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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

Las ilusiones perdidas (16 page)

—¿No se da cuenta? —replicó Stanislas—. Está engolfada sobre las grandes palabras que no tienen pies ni cabeza.

Amélie, Firme, Adrien y Francis aparecieron en el vano de la puerta, acompañando a la señora de Rastignac, que iba a buscar a su hija para marcharse.

—Naïs —dijeron las dos mujeres, encantadas de interrumpir la reunión en el gabinete—, sería muy amable si quisiera interpretar para nosotros cualquier composición.

—Amigas mías —respondió la señora de Bargeton—, el señor de Rubempré va a recitarnos, su San Juan de Patmos, un magnífico poema bíblico.

—¡Bíblico! —repitió Fifine, extrañada.

Amélie y Fifine volvieron al salón llevando consigo aquella palabra como pasto de burlas. Lucien se excusó de no recitar el poema, alegando su poca memoria. Cuando reapareció no despertó el menor interés. Todo el mundo hablaba, se jugaba. El poeta había sido despojado de todo su resplandor, los propietarios no veían en él nada digno de utilidad, las personas con pretensiones le temían como un poder hostil a su ignorancia; las mujeres, celosas de la señora de Bargeton, la Beatriz de este nuevo Dante, según las palabras del vicario general, le lanzaban miradas fríamente desdeñosas.

«¡Éste es el mundo!», se dijo Lucien, bajando hacia el Houmeau por las pendientes de Beaulieu, pues hay instantes en la vida en los que se desea tomar el camino más largo a fin de mantener andando el movimiento de ideas en el que uno se encuentra y de cuya corriente se quiere librar. Lejos de desmoralizarle, la rabia del ambicioso rechazado proporcionaba a Lucien nuevas formas. Como todas las personas conducidas por su instinto a una esfera elevada, adonde llegan antes de poder mantenerse en ella, se prometía sacrificarlo todo para permanecer en la alta sociedad. Mientras caminaba, iba arrancando uno a uno los dardos envenenados que había recibido, hablaba en voz alta dirigiéndose a sí mismo, contestaba a todas las tonterías a las que había tenido que hacer frente, encontraba agudas respuestas a las preguntas estúpidas que le habían hecho y se desesperaba al ver el ingenio que podía derrochar una vez pasada la ocasión. Al llegar a la carretera de Burdeos, que serpentea al pie de la montaña, contorneando las orillas del Charente, creyó ver, al claro de luna, a Ève y a David sentados sobre una viga al borde del río, cerca de una fábrica, y descendió hacia ellos por un sendero.

Mientras Lucien corría hacia su tortura en casa de la señora de Bargeton, su hermana se había puesto un vestido de percal rosa con rayitas, su sombrero de paja cosida y un chal de seda; simple tocado que hacía creer que estaba arreglada, como les sucede a todas las personas en las que una belleza natural realza los menores accesorios. Con tal motivo, cuando se quitaba su ropa de obrera, intimidaba a David de forma prodigiosa. Aunque el impresor llevaba la firme resolución de hablar de sí mismo, ya no encontró nada que decir en cuanto dio el brazo a la bella Ève para atravesar el Houmeau. El amor se complace en esos terrores respetuosos, semejantes a los que la gloria de Dios causa a sus fieles. Los dos enamorados se dirigieron en silencio hacia el puente de Sainte-Anne a fin de pasar a la orilla izquierda del Charente. Ève, que encontraba molesto este silencio, se detuvo en mitad del puente, que desde aquel lugar hasta donde se construía la fábrica de pólvora forma un amplio remanso sobre el que en aquel momento el sol arrojaba un alegre rastro de luz.

—¡Qué atardecer tan maravilloso! —dijo, buscando un tema de conversación—. El aire es, a la vez, templado y fresco, se percibe el aroma de las flores en el ambiente y el cielo está magnífico.

—Todo habla al corazón —repuso David, tratando de llegar a su amor por analogía—. Para los enamorados es un infinito placer encontrar en los accidentes de un paisaje, en la transparencia del aire y en los perfumes de la tierra, la poesía que albergan dentro de su alma. La naturaleza habla por ellos.

—Y les desata también la lengua —dijo Ève, riendo—. Estaba muy silencioso al atravesar el Houmeau. ¿Quiere creer que me sentía muy violenta?…

—La encontraba tan hermosa, que había perdido la noción del resto de las cosas —repuso ingenuamente David.

—Entonces, ¿ahora soy menos bella? —le preguntó ella.

—No, pero me siento tan dichoso de poder pasear solo con usted, que…

Se interrumpió, confuso, y miró hacia las colinas por donde transcurre la carretera de Saintes.

—Si usted encuentra algún placer en este paseo, por mi parte he de confesar que me siento muy feliz, ya que me creo obligada a proporcionarle una velada a cambio de la que me ha sacrificado. Al rehusar ir a casa de la señora de Bargeton ha sido tan generoso como Lucien arriesgándose a enojarla con su petición.

—Generoso no, prudente —respondió David—. Ya que nos encontramos solos, bajo el cielo, sin otros testigos que los rosales y los arbustos que bordean el Charente, permítame, mi querida Ève, que le revele alguna de las inquietudes que me causa la actual marcha de Lucien. Después de lo que le acabo de decir, mis temores le parecerán un refinamiento de amistad. Usted y su madre han hecho todo lo posible por situarle por encima de su posición; pero al excitar su ambición, ¿no le ha puesto al borde de grandes sufrimientos? ¿Cómo podrá mantenerse en el mundo adonde le llevan sus inclinaciones? ¡Le conozco!, tiene una naturaleza tal que gusta de las cosechas sin trabajo. Los deberes de sociedad le robarán su tiempo, y el tiempo es el único capital de las personas que como única fortuna tienen su inteligencia; le gusta figurar, el mundo irritará sus deseos, que ningún caudal podrá satisfacer; gastará dinero y no lo ganará; en una palabra, le han acostumbrado a creerse grande, pero antes de reconocer una superioridad cualquiera el mundo exige éxitos brillantes. Y los éxitos literarios sólo se consiguen mediante la soledad y el trabajo obstinado. ¿Qué es lo que la señora de Bargeton dará a su hermano a cambio de tantas horas pasadas a sus pies? Lucien es demasiado orgulloso para aceptar su auxilio, y sabemos que aún es demasiado pobre para frecuentar su sociedad, que es doblemente ruinosa. Tarde o temprano esta mujer abandonará a nuestro querido hermano tras de haberle hecho perder su afición al trabajo y haber desarrollado en él la afición al lujo, el desprecio por nuestra modesta existencia, el amor al goce, su inclinación hacia la ociosidad, este escape de las almas poéticas. Sí, tiemblo al pensar que esta gran dama se va a divertir con Lucien como con un juguete; o le ama sinceramente y le hará olvidarse de todo, o no le quiere y en ese caso le hará muy desgraciado, pues él está loco por ella.

—Me hiela el corazón —dijo Ève, deteniéndose en la presa del Charente—. Pero mientras mi madre tenga fuerzas para ejercer su penoso trabajo y mientras yo viva, los productos de nuestro trabajo tal vez sean suficientes para los gastos de Lucien y le permitan esperar el momento en que la fortuna comience a sonreírle. A mí nunca me faltará el valor, ya que la idea de trabajar por una persona querida —dijo Ève, animándose— quita al trabajo todos sus pesares y su parte desagradable. Me siento feliz al pensar por quién me esfuerzo tanto, si en realidad hay un esfuerzo. Sí, no tema nada, ganaremos el suficiente dinero para que Lucien pueda codearse con la alta sociedad. Allí se encuentra su fortuna.

—Y allí está también su perdición —replicó David—. Escúcheme, querida Ève. La lenta ejecución de obras de genio necesita una fortuna considerable llovida del cielo o el sublime cinismo de una vida pobre. ¡Créame! Lucien tiene un terror tan grande a las privaciones de la miseria, ha saboreado con tanta complacencia el aroma de los festines, el humo del éxito, y su amor propio se ha desarrollado de tal forma en el gabinete de la señora de Bargeton, que lo intentará todo antes que fracasar, y el producto de su trabajo nunca se encontrará en relación con sus necesidades.

—Entonces usted no es más que un falso amigo —exclamó Ève, desesperada—. Si no, no nos desanimaría de esta forma.

—¡Ève, Ève! —respondió David—. Yo quisiera ser el hermano de Lucien.

—Sólo usted puede darme ese título que le permitiría aceptarlo todo de mí, que me daría el derecho a dedicarme a él con el santo amor que usted pone en sus sacrificios, pero sin olvidar el discernimiento del calculador. Ève, querida niña adorada, haga que Lucien tenga un tesoro al que pueda recurrir sin vergüenza alguna. La bolsa de un hermano, ¿no será como la suya? ¡Si supiera todas las reflexiones que me ha sugerido la nueva posición de Lucien! Si quiere ir a la casa de la señora de Bargeton, el pobre muchacho no debe seguir siendo mi regente, no debe seguir viviendo en el Houmeau, usted no debe continuar trabajando como obrera, ni su madre haciendo su trabajo. Si consiente en ser mi mujer todo podrá irse arreglando: Lucien podría vivir de momento en mi casa, mientras yo le haga construir otra sobre el cobertizo del fondo del jardín, a menos que mi padre no quiera levantar una segunda planta. De este modo le daríamos una vida independiente y sin problemas. Mi deseo de sostener y ayudar a Lucien me dará, para hacer fortuna, un valor que no tendría si sólo se tratara de mí; pero de usted depende autorizar mi devoción. Tal vez yaya un día a París, el único Teatro en el que debe de presentarse y en donde su talento será apreciado y retribuido. La vida en París es cara y tres no seremos demasiado para ayudarle. Por otra parte, tanto a usted como a su madre, ¿no le será necesario un apoyo? Querida Ève, cásese conmigo por amor a Lucien. Más tarde tal vez me ame al ver los esfuerzos que haré por servirle y hacerla dichosa. Ambos somos igual de humildes y modestos en nuestros gustos, nos será necesaria bien poca cosa; la dicha de Lucien será nuestro gran objetivo, y su corazón será el tesoro en el que colocaremos sentimientos, fortuna, sensaciones, ¡todo!

—Las conveniencias nos separan —dijo Ève, conmovida al ver cómo se humillaba aquel gran amor—. Usted es rico y yo pobre. Hay que amar mucho para pasar sobre tamaña dificultad.

—Entonces, ¿no me ama aún lo suficiente? —exclamó David, aterrado.

—Pero, seguramente, su padre se opondrá…

—Bueno, si sólo se ha de consultar con mi padre, será mi mujer. Ève, mi querida Ève, me acaba de devolver el gusto de vivir en un momento. Tenía el corazón repleto de sentimiento que no podía ni sabía cómo expresar. Dígame solamente que me ama un poco, adquiriré el valor suficiente para hablarle del resto.

—En verdad, me hace sentirme avergonzada; pero ya que nos confiamos nuestros sentimientos, le diré que nunca en mi vida había pensado en alguien que no fuera usted. En usted he visto uno de esos hombres a los que una mujer tiene a orgullo pertenecer, y yo no me atrevía a esperar para mí, pobre obrera sin porvenir, un destino tan grande y hermoso.

—Basta, basta —dijo él, sentándose sobre el pretil de la presa, junto a la que habían vuelto, ya que iban y venían como unos locos, recorriendo el mismo camino.

—¿Qué le sucede? —le dijo ella, expresando por vez primera esta inquietud tan graciosa que demuestran las mujeres por el hombre que les pertenece.

—Sólo cosas buenas —dijo él—. Al adivinar una vida feliz, el espíritu queda como en éxtasis, el alma está como abrumada. ¿Por qué soy el más feliz? —dijo con una expresión de melancolía—. Pero ya lo sé.

Ève miró a David con aire coqueto y dudoso de quien pide una explicación.

—Querida Ève, yo recibo mucho más de lo que doy. De este modo, yo la amaré mucho más de lo que usted me ama, porque tengo muchas más razones para amarla; usted es un ángel y yo soy un hombre.

—Yo no soy tan sabia —respondió Ève, sonriendo—. Yo le quiero…

—¿Tanto como quiere a Lucien? —preguntó él, interrumpiéndola.

—Lo suficiente para ser su mujer, para consagrarme a usted y tratar de no darle ni un solo disgusto en la vida, un poco penosa al principio, que llevaremos.

—¿Se ha dado cuenta, querida Ève, que yo ya la amé desde el primer día que la vi?

—¿Cuál es la mujer que no se siente amada? —preguntó ella.

—Déjeme pues disipar los escrúpulos que le causa mi pretendida fortuna. Soy pobre, mi querida Ève. Sí, mi padre se ha complacido en arruinarme, ha especulado con mi trabajo, ha hecho como muchos pretendidos bienhechores con sus obligados. Si me hago rico, el mérito será de usted. Esto no es una frase de amante, sino una reflexión de pensador. Debo hacerle conocer mis defectos, y son enormes en un hombre obligado a hacer fortuna. Mi carácter, mis costumbres y las ocupaciones que me gustan me hacen poco idóneo a todo lo que es comercio y especulación, y sin embargo no podemos convertirnos en personas ricas sin el ejercicio de alguna industria. Si soy capaz de descubrir una mina de oro, por otro lado soy incapaz de explotarla. Pero usted, que por amor a su hermano ha descendido hasta los más pequeños detalles, que tiene el don de la economía, la paciente atención del verdadero comerciante, recogerá la cosecha que yo habré sembrado. Nuestra situación, ya que desde hace tiempo me he situado en el seno de su familia, me oprime el corazón tan fuertemente, que he pasado mis días y mis noches buscando una ocasión de hacer fortuna. Mis conocimientos en química y la observación de las necesidades del comercio me han situado en el camino de un descubrimiento lucrativo. Nada le puedo decir aún sobre ellos, pues preveo ciertos retrasos. Sufriremos durante algunos años aún, pero acabaré por encontrar los sistemas industriales tras cuya pista no voy solo., y si soy el primero en alcanzarla nos procurarán una gran fortuna. Nada he dicho a Lucien, ya que su carácter ardiente lo estropearía todo, convertiría mis esperanzas en realidades, viviría como un señor y hasta tal vez contraería deudas. Por lo tanto, guárdeme el secreto. Su dulce y querida compañía será lo único que podrá consolarme durante estas largas pruebas, así como el deseo de enriquecerla a usted y a Lucien me proporcionará constancia y tenacidad…

—Yo también había adivinado —le dijo Ève, interrumpiéndole— que es uno de esos inventores a los que, como a mi pobre padre, les es necesaria una mujer que cuide de ellos.

—Así pues, ¿me ama? ¡Ah!, dígamelo sin temor, a mí que ha visto en su nombre un símbolo de mi amor. Eva era la única mujer que había en el mundo, y lo que era materialmente verdadero para Adán, lo es moralmente para mí. ¡Dios mío!, ¿me ama?

—Sí —dijo ella, alargando esta simple sílaba con la forma con que la pronunció, como para describir la extensión de sus sentimientos.

—Pues bien, sentémonos aquí —le dijo él, llevando a Ève de la mano hasta una larga viga que se encontraba bajo las ruedas de una fábrica de papel—. Déjeme respirar el aire de la tarde, oír el croar de las ranas, admirar los reflejos de la luna que cabrillean sobre las aguas; déjeme que me recree con esta naturaleza, en donde creo ver mi dicha escrita en cada cosa y que se me aparece por vez primera en todo su esplendor, iluminada por el amor, embellecida por usted. Ève, ¡amor mío!, ¡he aquí el primer instante de pura felicidad que me ha proporcionado la suerte! ¡Dudo que Lucien se sienta tan dichoso como yo me siento en este instante!

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