Impulsado por un arrebato muy lógico y normal en las naturalezas poéticas y volubles, corrió a casa de Daniel. Mientras subía la escalera, se creyó menos digno, sin embargo, de aquellos corazones a los que nada podía hacer desviarse del sentido del honor. Una voz le decía que si Daniel hubiese amado a Coralie, no la hubiese aceptado con Camusot. Conocía igualmente el profundo horror del cenáculo hacia los periodistas, y se sabía ya un poco periodista. Encontró a sus amigos, excepto Meyraux, que acababa de salir, presa de una desesperación que se pintaba en todos los semblantes.
—¿Qué os sucede, amigos míos? —preguntó Lucien.
—Acabamos de enterarnos de una horrible catástrofe; el mayor ingenio de nuestra época, nuestro más querido amigo, el que durante dos años ha sido nuestro guía…
—¿Louis Lambert? —preguntó Lucien.
—Se encuentra en estado cataléptico que no deja ninguna esperanza —dijo Bianchon.
—Morirá con el cuerpo insensible y la cabeza en el cielo —añadió solemnemente Michel Chrestien.
—Morirá como ha vivido —confirmó D'Arthez.
—El amor, lanzado como fuego en el vasto imperio de su cerebro lo ha incendiado —añadió Léon Giraud.
—Sí —dijo Joseph Bridau—, le ha exaltado hasta un punto en que nosotros le perdemos de vista.
—Somos nosotros, los dignos de lástima —dijo Fulgence Ridal.
—Tal vez pueda curarse —exclamó Lucien.
—Después de lo que Meyraux nos ha dicho, la curación resulta imposible —repuso Bianchon—. Su cabeza es el teatro de fenómenos sobre los que la medicina no tiene ningún poder.
—Sin embargo existen remedios —insinuó D'Arthez.
—Si —dijo Bianchon— solamente está cataléptico, podemos convertirle en imbécil.
—¡Y que no podamos ofrecer al genio del mal una cabeza en sustitución de ésa! —gritó Michel Chrestien—. ¡Yo daría la mía!
—¿Y qué sucedería con la federación europea? —preguntó D'Arthez.
—¡Ah!, es verdad —repuso Michel Chrestien—. Antes de pertenecer a una sola persona, nos debemos a la Humanidad.
—Yo venía aquí con el corazón rebosante de agradecimiento para con todos vosotros —dijo Lucien—. Habéis cambiado mi ochavo en luis de oro.
—¡Agradecimientos! ¿Por quién nos tomas? —exclamó Bianchon.
—El placer ha sido nuestro —añadió Fulgence.
—Bueno, ya eres periodista —le dijo Léon Giraud—. El ruido de tus comienzos ha llegado hasta el Barrio Latino.
—Aún no —repuso Lucien.
—Ilusiones.
—¡Ah!, tanto mejor —dijo Michel Chrestien.
—Ya os lo decía yo —repuso D'Arthez—. Lucien es uno de esos corazones que conocen el precio de una conciencia pura. ¿Acaso no es un viático fortificante el colocar por las noches la cabeza sobre la almohada pudiendo decir: «No he juzgado las obras del prójimo, no he causado aflicción a nadie; mi espíritu, cual un puñal, no ha removido el alma de ningún inocente; mis bromas no han inmolado ninguna dicha, ni tan siquiera ha turbado la tontería feliz, no ha fatigado injustamente al genio, he desdeñado los triunfos fáciles del epigrama; en una palabra, nunca he mentido a mis convicciones?».
—Pero —dijo Lucien— yo creo que se puede ser de ese modo y trabajar a la vez en un periódico. Si no tuviera más que ese medio de subsistir, no habría más remedio que echar mano de él.
—¡Oh, oh, oh! —exclamó Fulgence, subiendo el tono IMI cada exclamación—. Capitulamos.
—Será periodista —dijo gravemente Léon Giraud—. ¡Ah! Lucien, si tú quisieras serlo con nosotros, que vamos a publicar un periódico en donde nunca serán ultrajadas ni la justicia ni la verdad, en donde seremos portavoces de las doctrinas verdaderamente útiles para la humanidad, tal vez entonces…
—No tendréis ni un suscriptor —replicó maquiavélicamente Lucien, interrumpiendo a Léon.
—Tendrá quinientos que valdrán por cinco mil —repuso Michel Chrestien.
—Necesitaréis mucho capital —dijo Lucien.
—No —contestó D’Arthez—, pero sí sacrificio.
—Se diría una perfumería —exclamó Michel Chrestien, oliendo con gesto cómico la cabeza de Lucien—. Se te ha visto en un carruaje soberbiamente brillante, tirado por caballos de dandy y con una amante de príncipe, Coralie.
—¡Bueno! —exclamó Lucien—. ¿Y qué mal hay en ello?
—Hubiese querido para Lucien una Beatriz —dijo D'Arthez—, una noble dama que le hubiese sostenido en la vida…
—Pero, Daniel, ¿acaso el amor no es en todas partes semejante a sí mismo? —preguntó Lucien.
—¡Ah! —repuso el republicano—, en eso soy aristócrata. Yo no podría querer a una mujer a la que un actor besa en la mejilla delante de todo el público, una mujer tuteada entre bastidores, que se rebaja ante un patio de butacas y le sonríe, que baila unos pasos, levantando sus faldas, y que se viste de hombre para enseñar lo que a mí me gustaría ser el único en ver. Sí, si yo amara a una mujer así, ella abandonaría el teatro y la purificaría con mi amor.
—¿Y si no pudiera abandonar el teatro?
—Me moriría de dolor, de celos, de mil males. No se puede arrancar el amor del corazón como quien se arranca una muela.
Lucien se puso pensativo y sombrío. «Cuando sepan que he de aguantar a Camusot, me despreciarán», se dijo.
—Mira —le dijo el feroz republicano, con espantosa campechanía—, podrás ser un gran escritor, pero nunca pasarás de ser un pequeño farsante.
Cogió su sombrero y se fue.
—Michel Chrestien es muy duro —dijo el poeta.
—Duro y saludable como las tenazas de un dentista —añadió Bianchon—. Michel ve tu porvenir, y quizás en estos momentos llora por ti en la calle.
D’Arthez estuvo suave y consolador, trató de animar a Lucien.
Al cabo de una hora, el poeta abandonó el cenáculo, maltratado por su conciencia, que le gritaba: «¡Serás periodista!», como la bruja gritó a Macbeth: «¡Tú serás rey!». Ya en la calle contempló las ventanas del paciente D'Arthez, iluminadas por un débil resplandor, y se dirigió hacia su casa con el corazón entristecido y el alma inquieta. Una especie de presentimiento le decía que acababa de ser abrazado por última vez por el corazón de sus amigos.
Al entrar en la calle de Cluny por el lado de la plaza de la Sorbona, reconoció el carruaje de Coralie. Para venir a ver a su poeta un momento, para darle unas sencillas buenas noches, la actriz había ido desde el bulevar del Temple hasta la Sorbona. Lucien encontró a su amante llorando ante el aspecto de su buhardilla; quería ser pobre como su amado, y lloraba mientras ordenaba las camisas, los guantes, las corbatas y los pañuelos en la horrible cómoda de la fonda. Esta desesperación era tan sincera, tan grande, expresaba tanto amor, que Lucien, a quien se le reprochaba el tener a una actriz, vio en Coralie a una santa dispuesta a ponerse el cilicio de la miseria. Para poder venir, esta adorable criatura había pretextado que iba a advertir a su amigo que la sociedad Camusot, Coralie y Lucien devolvería a la sociedad Matifat, Coralie y Lousteau su cena, y para preguntar a Lucien si tenía alguna invitación que hacer que le pudiera ser útil; Lucien le dijo que hablaría de ello con Lousteau. La actriz, después de unos instantes, se marchó, ocultando a Lucien que Camusot le esperaba abajo. Al día siguiente, a las ocho, Lucien se dirigió a casa de Étienne, y no encontrándole allí corrió a casa de Florine. El periodista y la actriz recibieron a su amigo en la bonita habitación en la que estaban maritalmente establecidos, y los tres desayunaron allí de manera espléndida.
—Pero, amigo mío —le dijo Lousteau una vez estuvieron sentados a la mesa y Lucien le hubo hablado de la cena que daría Coralie—, te aconsejo que te vengas conmigo a ver a Félicien Vernou, que le invites y que te hagas su amigo, dentro de lo que uno puede ser amigo de semejante granuja. Félicien te proporcionará tal vez la ocasión de entrar en el periódico político en el que cocina su folletín, y en donde podrás ir destacando a tu antojo a fuerza de grandes artículos. Este diario, como el nuestro, pertenece al partido liberal; tú serás liberal, es el partido popular; por otro lado, si quisieras pasarte al bando ministerial, podrías hacerlo tanto más fácilmente cuanto más te hagas temer. Hector Merlin y su señora de Val-Noble, a cuya casa van algunos grandes señores, jóvenes presumidos y millonarios, ¿no te han invitado a ti y a Coralie a cenar?
—Sí —repuso Lucien—; y a ti también, con Florine. Lucien y Lousteau, en su borrachera del viernes y durante la comida del domingo, habían llegado a tutearse.
—Pues bien, nos encontraremos con Merlin en el periódico; es un muchacho que seguirá de cerca a Finot; harás muy bien cuidándote e invitándolo a la cena con su amante; tal vez te sea útil antes de poco, ya que las personas odiosas necesitan de todo el mundo, y te hará favores por si en alguna ocasión necesita de tu pluma.
—Sus comienzos han hecho la suficiente sensación para que no encuentres ningún obstáculo —dijo Florine a Lucien; apresúrate en aprovecharlo, pues de otro modo pronto serás olvidado.
—El negocio, el gran negocio —continuó Lousteau—, ¡ha sido concluido! Ese Finot, un hombre sin ningún talento, es director y redactor jefe del semanario de Dauriat, propietario de una sexta parte que no le cuesta nada, y tiene un sueldo de seiscientos francos al mes. Y desde esta mañana, amigo mío, soy redactor jefe de nuestro pequeño periódico. Todo ha sucedido como lo esperaba la otra noche. Florine ha estado soberbia; el príncipe de Talleyrand tendría que aprender algunas cosas de ella.
—Conservamos a los hombres por su placer —dijo Florine—, y los diplomáticos los conquistan únicamente por su amor propio; los diplomáticos les ven hacer zalemas, mientras que nosotras les vemos hacer estupideces; nosotras, por lo tanto, somos las más fuertes.
—Para concluir —dijo Lousteau—, Matifat ha proferido la única frase que pronunciará en toda su vida de droguero: «El negocio (dijo) no se sale de mi comercio».
—Sospecho que es Florine quien se la ha apuntado —exclamó Lucien.
—Así pues, querido amigo —le dijo Lousteau—, tienes el pie en el estribo.
—Has nacido de pie —añadió Florine—. ¿Cuántos jóvenes no vemos que deambulan por París durante años y años sin poder insertar un artículo en un periódico? A ti te sucede como a Émile Blondet. Dentro de seis meses te veo haciendo lo que te salga de las narices —añadió ella, empleando una frase de las suyas y lanzándole una sonrisa burlona.
—Estoy en París desde hace tres años —dijo Lousteau—, y solamente desde ayer Finot me da trescientos francos como cantidad fija al mes; como redactor jefe me paga cien sueldos por columna, y cien francos por página en su semanario…
—¡Bueno! ¿Y tú no dices nada?… —exclamó Florine, mirando a Lucien.
—Ya veremos —replicó Lucien.
—Amigo mío —le dijo Lousteau, con un gesto un tanto contrariado—, lo he arreglado todo para ti como si se tratara de mi propio hermano, pero no respondo de Finot. Finot será solicitado por sesenta graciosos que de aquí a dos días van a ir a hacerle proposiciones con rebaja. Yo me he comprometido por ti, pero si quieres le puedes decir que no. No imaginas tu suerte, —continuó el periodista tras de una pausa—. Formarás parte de un grupo selecto, cuyos miembros atacan a los enemigos en diversos periódicos y se sirven mutuamente.
—Vamos primero a ver a Félicien Vernou —dijo Lucien, que estaba anhelante por aliarse con aquellos temibles aves de presa.
Lousteau envió a buscar un cabriolé y los dos amigos fueron a la calle Mandar, donde vivía Vernou en una casa con pasadizo en la que ocupaba un piso de la segunda planta. Lucien se extrañó enormemente al ver a este crítico acerbo, desdeñoso y grave en un comedor de la mayor vulgaridad, cubierto con un papel enladrillado, con manchas de moho por todas partes, adornado con grabados al aguatinta, en marcos dorados, y sentado a la mesa con una mujer demasiado fea para que no fuese legítima y con dos niños de corta edad encaramados en sillas altas, de estribos elevados y cerradas por una barra de madera que permitía sujetar a aquellos bribonzuelos. Sorprendido en una bata confeccionada con los restos de un vestido de indiana de su mujer, Félicien tenía un aire poco amable y contento.
—¿Has desayunado, Lousteau? —preguntó, ofreciendo una silla a Lucien.
—Venimos de casa de Florine —dijo Étienne—, y ya hemos desayunado allí.
Lucien no se cansaba de examinar a la señora Vernou, que se parecía a una robusta y gruesa cocinera, blanca pero superlativamente vulgar. La señora Vernou llevaba un pañuelo por encima de su gorro de dormir, con cintas a través de las cuales desbordaban sus mejillas apretadas. Su bata, sin cinturón y sujeta al cuello por un botón, descendía en grandes pliegues y le cubría tan mal que era imposible no compararla con un mojón. De una salud desesperante, tenía las mejillas casi violetas y unas manos con dedos en forma de morcillas. Esta mujer explicó de repente a Lucien la actitud molesta de Vernou en el mundo. Enfermo por su matrimonio, sin valor para abandonar mujer e hijos, pero lo suficientemente poeta como para sufrir por ello, este autor no podía perdonar a nadie un triunfo, tenía que estar descontento de todos y por todo sintiéndose descontento de sí mismo. Lucien comprendió el aire agrio que congelaba esta faz envidiosa y la acritud de las observaciones que este periodista sembraba en su conversación, lo acerbo y punzante de sus frases, siempre puntiagudas y trabajadas como un estilete.
—Pasemos a mi despacho —dijo Félicien, levantándose—; sin duda se trata de asuntos literarios.
—Sí y no —le replicó Lousteau—. Amigo mío, más bien se trata de una cena.
—Yo venía a rogarle de parte de Coralie… —dijo Lucien.
Al oír este nombre, la señora Vernou alzó la cabeza.
—… que viniese a cenar de hoy en ocho días —continuó Lucien—. Encontrará en su casa la concurrencia que había en casa de Florine, aumentada con la señora de Val-Noble, Merlin y algunos más. Jugaremos.
—Pero, amigo mío, ese día, precisamente, tenemos que ir a casa de la señora de Mahoudeau —dijo la esposa.
—¿Y eso qué importa? —exclamó Vernou.
—Si no vamos, se va a molestar y tú necesitas reunirte con ella para que te descuente tus letras de libreros.
—Querido amigo, aquí tiene a una mujer que no comprende que una cena literaria, que comienza a media noche, permite asistir a una velada que acaba a las once. Trabajo a su lado —añadió.
—¡Tiene tanta imaginación! —le dijo Lucien, que con sólo esa frase se hizo de Vernou un enemigo mortal.