Las ilusiones perdidas (12 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

Lucien se lanzó sobre David y lo abrazó. Esta modestia acababa en seco con muchas dudas y dificultades. ¿Cómo no iba a recobrar su ternura por un hombre que acababa de hacer por amistad las mismas reflexiones que él se había hecho por interés? El ambicioso y el enamorado veían de esta forma el camino sin obstáculo, y el corazón del joven y de su amigo se dilataba. Fue uno de estos raros momentos de la vida en el que todas las fuerzas se encuentran dulcemente tensas, en el que todas las cuerdas vibran dando plenos sonidos. Pero esta sabiduría de un alma noble excitaba aún más en Lucien la tendencia que hay en el hombre de atribuírselo todo a sí mismo. Todos nosotros decimos más o menos como Luis XIV: «¡El Estado soy yo!». El exclusivo cariño de su madre y de su hermana, el sacrificio de David y la costumbre que tenía de verse objeto de secretos esfuerzos por parte de estos tres seres, le daban los vicios del niño de casa bien, engendrando en él este egoísmo que devora al noble y que la señora de Bargeton acariciaba, incitándole a que olvidase las obligaciones para con su hermana, su madre y David. Aún no había sucedido nada, pero ¿acaso no había que temer que al trazar a su alrededor el círculo de su ambición se viese obligado a no pensar más que en él para mantenerse en su posición?

Una vez superada esta emoción, David hizo observar a Lucien que su poema de San Juan en Patmos era tal vez demasiado bíblico para ser leído delante de un auditorio para el que la poesía apocalíptica debía ser poco familiar. Lucien, que tenía que enfrentarse con el público más difícil de todo el Charente, pareció inquieto. David le aconsejó llevar André de Chénier y sustituir un placer dudoso por un placer seguro. Lucien leía perfectamente, gustaría con toda seguridad, y demostraría una modestia que sin duda le serviría de mucho. Como la mayor parte de los jóvenes, atribuían a las personas de mundo su inteligencia y sus virtudes. Si la juventud que aún no ha caído carece de indulgencia para las faltas de los demás, les presta igualmente sus magníficas creencias. En efecto, es preciso haber experimentado profundamente la vida antes de reconocer que, de acuerdo con una bella frase de Rafael, comprender es igualar. En general, el sentido necesario a la mejor comprensión de la poesía es raro en Francia, en donde el ingenio seca prontamente la fuente de santas lágrimas del éxtasis, en donde nadie quiere tomarse el trabajo de descifrar lo sublime, de sondearlo para así percibir en él el infinito. Lucien iba a tener su primera experiencia de las ignorancias y las frialdades mundanas.

Pasó por casa de David para recoger allí el volumen de poesía.

Cuando los enamorados se encontraron solos, David se sintió más embarazado que en cualquier otro momento de su vida. Presa de mil terrores, quería y temía a la vez un elogio; deseaba escapar, ya que el pudor tiene igualmente su coquetería. El pobre enamorado no se atrevía a decir una frase que hubiese dado la impresión de pedir un agradecimiento; encontraba comprometedora cualquier palabra y se callaba mostrando una actitud de criminal. Ève, que adivinaba las torturas de esta modestia, se complació disfrutando de este silencio; pero cuando David arrugó su sombrero para marcharse, ella sonrió.

—Señor David —le dijo—, si no pasa la velada en casa de la señora de Bargeton, podemos pasarla juntos. Hace buen tiempo, ¿quiere que demos un paseo a orillas del Charente? Hablaremos de Lucien.

A David le entraron ganas de prosternarse ante esta deliciosa muchacha. Ève había dado a su voz inflexiones de inesperadas recompensas; con la ternura de su acento había resuelto las dificultades de aquella situación; su proposición era más que un elogio, era el primer favor del amor.

—Solamente —dijo a un gesto que hizo David— déme unos minutos para que me arregle.

David, que en toda su vida no había sabido lo que era una tonada, salió canturreando, lo que sorprendió al honrado Postel, inspirándole vivas sospechas acerca de las relaciones entre Ève y el impresor.

Hasta las menores circunstancias de esta velada cobraron sobre Lucien de forma acusada, ya que poseía un carácter inclinado a escuchar las primeras impresiones. Como todo enamorado inexperto, llegó tan temprano que Louise aún no había bajado al salón. El señor de Bargeton se encontraba solo. Lucien había comenzado su aprendizaje sobre las pequeñas bajezas mediante las que el amante de una mujer casada compra su amor, y que a las mujeres da la medida de lo que pueden exigir; pero aún no se había encontrado cara a cara con el señor de Bargeton.

Este gentilhombre era uno de esos caracteres débiles, situados dulcemente entre la inofensiva nulidad que aún comprende y la orgullosa estupidez que no quiere dar nada ni aceptar nada. Consciente de sus deberes para con el mundo, y esforzándose para serle agradable, había adoptado como único lenguaje la sonrisa del bailarín. Contento o descontento, sonreía siempre. Lo mismo sonreía a una noticia desastrosa que ante un acontecimiento feliz. Esta sonrisa respondía a todo, según las expresiones que le daba el señor de Bargeton. Si era absolutamente precisa una aprobación directa, reforzaba su sonrisa con una risa complaciente, no dejando escapar ni una palabra más que en el último extremo. Una entrevista en privado era para él el único problema que complicaba su vida vegetativa, se veía obligado entonces a buscar algo en el inmenso vacío de su vida interior. La mayor parte del tiempo salía de apuros reemprendiendo las ingenuas costumbres de su infancia; pensaba en voz alta, os iniciaba en los, más nimios detalles de su vida; os explicaba sus necesidades, sus pequeñas sensaciones que, para él, se parecían a las ideas. No hablaba ni de la lluvia ni del buen tiempo; no caía en lugares comunes de la conversación por donde se salvan los imbéciles, se refería a los intereses más íntimos de su vida. «Por complacer a la señora de Bargeton, esta mañana he comido ternera, que a ella le gusta mucho, y ahora el estómago me hace sufrir —decía—. Lo sé, y siempre me dejo coger, explíqueme este fenómeno». O bien: «Voy a llamar para que me traigan un vaso de agua azucarada. ¿Quiere que pida otro para usted?». O bien: «Mañana montaré a caballo e iré a visitar a mi suegro». Estas pequeñas frases, que no daban pie a ninguna discusión, arrancaban un no o un sí a su interlocutor, y la conversación decaía por completo. El señor de Bargeton imploraba entonces la ayuda de su visitante colocando al oeste su nariz de viejo dogo asmático, mirando con sus grandes ojos zarcos como queriendo decir: «¿Decía?».

A los pesados que siempre estaban dispuestos a hablar de sí mismos, los mimaba y los escuchaba con una delicada y honrosa atención que le hacía tan inapreciable que a los charlatanes de Angulema le concedían una disimulada inteligencia y le consideraban incomprendido. De esta manera, cuando toda esta gente carecía de auditorio, se acercaban a él y terminaban de contar sus historias o sus razonamientos, junto a un gentilhombre, seguros de encontrar su sonrisa elogiosa.

El salón de su esposa siempre estaba lleno y generalmente se encontraba a sus anchas. Se ocupaba de los más pequeños detalles: miraba quién entraba, saludaba sonriente, y llevaba a su mujer al recién llegado; observaba a los que se iban y les seguía la corriente, acogiendo sus adioses con su eterna sonrisa. Cuando la velada era animada y veía a cada uno en sus asuntos, el feliz mudo se quedaba plantado sobre sus dos largas piernas al igual que una cigüeña sobre sus patas, con el aspecto de estar escuchando una conversación política; o se acercaba a estudiar las cartas de un jugador sin comprender nada, ya que no sabía ningún juego; a veces se paseaba, tomando rapé y soportando su digestión.

Anaïs era el lado bueno de su vida, pues le proporcionaba infinitos placeres. Cuando ella interpretaba su papel de señora de la casa, él se tendía en un diván, mientras la admiraba, ya que ella hablaba para él: más tarde se distraía tratando de encontrar el sentido de sus frases, y como muchas veces no las entendía hasta mucho después de haber sido dichas, se permitía sonrisas que salían como balas enterradas que se despiertan. Su respeto hacia ella rayaba en la adoración. ¿Acaso una adoración cualquiera no es suficiente para la dicha de la vida?

Como persona generosa y de talento, Anaïs no había abusado de sus ventajas y reconocía en su marido la naturaleza fácil de un niño que no pide nada más que ser gobernado. Se había cuidado de él como quien se cuida de un abrigo; lo mantenía limpio, lo cepillaba, lo tapaba y lo examinaba; sintiéndose limpio, cuidado y cepillado, el señor de Bargeton había contraído para con su mujer un afecto canino. ¡Es tan fácil conceder una dicha que nada cuesta! Y la señora de Bargeton, al no conocer en su marido ningún otro placer que el de la buena mesa, le prepara comidas exquisitas; tenía compasión de él; ella nunca se había quejado, y algunas personas que no comprendían el silencio de su orgullo atribuían al señor de Bargeton virtudes ocultas. Por otro lado, ella le había disciplinado militarmente y la obediencia de este hombre a la voluntad de su mujer era pasiva. Le decía: «Haz una visita a tal o cual señora», y él iba como el soldado a su puesto de guardia. Del mismo modo, ante ella se mantenía en situación de presenten armas e inmóvil. Era preciso hablar de ese mudo diputado en este momento. Lucien hacía demasiado poco que frecuentaba la casa para haber levantado el velo bajo el que se ocultaba este carácter inimaginable. El señor de Bargeton, sepultado en su sillón, dando la impresión de verlo todo y comprenderlo todo, haciendo una dignidad de su silencio, le imponía de forma prodigiosa. En lugar de tomarle por un pilón de granito, Lucien hizo de este hombre una temible esfinge, como resultado de la tendencia que todo hombre de imaginación tiene a aumentar todo o a prestar un alma a todas las formas, y creyó necesario halagarlo.

—Veo que llego el primero —dijo, saludándole con más respeto que el que se solía conceder a aquel infeliz.

—Es muy natural —respondió el señor de Bargeton.

Lucien tomó esa frase como la ironía de un marido celoso, se ruborizó y se miró en un espejo para recuperar la serenidad.

—Usted vive en el Houmeau —dijo el señor de Bargeton—; todas las personas que viven lejos llegan antes que las que viven cerca.

—¿Y a qué se debe esto? —dijo Lucien, adoptando un aire agradable.

—No lo sé —replicó el señor de Bargeton, que volvió a sumirse en su mutismo.

—Tal vez no ha querido investigarlo —siguió Lucien—. Un hombre que es capaz de hacer una reflexión puede muy bien encontrar la causa.

—¡Ah —exclamó el señor de Bargeton—, las causas finales! ¡Ahí, ahí!…

Lucien se exprimió el cerebro para reanimar la conversación, que volvió a decaer.

—La señora de Bargeton debe estar vistiéndose, ¿no? —dijo, estremeciéndose ante la tontería de tal pregunta.

—Sí, se está vistiendo —respondió el marido con naturalidad.

Lucien alzó los ojos para contemplar las dos vigas salientes, pintadas de gris y cuyos huecos estaban encalados, sin encontrar una frase que encadenara; pero se percató, no sin terror, que la pequeña araña con viejos colgantes de cristal había sido desprovista de su gasa y repleta de bujías. Las fundas de los muebles habían sido retiradas y el lampasado rojo mostraba sus flores marchitas. Todos estos preparativos anunciaban una reunión extraordinaria. El poeta comenzó a tener sus dudas sobre la conveniencia de su atuendo, ya que llevaba botas. Se entretuvo en contemplar con el estupor del temor un jarrón japonés que adornaba una consola con guirnaldas de tiempos de Luis XV; después temió no gustar a aquel marido si no le cortejaba, y se decidió a buscar en aquel hombre alguna afición que pudiera halagar.

—¿Suele ausentarse rara vez de la ciudad, caballero? —dijo al señor de Bargeton mientras se dirigía hacia él.

—Nunca.

De nuevo se hizo el silencio. El señor de Bargeton espió como una gata suspicaz los menores movimientos de Lucien, quien turbaba su descanso. Cada uno tenía miedo del otro.

«¿Sospechará de mi asiduidad? —pensó Lucien—. Pues noto una marcada hostilidad hacia mí».

En aquel preciso instante, por suerte para Lucien, que se sentía muy violento por tener que sostener las miradas inquietas con las que el señor de Bargeton le examinaba mientras se paseaba, el viejo criado, que lucía una librea, anunció a du Châtelet. El barón entró con desenvoltura, saludó a su amigo Bargeton e hizo a Lucien una pequeña inclinación de cabeza, que estaba a la moda por aquel entonces, pero que el poeta encontró financieramente impertinente. Sixte du Châtelet llevaba un pantalón de una blancura deslumbrante, con trabillas interiores que marcaban el pliegue perfectamente. Llevaba unos finos zapatos y medias de hilo escocés. Sobre su blanco chaleco flotaba la cinta negra de sus anteojos. Finalmente, su chaqueta negra se distinguía por un corte y una forma parisienses. Era el perfecto presumido que sus antecedentes anunciaban; pero la edad le había dotado de un pequeño vientre redondo bastante difícil de contener dentro de los límites de la elegancia. Se teñía los cabellos, y sus patillas, blanqueadas por los sufrimientos de su viaje, le daban un aire de dureza. Su piel, antaño muy delicada, había adquirido el color cobrizo de las personas que vuelven de las Indias; pero su aspecto, aunque un tanto ridículo para las pretensiones que conservaba, revelaba, sin embargo, al agradable Secretario de Órdenes de una Alteza Imperial. Tomó sus anteojos y miró el pantalón de nankín, las botas, el chaleco y la chaqueta azul, hecha en Angulema, de Lucien; en fin, a todo su rival. Luego, volvió a colocar fríamente sus anteojos en el bolsillo de su chaleco, como diciendo: «Me doy por satisfecho».

Abrumado por la elegancia del financiero, Lucien pensó que ya se tomaría el desquite cuando mostrara a la asamblea su rostro animado por la poesía; pero no por eso dejó de sentir una pena menos viva que acentuó aún más el malestar interior que la supuesta hostilidad del señor de Bargeton le había proporcionado. El barón parecía descargar sobre Lucien todo el peso de su fortuna para humillar aún más esta miseria.

El señor de Bargeton, que contaba ya con no tener que decir nada más, quedó consternado ante el silencio que guardaban los dos rivales, mientras se examinaban; pero, cuando ya se encontraba al límite de sus esfuerzos, tenía una pregunta que se reservaba como una pera para la sed, y juzgó necesario soltarla, adoptando un aire preocupado:

—Bien, caballero —dijo a du Châtelet—, ¿qué hay de nuevo?, ¿se dice alguna cosa?

—Pero —dijo maliciosamente el director de contribuciones— la novedad es el señor Chardon. Diríjase a él. ¿Nos trae algún bonito poema? —preguntó el vivaracho barón, arreglándose el bucle de una de sus sienes, que le pareció mal colocado.

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