta, si quiere.
La señora de Bargeton dio las gracias a su prima con una mirada llena de reconocimiento.
—No le sabía celoso de las personas de ingenio —dijo Montriveau a De Marsay—. La felicidad mata a los poetas.
—¿Por eso es por lo que el señor trata de casarse? —repuso el dandy, dirigiéndose a Canalis, a fin de ver si la señora de Espard se afectaría a causa de esta frase.
Canalis se encogió de hombros y la señora de Espard, amiga de la señora de Chaulieu, se echó a reír.
Lucien, que se encontraba en su traje como una momia egipcia en sus vendajes, se sentía avergonzado por no decir nada. Finalmente, dijo con su tierna voz a la marquesa:
—Sus bondades, señora, me condenan a no obtener sino éxitos.
Du Châtelet entró en aquel momento, asiendo por los pelos la ocasión de hacerse apoyar ante la marquesa por Montriveau, uno de los reyes de París. Saludó a la señora de Bargeton y rogó a la señora de Espard que le perdonara la libertad de invadir su palco: ¡hacía tanto tiempo que se había separado de su compañero de viaje! Montriveau y él se veían por vez primera, después de haberse separado en medio del desierto.
—Separarse en el desierto y encontrarse en la Ópera —dijo Lucien.
—Es un verdadero encuentro de teatro —dijo Canalis.
Montriveau presentó el barón du Châtelet a la marquesa y ésta hizo al antiguo secretario de órdenes de Su Alteza Imperial una acogida tanto más calurosa cuanto que le había ya visto ser bien recibido en tres o cuatro palcos, porque la señora de Sérizy no admitía más que a personas selectas y porque, finalmente, era el compañero de Montriveau. Este último título tenía tan gran valor que la señora de Bargeton pudo ver en el tono, en las miradas y en los ademanes de los cuatro personajes que admitían sin discusión alguna a du Châtelet como uno de los suyos. La conducta sultanesca observada por Châtelet en provincias quedó de repente explicada a Louise. Finalmente, du Châtelet vio a Lucien y le dirigió uno de esos pequeños saludos, secos y fríos, mediante los que un hombre desconsidera a otro indicando a las personas de mundo el ínfimo lugar que ocupa en la sociedad. Acompañó su saludo con un aire sardónico que parecía querer decir: «¿Por qué casualidad se encuentra aquí? Du Châtelet fue muy bien comprendido, ya que De Marsay se acercó al oído de Montriveau, de forma que el barón pudiese oírlo, para decirle: Pregúntele quién es este extraño joven que tiene el aspecto de uno de esos maniquíes vestidos que se encuentran ante las puertas de los sastres».
Du Châtelet habló durante un instante al oído de su compañero, con aire de reanudar su amistad, y sin duda hizo trizas a su rival.
Sorprendido por las ingeniosas respuestas y la finura con la que esos hombres espetaban sus contestaciones, Lucien estaba aturdido por la desenvoltura de la palabra y la elegancia de los ademanes. El lujo que por la mañana le había asustado en las cosas, lo encontraba ahora en las ideas. Se preguntaba por qué misterio estas personas encontraban a quemarropa reflexiones picantes y respuestas que no se le hubiesen ocurrido sino tras largas meditaciones. Además, no solamente aquellos cinco hombres de mundo se encontraban a sus anchas en cuanto a la conversación, sino también en lo que respecta a su vestimenta: no llevaban nada que se señalara como nuevo ni como viejo. En ellas nada brillaba y todo atraía la mirada. Su lujo de hoy era el de ayer y debería ser el de mañana. Lucien adivinó que debía tener el aspecto de un hombre que se viste por primera vez en su vida.
—Amigo mío —decía De Marsay a Félix de Vandenesse—, ¡este pequeño Rastignac se lanza como una cometa! Mírelo donde la marquesa de Listomère, hace progresos, nos está observando. Sin duda debe conocer al caballero —continuó el dandy, dirigiéndose a Lucien, pero sin mirarlo.
—Es difícil —respondió la señora de Bargeton— que el nombre del gran hombre de que estamos orgullosos no haya llegado hasta él; su hermana oyó últimamente los hermosos versos que nos leyó el señor de Rubempré.
Félix de Vandenesse y De Marsay saludaron a la marquesa y se dirigieron al palco de la señora de Listomère, la hermana de Vandenesse. Comenzó el segundo acto y todos dejaron solos a la señora de Espard, a su prima y a Lucien. Unos se dedicaron a explicar cómo era la señora de Bargeton a las mujeres intrigadas por su presencia, otros explicaron la llegada del poeta y se burlaron de su atuendo. Canalis se quedó en el palco de la duquesa de Chaulieu y ya no volvió. Lucien se sintió feliz con la diversión que el espectáculo producía. Todos los temores de la señora de Bargeton relativos a Lucien aumentaron a causa de la atención que su prima había concedido al barón du Châtelet, que tenía un carácter muy distinto de su protectora cortesía hacia Lucien.
Durante el segundo acto, el palco de la señora de Listomère estuvo lleno de gente y pareció agitado por una conversación en la que se trataba de la señora de Bargeton y de Lucien. El joven Rastignac era, sin duda, el animador de este palco, daba pie a ese reír parisiense que, cebándose cada día en un nuevo pasto, se apresura a agotar el tema actual haciendo de él algo usado y viejo en un solo momento. La señora de Espard, inquieta, sabía que no se deja ignorar largo tiempo una calumnia a aquel a quien hiere, y esperó el fin del acto.
Cuando los sentimientos se vuelven contra ellos mismos, como acontecía en Lucien y en la señora de Bargeton, suceden cosas extrañas en poco tiempo; las revoluciones morales se suceden en virtud de leyes de un efecto rápido. Louise tenía presentes en la memoria las palabras prudentes y políticas que Du Châtelet le había dicho sobre Lucien a la vuelta del Vaudeville. Cada frase era una profecía, y parecía que Lucien se empeñara en hacerlas cumplir todas. Al perder sus ilusiones sobre la señora de Bargeton, al igual que la señora de Bargeton perdía las suyas sobre él, el pobre muchacho, cuyo destino se parecía un poco al de J.-J. Rousseau, le imitó hasta tal punto que quedó fascinado por la señora de Espard e inmediatamente se enamoriscó de ella.
Los jóvenes o los hombres que recuerden sus emociones de juventud comprenderán que esta pasión era extremadamente probable y natural. Sus delicados ademanes, este hablar dulce, este sonido de voz tan fino, esta mujer tan ingeniosa, tan noble, de tan alta posición, tan envidiada, esta reina se aparecía al poeta como la señora de Bargeton se le había aparecido en Angulema. La versatilidad de su carácter le empujó prontamente a desear esta alta protección; el medio más seguro era poseer a la mujer, entonces lo tendría todo. En Angulema había triunfado. ¿Por qué no podía triunfar también en París? Involuntariamente, y a pesar de la magia de la Ópera, toda nueva para él, su mirada, atraída por esta magnífica Celimena, se dirigía en todo momento hacia ella; y cuanto mas la miraba, más deseos tenía de verla. La señora de Bargeton sorprendió una de esas miradas brillantes de Lucien; le observó y le vio más ocupado por la marquesa que por el espectáculo. De buen grado se hubiese resignado a ser sustituida por las cincuenta hijas de Danés, pero cuando una mirada más ambiciosa, más ardiente y más significativa que las otras le explicó lo que sucedía en el corazón de Lucien, tuvo celos, más que del futuro, del pasado.
«Nunca me ha mirado así —pensó—. Dios mío, Châtelet tenía razón».
Reconoció entonces el error de su amor. Cuando una mujer llega a arrepentirse de sus debilidades, pasa sobre su vida una especie de esponja a fin de borrarlo todo. A pesar de que cada mirada de Lucien le traspasaba el alma, permaneció tranquila. De Marsay vino en el entreacto trayendo consigo al señor de Listomère. El hombre grave y el joven presumido pronto hicieron saber a la altiva marquesa que el paje de boda endomingado que habían admitido por desgracia en su palco se llamaba tanto señor de Rubempré como un judío tiene nombre de bautismo. Lucien era el hijo de un boticario llamado Chardon. El señor de Rastignac, muy al corriente de los sucesos de Angulema, ya había hecho reír a dos palcos a expensas de esa especie de momia que la marquesa llamaba su prima y de la precaución que esta dama tenía de disponer junto a ella a un farmacéutico para poder, sin duda, prolongar a base de drogas su vida artificial. Finalmente, De Marsay contó algunos de los mil chistes que en un minuto idean los parisienses y que tan pronto como se han dicho son olvidados, pero detrás de los cuales estaba Châtelet, el artífice de esta traición cartaginesa.
—Querida —dijo bajo el abanico la señora de Espard a la señora de Bargeton—, por caridad, dígame si su protegido se llama verdaderamente señor de Rubempré.
—Ha adoptado el apellido de su madre —contestó Anaïs, confusa.
—Pero ¿cuál es el apellido de su padre?
—Chardon.
—¿Y qué es lo que hacía el tal Chardon?
—Era farmacéutico.
—Ya me lo parecía, querida, que todo París no podía burlarse de una mujer que adopto. No me gusta ver venir por aquí bromistas encantados por encontrarme con el hijo de un boticario; si quiere creerme, nos iremos juntas e inmediatamente.
La señora de Espard adoptó un aire bastante impertinente, sin que Lucien pudiese adivinar qué es lo que había dado lugar a este cambio de expresión. Pensó que su chaleco era de mal gusto, lo cual era cierto; que la hechura de su traje era un tanto exagerada, lo cual también era verdad. Reconoció con secreta tristeza que era preciso hacerse vestir por un sastre habilidoso y se prometió ir a la mañana siguiente a casa del más célebre a fin de poder, el lunes próximo, rivalizar con los hombres que encontrara en casa de la marquesa. Aunque perdido en sus reflexiones, sus ojos, atentos al tercer acto, no abandonaban la escena. Aunque mirando este espectáculo único, lleno de pompa, se abandonaba a su sueño sobre la señora de Espard. Se encontró desesperado ante esta súbita frialdad que contrariaba extrañamente el ardor intelectual con que atacaba este nuevo amor, sin tener en cuenta las inmensas dificultades que vislumbraba y que se prometía vencer. Salió de su profunda contemplación para mirar a su nuevo ídolo, pero al volver la cabeza se vio solo; había oído un ligero ruido, la puerta se cerraba, la señora de Espard se llevaba a su prima. Lucien quedó sorprendido en grado máximo ante este súbito abandono, pero no pensó en él durante mucho tiempo, precisamente porque lo encontró inexplicable.