En un rapidísimo proceso de pocos días hay un derrumbe de ilusiones. A la luz de París su amada no es lo que parecía antes, y tampoco Lucien es el mismo a los ojos de ella, ambos se decepcionan recíprocamente. Nuevo desengaño, pues, ni en Angulema ni en la capital las cosas son como él imaginaba; cree todavía en el valor de lo que lleva dentro, talento, amor, inspiración, pero los valores más externos y superficiales son los que imponen la ley, y es vencido por la moda, el lujo y la opinión publica.
Abandonado a sus propios recursos, se retira a una pensión barata del Barrio Latino, preparándose para triunfar sólo por su esfuerzo. Esta experiencia que Balzac hizo en su primera juventud, y en la que fracasó, la va reiterando con sus personajes, hasta conducirles también a la derrota y al desaliento. En literatura, porque Lucien se consagra a un libro de sonetos y a una novela histórica, el éxito tiene nombres absurdos, como Delavigne y el vizconde de Arlincourt, que ya eran best-sellers tan absurdos como trasnochados cuando Balzac escribía, y comprueba que la edición es un comercio para el cual un libro es una mercancía nada más.
Para confortarle en tan difícil momento intervienen los ángeles buenos de la intelectualidad, «espíritus angélicos» e «inteligencias casi divinas», los miembros del sublime Cenáculo, entregados a «dulces coloquios» sobre elevadísimas cuestiones. Su consigna es «sufrir valerosamente y confiar en el trabajo», lo cual por el momento les relega a míseras buhardillas, mientras se preparan un porvenir de gloria. Estas futuras eminencias de corazón recto y generoso —el escritor D'Arthez, el médico Bianchon, el político Chrestien, etcétera— son un gran esfuerzo balzaquiano por dar una pauta de ejemplaridad en medio de las negruras de su narración.
Pero este equipo intelectual, mitad arcangélico mitad sansimoniano (que debe muchos de sus elementos a la confusa admiración del escritor por el sansimonismo y sus utopías), nos parece irreal, y, para hablar con franqueza, un poco cargante. Una vez los ha puesto en el pedestal, Balzac no sabe qué hacer con ellos, le empalagan y le estorban, trata de convencerse a sí mismo de que son el summum del mérito y de la virtud, y por fin los va desperdigando por distintas novelas y matándoles con todos los honores a la primera ocasión que se presenta.
Lo que no logra con los buenos, sí lo consigue cuando se ocupa de los malos, describiendo con gran fuerza de convicción, no los modelos que hay que seguir y que casi nadie sigue, sino los peligros que hay que evitar y en los que casi todo el mundo cae. Balzac nos pinta la corrupción del talento en las diferentes zonas en que éste es explotado por el interés y la vanidad: el periodismo —un periódico es «un almacén de veneno», y los periodistas «mercaderes de frases», «aves de presa», «leones», «panteras», «tigres con dos manos»—, el mundillo teatral, el negocio de la edición y la política.
Aquí mandan «las realidades del oficio», «las fangosas necesidades», dice Balzac, que hacen de la vida literaria una serie ininterrumpida de bajezas, claudicaciones y chanchullos. «Lupanares del pensamiento», «un infierno de iniquidades, de mentiras, de traiciones», pero también un camino rápido y brillante para triunfar, la tentación suprema; y «el viento del desorden y el aire de la voluptuosidad» lo arrastran todo, y como no podía ser menos también al débil Lucien.
La pintura, aunque atroz, es mucho más interesante que la que nos ha hecho de D'Arthez y sus amigos. Conocemos las Galerías de Madera del Palais-Royal, pintoresco bazar que se describe en páginas herederas de la tradición costumbrista; la tienda del librero-editor Dauriat, donde se hace y se deshace la literatura, y se fabrica la gloria; la vida entre bastidores, los tejemanejes de empresarios, autores, críticos, actrices dobladas de cortesanas, más un hormigueo de revendedores, prestamistas, jefes de claque, etc., con multitud de anécdotas, a menudo terribles.
Sin embargo, las figuras más impresionantes corresponden a periodistas y escritores, que viven una alocada bohemia, a un tiempo opulenta y miserable. Su signo es la inestabilidad, la existencia provisional en la que todo es muy efímero y tiene que rehacerse día a día; el periódico, que sólo existe durante unas horas, y el trabajo de la actriz, rehecho una y otra vez a cada función, son las máximas expresiones de un vivir cambiante y engañoso. El teatro se hermana así con la prensa, la política y la literatura, como aspectos diferentes de la misma ficción interesada.
Balzac juzga muy severamente esta sociedad de la Restauración, pensando en la de la Monarquía de Julio, en la que él está escribiendo, desde la óptica de un legitimista converso. Pero qué duda cabe de que todo ese muestrario de banalidades y sordideces, sin dejar de horrorizarle también le fascina, y de ahí la intensidad de esas páginas y su fuerza de sugestión. Ese gran espectáculo de compraventa, teatro de todas las vanidades y todos los intereses, es tan odioso como consustancial a su modo de ser.
Tras numerosas peripecias, Lucien y Lousteau, el que había sido su introductor en las esferas de la corrupción, vuelven a encontrarse en el fonducho de la plaza de la Sorbona, en la más absoluta miseria. El círculo acaba de cerrarse, es la tercera caída de Lucien, y no será la última. Como en el teatro, al término de la representación que ofrece un simulacro de felicidad y de alegría, al apagar las luces sólo quedan «el frío, el horror, la oscuridad, el vacío». El melodramático final parece estar pidiendo música de ópera, y al enterrar a Coralie, Lucien, como el Rastignac de
Papá Goriot
, también reflexiona desde las alturas del cementerio del Père Lachaise. Pero él no es un «gran hombre» que sabe imponerse a la adversidad, sino un vencido.
Los sufrimientos del inventor nos devuelven a Angulema y a «la familia trabajadora y resignada» de los Séchard, que será víctima de una conjura en la que una vez más los débiles van a ser atropellados. Los sucesos de París habían sido una guerra por la vanidad, estos combates provincianos serán pura codicia; el drama de antes tenía algo desazonantemente inmaterial, todo estribaba en tener o no ingenio, en escribir de un modo u otro, en la fama, la distinción, las ideas, los títulos nobiliarios. París, capital de la vanagloria y del humo, reino de las apariencias. En provincias impera lo sólido y palpable, viñedos, imprentas y pasta de papel, y la historia desemboca en una tragedia comercial.
Balzac tenía una asombrosa capacidad para fundir en las mismas páginas arrebatos espirituales y detalles prosaicos; aquí tenemos al inventor mártir de su visión genial, con un afán casi prometeico; pero de la que se nos habla es de la industria papelera, de un secreto de fabricación, de la competencia, de las patentes, y el texto se recrea en largos tecnicismos que no desdeñan ningún pormenor práctico. La poesía puede consistir en armoniosos sonetos o en la manera de fabricar papel a bajo coste, en cualquier caso no salimos de la explotación del talento por los que se aprovechan astutamente de los poetas.
Como es bien sabido, Balzac cree mucho más en la fuerza del mal que en la del bien, y sus buenos vuelven a ser sosos, mientras que los malos rebosan personalidad. La reaparición de papá Séchard, el impresor analfabeto, avaro y borrachín, nos lo confirma como una excelente variante del personaje de Grandet, y desde luego nos interesa mucho más que su hijo; en cuanto a los hermanos Cointet, el traidor Cérizet y Petit-Claud, el falso amigo, que son una colección de canallas, tienen tanto relieve, sus ruines estratagemas están tan bien ideadas —diríase que se cuentan casi con morosa satisfacción—, que sospechamos que el escritor es sin proponérselo cómplice de la conjura. La moral tiene que quedar a salvo, pero las inconfesables simpatías de Balzac son para los fuertes.
En la obra los siniestros personajillos de Angulema se rebajan humanamente hasta hacer imposible la admiración de los lectores, pero frente a su energía y a su habilidad los Séchard resultan tan incoloros que esta guerra de buenos contra malos contiene no pocas dudas y perplejidades. Hay un momento en la narración, cuando su significado ya es irreversible, en el que Balzac parece caer en la cuenta de que la novela se le ha pervertido; la suerte está echada, David ya no tiene remedio, y Lucien, por culpa de su orgullo y de fatuidad, ha fracasado nuevamente. Que era lo que se trataba de mostrar. Y no obstante hay en el fondo de esta historia algo que le duele, que no da por resuelto y que le tiene en vilo.
Entonces, en las escenas finales hace aparecer a Carlos Herrera, corroborando en la impresión anterior, porque es un malo fuerte y atractivo, de mucha mayor talla que los conjurados de Angulema, pero que prepara un desquite. En apariencia el de Lucien, a quien se ofrece la oportunidad de reconquistar París, en el fondo el del propio escritor, que no se conforma con que su creación se haya rebelado pirandellianamente contra él. Este breve episodio, cuando ya el libro se aproxima a su desenlace, es una de las intuiciones más hondas de la
Comedia Humana
, y tiene el aire de gesto brusco e improvisado con el que Balzac se sorprende a sí mismo.
El encuentro de Lucien con el canónigo español es una ocurrencia genial que Proust imitará, magnificando la situación de un modo prodigioso, en el encuentro de Charlus con el Narrador. Se cumple la profecía de D'Arthez, según la cual su amigo era capaz de «firmar un pacto con el demonio si este pacto le ofreciese durante unos años una vida brillante y lujosa». Don Carlos Herrera, supuesto jesuita, le alecciona del modo más cínico, y le brinda el poder y los placeres a cambio de que le obedezca «como una mujer a su marido, como un niño a su madre». Lucien, tantas veces comparado ya a una mujer y a un niño, abraza gozosamente al hombre fuerte de su vida, al que por su condición eclesiástica tiene que llamar «padre». El padre Herrera, el padre de Hierro.
El temible jesuita, cuya verdadera identidad no se da a conocer hasta el libro siguiente, se apresura a contarle una anécdota histórica en la que un personaje de modesta extracción llega a las cumbres del poder gracias a su extraña manía de comer papel. Lo del papirófago colma la medida, porque lo cierto es que en esta novela el papel abunda obsesivamente: la imprenta, el periodismo, la literatura, los efectos firmados por Lucien, la fabricación de pasta de papel, la falsa carta que pierde a David, el papel sellado que protagoniza casi a lo Kafka toda la tercera parte.
El papel y sus usos de comunicación sólo han traído males, y ahora el modelo que se propone a Lucien es un inesperado empleo del papel escrito: engullirlo, hacerlo desaparecer. David y Lucien han sido hasta ahora hombres de papel, es decir, frágiles, y David y los suyos, siempre más cerca de aceptar la realidad, abandonan la ambición y renuncian al mundo, pero de un modo que Balzac ilumina cruelmente, haciendo rechinar lo que hubiese podido ser una prueba de sensatez y de sentido común: quedan estafados y contentos, y además llenos de gratitud para con sus expoliadores. Hay un tipo de realismo que tal vez ayude a la felicidad, pero que está cerca de la tontería, eso es lo que creemos entender. Lucien, el eterno vencido, pero también el eterno ambicioso, se lanza de nuevo a la conquista de París, pero ya no para triunfar allí en la literatura, sino, renunciando al papel, tragándose su sueños de gloria, para servir al diabólico afán de dominio de su mentor; como éste tendrá que ser férreo, no de papel. Pacto doblemente fáustico; Lucien vende su alma por un tiempo de goces, y Mefistófeles revive en el poeta su juventud, con un impulso de paternidad vagamente enturbiado por la atracción que siente por el apuesto joven. La más larga e intrincada de las novelas de Balzac termina revolviéndose contra sí misma, negándose a aceptar el curso natural de la ficción. David queda abandonado a su dorada y ciega mediocridad, y la historia de Lucien renace de sus cenizas cuando lógicamente había llegado también a su fin. La cuidada simetría de ambos personajes se rompe cuando Balzac se niega a seguir su propio juego, infringiendo las n ormas que él mismo se había dado. De David se desinteresa, pero a Lucien ha de darle otra oportunidad, que es también la del escritor.
Después de tantas páginas —en realidad no hemos leído una novela, sino una larga trilogía—, después de tanto papel, se declara insatisfecho, y no da por concluido el asunto. Necesita prolongar la experiencia imaginaria del ambicioso, que ahora se dará en un registro nuevo, en condiciones muy diferentes. Pese a lo cual, como verá el lector de
Esplendores y miserias de las cortesanas
, Balzac será fiel a su visión de las cosas, es decir, a irresolubles contradicciones que llevan su literatura mucho más lejos que los propósitos que tenía.
Carlos Pujol
En la época en que esta historia comienza, la prensa de Stanhope y sus rodillos distribuidores de tinta no funcionaban aún en las pequeñas imprentas de provincias. A pesar de la especialidad que le pone en contacto con la tipografía parisiense, Angulema utilizaba siempre prensas de madera, de las que se ha conservado la expresión «hacer gemir las prensas» que hoy en día ya no tiene razón de ser. La antigua imprenta utilizaba aún los tampones de cuero, recubiertos de tinta, con los que uno de los prensistas frotaba los moldes. La plataforma móvil en donde se coloca la forma, sobre la que se aplica la hoja de papel, era aún de piedra y justificaba su nombre de mármol. Las devoradoras prensas mecánicas han hecho hoy olvidar tan bien este mecanismo, al que debemos, a pesar de su imperfección, los bellos libros de Elzevir, Plantin, Aldo y Didot, que es necesario mencionar el viejo utillaje por el que Jérôme-Nicolas Séchard sentía un afecto supersticioso, ya que desempeña un papel en esta gran pequeña historia.
Este Séchard era un antiguo prensista, a quienes en su jerga los tipógrafos llamaban
osos
. El movimiento de vaivén, que se parece bastante al de un oso en la jaula, mediante el cual los prensistas van del tintero a la prensa y de la prensa al tintero, les ha valido, sin duda alguna, este apodo. Pero, es a causa del continuo ejercicio que estos señores hacen para coger las letras en los ciento cincuenta y dos cajetines que las contienen.
En la desastrosa época de 1793, Séchard, que contaba unos cincuenta años, se encontró casado. Su edad y su matrimonio le habían librado de la gran movilización que llevó a todos los obreros al ejército. El antiguo impresor se quedó solo en la imprenta, cuyo propietario acababa de morir, dejando una viuda sin hijos. El establecimiento parecía estar abocado, por lo tanto, a una inmediata desaparición. El solitario
oso
parecía incapaz de convertirse en mono, ya que en su calidad de impresor nunca había sabido leer ni escribir. Sin tener en cuenta esta incapacidad, un representante del pueblo, que deseaba dar a conocer en seguida los decretos de la Convención, concedió al operario el privilegio de maestro impresor, encargándole oficialmente de este trabajo. Después de aceptar tan peligroso título, el ciudadano Séchard indemnizó a la viuda entregándole las economías de su mujer, con las que pagó el material que había en la imprenta. Sin embargo, esto no era todo. Había que imprimir sin la menor dilación los decretos republicanos. En situación tan apurada, Séchard tuvo la suerte de encontrar a un noble marsellés que no deseaba emigrar a ninguna parte para no perder sus tierras, ni tampoco ponerse en evidencia para no perder la cabeza, por lo que no podía comer si no era trabajando. Así fue como el señor conde de Maucombe vistió la humilde blusa de regente en una imprenta de provincias, compuso y corrigió por sí mismo los decretos que condenaban a muerte a los ciudadanos que ocultaban a los nobles, y el oso, convertido ya en propietario, los hizo fijar en las esquinas quedando así ambos a salvo.