La historia de los dieciocho primeros años de matrimonio de la señora de Bargeton puede escribirse en pocas palabras. Vivió durante algún tiempo de su propia substancia y de lejanas esperanzas. Luego, tras de haber reconocido que la vida de París, a la que aspiraba, le estaba vedada a causa de la mediocridad de su fortuna, se entretuvo en observar a las personas que la rodeaban y se estremeció ante su soledad. No veía a su alrededor a ningún hombre que pudiera inspirarle una de esas locuras a las que las mujeres se abandonan, empujadas por la desesperación que les causa una vida sin perspectivas, sin acontecimientos, sin interés. No podía contar con nada, ni siquiera con el azar, pues hay vidas sin azar. En los tiempos en que el Imperio brillaba en toda su gloria, a raíz del paso de Napoleón a España donde enviaba a la flor y nata de su ejército, las esperanzas de esta mujer, hasta entonces defraudadas, se despertaron. La curiosidad la empujó naturalmente a contemplar a estos héroes que conquistaban Europa con una palabra que saliera en la orden del día, y que aumentaban las fabulosas hazañas de la caballería. Las ciudades más avariciosas y refractarias se veían obligadas a festejar a la Guardia Imperial, a cuyo encuentro iban los alcaldes y los prefectos con una arenga en los labios, como en tiempos de la Monarquía.
La señora de Bargeton, que asistió a un baile ofrecido a la ciudad por uno de los regimientos se prendó de un gentilhombre, simple teniente a quien el astuto Napoleón había enseñado el bastón de mariscal de Francia. Esta contenida pasión, noble y grande, que tanto contrastaba con las pasiones de entonces, tan fáciles de ligar y desligar, fue consagrada castamente por la mano de la muerte. En Wagram, una bala de cañón estalló sobre el corazón del marqués de Cante-Croix, destrozando el único retrato que atestiguaba la belleza de la señora de Bargeton. Lloró durante mucho tiempo a aquel guapo muchacho, que en sólo dos campañas había llegado al grado de coronel, animado por la gloria y el amor, y que anteponía una carta de Naïs a las distinciones imperiales. El dolor dejó en el rostro de esta mujer un velo de tristeza. Esta nube no se disipó hasta la edad terrible en que la mujer comienza a lamentar sus bellos años pasados sin haberles sacado provecho, cuando ve marchitarse sus rosas y cuando los deseos del amor renacen con el ansia de prolongar las últimas sonrisas de la juventud.
Todas sus superioridades hicieron una llaga en su alma en el instante que se apoderó de ella el frío de la provincia. Al igual que el armiño, se hubiese muerto de pesar si, por una casualidad, se hubiese mancillado al contacto de hombres que sólo piensan en jugarse unas monedas por la noche tras de haber cenado opíparamente. Su orgullo la preservó de los tristes amoríos de provincias. Entre la nulidad de hombres que la rodeaban y la nada, una mujer debe preferir la nada, sobre todo si se trata de una mujer superior. Así, el matrimonio y el mundo fueron para ella un monasterio. Vivió para la poesía como la carmelita vive para la religión. Las obras de los ilustres extranjeros, desconocidos hasta entonces, y que se publicaron, entre 1815 y 1821; los grandes tratados del señor de Bonald y los del señor de Maistre, estas dos águilas pensadoras, en fin, las obras menos grandiosas de la literatura francesa, que tan vigorosamente dio sus primeros frutos, embellecieron su soledad, pero no suavizaron ni su carácter ni su persona. Se mantuvo terca y fuerte como un árbol que ha aguantado un rayo sin haber sido abatido. Su dignidad se irguió, su realeza la hizo preciosa y quintaesenciada. Como todos aquellos que se dejan adular por cortesanos cualesquiera, dominaba con sus defectos. Tal era el pasado de la señora de Bargeton, fría historia que era necesario contar para que puedan comprenderse sus relaciones con Lucien, que fue introducido en su casa de forma un tanto singular. Durante el último invierno había llegado a la ciudad una persona que animó la existencia monótona que llevaba la señora de Bargeton. El puesto de director de contribuciones indirectas había quedado vacante y el señor de Barante envió para ocuparlo a un hombre cuyo aventurero destino decía en su favor lo bastante como para que la curiosidad femenina le sirviese de pasaporte para llegar hasta la reina de la región.
El señor du Châtelet, venido al mundo bajo el nombre de Sixte Châtelet a secas, pero que a partir de 1806 había tenido la buena ocurrencia de atribuirse la partícula, era uno de esos jóvenes agradables que bajo Napoleón escaparon a todas las levas y reclutamiento, permaneciendo junto al sol imperial. Había iniciado su carrera con el puesto de secretario de órdenes de una princesa imperial. El señor du Châtelet poseía toda la capacidad exigida para su trabajo. Apuesto, guapo, buen bailarín, sabía jugar al billar, ducho en todos sus ejercicios, mediocre actor de sociedad, cantante de romanzas, aplaudidor de frases ingeniosas, presto a todo, ágil, envidioso, lo sabía todo y todo lo ignoraba. Poco dotado para la música, acompañaba al piano, bien que mal, a una mujer que quería cantar por capricho una romanza aprendida con mil penas durante un mes. Incapaz de sentir la poesía, pedía audazmente el permiso de pasear durante diez minutos a fin de hacer una improvisación, alguna cuarteta insípida y en donde la rima reemplazaba a la idea. El señor du Châtelet estaba también dotado con el talento necesario para terminar la tapicería cuyas flores había empezado la princesa, sostenía con gracia infinita los hilos de seda que ella iba separando, mientras le decía nimiedades en donde la indecencia se escondía bajo una gasa más o menos agujereada. Completamente ignorante en pintura, sabía copiar un paisaje, esbozar un perfil diseñar un vestido y colorearlo. En una palabra, gozaba de todas aquellas pequeñas cualidades que eran tan enormes vehículos de fortuna en una época en que las mujeres han tenido en todo una influencia mayor de lo que se puede sospechar. Pretendía tener vastos conocimientos en diplomacia la ciencia de los que no disponen de ninguna y que son profundos a causa de su vacío; ciencia, por otro lado, muy cómoda en el sentido que se demuestra mediante el ejercicio de sus altas funciones; ya que necesitando hombres discretos, permite que los ignorantes no digan nada, refugiándose en sus misteriosas inclinaciones de cabeza; y finalmente, el hombre más fuerte es el que nada manteniendo su cabeza por encima de la corriente de los acontecimientos, que de este modo parece guiar, lo que se convierte en una cuestión de ligereza específica. Allí, como en las artes, se encuentra con mil mediocridades para un hombre de genio.
A pesar de su servicio ordinario y extraordinario cerca de su Alteza Imperial, el crédito e influencias de su protectora no habían podido colocarle en el Consejo de Estado; y no porque no hubiese sido un delicioso
Maître des Requêtes
como tantos otros, sino porque la princesa le consideraba mejor situado cerca de ella que en cualquier otra parte. Sin embargo fue nombrado barón y llegó a Cassel como enviado extraordinario, y desde luego pareció ser muy extraordinario. En otras palabras, Napoleón, durante una crisis, se sirvió de él como de un correo diplomático. En el momento en que el Imperio cayó, el barón du Châtelet tenía la promesa de ser nombrado ministro en Westfalia, junto a Jerónimo. Después de haber perdido lo que él denominaba una embajada de familia, fue presa de la desesperación; realizó un viaje a Egipto en compañía del general Armand de Montriveau. Separado de su compañero por sorprendentes acontecimientos, erró durante dos años por el desierto, de oasis en oasis, de tribu en tribu, cautivo de los árabes, que se lo vendían los unos a los otros sin poder sacar el menor provecho de sus aptitudes. Finalmente llegó a las posesiones del imán de Máscate, mientras Montriveau se dirigía a Tánger, pero tuvo la suerte de encontrar en Máscate un navío inglés que se hacía a la vela y pudo regresar a París un año antes que su compañero de viaje. Sus recientes desgracias, algunas relaciones que de antaño conservaba favores hechos a algunos personajes entonces influyentes, le valieron una recomendación para el presidente del Consejo, quien le situó junto al señor de Barante, en espera de que quedase libre una Dirección. El papel desempeñado por el señor du Châtelet juntó su Alteza Imperial, su reputación de hombre galante, los singulares acontecimientos de su viaje, sus sufrimientos, todo ello excitó la curiosidad de las damas de Angulema. Enterado de las costumbres de la ciudad alta, el señor barón Sixte du Châtelet se comportó en consecuencia. Se hizo el enfermo, interpretó el papel de un hombre desilusionado y escéptico.
A la menor ocasión se cogía la cabeza entre las manos como si sus sufrimientos no le dejaran un momento de descanso, astuta maniobra que recordaba su viaje y le hacía interesante. Visitó a las autoridades superiores, el general, el prefecto, el recaudador general y el obispo; pero en todas partes se mantuvo frío, educado y ligeramente desdeñoso como aquellas personas que no se encuentran en el lugar que les corresponde y que esperan favores del poder. Dejó adivinar su talento social, que ganó al no ser conocido; y luego, tras de haberse hecho desear sin dejar que la curiosidad decayera, tras de haber reconocido la nulidad de los hombres y haber examinado hábilmente a las mujeres durante varios domingos en la catedral, reconoció en la señora de Bargeton a la persona cuya intimidad le convenía. Contó con la música para abrirse las puertas de aquel palacio, impenetrable a los forasteros. Secretamente consiguió una misa de Miroir y la estudió al piano; luego, un domingo en el que toda la sociedad de Angulema se encontraba en misa, extasió a los ignorantes tocando el órgano y despertó el interés que a su persona se había adherido haciendo circular discretamente su nombre por entre los miembros del bajo clero. A la salida de la iglesia, la señora de Bargeton le felicitó y lamentó no tener ocasión de interpretar música juntos; durante este encuentro preparado, se hizo, naturalmente, ofrecer el pasaporte que no hubiese obtenido si lo hubiera solicitado. El hábil barón fue a la casa de la reina de Angulema, a la que prodigó atenciones comprometedoras. Este apuesto anciano, pues ya contaba cuarenta y cinco años, vio en esta mujer toda una juventud que reanimar, tesoros que revalorizar y tal vez una viuda rica dispuesta a casarse, en una palabra, una alianza con la familia de los Nègrepelisse que le permitiría abordar en París a la marquesa de Espard, cuya influencia podía abrirle de nuevo las puertas de la carrera política. A pesar del muérdago sombrío y lujuriante que estropeaba a este bello árbol, resolvió dedicarse a él, podarlo y cultivarlo para obtener de él bellos frutos. La Angulema noble protestó por la intromisión de este infiel en la alcazaba, ya que el salón de la señora de Bargeton era el cenáculo de una sociedad pura de toda mezcla. Sólo el obispo asistía con cierta frecuencia, el prefecto era recibido solamente dos o tres veces al año; el recaudador general de contribuciones no ponía los pies en él; la señora de Bargeton iba a sus reuniones y a sus conciertos, pero nunca cenaba en su casa. No recibir al recaudador general y aceptar a un simple director de contribuciones era una falta de respeto para la jerarquía que pareció inconcebible a las desdeñadas autoridades.
Los que en alas del pensamiento pueden iniciarse en las pequeñeces que se encuentran en cada esfera social, comprenderán muy bien lo que imponía el palacio de Bargeton a la burguesía de Angulema. Respecto al Houmeau, las grandezas de este Louvre en pequeño, la gloria de este palacio de Rambouillet angulemino brillaba a una distancia solar. Todos los que en él se reunían eran los ingenios más pedestres, las inteligencias más mezquinas, los más pobres señores en veinte leguas a la redonda. La política se extendía en verbosas trivialidades apasionadas;
Le Quotidienne
allí parecía morigerado, Luis XVIII era tildado de jacobino. En cuanto a las mujeres, la mayor parte tontas y sin gracia, se arreglaban mal, todas tenían alguna imperfección que las afeaba, nada allí era completo, ni la conversación, ni el tocado, ni el espíritu, ni la carne.
Sin sus proyectos acerca de la señora de Bargeton, Châtelet no hubiese podido resistirlo. Sin embargo, los modales y el espíritu de casta, su aire de gentilhombre, el orgullo del noble de pequeño feudo y el conocimiento de las leyes de la educación, ocultaban todo este vacío. Allí la nobleza de sentimientos era mucho más real que en la esfera de las grandezas parisienses; a pesar de todo, mostraban una respetable adhesión a los Borbones. Esta sociedad podía compararse, si es posible admitir tal imagen, a la plata antigua, ennegrecida pero pesada. La inmovilidad de sus opiniones políticas tenía cierto parecido con la fidelidad. El espacio que se interponía entre ella y la burguesía, la dificultad por alcanzarla, simulaban una especie de elevación y le daban un valor convencional. Cada uno de esos nobles tenía su precio para los habitantes, al igual que las conchas representan la plata entre los negros de Bambarra. Diversas mujeres, halagadas por el señor du Châtelet y reconociendo en él la superioridad de que carecían los hombres que solían tratar, calmaron la insurrección de los amores propios: todas esperaban apropiarse de la sucesión de su Alteza Imperial. Los puristas pensaron que verían al intruso en casa de la señora de Bargeton, pero que no sería recibido en ninguna otra casa.
Du Châtelet encajó varias impertinencias, pero se mantuvo en su posición cultivando al clero. Luego, acarició los defectos que el terruño había proporcionado a la reina de Angulema, le trajo todos los nuevos libros y le leía las poesías que se iban publicando. Se extasiaban juntos con las obras de los poetas jóvenes, ella de buena fe, él aburriéndose, pero tomando con paciencia los poetas románticos que, como hombre de la escuela imperial, comprendía difícilmente. La señora de Bargeton, entusiasmada por el renacimiento debido a la influencia de los líses, admiraba al señor de Chateaubriand por haber llamado a Victor Hugo un niño sublime. Triste por no conocer al genio más que de lejos, suspiraba por París, en donde vivían los grandes hombres. El señor du Châtelet creyó entonces maravillarla, haciéndole saber que en Angulema existía otro niño sublime, un joven poeta que, sin saberlo, sobrepasaba en brillantez el resplandor de las estrellas parisienses. ¡Un futuro gran hombre había nacido en el Houmeau! El prefecto del colegio había enseñado admirables composiciones poéticas al barón. Pobre y modesto, el muchacho era un Chatterton sin cobardía política, sin el odio feroz contra las grandezas sociales que empujó al poeta inglés a escribir panfletos contra sus bienhechores.