Junto al pobre impresor, a quien su estado, si bien tan próximo a la inteligencia, producía nauseas; junto a este Sileno, pesadamente apoyado sobre sí mismo y que bebía a grandes sorbos en la copa de la ciencia y de la poesía, emborrachándose para olvidar las desgracias de la vida provinciana, Lucien se mantenía en la graciosa postura imaginada por los escultores para el Baco indio. Su rostro tenía la distinción de líneas de la belleza clásica; eran una frente y una nariz griegas, la blancura aterciopelada de las mujeres, ojos negros a fuerza de ser intensamente azules, ojos repletos de amor y cuyo blanco disputaba su frescor al de un niño. Estos bellos ojos eran coronados por cejas que parecían trazadas por un pincel chino y bordeados por largas pestañas color castaño. A lo largo de las mejillas brillaba un sedoso vello cuyo color armonizaba con el de una rubia cabellera de rizado natural. Una divina suavidad respiraba en sus sienes, de un blanco dorado. Una nobleza incomparable estaba impresa en su corto mentón, suavemente erguido. La sonrisa de los ángeles tristes erraba en sus labios de coral, realzados por bellos dientes. Tenía manos de hombres de encumbrado linaje, manos elegantes, a cuyo simple ademán los hombres deberían obedecer, y que las mujeres gustan de besar. Lucien era esbelto y de mediana estatura. Al ver sus pies, un hombre hubiese tenido la tentación de tomarle por una muchacha disfrazada, ya que, a semejanza de los hombres agudos, por no decir astutos, sus caderas tenían la conformación de las de una mujer. Este indicio, que engaña raramente, era verdad en Lucien, a quien la pendiente de su espíritu inquieto a menudo traía a colación, cuando analizaba el actual estado de la sociedad en el terreno de la depravación particular, a los diplomáticos que creen que el éxito es la justificación de todos los medios, por vergonzosos que éstos sean.
Una de las desgracias a las que se ven sometidas las grandes inteligencias es la de comprender por fuerza todas las cosas, tanto los vicios como las virtudes. Estos dos jóvenes juzgaban a la sociedad tanto más soberanamente cuanto que se encontraban situados más bajos, ya que los hombres desconocidos se vengan de la humildad de su posición mediante la altura de sus críticas. Pero también su desesperación era tanto más amarga cuanto que de esta forma iban más rápidamente hacia donde les llevaba su verdadero destino. Lucien había leído mucho y comparado mucho; David había pensado mucho y meditado mucho. A pesar de la apariencia de una salud vigorosa y pueblerina, el impresor tenía un carácter melancólico y enfermizo, dudaba de sí mismo; por el contrario, Lucien, dotado de un espíritu emprendedor y movido, tenía una audacia que estaba en desacuerdo con su blando talante, casi débil, pero lleno de gracia femenina.
Lucien mantenía en su más alto grado el carácter gascón, osado, valiente, aventurero, que exagera lo bueno y minimiza lo malo, que no se detiene ante una falta si de ella puede sacar algún provecho y que se burla del vicio si éste le puede servir de trampolín. Estas disposiciones de ambicioso se encontraban entonces comprimidas por las ilusiones de la juventud, por el ardor que le empujaba a los nobles medios que los hombres, amantes de gloria, emplean antes que los demás. Entonces se encontraba en pugna únicamente con sus propios deseos y-no con las dificultades de la vida con su propia pujanza y no con la cobardía de los hombres, que es de un fatal ejemplo para los caracteres movidos e inquietos.
Vivamente seducido por la brillante inteligencia de Lucien, David lo admiraba, aunque rectificando los errores en los que le hacía caer la furia francesa. Este hombre tenía justamente un carácter tímido en desacuerdo con su fuerte complexión, pero no carecía en absoluto de la tenacidad de los hombres del norte. Si bien veía todas las dificultades, también se prometía vencerlas sin retroceder ante ellas; y si tenía la firmeza de una virtud verdaderamente apostólica, la atemperaba mediante las gracias de una inagotable indulgencia. En esta amistad, ya antigua, uno de los dos amaba con idolatría, y era David. Con tal motivo, Lucien mandaba como mujer que se sabe amada. David obedecía complacientemente. La belleza física de su amigo entrañaba una superioridad que aceptaba, encontrándose torpe y vulgar.
—Para el buey la vida tranquila, para el pájaro la vida despreocupada —se decía el impresor—. Por lo tanto, yo seré el buey y Lucien será el águila.
Desde hacía alrededor de tres años, los dos amigos habían pues unido sus destinos, tan brillantes en el futuro. Leían las grandes obras que aparecieron tras la paz en el horizonte literario y científico, las obras de Schiller, Goethe, lord Byron, Walter Scott, Jean Paul, Berzélius, Davy, Cuvier, Lamartine, etc. Se calentaban en el seno de estas grandes hogueras, se ensayaban en obras abortadas o conseguidas, dejadas y reemprendidas con ardor. Trabajaban de forma continua, sin cejar, con las inagotables fuerzas de la juventud. Pobres igualmente, pero consumidos por el amor del arte y de las ciencias, olvidaban la actual miseria mientras se ocupaban de poner los cimientos de su fama.
—Lucien, ¿sabes lo que acabo de recibir de París? —dijo el impresor, sacando de su bolsillo un pequeño volumen—. ¡Escucha!
David leyó, como saben leer los poetas, el idilio de André de Chénier, titulado
Néère
; luego el
Joven enfermo
y después la elegía sobre el suicidio, la compuesta al estilo antiguo y los dos últimos yambos.
—¿O sea que así es André de Chénier? —exclamó Lucien en varias ocasiones—. Es desesperante —repetía por tercera vez, cuando David, demasiado emocionado para continuar, le dejó coger el libro—. Un poeta descubierto por un poeta —dijo, viendo la firma del prefacio.
—Después de haber publicado este volumen —continuó David—, Chénier creyó que nada de lo que había hecho era digno de ser publicado.
Lucien, a su vez, leyó el épico trozo del Ciego y varias elegías. Cuando llegó al fragmento:
«Si ellos no tienen la felicidad, ¿acaso la hay en la tierra?», besó el libro y los dos amigos lloraron, ya que ambos amaban con idolatría.
Los pámpanos se habían dorado, las viejas paredes de la casa, resquebrajadas, medio derruida, agujereadas por las madrigueras de las lagartijas, se habían recubierto de bajorrelieves, tallas y obras de arte innumerables de no sé qué arquitectura, como por obra de las hadas. La fantasía había desparramado sus flores y sus rubíes sobre el pequeño y oscuro patio. La Camille de André Chénier se había convertido para David en su Ève adorada y para Lucien en una gran dama a la que cortejaba. La Poesía había sacudido los pliegues majestuosos de su ropaje estrellado en el taller en el que gesticulaban los monos y los osos de la tipografía. Daban las cinco, pero los dos amigos no tenían ni hambre ni sed; sus vidas eran como un sueño dorado, tenían todos los tesoros de la tierra a sus pies. Podían percibir ese rincón del horizonte azulado señalado por el dedo de la esperanza a los que la vida es tormentosa y a los que su voz de sirena dice: «Id, volad, escaparéis a la desgracia a través de este espacio de oro, plata y azur». En ese preciso instante, un aprendiz llamado Cérizet, un pilluelo de París que David se había traído a Angulema, abrió la pequeña puerta encristalada que daba del taller al patio y mostró los dos amigos a un desconocido que se adelantaba, saludándolos.
—Caballero —dijo a David, sacando de su bolsillo un enorme cuaderno—, aquí traigo una memoria que me gustaría imprimir, ¿podría decirme aproximadamente cuánto puede costar?
—No imprimimos manuscritos tan largos —respondió David sin mirar el cuaderno—; vaya a casa de los señores Cointet.
—Pero, tenemos un tipo muy bonito que tal vez podría irle muy bien —terció Lucien, cogiendo el manuscrito—. Sería mejor que tuviese la amabilidad de volver mañana, dejándonos su obra para calcular los gastos de impresión.
—No es con el señor Lucien Chardon con el que tengo el honor…
—Sí, caballero —repuso el regente.
—Me siento dichoso, caballero —dijo el autor—, de haber podido conocer a un joven poeta que tiene un porvenir tan brillante. Me ha enviado la señora de Bargeton.
Al oír este nombre, Lucien se sonrojó y balbuceó unas frases para expresar su agradecimiento por el interés que le demostraba la señora de Bargeton. David se dio cuenta del rubor y confusión de su amigo, al que dejó mantener la conversación con el gentilhombre campesino, autor de una memoria sobre la cría del gusano de seda y a quien la vanidad impulsaba a hacerse imprimir para poder ser leído por sus colegas de la Sociedad de Agricultura.
—Bien, Lucien —dijo David cuando el caballero se fue—, ¿acaso amas a la señora de Bargeton?
—Con toda mi alma.
—Pero estáis más separados el uno del otro por los prejuicios que si ella estuviese en Pekín y tu en Groenlandia.
—La voluntad de dos enamorados triunfa por encima de todo —dijo Lucien, bajando la vista.
—Nos olvidarás —replicó el temeroso enamorado de la bella Ève.
—Tal vez, por el contrario, haya sacrificado a mi amor por ti —exclamó Lucien.
—¿Qué quieres decir?
—A pesar de mi amor, a pesar de los diversos intereses que me obligan a frecuentar su casa, le he dicho que no volvería a poner los pies en ella si un hombre cuyo talento es superior al mío, cuyo porvenir debe ser glorioso, si David Séchard, mi hermano y amigo no era recibido por ella. Debo tener una respuesta en casa. Pero aunque todos los aristócratas sean invitados esta noche para oírme leer versos, si la respuesta es negativa, jamás volveré a poner los pies en casa de la señora de Bargeton.
David apretó fuertemente la mano de Lucien tras haberse enjugado los ojos. Dieron las seis.
—Ève debe estar inquieta; adiós —dijo bruscamente Lucien.
Y desapareció, dejando a David sumido en una de esas profundos emociones que sólo a esta edad se sienten por completo, sobre todo en la situación en la que se encontraban estos dos jóvenes cisnes, a los que la vida de provincia aún no había cortado las alas.
—¡Corazón de oro! —exclamó David, siguiendo con la vista a Lucien, que atravesaba el taller.
Lucien bajó al Houmeau por el bello paseo de Beaulieu, por la calle de Minage y la puerta Saint-Pierre. Si de esta forma tomaba el camino más largo, decid que era porque la casa de la señora de Bargeton se encontraba en este trayecto. Experimentaba tanto placer en pasar bajo las ventanas de esta mujer, aun ignorándolo ella, que desde hacía dos meses ya no iba al Houmeau por la puerta Palet.
Al llegar bajo los árboles de Beaulieu, contempló la distancia que separaba Angulema del Houmeau. Las costumbres de la región habían levantado barreras morales mucho más difíciles de franquear que las cuestas por las que bajaba Lucien. El joven ambicioso que acababa de introducirse en el palacio de Bargeton, lanzando la gloria como un puente volante entre la ciudad y el arrabal, se encontraba inquieto por la decisión de su amada, como un favorito que teme una desgracia tras de haber intentado extender su poderío. Estas palabras pueden parecer oscuras a los que aún no han observado las costumbres propias de las ciudades divididas en parte alta y parte baja, pero es tanto más necesario dar aquí algunas explicaciones sobre Angulema por cuanto que ellas harán comprender mejor a la señora de Bargeton, uno de los personajes más importantes de nuestra historia.
Angulema es una vieja ciudad edificada en la cumbre de una montaña en forma de pan de azúcar, que domina los valles y praderas por los que discurre el Charente. Esta roca se enfrenta por la parte del Périgord con una larga colina que termina bruscamente en la carretera de París a Burdeos, formando una especie de promontorio dibujado por tres pintorescos valles. La importancia que esta ciudad tenía en los tiempos de las guerras de religión queda atestiguada por sus murallas, sus puertas y los restos de una fortaleza situada en la cumbre de la montaña. Su situación hacía antaño de ella un lugar estratégico, igualmente precioso para católicos como para calvinistas; pero su fuerza de otros tiempos constituye hoy en día su debilidad; al impedirle extenderse sobre el Charente, sus murallas y la pendiente demasiado brusca de la roca la han condenado a la inmovilidad más funesta.
Por la época en que se desarrolla esta historia, el Gobierno trataba de extender la ciudad hacia la parte del Périgord edificando a lo largo de la colina el palacio de la Prefectura, una escuela de náutica, edificios militares, y preparando carreteras. Pero el comercio ya había tomado la delantera en otra parte. Desde hacía algún tiempo, el barrio del Houmeau había crecido como los hongos al pie de la roca y en las márgenes del río, a lo largo del cual transcurre la carretera de París a Burdeos. Nadie ignora la fama de las papeleras de Angulema, que desde hacía tres siglos se habían situado por fuerza junto al Charente o sus afluentes, donde encontraban abundante agua. El Estado había creado en Ruelle su fundición más importante de cañones para la marina. Los talleres, transportes, industrias de carruajes públicos, carenajes y todo negocio que vive de la carretera y del río, se habían agrupado en la parte baja de Angulema, para evitar los problemas que presentaban sus cercanías. Naturalmente, los curtidos, tintorerías y todos los comercios acuáticos quedaron en las cercanías del Charente; después, los almacenes de aguardientes, los depósitos de todas las materias primas transportadas por el río, y finalmente todo el tránsito festoneó con sus establecimientos el borde del Charente.
El barrio del Houmeau se convirtió por tanto en una ciudad rica e industriosa, en una segunda Angulema, que creó celos en la ciudad alta, donde quedaron el Gobierno, el Obispado, la Justicia y la aristocracia. De esta manera, el Houmeau, a pesar de su actividad y creciente pujanza, no fue otra cosa que una segunda Angulema. Arriba la Nobleza y el Poder; abajo, el Comercio y el Dinero; dos zonas sociales constantemente enemigas en todo lugar; es por tanto difícil adivinar cuál de las dos ciudades odiaba más a su rival. La Restauración había agravado este estado de cosas desde hacía nueve años, rompiendo la tranquilidad en que había estado durante el Imperio.
La mayor parte de las casas de la alta Angulema están habitadas bien por familias nobles, bien por familias burguesas de abolengo que viven de sus rentas y forman una especie de nación autóctona en la que los extraños jamás son recibidos. Apenas tras doscientos años de convivencia, tras una alianza con una de las principales familias, una familia procedente de alguna provincia vecina se ve adoptada; a los ojos de los indígenas parece que fue ayer cuando llegó a la región. Los prefectos, los recaudadores de contribuciones, las administraciones que han ido sucediéndose desde hace cuarenta años, han tratado de civilizar a las viejas familias encaramadas en su roca como cuervos desafiadores; las familias han aceptado sus fiestas y sus recepciones, pero en lo tocante a recibirlos en casa, constantemente los han rechazado. Burlones, denigrantes, envidiosos y avarientos, estos linajes se casan entre ellos, forman en cerradas y apretadas filas para no dejar entrar ni salir a nadie; ignoran las creaciones del lujo moderno; para ellos, enviar un hijo a París es llevarlo a su perdición. Esta prudencia describe la moral y costumbres retrógradas de estas familias imbuidas de un monarquismo miope, repletas de devoción más que religiosas y que viven todas ellas inmóviles como su ciudad y su montaña. Sin embargo, Angulema goza de una gran reputación en las vecinas provincias por la educación que en ella se recibe. Las ciudades adyacentes envían a sus hijas a los pensionados y conventos. Es fácil darse cuenta lo que el espíritu de casta influye en los sentimientos que separan a Angulema del Houmeau. El comercio es rico, la nobleza generalmente es pobre. La una se venga del otro mediante un desprecio igual por ambas partes. La burguesía de Angulema comulga con esta querella. Un comerciante de la parte alta dice de un negociante del barrio, con acento indefinido: