Las ilusiones perdidas (52 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

Lucien se contuvo, pero tenía ganas de cantar, de saltar, creía en la lámpara maravillosa y en los encantadores; creía por fin en su ingenio.

—Así pues,
Las Margaritas
son mías —dijo el librero—, pero nunca atacará ninguna de mis publicaciones.


Las Margaritas
son suyas, pero no puedo comprometer mi pluma, es de mis amigos, como la suya es mía.

—Pero, en fin, se convierte en uno de mis autores. Todos mis autores son mis amigos, De ese modo no me perjudicará en mis negocios, sin advertir antes de los ataques a fin de que los pueda prevenir.

—De acuerdo.

—Brindo por su gloria —dijo Dauriat, alzando su copa.

—Ahora sí que veo que ha leído
Las Margaritas
—dijo Lucien.

Dauriat no se inmutó.

—Mi querido amigo, comprar
Las Margaritas
sin conocerlas es la más bella lisonja que un librero pueda permitirse. Dentro de seis meses será usted un gran poeta, escribirá artículos, se le teme, no haré nada por vender su libro. Hoy soy el mismo negociante de hace cuatro días. No soy yo quien ha cambiado, sino usted: la semana pasada sus sonetos eran para mí como hojas de berza, hoy por hoy su posición las ha convertido en Mesenianas.

—Pues bien —dijo Lucien, a quien el placer sultanesco de tener una bella amante y la certeza de su éxito le hacía travieso y adorablemente impertinente—, si no ha leído mis sonetos, ha leído mi artículo.

—Sí, amigo mío. De no haber sido así, ¿hubiese venido tan rápidamente? Desgraciadamente es muy bello ese terrible artículo. ¡Ah!, usted tiene un inmenso talento, mi querido amigo. Créame, aprovéchese del momento —dijo con una llaneza que ocultaba la profunda impertinencia de la frase—. Pero ¿ha recibido el periódico? ¿Lo ha leído?

—Todavía no —dijo Lucien—; y sin embargo, ésta es la primera vez que publico una prosa tan extensa; pero Hector me lo habrá mandado a mi casa de la calle Charlot.

—Tome, lea —dijo Dauriat, imitando a Talma en
Manlio
.

Lucien tomó el diario, que Coralie le arrancó.

—Para mí las primicias de tu pluma —dijo ella riendo—, ya lo sabes.

Dauriat estuvo sorprendentemente halagador y cortesano; temía a Lucien, y por tanto lo invitó junto con Coralie a una gran cena que daba a los periodistas a fines de semana. Se llevó el manuscrito de
Las Margaritas
, diciendo a su poeta que se pasara cuando mejor le viniera por las Galerías de Madera para firmar el contrato, que ya tendría preparado. Siempre fiel a las maneras reales por las que intentaba imponerse a las personas superficiales y hacerse pasar más por un Mecenas que por un librero, dejó los tres mil francos sin exigir un recibo y rechazando con un gesto dadivoso el que le ofrecía Lucien, y se marchó tras de besar la mano de Coralie.

—¡Vaya, amor mío! ¿Habrías visto muchos billetes como ésos si te hubieses quedado en tu agujero de la calle de Cluny, hojeando tus libros en la biblioteca de Santa Genoveva? —dijo Coralie a Lucien, quien le había contado toda su existencia—. Vaya, tus amiguitos de la calle de Quatre-Vents me hacen el efecto de ser unos grandes papanatas.

¡Sus hermanos del cenáculo unos papanatas! Y Lucien oyó esta frase mientras reía. Acababa de leer su artículo impreso, acababa de saborear esta inefable alegría de los autores, este primer placer del amor propio que acaricia el espíritu una sola vez. Leyendo y releyendo su artículo se daba mayor cuenta de su alcance e importancia. La impresión es a los manuscritos lo que el teatro a las mujeres, pone de relieve las bellezas y los defectos; mata con igual facilidad que hace vivir; una falta salta así a la vista, tan vivamente como los bellos pensamientos.

Lucien, ebrio, no pensó más en Nathan, Nathan era su estribo, nadaba en la alegría, se veía rico. Para un muchacho que no hace mucho descendía modestamente las rampas de Beaulieu a Angulema, volvía al Houmeau, al granero de Postel, en el que toda la familia vivía con mil doscientos francos al año, la suma traída por Dauriat era un Potosí. Un recuerdo aún vivo, pero que los continuos placeres de la vida parisiense deberían apagar, le llevó a la plaza du Murier. Se acordó de su bella y noble hermana Ève, de su David y de su pobre madre; inmediatamente envió a Bérénice que cambiara un billete, y durante ese tiempo escribió una breve carta a su familia; más tarde, envió a Bérénice a la diligencia, temiendo, si lo aplazaba no poder entregar los quinientos francos que enviaba a su madre. Para él, para Coralie, esta restitución parecía ser una buena acción. La actriz besó a Lucien, lo encontró el modelo de los hijos y hermanos, le colmó de caricias, ya que esa clase de rasgos encantan a esas buenas muchachas que tienen sin excepción el corazón en la mano.

—Ahora daremos —le dijo ella— una cena cada día durante una semana; vamos a organizar un pequeño carnaval, ya has trabajado bastante.

Coralie, como mujer que quería disfrutar de la belleza de un hombre que todas las mujeres le iban a envidiar, lo llevó a Staub, pues no encontraba a Lucien lo suficientemente bien vestido. Desde allí los dos amantes se fueron al Bosque de Bolonia y luego a cenar a casa de la señora de Val-Noble, en donde Lucien encontró a Rastignac, Bixiou, Des Lupeaulx, Finot, Blondet, Vignon, el barón de Nucingen, Beaudenord, Philippe Bridau, Conti, el gran músico, y a todo el mundo del arte y de los espectáculos, a especuladores, personas que quieren oponer grandes emociones a grandes trabajos y que acogieron todos a Lucien a las mil maravillas. Lucien, seguro de sí mismo, desplegó su ingenio como si no comerciara con él y fue proclamado hombre fuerte, elogio de moda por aquel entonces entre sus medio-camaradas.

—¡Oh!, sería preciso ver qué es lo que tiene en el vientre —dijo Théodore Gaillard a uno de los poetas protegidos por la corte y que soñaba con fundar un pequeño periódico realista llamado más tarde
El Despertar
.

Tras la cena, los dos periodistas acompañaron a sus amantes a la Ópera, en la que Merlin tenía un palco y adonde se dirigió toda la concurrencia. De esta forma, Lucien apareció triunfante allí en donde unos meses antes había caído tan disparatadamente. Se presentó en el salón dando el brazo a Merlin y a Blondet y mirando de frente a los elegantes que no hacía mucho se habían burlado de él. ¡Tenía a Châtelet a sus pies! De Marsay, Vandenesse, Manerville, los
lions
de esta época, cambiaron algunas miradas insolentes con él. Ciertamente, se habló del bello, del elegante Lucien en el palco de la señora de Espard, adonde Rastignac hizo una larga visita, ya que la marquesa y la señora de Bargeton dirigieron sus gemelos hacia Coralie. ¿Acaso Lucien despertaba un sentimiento en el corazón de la señora de Bargeton? Este pensamiento preocupó al poeta: viendo a la Coralie, de Angulema, un deseo de venganza agitaba su corazón como el día en que había tenido que encajar el desprecio de esta mujer y de su prima en los Campos Elíseos.

—¿Es que vino de su provincia con un amuleto? —preguntó Blondet a Lucien, entrando unos días más tarde en casa de Lucien, quien a las once de la mañana no se había levantado todavía—. Su belleza —dijo a Coralie, señalando a Lucien, besando a la actriz en la frente— causa estragos desde la bodega hasta el granero, de arriba abajo. Vengo a comprometer su tiempo, querido —añadió, estrechando la mano del poeta—. Ayer, en los Italianos, la señora condesa de Montcornet me pidió que le presentara. Espero que no rechazará a una mujer encantadora, joven, y en cuya casa encontrará a lo más selecto del gran mundo…

—Si Lucien es gentil, no irá a casa de su condesa —dijo Coralie—. ¿Qué necesidad tiene de arrastrarse por la alta sociedad? Se aburriría.

—¿Quiere tenerle en exclusiva? —dijo Blondet—. ¿Está celosa de las mujeres virtuosas?

—Sí —exclamó Coralie—, son peores que nosotras.

—¿Cómo lo sabes tú, gatita mía? —preguntó Blondet.

—Por sus maridos —repuso ella—. Olvida que De Marsay fue mío durante seis meses.

—¿Cree, amiga mía —dijo Blondet—, que tengo un gran empeño en presentar en casa de la señora de Montcornet a un hombre tan guapo? Si se opone, digamos que no he dicho nada. Pero, según creo, no se trata de mujeres, sino de obtener paz y misericordia de Lucien para un pobre diablo, que es el blanco de su diario. El barón du Châtelet comete la tontería de tomarse en serio los artículos. La marquesa de Espard, la señora de Bargeton y el salón de la condesa de Montcornet se interesan por la garza y he prometido reconciliar a Laura y a Petrarca, a la señora de Bargeton y a Lucien.

—¡Ah! —exclamó Lucien, cuyas venas sintieron el impulso de una sangre más fresca y una embriagadora sensación de gozo se apoderó de todo su ser ante la venganza satisfecha—. O sea que la tengo a mis pies. Me hace adorar mi pluma, adorar a mis amigos y adorar el fatal poderío de la prensa. Aún no he hecho ningún artículo sobre la jibia y la garza. Iré, amigo mío —dijo, cogiendo a Blondet por la cintura—, ¡pero cuando esa pareja haya experimentado el peso de una cosa tan ligera! —Tomó la pluma con la que había escrito el artículo sobre Nathan, y la blandió—. Mañana les lanzo dos pequeñas columnas a la cabeza. Después ya veremos. No te preocupes por nada, Coralie: no se trata de amor, sino de venganza, la quiero completa.

—¡He aquí un verdadero hombre! —dijo Blondet—. Si supieras, Lucien, lo difícil que es encontrar una explosión semejante en el mundo cansado de París, podrías apreciarte. Serás un orgulloso gracioso —añadió, sirviéndose de una expresión un poco más enérgica—, estás en el camino que conduce al poder.

—Ya llegará —dijo Coralie.

—Pero ya ha hecho bastante camino en seis semanas.

—Y cuando no esté separado del cetro más que por el espesor de un cadáver, podrá hacerse un peldaño con el cuerpo de Coralie.

—Os amáis como en los tiempos de la Edad Media —dijo Blondet—. Te felicito por tu gran artículo —continuó, mirando a Lucien— ¡está lleno de cosas nuevas! Ya eres un maestro.

Lousteau vino con Hector Merlin y Vernou a ver a Lucien, quien se sintió profundamente halagado al ser objeto de sus atenciones. Félicien traía cien francos a Lucien como pago de su artículo. El periódico había sentido la necesidad de retribuir un artículo tan bien hecho a fin de atraerse al autor. Coralie, al ver aquel capítulo de periodista, envió a encargar una comida en el Cadran-Bleu, el restaurante más cercano, y cuando Bérénice le dijo que todo estaba ya dispuesto, les invitó a pasar a su bonito comedor. En medio de la comida, y cuando el champán hubo subido a todas las cabezas, se descubrió el verdadero motivo de la visita que hacían sus amigos a Lucien.

—No querrás —le dijo Lousteau— hacerte un enemigo de Nathan. Nathan es periodista, tiene amigos y su primera publicación te jugará una mala pasada, ¿No tienes
El arquero de Carlos IX
para vender? Hemos visto a Nathan esta mañana y está desesperado, pero le vas a hacer un artículo en el que le verterás elogios por la cabeza.

—¡Cómo! Después de mi artículo contra su libro, queréis… —dijo Lucien.

Émile Blondet, Hector Merlin, Étienne Lousteau, Félicien Vernou, todos interrumpieron a Lucien con una carcajada.

—¿Le has invitado a cenar aquí pasado mañana? —le preguntó Blondet.

—Tu artículo —le dijo Lousteau— no está firmado. Félicien, que no es tan novato como tú, no ha vacilado en poner al pie una «C», con la que desde ahora en adelante podrás firmar tus artículos en su periódico, que es de izquierdas puras. Todos nosotros somos de la oposición. Félicien ha tenido la delicadeza de no comprometer tus futuras opiniones. En la tienda de Hector, cuyo periódico es del centro, podrás firmar con una «L». Se es anónimo para el ataque, pero no se duda en firmar para hacer un elogio.

—Las firmas no me inquietan —dijo Lucien—, pero es que no veo nada que decir en favor del libro.

—¿Pensabas entonces lo que has escrito? —preguntó Hector a Lucien.

—Sí.

—¡Ah, pequeño mío —dijo Blondet—, te creía más fuente! No, palabra de honor, al observar tu frente te creía dotado de una omnipotencia semejante a la de los grandes genios, todo lo bastante poderosamente bien constituidos para poder considerar cualquier cosa bajo su doble aspecto. Amigo mío, en literatura cada idea tiene su derecho y su revés; nadie puede afirmar cuál es e! revés. En el campo del pensamiento todo es bilateral. Las ideas son binarias. Jano es el mito de la crítica y el símbolo del ingenio. Sólo Dios es triangular. Lo que hace sobrevivir a Molière y a Corneille es, ni más ni menos, el tener la facultad de poder hacer decir sí a Alcestes y no a Finito, a Octavio y a Cinna. Rosseau en la
Nueva Eloísa
escribió una carta a favor y otra en contra del duelo. ¿Serías capaz de tomar la responsabilidad de determinar su verdadera opinión? ¿Quién de nosotros podría pronunciarse entre Clarisse y Lovelace, entre Héctor y Aquiles? ¿Quién es el héroe de Homero? ¿Cuál fue la intención de Richardson? La crítica debe contemplar las obras bajo todos los aspectos. En una palabra, nosotros somos unos grandes relatores.

—¿Entonces, siente verdaderamente lo que escribe? —le preguntó Vernou con aire zumbón—. En realidad somos mercaderes de frases y vivimos de nuestro comercio. Cuando desee escribir una gran obra, un libro, puede plasmar en él sus pensamientos, su alma, dedicarse a él y defenderlo; pero los artículos, que hoy se escriben y mañana se olvidan, a mi juicio no valen más que el dinero que por ellos se paga. Si da importancia a semejantes estupideces, hará el signo de la cruz e invocará al Espíritu Santo para escribir un prospecto.

Todos parecieron asombrados de encontrar escrúpulos en Lucien y acabaron por hacer jirones su toga pretexta y endosarle la toga viril de los periodistas.

—¿Sabes con qué frase se ha consolado Nathan después de haber leído tu artículo? —le dijo Lousteau.

—¿Cómo lo voy a saber?

—Nathan exclamó: «Los pequeños artículos pasan, las grandes obras permanecen». Este nombre vendrá a cenar aquí antes de un par de días, este hombre se ha de prosternar a tus pies, besar la orla de tu vestido y asegurarte que eres un gran hombre.

—Eso sería gracioso —dijo Lucien.

—¡Gracioso! —repitió Lousteau—. Es necesario.

—Amigos míos, no tengo inconveniente en hacerlo —dijo Lucien, algo bebido—. Pero ¿cómo?

—Pues bien —continuó Lousteau—, escribe para el periódico de Merlin tres bonitas columnas en donde te refutarás a ti mismo. Después de haber gozado del furor de Nathan, acabamos de decirle que pronto tendría que agradecernos la reñida polémica con la que vamos a levantar su libro en ocho días. En estos momentos eres a sus ojos un espía, un canalla, un monigote; pasado mañana serás un gran hombre, una mente privilegiada, un héroe de Plutarco. Nathan te abrazará como a su mejor amigo. Dauriat ha venido, tienes tres billetes de mil francos, el ciclo se ha completado. Ahora lo que necesitas es la estima y la amistad de Nathan. El único que tiene que salir atrapado es el librero. Sólo tenemos que perseguir e inmolar a nuestros enemigos. Si se tratara de un hombre que hubiese conquistado un renombre sin nosotros, de un talento incómodo y que fuese preciso anular, no haríamos una réplica semejante; pero Nathan es uno de nuestros amigos, Blondet le había hecho atacar en el Mercure para permitirse el placer de defenderlo en los Débats. Con tal motivo, la primera edición de su libro se agotó.

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