—¿Acaso no es un encanto de prensa? —dijo.
Había una participación de boda en aquel momento. El viejo oso hizo descender la frasqueta sobre el tímpano y el tímpano bajo la platina, que deslizó bajo la prensa; empujó la barra, desenrolló la cuerda para atraer de nuevo la platina, y levantó tímpano y frasqueta con la agilidad que hubiese tenido un joven oso. La prensa, maniobrada de esta forma, lanzó un gemido tan alegre como el de un pájaro que tras de golpearse contra un cristal hubiese logrado levantar el vuelo libremente.
—¿Hay una sola prensa inglesa que sea capaz de llevar ese ritmo? —dijo el padre al sorprendido hijo.
El anciano Séchard corrió sucesivamente a la segunda y tercera prensa, en cada una de las cuales realizó la misma maniobra con igual habilidad. La última ofreció a su vista enturbiada por el vino un rincón descuidado por el aprendiz; el borracho, tras de haber jurado profusamente, tomó uno de los faldones de su levita para frotar como un chalán que lustra el pelo de un caballo que ha de vender.
—Con esas tres prensas, sin regente, puedes llegar a ganar tus nueve mil francos por año, David. Como futuro socio tuyo, me opongo a que las reemplaces por esas malditas prensas de fundición que inutilizan los caracteres. En París habéis gritado milagro al conocer el invento de ese maldito inglés, un enemigo de Francia que ha querido hacer la fortuna de los fundidores. ¡Ah!, ¡habéis querido unas Stanhope!; gracias por vuestras Stanhope, cada una cuesta dos mil quinientos francos, casi dos veces más de lo que cuestan mis tres perlas en conjunto y que matan la letra por su falta de elasticidad. No soy instruido como tú, pero acuérdate siempre de esto: la vida de las Stanhope es la muerte del tipo. Estas tres prensas te harán un buen servicio, la obra quedará tirada rápidamente, y los anguleminos no te pedirán más. Imprime con hierro o con madera, con oro, o con plata, como quieras, que no te pagarán un ochavo más.
—Ítem —dijo David—, cinco millares de libras de tipos procedentes de la fundición del señor Vaflard…
Ante este nombre, el alumno de los Didot no pudo retener una sonrisa…
—¡Ríe, ríe! Después de doce años, los tipos están aún nuevos. ¡Eso es lo que yo llamo un fundidor! El señor Vaflard es un hombre honrado que suministra material sólido, y para mí el mejor fundidor es aquel a cuya casa se va lo menos posible.
—Valorados en diez mil francos —continuó David—. ¡Diez mil francos, padre! ¡Pero si es a cuarenta sueldos la libra, y los señores Didot venden su cicero nuevo sólo a treinta y seis sueldos la libra! Esos tipos usados no valen más que el precio del plomo, diez sueldos la libra.
—Tú llamas tipos usados a las bastardillas, y a las negritas y a las redondas del señor Gillé, que fue impresor del Emperador, tipos que valen a seis francos la libra, obras maestras del grabado compradas hace cinco años y muchas de las cuales aún conservan el blanco del metal, ¡mira!
El viejo Séchard abrió algunas cajas con tipos que no habían sido utilizados y se los enseñó.
—No soy un sabio, no sé leer ni escribir, pero aún sé lo suficiente para adivinar que los tipos de escritura de la casa Gillé han sido los padres de los ingleses de tus señores Didot. He aquí una redonda —dijo, señalando una caja y cogiendo de ella una M—, una redonda de cicero que aún no ha sido desengrasada.
David se dio cuenta de que no había forma de discutir con su padre. Era preciso admitirlo todo o rechazarlo todo; se encontraba entre un no y un sí. El viejo oso había incluido en el inventario hasta las cuerdas. La mínima resmilla, las tablas, las escudillas, la piedra y los cepillos de limpiar, todo estaba valorado con la escrupulosidad de un avaro. El total llegaba a los treinta mil francos, incluyendo el título de maestro impresor y la clientela. David se preguntaba si el asunto valía o no la pena. Viendo a su hijo atónito ante aquella suma, el viejo Séchard comenzó a inquietarse, ya que prefería un debate violento a una aceptación silenciosa. En esta clase de transacciones, la discusión anuncia a un negociante capaz que defiende sus intereses. «Quien consiente en todo —decía el viejo Séchard —no paga nada». Espiando siempre el pensamiento de su hijo, dedujo los utensilios averiados, necesarios para la explotación de una imprenta en provincias; sucesivamente condujo a David ante una prensa de satinar, una guillotina para hacer las obras de ciudad y le ensalzó su utilidad y solidez.
—Los viejos aparatos son siempre los mejores —dijo—. En la imprenta se deberán pagar más caros que los nuevos, como se hace en los batidores de oro.
Horribles cromos representando Himeneos, Amores o muertos que levantaban las losas de sus sepulcros, describiendo una V o una M, enormes cuadros de máscaras para los pasquines de espectáculos, se convirtieron, por efectos de la elocuencia avinada de Jérôme-Nicolas, en objetos del mayor valor. Dijo a su hijo que la costumbre de los provincianos estaba tan fuertemente arraigada que trataría en vano de ofrecerles cosas mejores que a las que estaban acostumbrados. Él mismo, Jérôme-Nicolas Séchard, había intentado venderles mejores almanaques que los del Double Liégeois, impreso en papel de primera calidad, y, ¿qué había pasado? El verdadero Double Liégeois había sido preferido a los mejores y magníficos almanaques. Bien pronto David reconocería la importancia de estas antiguallas vendiéndolas más caras que las novedades más costosas.
—¡Ah!, hijo mío, la provincia es la provincia y París es París. Si un hombre del Houmeau se te presenta para encargarte su participación de boda y tú no se la imprimes con un amorcillo rodeado de guirnaldas, no se considerará casado y no se la llevará si sólo ve una M como en el establecimiento de tus señores Didot, que son la gloria de la tipografía, pero cuyas ideas no serán adoptadas en la provincia antes de cien años. Y eso es todo.
Las personas generosas suelen ser malos comerciantes. David tenía una de esas púdicas naturalezas tiernas que se azaran en una discusión y que ceden en el momento en que el adversario apela demasiado al corazón. Sus elevados sentimientos y el imperio que el viejo borracho había conservado sobre él, le hacían aún menos idóneo para mantener un debate sobre el dinero con su padre, sobre todo cuando él pensaba que iba con las mejores intenciones, ya que en un principio atribuyó su voracidad al interés y al apego que el impresor tenía por sus instrumentos. Sin embargo, como Jérôme-Nicolas Séchard habíalo obtenido todo de la viuda Rouzeau por diez mil francos en asignados, y que en el actual estado de las cosas treinta mil francos eran un precio exorbitante, el hijo exclamó: —¡Padre!, ¡me ahoga!
—¿Yo, que te di la vida?… —dijo el viejo borracho, levantando la mano hacia el tendedero—. Pero, David, ¿en cuánto valoras tú la licencia? ¿Sabes lo que significa el Diario de Anuncios, a diez sueldos la línea, privilegio que, sólo él, ha dado quinientos francos el mes pasado? ¡Muchacho, repasa los libros, mira lo que producen los bandos y los registros de la prefectura, la clientela de la alcaldía y la del obispado! Eres un perezoso que no quiere hacer fortuna. Estás regateando el caballo que te ha de conducir a alguna buena propiedad, como la de Marsac.
A este inventario iba unida un acta de sociedad entre el padre y el hijo. El buen padre alquilaba su casa a la sociedad por una suma de mil doscientos francos, a pesar de que cuando la compró no pagó más de seis mil libras, reservándose una de las dos habitaciones hechas en la buhardilla. Mientras David Séchard no hubiese devuelto los treinta mil francos, los beneficios se repartirían a medias; el día en que hubiese reembolsado esa suma a su padre, se convertiría en el único propietario de la imprenta. David calculó el título, la clientela y el diario sin preocuparse de la herramienta; pensó que podría liberarse, y aceptó las condiciones. Acostumbrado a las trapacerías de los aldeanos y no conociendo nada de los amplios cálculos de los parisienses, el padre se extrañó de una conclusión tan rápida.
«¿Se habrá enriquecido mi hijo —se dijo—, o en este momento se está imaginando la manera de no pagarme?».
Guiado por este pensamiento, le estuvo preguntando, para sonsacarle, si había traído dinero consigo a fin de que le diera algo a cuenta. La curiosidad del padre despertó la desconfianza del hijo. David no despegó los labios. A la mañana siguiente, el viejo Séchard hizo que el aprendiz le llevara a la habitación del segundo piso todos sus muebles, que esperaba trasladar a su casa de campo por los carros que volverían de allí de vacío. Abandonó a su hijo las tres habitaciones del primer piso completamente vacías, al mismo tiempo que le hacía tomar posesión de la imprenta sin darle un céntimo para pagar a los obreros. Cuando David rogó a su padre que en su calidad de asociado contribuyera a los gastos necesarios para la puesta en marcha de la explotación común, el viejo impresor se hizo el desentendido. No se había obligado, dijo, a entregar dinero al dar su imprenta; su aportación a los fondos ya había sido hecha. Presionado por la lógica de su hijo, le respondió que cuando había comprado la imprenta a la viuda Rouzeau se había abierto camino sin un céntimo. Si él, pobre obrero sin conocimientos ni instrucción, había triunfado, un alumno de Didot lo podía hacer aún mejor. Por otro lado, David había ganado dinero que provenía de la educación pagada con el sudor de la frente de su anciano padre; bien podía emplearlo hoy.
—¿Qué has hecho de tus dineros? —le dijo, volviendo a la carga a fin de aclarar el problema que el silencio de su hijo había dejado la víspera tan oscuro.
—¿Pero, acaso no tenía que vivir, no he comprado libros? —respondió David, indignado.
—¡Ah!, ¿comprabas libros? Harás malos negocios. Las personas que compran libros no sirven para imprimirlos —respondió el oso.
David experimentó la más horrible de las humillaciones, la causada por la sordidez de un padre: le fue preciso sufrir el flujo de viles razonamientos, llorosos y ruines, comerciales, mediante los que el viejo avaro formuló su negativa. Ocultó su dolor en el fondo de su alma, viéndose solo, sin apoyo, encontrando que su padre era un especulador, a quien, por curiosidad filosófica, quiso conocer a fondo. Le hizo saber que jamás le había pedido cuentas de la fortuna de su madre. Si esta fortuna no podía servir de compensación en el precio de la imprenta, serviría para la explotación en común.
—¿La fortuna de tu madre? —dijo el viejo Séchard—. ¡Pues sólo era su inteligencia y su belleza!
Ante esta respuesta, David adivinó por completo el carácter de su padre y se dio cuenta de que para obtener un adelanto le sería necesario intentar un proceso interminable y deshonroso, además de muy costoso. Este noble corazón aceptó la carga que sobre él iba a pesar, ya que sabía a costa de cuántos esfuerzos cumpliría los compromisos acordados con su padre.
«Trabajaré —se dijo—. Después de todo, si a mí me cuesta, también él lo pasó mal. Por otro lado, siempre será trabajar para mí mismo».
—Te dejo un tesoro —dijo el padre, inquieto por el silencio de su hijo.
David preguntó qué tesoro era ése.
—Marion —dijo el padre.
Marion era una gruesa muchacha campesina, indispensable para la explotación de la imprenta: ella humedecía el papel y lo recortaba, hacía los recados y cocinaba, lavaba la ropa, descargaba los carros de papel, quitaba y limpiaba los tampones. Si Marion hubiese sabido leer, el viejo Séchard la hubiese puesto en las cajas.
El padre emprendió a pie el camino del campo. A pesar de que se sentía muy contento por aquella venta disfrazada de asociación, se encontraba inquieto al pensar en la forma en que sería pagado. Tras de las angustias de la venta, vienen siempre las de su realización. Todas las pasiones son esencialmente jesuíticas. Este hombre, que consideraba la instrucción como inútil, se esforzó en creer en la influencia de la instrucción. Hipotecaba sus treinta mil francos a las ideas del honor que la educación tenía que haber desarrollado en su hijo. Como joven bien educado, David sudaría sangre y lágrimas para cumplir sus compromisos, y sus conocimientos le ayudarían a encontrar soluciones; se había mostrado lleno de buenos sentimientos, y pagaría. Muchos padres que reaccionan de esta forma creen haber obrado paternalmente, al igual que el viejo Séchard había acabado por considerarlo así al llegar a su viñedo situado en Marsac, pequeño pueblo a cuatro leguas de Angulema. Esta propiedad, en la que el propietario precedente había levantado una bonita casa, había ido aumentando de año en año desde 1809, época en la que el viejo oso la había adquirido. A los cuidados de la prensa sustituyeron los cuidados al lagar, y como él mismo decía, hacía tanto tiempo que era fiel a la viña, que sabía bien lo que se hacía. Durante el primer año de su retiro en el campo, el tío Séchard dejó ver un rostro preocupado por encima de sus rodrigones; siempre estaba en su viñedo como antaño se encontraba en su taller.
Estos treinta mil francos inesperados le embriagaban aún más que el néctar otoñal, los manejaba entre sus pulgares idealmente. Cuanto menos se le debía más ansias sentía por terminar de cobrar. Con tal motivo, a menudo corría de Marsac a Angulema, atraído por sus inquietudes. Escalaba las rampas de la roca en cuya cima se asienta la ciudad y entraba en el taller para ver si su hijo salía adelante. Las prensas se encontraban en su sitio. El único aprendiz, tocado con un gorro de papel, limpiaba un tampón. El viejo oso oía rechinar a una prensa sobre alguna participación, reconocía sus viejos tipos y distinguía al regente y a su hijo, cada uno en su jaula, leyendo un libro, que el oso tomaba por pruebas. Tras de haber comido con David, se volvía a sus tierras de Marsac, rumiando sus temores.
La avaricia, al igual que el amor, tiene un don especial de visión: los acontecimientos futuros los presiente y los adivina. Lejos del taller, donde la silueta de sus máquinas le fascinaba, trasladándole a los días en los que hacía fortuna, el viñador encontraba en su hijo inquietantes síntomas de inactividad. El nombre de Cointet hermanos le enfurecía, lo veía dominando al de Séchard e hijo. En una palabra, el viejo notaba el viento de la desgracia. Este presentimiento era justo: la desgracia se cernía sobre la casa Séchard. Pero los avaros tienen un dios. Debido a una coincidencia de imprevistas circunstancias, este dios tenía que hacer caer en la escarcela del borracho el precio de su venta usuraria. He aquí por qué la imprenta Séchard iba a menos, a pesar de sus elementos de prosperidad. Indiferente ante la reacción religiosa que la Reacción producía en el gobierno, y sin preocuparse tampoco por el liberalismo, David mantenía la más perjudicial de las neutralidades en materia política y religiosa. Vivía en una época en la que los comerciantes de provincias tenían que profesar una opinión para poder tener una clientela, ya que era preciso optar entre la parroquia de los liberales y la de los realistas. Un amor que llegó al corazón de David, sus preocupaciones científicas y su buen carácter, le impidieron tener esa disposición para la ganancia que constituye y forma el carácter del verdadero comerciante y que le hubiese hecho estudiar las diferencias entre la industria provinciana y la parisiense. Los matices, tan acusados en provincias, desaparecían en el gran movimiento de París. Los hermanos Cointet se pusieron a tono con las opiniones monárquicas, ayunaron de forma ostensible, frecuentaron la catedral, cultivaron la amistad de los curas y reimprimieron los primeros libros religiosos cuya necesidad se hizo pronto sentir. Los Cointet tomaron, pues un adelanto en esta lucrativa rama y calumniaron a David Séchard, acusándole de liberalismo y ateísmo. ¿Cómo trabajar, decían, con un hombre que tenía por padre un
septembriseur
, un borracho, un bonapartista, un viejo avaro que tarde o temprano dejaría montones de oro? Ellos eran pobres, cargados de familia, mientras que David era soltero y sería inmensamente rico, y por eso sólo pensaba en su conveniencia, etc. Influidos por estas acusaciones hechas contra David, la Prefectura y el Obispado acabaron por dar el privilegio de sus impresiones a los hermanos Cointet. Bien pronto, estos ávidos antagonistas, enardecidos por la pasividad de su rival, crearon un segundo diario de anuncios. La vieja imprenta quedó reducida a las impresiones de la ciudad, y el producto de su hoja de anuncios quedó reducido en su mitad. Enriquecida con las ganancias tan considerables obtenidas con los libros eclesiásticos y de piedad, la casa Cointet propuso en seguida a los Séchard la compra de su diario para, de esa manera, tener los anuncios de la provincia y las inserciones judiciales en exclusiva. En cuanto David comunicó esta noticia a su padre, el viejo viñador, asustado ya por los progresos de la casa Cointet, se lanzó de Marsac hasta la plaza du Murier con la rapidez de un cuervo que ha olfateado los cadáveres en un campo de batalla.