Las ilusiones perdidas (74 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

—Eso no es nada, querido amigo; ¿quiere ganar tiempo?

—Lo más posible.

—Pues bien, opóngase a la ejecución de la sentencia. Vaya a ver a uno de mis amigos, Masson, abogado del Tribunal de Comercio; llévele sus documentos y él renovará la oposición, se presentará en lugar suyo y declinará la competencia del Tribunal de Comercio. Esto no tendrá la menor dificultad, es un periodista bastante conocido. Si es emplazado ante el Tribunal de lo Civil, venga a verme, eso me concierne: yo me encargo de mandar a paseo los que molestan a la bella Coralie. El veintiocho de mayo, Lucien, emplazado ante el Tribunal Civil, fue condenado antes de lo que pensara Desroches, ya que había orden de perseguir a Lucien a ultranza. Cuando se practicó un nuevo embargo, cuando el papelito amarillo volvió de nuevo a decorar las pilastras de la puerta de Coralie y se quisieron llevar el mobiliario, Desroches, un poco corrido por haberse dejado coger por su colega (tal fue su expresión), se opuso a ello, pretendiendo, con razón, además, que el mobiliario pertenecía a la señorita Coralie e interpuso un recurso de urgencia. Ante el recurso, el presidente del Tribunal envió a las partes a audiencia, en donde la propiedad de los muebles fue adjudicada por sentencia a la actriz. Métivier apeló, pero su apelación fue denegada por disposición de treinta de julio.

El siete de agosto,
maître
Cachan recibió por la diligencia un enorme expediente titulado: «Métivier contra Séchard y Lucien Chardon».

La primera pieza era la bonita notita siguiente, cuya exactitud está garantizada:

«Letra del 30 de abril último, suscrita por Séchard hijo, orden de Lucien de Rubempré. (2 de mayo) Cuenta de Retorno: 1.037,45. (5 de mayo) Denuncia de la cuenta de retorno y del protesto con citación ante él Tribunal de Comercio de París para el 7 de mayo: 8,75. (7 de mayo) Juicio y condenación en ausencia y apremio: 35,00. (10 de mayo) Notificación del juicio: 8,50. (12 de mayo) Mandamiento: 5,50. (14 de mayo) Proceso verbal de embargo: 16,00. (18 de mayo) Proceso verbal de aplicación de edictos: 15,25. (19 de mayo) Inserción en el periódico: 4,00. (24 de mayo) Proceso verbal de verificación precediendo el embargo y conteniendo la oposición a la ejecución de la sentencia por parte del señor Lucien de Rubempré: 12,00. (27 de mayo) Sentencia del Tribunal que, haciendo justicia, hace reenvío, a causa de la oposición, debidamente reiterada, de las partes ante el Tribunal Civil: 35,00. (27 de mayo) Asignación a plazo breve por Métivier, ante el Tribunal civil, con constitución de procurador: 6,50. (2 de junio) Sentencia contradictoria que condena a Lucien Chardon a pagar los conceptos de la cuenta de retorno y deja a cargo del demandante los gastos hechos ante el Tribunal de Comercio: 150,00. (6 de junio) Notificación de lo citado: 10,00. (15 de junio) Mandamiento: 5,50. (19 de junio) Proceso verbal de embargo y oposición ante ese embargo por parte de la señorita Coralie, que pretende que el mobiliario le pertenece y solicita recurso de urgencia, en el caso en que se quisiera ejecutar el embargo: 20,00. (19 de junio) Orden del presidente, que envía a las partes a audiencia en estado de recurso: 40,00. (19 de junio) Sentencia que adjudica la propiedad de los muebles a la citada señorita Coralie: 250,00. (20 de junio). Recurso de Métivier: 17,00. (30 de junio) Confirmación de la sentencia: 250,00. Total: 889,00. Letra de 31 de mayo: 1.037,45. Denuncia a Lucien: 8,75. Total: 1046,20. Letra de 30 de junio, cuenta de retorno: 1.037,45. Denuncia a Lucien: 8,75. Total: 1046,20».

Estos documentos iban acompañados de una carta por la que Métivier daba orden a
maître
Cachan, procurador en Angulema, para que persiguiera a David Séchard con todos los medios de derecho.
Maître
Víctor-Ange-Herménégilde Doublon citó pues a David Séchard el 3 de julio, en el Tribunal de Comercio de Angulema, para el pago de la suma total de cuatro mil dieciocho francos con ochenta y cinco céntimos, total de los tres pagarés más los gastos efectuados. El día en que Doublon debía llevarle la orden de pagar esta suma, enorme para ella, Ève recibió por la mañana esta fulminante carta escrita por Métivier:

«Al señor Séchard, hijo, impresor en Angulema.

»Su cuñado, el señor Chardon, es un hombre de una insigne mala fe, que ha puesto su mobiliario a nombre de una actriz con la que vive, y tendría que haberme prevenido lealmente de estas circunstancias a fin de evitarme realizar diligencias inútiles, ya que no ha contestado a mi carta del 10 de mayo último. No encuentre pues extraño que le pida el inmediato reembolso de los tres pagarés y todos los gastos.

»Reciba mis saludos.

Métivier».

Al no oír hablar más de nada, Ève, poco ducha en derecho comercial, pensaba que su hermano había reparado su crimen, pagando las letras falsificadas.

—Querido —dijo a su marido—, corre en seguida a casa de Petit-Claud, explícale nuestra situación y consúltale.

—Amigo mío —dijo el pobre impresor, entrando en el despacho de su compañero, adonde precipitadamente había acudido—, no sabía, cuando viniste a anunciarme tu nombramiento y a ofrecerme tus servicios, que los iba a necesitar tan pronto.

Petit-Claud escrutó el bello rostro de pensador que le ofrecía este hombre sentado en un sillón, frente a él, ya que no escuchó el detalle del asunto, que conocía mejor que el que lo estaba explicando. Al ver entrar a Séchard inquieto, se dijo:

«Ya está hecha la jugada. —Esta escena se interpreta muy a menudo en el despacho de los procuradores—. ¿Por qué le perseguirán los Cointet?», se preguntaba Petit-Claud.

Es trabajo de los procuradores penetrar tan bien en el alma de los clientes como en la de sus adversarios; han de conocer tan bien el derecho como el revés de la trama jurídica.

—Lo que tú quieres es ganar tiempo —repuso al fin Petit-Claud a Séchard, cuando éste hubo terminado—. ¿Te va bien algo como tres o cuatro meses?

—¡Oh! ¡Cuatro meses y estoy salvado! —exclamó David, a quien Petit-Claud le pareció un ángel.

—Pues bien, no tocarán ninguno de tus muebles ni te podrán detener antes de tres o cuatro meses… Pero eso te costará muy caro —añadió Petit-Claud.

—¿Y qué es lo que me puede importar?

—Esperas ingresos, ¿estás seguro? —preguntó el procurador, sorprendido por la facilidad con que su cliente caía en la trampa.

—Antes de tres meses seré rico —repuso el inventor, con una seguridad de inventor.

—Tu padre no se ha retirado aún —repuso Petit-Claud—, y prefiere cuidar de sus viñas.

—¿Acaso crees que cuento con la muerte de mi padre?… —replicó David—. Estoy tras la pista de un secreto industrial que me permitirá fabricar sin una brizna de algodón un papel tan sólido como el papel de Holanda, y a mitad de precio del actual de algodón…

—¡Es una fortuna! —exclamó maravillado Petit-Claud, que entonces comprendió claramente el proyecto del mayor de los Cointet.

—Una gran fortuna, amigo mío, ya que de aquí a diez años será necesario diez veces más papel del que se consume en la actualidad. El periodismo será la locura de nuestro tiempo.

—¿Nadie sabe tu secreto?

—Nadie, salvo mi mujer.

—¿No has dicho tu proyecto, tu programa, a algún otro?… ¿A los Cointet, por ejemplo?

—Le he hablado, pero vagamente, creo…

Un destello de generosidad pasó por el alma amargada de Petit-Claud, quien trató de conciliarlo todo, el interés de los Cointet, el suyo y el de Séchard.

—Escucha, David, somos camaradas de colegio, yo te defenderé; pero entérate bien, esta defensa en contra de la ley te costará ¡cinco o seis mil francos!… No comprometas tu fortuna. Creo que te verás obligado a compartir los beneficios de tu invento con uno de nuestros fabricantes. Veamos, lo mirarás dos veces antes de comprar o hacer construir una papelera… Será necesario, además, que adquieras una patente de invención… Todo eso requerirá tiempo y dinero. Los notarios caerán sobre ti tal vez demasiado pronto, a pesar de las vueltas que vamos a hacer que den ante ti…

—¡Tengo mi secreto! —dijo David con la ingenuidad del sabio.

—Pues bien, tu secreto será tu salvavidas —continuó Petit-Claud, vuelto atrás de su primera y leal intención de evitar un proceso mediante una transacción—. No quiero saberlo; pero escúchame bien: trata de trabajar en las entrañas de la tierra, que nadie te vea ni pueda sospechar tus métodos de fabricación, ya que tu salvavidas podría serte robado ante tus propias narices… Un inventor oculta muchas veces un tonto bajo su piel. Pensáis demasiado en vuestros secretos para poder pensar en todo. Acabarán por enterarse de tus secretos, rodeado como estás de fabricantes. Cada fabricante es un enemigo. Te veo como el castor en medio de los cazadores, no les entregues tu piel…

—Gracias, mi querido compañero, yo ya había pensado en eso —exclamó Séchard—. ¡Pero te estoy agradecido por haberme mostrado tanta prudencia y solicitud!… No se trata de mí, en esta empresa. Para mí, mil doscientos francos de renta me serían suficientes, y mi padre tiene que dejarme al menos tres veces más, algún día… Vivo para el amor y para mi pensamiento… una vida celestial… Se trata de Lucien y de mi mujer, por ellos es por los que trabajo…

—Entonces fírmame este poder y no te preocupes más que de tu descubrimiento. El día en que se te haya de esconder, porque seas reclamado en persona, te avisaré la víspera; ya que hay que prevenirlo todo. Y déjame decirte que no permitas entrar en tu casa a nadie de quien no estés seguro como de ti mismo.

—Cérizet no ha querido continuar el arrendamiento de la explotación de mi imprenta, y de ahí han venido nuestros pequeños problemas pecuniarios. En mi casa no quedan más que Marion, Kolb, un alsaciano que es como un perro fiel, mi mujer y mi suegra…

—Escucha —dijo Petit-Claud—, desconfía del perro fiel…

—No lo conoces —exclamó David—. Kolb es como si se tratara de mí mismo…

—¿Me dejas hacer una prueba?…

—Sí —dijo Séchard.

—Entonces, adiós; pero envíame a la bella señora Séchard. Un poder de tu mujer me es indispensable. Y, amigo mió, piensa que el fuego se apodera de tus negocios —dijo Petit-Claud a su compañero, previniéndole de esta forma de todos los males judiciales que sobre él iban a caer.

«Heme aquí, pues, con un pie en Borgoña y otro en Champaña», se dijo Petit-Claud tras de haber acompañado a su amigo David Séchard hasta la puerta de su estudio.

Dominado por el disgusto de la falta de dinero, presa de la pena que le causaba el estado de su mujer, asesinada por la infamia de Lucien, David buscaba siempre la solución de su problema; y así, tanto al ir hacia la casa de Petit-Claud como de vuelta a la suya, mascaba un tallo de ortiga de las que ponía a enriar como materia prima para su pasta. Quería reemplazar las diferentes destrucciones que operan en la maceración el tejido y el uso de todo lo que se convierte en hilo o en trapo por parecidos procedimientos. Cuando caminaba por las calles, bastante contento por la entrevista con su amigo Petit-Claud, se encontró con una bola de pasta entre los dientes: la tomó en su mano y vio una papilla o pulpa, superior a todas las composiciones que había obtenido, ya que el principal inconveniente de las pastas que se obtienen de los vegetales es su falta de cohesión. La paja, por ejemplo, produce un papel quebradizo, casi metálico y sonoro. Estas casualidades sólo son encontradas por los audaces investigadores de causas naturales.

«Voy —se decía— a reemplazar mediante el empleo de una máquina y de un agente químico la operación que acabo de realizar de forma tan maquinal». Y apareció ante su mujer lleno de alegría por su fe en el triunfo.

—¡Oh, ángel mío! —dijo David, al ver a su mujer con lágrimas en los ojos y señales de haber llorado—. No te preocupes, Petit-Claud nos garantiza unos meses de tranquilidad. Tendré gastos, pero como se me ha dicho al despedirme: «Todos los franceses tienen derecho a hacer esperar a sus acreedores, con tal de que acaben por pagarles su capital, intereses y gastos…». Pues bien, nosotros pagaremos…

—¿Y vivir? —preguntó la pobre Ève, que pensaba en todo.

—¡Ah!, es verdad —repuso David, llevándose una mano a la oreja, en un gesto inexplicable y familiar en casi todas las personas preocupadas.

—Mi madre cuidará de nuestro pequeño Lucien y yo me pondré a trabajar.

—¡Ève! ¡Oh, mi Ève! —exclamó David, abrazando a su mujer y estrechándola sobre su corazón—. ¡Ève!, a dos pasos de aquí, en Saintes, en el siglo dieciséis, uno de los hombres más grandes de Francia, ya que no solamente fue el inventor de los esmaltes, sino también el glorioso precursor de Buffon, de Cuvier descubrió la geología antes que ellos; este ingenuo buen hombre, Bernard de Palissy, sufría la pasión de los buscadores de secretos, pero veía a su mujer y a sus hijos y todo un barrio contra él. Su mujer le vendía sus herramientas… Erraba por el campo, incomprendido… perseguido y hasta señalado muchas veces con el dedo… Mientras que yo soy amado…

—Muy bien amado —repuso Ève, con la plácida expresión del amor seguro de sí mismo.

—Se puede sufrir entonces todo lo que sufrió aquel pobre Bernard de Palissy, el autor de las cerámicas de Ecouen, que Carlos IX salvó de la noche de San Bartolomé y que, en fin, dio frente a Europa, viejo, rico y honrado, cursos sobre su ciencia de las tierras, como la llamaba.

—Mientras mis dedos tengan fuerza para sostener una plancha, a ti no te faltará nada —exclamó la pobre mujer con el acento de la más profunda abnegación—. En los tiempos en que era primera planchadora en casa de la señora Prieur, tenía como amiga a una muchachita muy juiciosa, la prima de Postel, Basine Clerget; pues bien, Basine acaba de decirme, al traerme su ropa fina, que sucede a la señora Prieur; iré pues a trabajar a su casa…

—¡Ah!, no trabajarás allí por mucho tiempo —repuso Séchard—. He encontrado…

Por primera vez, la sublime fe en el éxito, que sostiene a los inventores y les da el valor de seguir adelante en la selva virgen del país de los descubrimientos, fue acogida por Ève con una sonrisa casi triste, y David bajó la cabeza con fúnebre movimiento.

—¡Oh, amigo mío!, no me burlo, no me río, no lo dudo —exclamó la bella Ève, arrodillándose ante su marido—. Pero veo la razón que tenías en guardar el silencio más profundo acerca de tus ensayos y tus experiencias. Sí, amor mío, los inventores tienen que callar la penosa elaboración de su gloria a todo el mundo, incluso a sus mujeres… Una mujer siempre es una mujer. Tu Ève no ha podido contener una sonrisa al oírte decir: «¡Ya lo tengo!», por decimoséptima vez en un mes.

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