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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

Las ilusiones perdidas (21 page)

—Muy bien —dijo su mujer, conmovida—, así es como me gustan los hombres Eres un caballero.

Le presentó su frente para que se la besara, y el viejo la besó feliz y orgulloso. Esta mujer, que sentía una especie de sentimiento maternal hacia este niño mayor, no pudo reprimir una lágrima al oír como la puerta cochera se cerraba tras él.

«¡Cómo me quiere! —se dijo—. El pobre hombre tiene en mucha estima su vida, y sin embargó la perdería por mí sin un reproche».

El señor de Bargeton no se inquietaba lo más mínimo por tener que enfrentarse a la mañana siguiente con un hombre, por tener que mirar fríamente la boca de una pistola dirigida contra él; no, sólo estaba preocupado por una sola cosa, y al pensar en ella no hacía más que temblar mientras se dirigía a casa del señor Chandour.

«¿Qué voy a decir? —pensaba—. Naïs hubiera podido prepararme un pequeño discurso». Y se exprimía el cerebro a fin de poder encontrar algunas frases que no fuesen ridículas.

Pero las personas que viven como vivía el señor de Bargeton, en un silencio impuesto por la estrechez de su inteligencia y su poca personalidad, adquieren en los momentos solemnes de la vida una grandeza que se forma sola. Al hablar poco, naturalmente se les escapan muy pocas tonterías; luego, reflexionando mucho sobre lo que deben decir, la extrema desconfianza para consigo mismo les lleva a estudiar sus parlamentos de forma tan perfecta, que se expresan a las mil maravillas debido a un fenómeno parecido al que desató la lengua de la burra de Balaam. Por lo tanto, el señor de Bargeton se comportó como un hombre superior. Justificó la opinión de los que le consideraban como un filósofo de la escuela de Pitágoras. Entró en casa de Stanislas a las once de la noche y encontró una gran concurrencia. Fue a saludar silenciosamente a Amélie y ofreció a todos su estúpida sonrisa, que en las actuales circunstancias pareció profundamente irónica. Se hizo entonces un gran silencio, como sucede en la Naturaleza cuando se aproxima una gran tormenta. Châtelet, que había vuelto, miraba alternativamente y de forma muy significativa al señor de Bargeton y a Stanislas, a quien el ofendido marido abordó con gran educación.

Du Châtelet comprendió el motivo de la visita hecha a una hora en que el viejo tendría ya que estar acostado: Sin duda, Naïs agitaba este débil brazo; y, como su posición junto a Amélie le daba derecho a mezclarse en los asuntos del matrimonio, se levantó, tomó al señor de Bargeton por el brazo y, llevándole aparte, le dijo:

—¿Quiere hablar a Stanislas?

—Sí —repuso el infeliz, dichoso por tener un mediador que, tal vez, tomase la palabra por él.

—Pues bien, vaya a la habitación de Amélie —le respondió el director de contribuciones, feliz por aquel duelo que podía convertir a la señora de Bargeton en viuda, vedándole casarse con Lucien, causa de ese duelo.

—Stanislas —dijo du Châtelet al señor de Chandour—, Bargeton viene sin duda a pedirle explicaciones por los comentarios que ha hecho acerca de Naïs. Venga al dormitorio de su esposa y compórtense ambos como dos caballeros. No hagan ruido, afecte mucha educación, mantenga, en una palabra, toda la frialdad de una dignidad británica.

A continuación, Stanislas y du Châtelet fueron a reunirse con Bargeton.

—Caballero —dijo el ofendido marido—, ¿afirma usted haber encontrado a la señora de Bargeton en una situación equívoca con el señor de Rubempré?

—Con el señor Chardon —repuso irónicamente Stanislas, que no creía que Bargeton fuese un hombre fuerte.

—Me da igual —continuó el marido—. Si no desmiente sus afirmaciones en presencia de la sociedad que se encuentra en su casa en este momento, le ruego que designe un testigo. Mi suegro, el señor de Nègrepelisse, vendrá a buscarle a las cuatro de la mañana. Tomemos los dos nuestras disposiciones, ya que el asunto no puede arreglarse más que de la forma que acabo de indicar. Como soy el ofendido escojo la pistola.

Durante el camino, el señor de Bargeton había rumiado este discurso, el más largo que había hecho en toda su vida, y lo dijo sin apasionamiento y con el aire más sencillo del mundo. Stanislas palideció y se dijo: «Después de todo, ¿qué es lo que he visto?». Pero entre la vergüenza de tener que desmentir una afirmación delante de toda la ciudad, en presencia de aquel mundo que parecía no entender la chanza, y el miedo, el horroroso miedo que le apretaba la garganta con sus manos ardientes, escogió el peligro más lejano.

—Está bien. Hasta mañana —dijo al señor de Bargeton, pensando que el asunto podría arreglarse.

Los tres hombres volvieron al salón, y todos estudiaron sus fisonomías: du Châtelet sonreía, el señor de Bargeton se encontraba como en su casa, pero Stanislas aparecía descompuesto. Ante un aspecto tal, algunas mujeres adivinaron el asunto de la conversación. Las palabras: «¡Se van a batir!», circularon de oído a oído. La mitad de la reunión pensó que Stanislas no tenía razón, su palidez y su aspecto delataban una mentira; la otra mitad admiró la postura del señor de Bargeton. Du Châtelet se hizo el grave y misterioso. Tras de permanecer unos instantes examinando los rostros, el señor de Bargeton se retiró a su casa.

—¿Tiene pistolas? —dijo Châtelet al oído de Stanislas, que se estremeció de los pies a la cabeza.

Amélie lo comprendió todo y se sintió mal, las damas se apresuraron en llevarla a su habitación. Se oyó un tremendo rumor y todo el mundo hablaba a la vez. Los hombres permanecieron en el salón y declararon con voz unánime que el señor de Bargeton estaba en su derecho.

—¿Hubiesen creído que ese infeliz se iba a comportar de esta manera? —dijo el señor de Saintot.

—Pero —respondió el implacable Jacques— si en su juventud era uno de los más duchos en las armas. Mi padre me ha hablado muchas veces de las proezas de Bargeton.

—¡Bah!, si los pone a veinte pasos y les da pistolas de caballería, fallarán —dijo Francis a Châtelet.

Cuando todos se hubieron marchado, Châtelet tranquilizó a Stanislas y a su mujer, asegurándoles que todo iría bien y que en un duelo entre un hombre de sesenta años y un joven de treinta y seis, éste tenía todas las ventajas.

A la mañana siguiente, en el momento en que Lucien desayunaba con David, que ya había vuelto de Marsac sin su padre, la señora Chardon entró agitada.

—Lucien, ¿sabes ya la noticia de la que se habla hasta en el mercado? El señor de Bargeton casi ha matado al señor de Chandour esta mañana a las cinco, en el prado del señor Tulloye, un nombre que se presta a juegos de palabras. Parece ser que el señor de Chandour había dicho ayer que te había sorprendido con la señora de Bargeton.

—¡Eso es falso! la señora de Bargeton es inocente —gritó Lucien.

—Un campesino, a quien he oído contar todos los detalles, lo ha presenciado desde su carro. El señor de Nègrepelisse había llegado ya a las tres de la mañana para ayudar al señor de Bargeton; ha dicho al señor de Chandour que si algo malo le sucedía a su yerno, él se encargaría de vengarlo. Un oficial del regimiento de caballería ha prestado sus pistolas y fueron comprobadas varias veces por el señor de Nègrepelisse. El señor du Châtelet quería oponerse a que se probaran las pistolas, pero el oficial, a quien se había designado como juez, dijo que, a menos que se comportaran como chiquillos, debían servirse de armas en buenas condiciones. Los padrinos colocaron a los dos adversarios a veinticinco pasos uno del otro. El señor de Bargeton, que estaba allí como quien va de paseo, ha tirado el primero y ha metido una bala en el cuello del señor de Chandour, que cayó sin poder contestar. El cirujano del hospital acaba de declarar hace un momento que el señor de Chandour tendrá el cuello atravesado para el resto de su vida. He venido a contarte el desenlace de este duelo para que no vayas a casa de la señora de Bargeton o que no te vean por Angulema, ya que algunos amigos del señor de Chandour podrían provocarte.

En aquel momento, Gentil, el mayordomo del señor de Bargeton entró, guiado por el aprendiz de la imprenta, y entregó a Lucien una carta de Louise.

«Seguramente te habrás enterado ya, mi querido amigo, del desenlace del duelo entre Chandour y mi marido. Hoy no recibiremos a nadie; sé prudente, no salgas, te lo pido en nombre del afecto que por mí sientes. ¿No crees que el mejor empleo que se puede dar a esta triste jornada es ir a escuchar a tu Beatriz, cuya vida ha cambiado completamente a causa de este acontecimiento, y que tiene mil cosas que decirte?».

—Menos mal que nuestra boda —dijo David— se fijó para pasado mañana, así tendrás una ocasión para frecuentar menos la casa de la señora de Bargeton.

—Querido David —repuso Lucien—, me pide que vaya a verla hoy; creo que debo obedecerla; sabrá mejor que nosotros cómo he de comportarme en las actuales circunstancias.

—¿Está todo listo aquí? —preguntó la señora Chardon.

—Venga a verlo —exclamó David, feliz por poder enseñar la transformación que había experimentado el primer piso, en donde todo estaba fresco y nuevecito.

Allí se respiraba aquel ambiente agradable y tranquilo que reina en los hogares jóvenes, en donde las flores de azahar y el velo de la desposada coronan aún la vida interior, en donde la primavera del amor se refleja en las cosas, en donde todo es blanco, limpio y floreciente.

—Ève estará como una princesa —dijo la madre—, pero has gastado demasiado dinero. Has hecho locuras.

David sonrió sin responder nada, ya que la señora Chardon había puesto el dedo en lo profundo de una llaga secreta que había sufrido cruelmente al pobre enamorado: sus previsiones habían sido superadas de tal manera por la realidad, que le era imposible construir encima del cobertizo. Su suegra no podría tener en mucho tiempo el alojamiento que quería darle. Los espíritus generosos experimentan los dolores más vivos al tener que faltar a esta clase de promesas que son, en cierto aspecto, las pequeñas vanidades de la ternura. David ocultaba cuidadosamente sus apuros a fin de no herir el corazón de Lucien, quien hubiese podido sentirse abrumado al enterarse de los sacrificios que por él se habían hecho.

—Ève y sus amigas han trabajado muy bien por su padre —decía la señora Chardon—. El ajuar y la ropa blanca de la casa ya está listo. Estas chicas la quieren tanto que, sin que ella supiera nada, le han cubierto los colchones en fustán blanco, con bordados rosas. ¡Es tan bonito que dan ganas de casarse!

La madre y la hija habían empleado todos sus ahorros en abastecer la casa de David de cosas en las que los jóvenes nunca piensan. Sabiendo el lujo que desplegaba, ya que hasta había pedido un servicio de porcelana a Limoges, habían tratado de armonizar las cosas que ellas traían con las que había comprado David. Esta pequeña lucha de amor y de generosidad debía conducir a ambos esposos a encontrarse intimidados desde el principio de su matrimonio, en medio de todos los síntomas de un bienestar burgués que podía pasar por lujo en una ciudad tan retrasada como entonces lo era Angulema. En el momento en que Lucien vio que su madre y David pasaban al dormitorio, cuyos tonos azules y blancos y el bonito mobiliario le eran conocidos, se fue en seguida a casa de la señora de Bargeton. Encontró a Naïs almorzando con su marido, a quien su paseo matinal había abierto el apetito, y que comía sin ninguna preocupación por lo que había sucedido. El viejo hidalgo campesino, el señor de Nègrepelisse, esta imponente figura, resto de la vieja nobleza francesa, se encontraba junto a su hija. Cuando Gentil hubo anunciado al señor de Rubempré, el anciano de blancos cabellos le lanzó una mirada escrutadora como un padre ansioso de juzgar al hombre que su hija había distinguido. La extraordinaria apostura de Lucien le impresionó tanto que no pudo reprimir una mirada de aprobación; pero le parecía ver en la relación de su hija un amorío más que una pasión, un capricho más que una pasión duradera. El almuerzo estaba terminando; Louise pudo levantarse y dejar a su padre y al señor de Bargeton, mientras hacía una seña a Lucien para que la siguiese.

—Amigo mío —dijo con un tono de voz triste y alegre a la vez—, me voy a París y mi padre lleva a Bargeton a Escarbas, en donde permanecerá durante mi ausencia. La señora de Espard, de soltera una Blamont-Chauvry, con quien estamos emparentados por los De Espard, los primogénitos de la familia de los Nègrepelisse, tiene en la actualidad mucha influencia por sí misma y por sus familiares. Si se digna a reconocernos, voy a cultivar su amistad: gracias a su influencia, podrá encontrarnos un puesto para Bargeton. Mis peticiones podrán hacer que la corte lo solicite para el puesto de diputado por el Charente, lo que ayudará a su nombramiento aquí. La diputación podrá favorecer más adelante mis gestiones en París. Eres tú, mi niño adorado, el que me has inspirado este cambio de existencia. El duelo de esta mañana me obliga a cerrar mi casa por algún tiempo, ya que habrá personas que tomarán el partido de los Chandour contra nosotros. En la situación en que nos encontramos y en una pequeña ciudad, siempre es necesaria una ausencia para dejar el tiempo necesario a que los odios se calmen. Pero, o triunfo y no volveré a ver Angulema, o no triunfo y quiero esperar en París el momento en que pueda pasar todos los veranos en Escarbas y los inviernos en París. Es la única existencia para una mujer que se precie, y he tardado demasiado en adoptarla. Podremos hacer los preparativos durante el día, será suficiente, y mañana por la noche me iré y tú me acompañarás, ¿no es verdad? Tú te adelantarás. Entre Mansle y Ruffec subirás a mi coche y pronto llegaremos a París. Allí, querido amigo, se puede llevar la vida de las personas superiores. Uno sólo se encuentra a gusto entre sus iguales, en todos los demás sitios se sufre. Además, París, la capital del mundo intelectual, es el escenario de tus triunfos; ¡franquea prontamente el espacio que de él te separa! No dejes que tus ideas se anquilosen en la provincia, ponerse en contacto con los grandes hombres que representarán el siglo diecinueve. Aproxímate a la Corte y al poder. Ni las distinciones ni las dignidades van hasta el talento que se encierra en una pequeña ciudad. Nómbrame, si puedes, las grandes obras ejecutadas en provincias. Piensa, por el contrario, en el sublime y pobre Jean-Jacques, atraído invenciblemente por este sol moral que crea las glorias y dando calor a los espíritus mediante el frotamiento de las rivalidades. ¿No debes apresurarte a ocupar tu lugar en la pléyade que en cada época aparece? Nunca podrías darte cuenta de lo útil que es a un joven talento ser patrocinado por la alta sociedad. Haré que te reciban en casa de la señora De Espard; no es fácil entrar en su salón, en donde encontrarás a todos los grandes personajes, ministros, embajadores, oradores de la Cámara, pares, la gente más rica o influyente y la de más celebridad. Sería preciso ser muy torpe para no excitar su curiosidad y su interés cuando se es guapo, joven y lleno de talento. Los grandes talentos no son mezquinos y te prestarán su apoyo. Cuando te sepan bien situado, tus obras adquirirán un inmenso valor. El gran problema para los artistas es ponerse a la luz pública. Allí encontrarás mil ocasiones de fortuna, sinecuras, una pensión del tesoro real privado. ¡A los Borbones les gusta tanto favorecer las letras y las artes! Por lo tanto, sé a la vez poeta religioso y poeta monárquico. No sólo quedará bien, sino que además harás fortuna. ¿Acaso es la oposición, el liberalismo el que otorga los puestos, las recompensas y hace la fortuna de los escritores? Por lo tanto, emprende el buen camino y sigue las huellas de todos los hombres de talento. Tienes mi secreto, guarda, el más profundo silencio y disponte a seguirme. ¿No quieres? —añadió, extrañada por la silenciosa actitud de su amante.

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