—Señora, si su hermano hubiese sido bien aconsejado, hoy se encontraría en el camino de los honores y sería el marido de la señora de Bargeton; pero, ¿qué quiere?… La ha abandonado, insultado. A pesar suyo, ella se ha convertido en la condesa de Sixte du Châtelet, aunque amaba a Lucien.
—¿Es posible? —exclamó la señora de Séchard.
—Su hermano es un aguilucho a quien los primeros rayos del lujo y de la gloria ha cegado. Cuando un águila cae, ¿quién puede saber en el fondo de qué precipicio se detendrá? La caída de un gran hombre está siempre en relación con la altura que ha alcanzado.
Ève regresó asustada por esta última frase, que le atravesó el corazón como una flecha. Herida en lo más sensible de su alma, guardó en casa el más profundo silencio; pero más de una lágrima rodó por sus mejillas y sobre la frente de la criatura que alimentaba. Es tan difícil renunciar a las ilusiones que el espíritu de familia autoriza y que nacen con la vida, que Ève no se fió de Eugène de Rastignac y quiso oír la voz de un amigo verdadero. Escribió por tanto una conmovedora carta a D'Arthez, cuya dirección sabía por Lucien, en los tiempos en que éste era entusiasta del Cenáculo, y he aquí la respuesta que obtuvo:
«Señora: Me pide la verdad sobre la vida que en París lleva su hermano, quiere que le diga con claridad cuál es su porvenir, y, para obligarme a responderle con toda franqueza, me repite lo que sobre el asunto le ha dicho el señor de Rastignac, preguntándome si tales hechos son verdaderos. En lo que me concierne, señora, es preciso rectificar, en beneficio de Lucien, las confidencias del señor de Rastignac. Su hermano ha sentido remordimientos, ha venido a enseñarme la crítica de mi libro, diciéndome que no podía decidirse a publicarla a pesar del peligro que la desobediencia a las órdenes de su partido podía suponer para una persona muy querida. Pero, ¡ay!, señora, la tarea de un escritor es concebir pasiones, ya que cifra su gloria en expresarlas: comprendí entonces que entre un amante y un amigo, el amigo tenía que ser sacrificado. He facilitado el crimen a su hermano, yo mismo corregí este artículo
libelicida
y lo aprobé por completo.»Me pregunta si Lucien ha conservado mi estima y mi amistad. Aquí es difícil dar una respuesta. Su hermano se encuentra en un camino en el que se perderá. En este momento le tengo lástima todavía; pronto lo habré olvidado voluntariamente, no precisamente por lo que ha hecho, sino por lo que debe hacer aún. Su Lucien es un hombre de poesía y no un poeta, sueña y no piensa, se agita y no crea. En una palabra, permítame decirlo, es una mujercilla que le gusta aparentar, el principal vicio de un francés. Por tanto, Lucien sacrificará siempre al mejor de sus amigos por el placer de demostrar su ingenio. Con toda complacencia firmaría mañana mismo un pacto con el demonio si ese pacto le permitiera llevar durante unos años una vida brillante y lujosa. ¿Acaso no ha obrado ya de forma peor al trocar su porvenir por las delicias pasajeras de su vida pública con una actriz?
»En estos momentos la juventud, la belleza, la abnegación de esta mujer, ya que es adorado por ella, le ocultan los peligros de una situación en que ni la gloria, ni el éxito, ni la fortuna hacen que sea aceptado por el mundo. Pues bien, a cada nueva seducción, su hermano no verá más que, como hoy, los placeres del momento. Tranquilícese, Lucien nunca llegará al crimen, no tendría fuerzas, pero aceptaría un crimen ya perpetrado y participaría de los beneficios sin haber tenido parte en los peligros: lo cual parece horroroso a todo el mundo, incluso a los depravados. Se despreciaría a sí mismo, se arrepentiría, pero si la necesidad volviese de nuevo, reincidiría, ya que le falta voluntad, se encuentra sin fuerzas contra las sugestiones de la voluptuosidad, contra la satisfacción de sus menores ambiciones.
»Perezoso como todos los hombres de poesía, se cree hábil escamoteando las dificultades en lugar de vencerlas. Tendrá valor a tal hora, pero a tal otra será un cobarde. Y no se puede ni ensalzar su valor, ni reprocharle su cobardía. Lucien es como un arpa en la que las cuerdas se tensan o se aflojan a tenor de las variaciones atmosféricas. Podrá hacer un bello libro en un momento de cólera o de dicha y no ser sensible al éxito después de haberlo deseado, sin embargo.
»Desde sus primeros días en París, cayó bajo la influencia de un joven sin moral, pero cuya experiencia y habilidad en medio de las dificultades de la vida literaria le han sugestionado. Este prestidigitador ha seducido a Lucien completamente y le ha arrastrado a una existencia sin dignidad y en la que, desgraciadamente para él, el amor ha arrojado sus prestigios. La admiración concedida demasiado fácilmente es un signo de debilidad: no se debe pagar con la misma moneda a un equilibrista y a un poeta. Todos nos hemos sentido heridos por la preferencia concedida a la intriga y a la bribonería literaria sobre el valor y el honor de aquellos que aconsejaban a Lucien que aceptara el combate en lugar de hurtar el éxito, de arrojarse en la arena antes que ser uno de las trompetas de la orquesta.
»La sociedad, señora, se encuentra, por singular paradoja, llena de indulgencia para con los jóvenes de esta manera de ser; los quiere y se deja convencer por las bellas apariencias de sus dones externos; no exige nada de ellos, excusa todas sus faltas, les concede los beneficios de las naturalezas completas, no queriendo ver en ellos más que sus ventajas, y hace de ellos, finalmente, sus niños mimados. Por el contrario, es de una severidad sin límites para con las naturalezas fuertes e íntegras. En esta línea de conducta, la sociedad, tan violentamente injusta en apariencia, es sublime, tal vez. Se divierte con los bufones, sin pedirles otra cosa que placer, y bien pronto los olvida, mientras que para doblar la rodilla ante la grandeza le exige divinas magnificencias.
»A cada cosa su ley: el diamante eterno debe estar sin mancha, la momentánea creación de la moda tiene el derecho de ser ligera, extravagante y sin consistencia. Por lo tanto, y a pesar de sus errores, tal vez Lucien triunfe a las mil maravillas, le bastará con aprovechar alguna buena oportunidad o encontrarse con buena compañía; pero, si se encuentra con un ángel malo, irá hasta el fondo de los infiernos. Es un conjunto de bellas cualidades bordadas sobre un fondo demasiado ligero; la edad se lleva las flores, y un buen día no queda más que el tejido y, si éste es malo, sólo se ve un harapo. Mientras Lucien sea joven, gustará; pero dentro de treinta años, ¿en qué situación se encontrará? Ésta es la pregunta que se han de hacer los que le aman sinceramente. Si hubiese sido el único en pensar así de Lucien, tal vez le hubiese evitado este disgusto con mi sinceridad; pero además de parecerme indigno de usted eludir con trivialidades las cuestiones presentadas por su solicitud y por su carta, que es un grito de angustia, y de mí, a quien concede gran estima, aquellos de mis amigos que han conocido a Lucien se muestran unánimes en este parecer; por lo tanto, creo que para mí ha sido el cumplimiento de un deber la manifestación de la verdad, por muy terrible que ésta sea.
»Se puede esperar cualquier cosa de Lucien, tanto en bien como en mal. Tal es nuestro pensamiento en una sola frase que resume esta carta. Si los azares de su vida, ahora muy miserable y desgraciada, condujeron a ese poeta hacia usted, use de toda su influencia para retenerle en el seno de su familia, ya que hasta que su carácter no haya adquirido cierta firmeza, París siempre será peligroso para él. A usted y a su marido les llamaba sus ángeles guardianes, y sin duda les ha olvidado, pero les recordará en el momento en que, batido por la tempestad, no tendrá más que su familia como refugio; guárdele su corazón, señora. Lo necesitará mucho.
»Reciba, señora, el sincero homenaje de un hombre a quien sus preciosas cualidades son conocidas y que respeta demasiado sus maternales inquietudes para no ofrecerle aquí su obediencia, diciéndose
»su devoto servidor,
D'Arthez».
Dos días después de haber leído esta respuesta, Ève se vio obligada a tomar una nodriza, debido a los trastornos que el disgusto provocó en la lactante. Después de haber hecho un dios de su hermano, lo veía depravado por el ejercicio de las más bellas facultades; en una palabra, para ella, se revolcaba en el fango. Esta noble criatura no sabía transigir con la honradez, la delicadeza, con todas las religiones domésticas cultivadas en el seno de la familia, aún tan puro y brillante en el fondo de su provincia. David había tenido razón en sus previsiones. Cuando la pena, que ponía en su frente tan blanca tintes de plomo, fue confiada por Ève a su marido en una de esas límpidas conversaciones en las que las parejas de enamorados pueden decírselo todo, David pronunció palabras de consuelo. A pesar de que las lágrimas asomaron a sus ojos, viendo el bello seno de su mujer estremecido por el dolor, y a esta madre al borde de la desesperación por no poder cumplir su obra maternal, tranquilizó a su esposa, dándole algunas esperanzas.
—Ves, cariño mío, tu hermano ha pecado por la imaginación. Es cosa muy natural en un poeta desear su ropaje púrpura y azul; ¡corre tan presuroso a las fiestas! Este pájaro se prenda del esplendor del lujo con tan buena fe, que Dios le excusa allí donde la sociedad le condena.
—Pero… ¡nos mata! —exclamó la pobre mujer.
—Ahora nos mata de la misma forma que nos salvaba hace unos meses al enviarnos las primicias de sus ganancias —replicó David, que tuvo el buen sentido de comprender que la desesperación llevaba a su mujer más allá de sus límites y que pronto retornaría a su amor para con Lucien—. Mercier decía en su
Cuadro de París
, hace unos cincuenta años, que la literatura, la poesía, las letras y las ciencias, las creaciones del cerebro, nunca podían alimentar a un hombre; y Lucien, en su calidad de poeta, no ha creído en la experiencia de cinco siglos. Las semillas rociadas con tinta no se recogen (cuando se recogen) sino a los diez o doce años de la siembra, y Lucien ha tomado la hierba en vez de la planta. Al menos la vida le habrá enseñado algo. Después de haber sido engañado por una mujer, tenía que ser engañado por el mundo y las falsas amistades. La experiencia que ha conseguido la ha pagado muy cara; eso es todo. Nuestros antepasados decían: «Con tal de que un hijo vuelva con sus dos orejas y el honor a salvo, todo va bien»…
—¡El honor! —exclamó la pobre Ève—. ¡Ay!, ¡a cuántas virtudes ha faltado Lucien!… ¡Escribir en contra de su conciencia! ¡Atacar a su mejor amigo!… ¡Aceptar el dinero de una actriz!… ¡Mostrarse con ella! ¡Ponernos en evidencia y dejarnos en la mayor miseria!…
—¡Oh! Eso no es nada… —dijo David, interrumpiéndose.
El secreto de la falsificación cometida por su cuñado se le iba a escapar, y, desgraciadamente, Ève, al darse cuenta de este movimiento, albergó vagas inquietudes.
—¿Cómo, nada? —repuso—. ¿Y cómo podremos pagar tres mil francos?
—En primer lugar —continuó David— vamos a renovar con Cérizet el arrendamiento de la explotación de nuestra imprenta. En seis meses, el quince por ciento que los Cointet le conceden sobre los trabajos hechos por él, le ha proporcionado seiscientos francos y él se ha sabido ganar quinientos más con los trabajos de ciudad.
—Si los Cointet se enteran, tal vez no prorroguen el arrendamiento, tendrán miedo de él —dijo Ève—, ya que Cérizet es un hombre peligroso.
—¡Y qué me importa! —exclamó Séchard—. ¡Dentro de unos cuantos días seremos ricos! Una vez rico Lucien, ángel mío, no tendrá más que virtudes…
—¡Ah, David, David, querido mío, qué frase acabas de pronunciar! Entonces Lucien, en la miseria, sería alguien sin fuerzas contra el mal. ¡Tú piensas de él todo lo que piensa el señor D'Arthez! No existe superioridad sin fuerza, y Lucien es débil… Un ángel al que no hay que tentar, ¿qué es en realidad?
—Pues una naturaleza que es bella únicamente en su ambiente, en su esfera, en su cielo. Lucien no ha sido hecho para luchar, le evitaré la lucha. Mira, ya estoy demasiado cerca del resultado como para no iniciarte en los medios.
Sacó de su bolsillo varias hojas de papel blanco en tamaño octavo y las agitó victoriosamente ante los ojos de su mujer.
—Una resma de este papel no costará más de cinco francos —dijo, haciendo examinar las muestras a Ève, quien dejó ver una infantil sorpresa.
—Bueno, ¿y cómo has hecho estos ensayos?
—Con un viejo tamiz de crin que he cogido a Marion.
—¿Y aún no estás contento?
—La cuestión no está en la fabricación, sino en el precio de costo de la pasta. Pero, amor mío, yo no soy más que uno de los últimos llegados en este difícil camino. La señora Masson ya en 1794, intentaba convertir los papeles impresos en papel blanco; lo consiguió, ¡pero a qué precio! En Inglaterra, allá por el 1800, el marqués de Salisbury intentaba, al mismo tiempo que Séguin en 1801 en Francia, emplear la paja para la fabricación del papel. Nuestra caña vulgar, el
Arundo phragmites
, ha proporcionado las hojas de papel que tienes en la mano. Pero yo quiero emplear las ortigas y los cardos, ya que para mantener la baratura de la materia prima es preciso echar mano de las sustancias vegetales que puedan brotar en los pantanos y terrenos baldíos; serán a un precio ínfimo. El secreto consiste en la preparación que hay que dar a esos tallos. En estos momentos, mi procedimiento no es aún lo suficientemente sencillo. Pues bien, a pesar de estas dificultades, estoy seguro de poder dar a la papelería francesa el privilegio de que goza nuestra literatura y hacer de ella un monopolio para nuestro país, como los ingleses tienen el del hierro, de la hulla o de la cerámica corriente. Quiero ser el Jacquard del papel.
Ève se levantó, impulsada por el entusiasmo y por la admiración que excitaba la sencillez de David; abrió sus brazos y le estrechó contra su corazón apoyando la cabeza en su hombro.
—Me recompensas como si ya lo hubiera encontrado —le dijo él.
Por toda respuesta, Ève, mostró su bello rostro inundado completamente por las lágrimas, y durante unos momentos se quedó sin habla.
—No abrazo al hombre de ingenio, sino al consolador —dijo ella—. A una gloria caída me opones una gloria que se levanta. A la pena que me produce la degradación de un hermano, me opones la grandeza del marido… Sí, tú serás como los Graindorge, los Rouvet, los Van Robáis, como el Persa que nos proporcionó el tintaje, como todos aquellos hombres de los que nos has hablado y cuyos nombres permanecen oscuros porque, al perfeccionar una industria, lo han hecho sin ostentación.