—El señor Lucien de Rubempré, el autor del artículo sobre
El Alcalde
—repuso Finot.
—Joven —exclamó el antiguo militar, golpeando la frente de Lucien—, ahí tiene una mina de oro. No soy literato, pero he leído su artículo y me ha gustado. Hábleme de eso. Eso es alegría. En seguida me he dicho: Eso nos traerá suscripciones. Y han venido, hemos vendido cincuenta números.
—Mi contrato con Étienne Lousteau, ¿está escrito con una copia y listo para firmar? —preguntó a su tío.
—Sí —dijo Giroudeau.
—Pon fecha de ayer al que firmo con este señor, a fin de que Lousteau se vea obligado a aceptar estas condiciones. —Finot tomó el brazo de su nuevo redactor con un aspecto de camaradería que sedujo al poeta, y se lo llevó hacia la escalera, diciéndole—: De este modo ya tiene una posición establecida. Yo mismo le presentaré a mis redactores. Luego, esta noche, Lousteau hará que le conozcan en los teatros. Puede ganar ciento cincuenta francos en nuestro pequeño periódico, que va a dirigir Lousteau; por tanto, trate de llevarse bien con él. Ya el bribón me maldecirá por haberle atado las manos con respecto a usted, pero tiene talento y no quiero que esté a expensas de los caprichos de un redactor jefe. Entre nosotros, me puede traer hasta dos páginas por mes para mi semanario, se las pagaré a doscientos francos. No hable con nadie de este acuerdo, sería el blanco de las iras de todos los que sentirán su amor propio herido por la suerte de un recién llegado. Haga cuatro artículos con sus dos hojas, firme dos con su nombre y otros dos con un seudónimo para que no se tenga la impresión de que se come el pan de los demás. Debe su posición a Blondet y a Vignon, que le encuentran porvenir. Por tanto, no se eche a perder. Sobre todo no confíe en sus amigos. En cuanto a nosotros dos, entendámonos siempre bien. Sírvame y le serviré. Tiene unos cuarenta francos de palcos y localidades para vender y unos sesenta francos de libros. Eso y su redacción le proporcionarán cuatrocientos cincuenta francos al mes. Con un poco de ingenio sabrá encontrarse siempre, al menos, doscientos francos más con los libreros, que le pagarán artículos y prospectos. Pero usted es mío, ¿no es así? Puedo confiar en usted.
Lucien estrechó la mano de Finot, presa de un inenarrable transporte de alegría.
—No quiero que tengamos el aspecto de habernos puesto de acuerdo —le dijo Finot al oído, empujando la puerta de una buhardilla, en el quinto piso de la casa, situada al fondo de un largo pasillo.
Lucien vio entonces a Lousteau, Félicien Vernou, Hector Merlin y dos redactores más a los que no conocía, alrededor de una mesa cubierta con un mantel verde, delante de un buen fuego, sentados en sillas y sillones, fumando y riendo. La mesa estaba llena de papeles, había un verdadero tintero lleno de tinta, unas plumas bastante malas pero que servían a los redactores. Allí se mostró al nuevo periodista que era donde se elaboraba la gran obra.
—Señores —dijo Finot—, el objeto de la reunión es la instalación en lugar mío de nuestro querido Lousteau como redactor jefe del periódico que me veo obligado a abandonar. Pero, a pesar de que mis opiniones sufran una transformación necesaria para que pueda convertirme en redactor jefe de la Revista, cuyos destinos les son conocidos, mis convicciones son las mismas de siempre, y quedamos como amigos. Les pertenezco por completo, al igual que ustedes me pertenecen a mí. Las circunstancias son variables, pero los principios son inmutables. Los principios son el eje sobre el que se mueven las agujas del barómetro político.
Todos los redactores estallaron en una carcajada.
—¿Quién te ha apuntado esas frases? —preguntó Lousteau.
—Blondet —repuso Finot.
—Viento, lluvias, tempestad, buen tiempo invariable —dijo Merlin—; recorreremos todo eso juntos.
—En fin —siguió Finot—, no nos embarullemos con las metáforas; todos los que tengan algún artículo que traerme, encontrarán a Finot. Este caballero —dijo, presentando a Lucien— es de los suyos. Yo ya me he puesto de acuerdo con él, Lousteau.
Todos cumplimentaron a Finot por su ascenso y sus nuevos destinos.
—Estás a caballo sobre nosotros y sobre los demás —le dijo uno de los redactores desconocidos para Lucien—, te conviertes en Jano…
—Con tal de que no sea Juanito… —dijo Vernou.
—¿Nos dejas atacar a nuestras bestias negras?
—¡Lo que queráis! —repuso Finot.
—¡Ah! —dijo Lousteau—, pero el periódico no puede retroceder. El señor Châtelet se ha enfadado, no le vamos a soltar en una semana.
—¿Qué es lo que ha sucedido? —preguntó Lucien.
—Ha venido a pedir explicaciones —dijo Vernou—. El ex guapo del Imperio se ha encontrado con el tío Giroudeau, que con su mejor sangre fría le ha indicado a Philippe Bridau como el autor del artículo, y Philippe ha pedido al barón su hora y sus armas. El asunto no ha pasado de ahí. Actualmente estamos ocupados en presentar excusas al barón en el número de mañana. Cada frase es una puñalada.
—Pinchadle fuerte, vendrá a buscarme —dijo Finot—. Adoptaré el aspecto de hacerle un favor calmándoos, anda detrás de un ministerio y sacaremos algo de ahí, una plaza de profesor suplente o un estanco. Nos sentimos muy felices de que se haya enfadado. ¿Quién de entre vosotros quiere hacer un artículo de fondo acerca de Nathan?
—Dádselo a Lucien —dijo Lousteau—. Hector y Vernou redactarán unos artículos en sus periódicos respectivos…
—Adiós, caballeros, nos veremos a solas en casa de Barbin —dijo Finot, riendo.
Lucien recibió algunas felicitaciones por su admisión en el temible cuerpo de periodistas, y Lousteau le presentó como a un hombre en el que se podía confiar.
—Lucien os invita en masa, señores, a cenar en casa de su amante, la bella Coralie.
—Coralie pasa al Gimnasio —dijo Lucien a Étienne.
—Bien, caballeros, queda entendido que haremos subir a Coralie, ¿eh? En todos vuestros periódicos poned unas lineas sobre su contrato y hablad de su talento. Concederéis tacto y habilidad a la administración del Gimnasio, ¿podemos otorgarle también talento?
—Le concederemos —repuso Merlin—; Frédéric tiene una obra con Scribe.
—¡Oh!, el director del Gimnasio es entonces el más previsor y más perspicaz de los especuladores —dijo Vernou.
—¡Ah!, no hagáis vuestros artículos sobre los libros de Nathan hasta que no nos hayamos puesto de acuerdo, ya sabréis por qué —dijo Lousteau—. Hemos de ser de utilidad a nuestro nuevo compañero. Lucien tiene dos libros que colocar, un tomo de sonetos y una novela. En poco tiempo hemos de hacer de él un gran poeta. Utilizaremos sus
Margaritas
para rebajar las Odas, las Baladas, las Meditaciones y toda la poesía romántica.
—Sería muy gracioso si los sonetos no valieran nada —dijo Vernou—. ¿Qué opina de sus sonetos, Lucien?
—Eso, ¿cómo los encuentra? —preguntó uno de los redactores.
—Caballeros, están bien —contestó Lousteau—, palabra de honor.
—Bueno, estoy satisfecho —añadió Vernou—; los arrojaré a las piernas de esos poetas de sacristía que me cansan.
—Si Dauriat no acepta esta noche
Las Margaritas
, le lanzaremos artículo tras artículo contra Nathan.
—¿Y qué dirá Nathan? —preguntó Lucien.
Los cinco redactores se echaron a reír.
—Se sentirá encantado —dijo Vernou—. Ya verá cómo arreglamos las cosas.
—Así pues, ¿este caballero es de los nuestros? —preguntó uno de los dos redactores a quienes Lucien no conocía.
—Sí, sí, Frédéric, nada de bromas. Ya ves, Lucien —dijo Étienne al neófito—, cómo obramos contigo. Espero que llegado el momento tú no retrocederás. Todos queremos a Nathan y vamos a atacarle. Ahora, repartámonos el imperio de Alejandro. Frédéric, ¿quieres los Franceses, y el Odeón?
—Si estos señores consienten en ello… —repuso Frédéric.
Todos inclinaron las cabezas, pero Lucien vio brillar miradas de envidia.
—Yo me quedo con la Ópera, los Italianos y la Ópera Cómica —dijo Vernou.
—¡Muy bien! Entonces Hector se dedicará a los teatros de Variedades —dijo Lousteau.
—Y yo, ¿es que no voy a tener ningún teatro? —preguntó el otro redactor que no conocía a Lucien.
—Bueno, entonces que Hector te deje las Variedades y Lucien la Porte-Saint-Martin —dijo Étienne—. Cédele la Porte-Saint-Martin, está loco por Fanny Beaupré —dijo a Lucien—; te quedarás con el Circo Olímpico a cambio. Yo me dedicaré a Bobino, los Funámbulos y Madame Saqui. ¿Qué tenemos para el número de mañana?
—Nada.
—Nada.
—¡Nada!
—Caballeros, sed un poco brillantes para mi primer número. El barón Châtelet y su jibia no durarán ni ocho días. El autor de
El Solitario
está ya muy gastado.
—Sóstenes-Demóstenes está ya muy gastado —apuntó Vernou—, todo el mundo nos lo ha imitado.
—¡Oh!, necesitamos nuevos muertos —exclamó Frédéric.
—Caballeros, ¿y si adjudicáramos ridiculeces a los hombres virtuosos de las derechas? ¿Y si dijéramos, por ejemplo, que al señor De Bonald le huelen los pies? —exclamó Lousteau.
—¿Por qué no comenzamos una serie de retratos de los oradores ministeriales? —preguntó Hector Merlin.
—Hazlo, pequeño —concedió Lousteau—; tú los conoces, son de tu partido, podrás dar satisfacción a algunos odios internos. Empoigne Beugnot, Syrieys de Mayrinhac y otros. Los artículos pueden estar listos con anticipación, no nos tendremos que ocupar por el periódico.
—Tal vez podríamos inventar algunos epitafios sobre las circunstancias más o menos importantes —dijo Hector.
—No, no quiero que sigamos las huellas de los grandes periódicos constitucionales, que tienen la mayor parte de secciones llenas de
canards
—repuso Vernou.
—¿
Canards
? —preguntó Lucien.
—Llamamos
canards
—le repuso Hector— a un hecho que tiene aspecto de ser verdad, pero que se inventa para dar realce a los Sucesos cuando éstos son de poca monta. El
canard
es un hallazgo de Franklin, que inventó el pararrayos,
canard
y la república. Este periodista engañó tan bien a los enciclopedistas con sus
canards
de ultramar, que, en la
Historia Filosófica de las Indias
, Raynal consideró dos de esos
canards
como sucesos auténticos.
—No sabía eso —dijo Vernou—. ¿Cuáles son los dos
canards
?
—La historia relativa al inglés que vende a su libertadora, una suegra, después de haberla hecho madre a fin de sacar más dinero de ella. Luego, la sublime defensa de la joven embarazada ganando su causa. Cuando Franklin vino a París, confesó sus
canards
en casa de Necker, con gran confusión de los filósofos franceses. Y he aquí cómo el Nuevo Mundo ha corrompido por dos veces al antiguo.
—El periódico considera verdadero todo lo que es probable —dijo Lousteau—. Ése es nuestro punto de partida.
—La justicia criminal no procede de otra forma —añadió Vernou.
—Bueno; entonces hasta esta noche a las nueve, aquí —dijo Merlin.
Todos se levantaron, se estrecharon las manos y la sesión quedó finalizada en medio de los testimonios de la más acendrada familiaridad.
—¿Qué has hecho a Finot —dijo Étienne a Lucien mientras bajaban— para que haya establecido un acuerdo contigo? Eres el único con el que se ha ligado.
—Yo nada, él me lo ha propuesto —respondió Lucien.
—En fin, si tienes arreglos con él, estoy encantado; con eso no somos sino más fuertes ambos.
En la planta baja, Étienne y Lucien se encontraron con Finot, quien se llevó aparte a Lousteau al despacho que figuraba teóricamente como el de redacción.
—Firme su contrato para que el nuevo director crea que la cosa ya estaba hecha ayer —dijo Giroudeau, presentando a Lucien dos papeles timbrados.
Mientras leía aquel contrato, Lucien oyó una viva discusión entre Étienne y Finot acerca de los productos en especies del periódico. Étienne quería su parte en los impuestos cobrados por Giroudeau. Debió de haber sin duda una transacción entre Finot y Lousteau, ya que los dos amigos salieron completamente de acuerdo.
—A las ocho en las Galerías de Madera, en casa de Dauriat —dijo Étienne a Lucien.
Un joven se presentó para ser redactor, con el aire tímido que antes tenía Lucien. Éste sintió una especie de secreto placer al ver que Giroudeau gastaba al neófito las mismas bromas con las que el antiguo militar le había tomado antes el pelo a él; su interés le hizo comprender perfectamente la necesidad de este artilugio para colocar unas barreras casi infranqueables entre los que comenzaban y la buhardilla en la que se reunían los elegidos.
—Ya no hay tanto dinero para los redactores —dijo a Giroudeau.
—Si fuesen aún más numerosos, cada uno tendría menos —repuso el capitán.
El antiguo soldado hizo girar su bastón y salió carraspeando. Pareció estupefacto al ver a Lucien subiendo al hermoso coche parado en el bulevar.
—Ahora ustedes son los militares y nosotros los paisanos —le dijo el soldado.
—Palabra de honor, esos jóvenes me parecen ser los mejores muchachos del mundo —dijo Lucien a Coralie—. Heme aquí periodista, con la certeza de poder ganar seiscientos francos al mes trabajando como un caballo; pero colocaré mis dos libros y escribiré otros, ya que mis amigos me van a organizar un éxito. Así, pues, digo como tú, Coralie: «¡A toda vela!».
—Triunfarás, cariño mío, pero no seas tan bueno como eres guapo; te perderías. Sé malo con los hombres; es un buen sistema.
Coralie y Lucien se fueron a pasear por el Bosque de Bolonia y allí se encontraron de nuevo con la marquesa de Espard, la señora de Bargeton y el barón du Châtelet. La señora de Bargeton miró a Lucien con aire seductor que podía interpretarse como un saludo. Camusot había encargado la mejor cena del mundo. Coralie, sabiéndose libre de él, estuvo tan encantadora con el pobre sedero, que éste no recordaba, en los catorce meses de sus relaciones, haberla visto tan graciosa y atractiva.
«Bueno —se dijo—, permanezcamos a su lado, a pesar de todo».
Camusot propuso en secreto a Coralie una inversión de seis mil libras de renta en la Deuda Pública, que su esposa desconocía, si quería continuar siendo su amante y consintiendo en cerrar los ojos sobre sus amores con Lucien.
—¿Traicionar a semejante ángel?… Pero mírale, pobre monigote, y mírate tú —le dijo señalándole al poeta, a quien Camusot había aturdido ligeramente haciéndole beber.