Las ilusiones perdidas (85 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

Petit-Claud dijo a su cliente:

—¡Ve a casa, aprovecha al menos tu imprudencia para abrazar a tu esposa y a tu hijo, y que no te vean!

«¡Qué lástima! —se dijo Petit-Claud, que se quedó solo en la plaza du Murier—. Si estuviese aquí Cérizet…».

En el momento en que el procurador hablaba consigo mismo a lo largo del recinto de tablas que rodea a la plaza en el lugar donde hoy se levanta orgullosamente el Palacio de Justicia, oyó golpear detrás de una de las tablas a sus espaldas, como cuando alguien toca en la puerta con el dedo.

—Estoy aquí —dijo Cérizet, cuya voz pasaba entre la rendija de dos tablas mal colocadas—. He visto a David que salía del Houmeau. Comenzaba a sospechar el lugar de su escondrijo, y ahora ya estoy seguro de él, sé donde atraparle; pero para tenderle una trampa es necesario que sepa algo sobre los proyectos de Lucien, y ahora veo que los ha hecho entrar. Quédese al menos con cualquier pretexto. Cuando David y Lucien salgan, tráigalos cerca de mí: se creerán solos y así podré oír las últimas frases de su despedida.

—Eres un perfecto demonio —dijo en voz baja Petit-Claud.

—¡Caramba! —exclamó Cérizet—. ¿Qué es lo que yo no haría para conseguir todo lo que me han prometido?

Petit-Claud se separó de las tablas y se paseó por la plaza du Murier, mirando hacia las ventanas de la habitación en donde la familia estaba reunida, pensando en su porvenir como para darse valor, ya que la habilidad de Cérizet le permitía asestar el último golpe.

Petit-Claud era uno de esos hombres profundamente retorcidos y doblemente traidores, que nunca se dejan encandilar por los cebos del presente ni por el señuelo de ninguna amistad después de haber observado los cambios en el corazón humano y la estrategia de los intereses. Por eso, en un principio había contado poco con Cointet. Para el caso en que la combinación de su matrimonio no hubiese dado buen resultado, sin que hubiese tenido derecho a acusar a Cointet el mayor de traición, se había puesto en situación de poderlo molestar; pero después de su triunfo en el palacio Bargeton, Petit-Claud jugaba limpio. Su doble juego se había hecho inútil y era peligroso para la situación política a la que aspiraba. He aquí las bases sobre las que deseaba asentar su futura importancia.

Gannerac y algunos negociantes importantes comenzaban a formar en el Houmeau un comité liberal que se relacionaba por cuestiones comerciales con los jefes de la oposición. La subida del ministerio Villèle, aceptado por Luis XVIII, agonizante, era la señal de un cambio del actitud en la oposición, que a partir de la muerte de Napoleón renunciaba al medio peligroso de las conspiraciones. El partido liberal organizaba en el fondo de las provincias su sistema de resistencia legal: tendió a hacerse dueño de la mayoría electoral a fin de conseguir sus fines mediante el convencimiento de las masas. Liberal rabioso e hijo del Houmeau, Petit-Claud fue el promotor, el alma del consejo secreto de la oposición de la ciudad baja, oprimida por la aristocracia de la ciudad alta. Fue el primero en hacer ver el peligro que había en dejar que los Cointet dispusieran ellos solos de la prensa en el departamento del Charente, en donde la oposición debería tener un órgano, a fin de no quedar retrasada con respecto a las demás ciudades.

—Que cada uno de nosotros dé un billete de quinientos francos a Gannerac, y tendrá veintitantos millares de franco para comprar la imprenta Séchard, en donde seremos los dueños, teniendo cogido al propietario con un préstamo —dijo Petit-Claud.

El procurador hizo que la idea germinara para de esta forma tener asentada su doble situación frente a Cointet y Séchard, y naturalmente pensó en un bribón de la clase de Cérizet para hacer de él el hombre fiel del partido.

—Si puedes descubrir a tu antiguo patrón y ponerlo entre mis manos —dijo al antiguo regente de Séchard—, te prestaran veinte mil francos para que puedas comprar su imprenta, y probablemente estarás al frente de un periódico. Así pues, adelante.

Más seguro de la actividad de un hombre como Cérizet que de la de todos los Doublon del mundo, Petit-Claud había prometido en consecuencia a Cointet el mayor el arresto de Séchard. Pero desde que Petit-Claud acariciaba la esperanza de entrar en la magistratura, preveía la necesidad de volver la espalda a los liberales; mas había inflamado de tal forma los espíritus en el Houmeau, que los fondos necesarios para la adquisición de la imprenta se habían reunido. Petit-Claud, entonces, decidió dejar que los acontecimientos siguieran su curso normal.

«¡Bah! —se dijo—. Cérizet cometerá algún delito de prensa y lo aprovecharé para mostrar con él mi talento…».

Se dirigió hacia la puerta de la imprenta y dijo a Kolb, que hacía de centinela:

—Sube y advierte a David que se aproveche de la hora que es para que pueda marcharse, y tomad muchas precauciones; me marcho, ya es la una…

Cuando Kolb abandonó su puesto de centinela en la puerta, le sustituyó Marion. Lucien y David bajaron, Kolb les precedió cien pasos y Marion caminaba a cien pasos tras ellos. Cuando los dos hermanos pasaron junto a las tablas, Lucien hablaba animadamente con David.

—Amigo mío —le decía—, mi plan es de una gran sencillez; pero ¿cómo hablar delante de Ève, que nunca se daría cuenta de mis medios? Estoy seguro de que Louise conserva en el fondo de su corazón un deseo que yo sabré despertar, la necesito solamente para vengarme de este imbécil de prefecto. Si nos amamos, aunque sólo sea una semana, haré que pida al ministerio un fondo de ayuda de veinte mil francos para ti. Mañana veré a esa mujer en aquel pequeño gabinete en donde empezaron nuestros amores y en donde, según Petit-Claud, nada ha cambiado: allí interpretaré mi papel. Por lo tanto, pasado mañana por la mañana te haré enviar por medio de Basine unas letras para decirte si he sido silbado… Quién sabe, tal vez ya quedes libre… ¿Te das cuenta ahora para qué quería mi ropa de París? No es precisamente con unos harapos como se ha de interpretar el papel de joven galán.

A las seis de la mañana, Cérizet se fue a ver a Petit-Claud.

—Mañana al mediodía, Doublon puede preparar su golpe; se apoderará de nuestro hombre, respondo de ello —le dijo el parisiense—. Tengo amistad con una de las obreras de la señorita Clerget, ¿comprende?…

Después de haber escuchado el plan de Cérizet, Petit-Claud corrió a casa de los Cointet.

—Consiga que esta tarde el señor du Hautoy se decida a dar a Françoise la nuda propiedad de sus bienes, y dentro de dos días firmará un acta de sociedad con Séchard. No me casaré hasta ocho días después del contrato; de esta forma nos encontraremos dentro de los términos de nuestras pequeñas convenciones: toma y daca. Pero espiemos bien esta noche lo que suceda en casa de la señora de Sénonches entre Lucien y la señora condesa du Châtelet, ya que todo depende de eso… Si Lucien espera triunfar gracias a la prefecta, tengo a David.

—Yo creo que será usted ministro de Justicia —dijo Cointet.

—¿Y por qué no? El señor de Peyronnet lo es —dijo Petit-Claud, que aún no se había despojado por completo de la piel del liberal.

El dudoso estado de la señorita de La Haye le valió la presencia de la mayor parte de los nobles de Angulema a la firma de su contrato. La pobreza de este futuro matrimonio, que se casaba sin regalos, avisaba el interés que la gente gusta de testimoniar, ya que con la beneficencia pasa lo mismo que con los triunfos: se quiere una caridad que satisface el amor propio. Por tanto, la marquesa de Pimentel, la condesa du Châtelet, el señor de Sénonches y dos o tres amigos de la casa hicieron a Françoise algunos regalos de los que se hablaba mucho en la ciudad. Estas preciosas bagatelas, unidas al ajuar preparado desde hacía un año por Zéphirine, a las joyas del padrino y a los regalos de costumbre del novio, consolaron a Françoise y despertaron la curiosidad de muchas madres, que llevaron a sus hijas.

Petit-Claud y Cointet ya se habían dado cuenta de que los nobles de Angulema les toleraban al uno y al otro en su Olimpo, como una necesidad: uno era el administrador de la fortuna, el tutor subrogado de Françoise; el otro era indispensable para la firma del contrato, como el ahorcado en una ejecución; pero a la mañana siguiente de su matrimonio, si bien la señora Petit-Claud conservaba el derecho de acudir a la casa de su madrina, el marido se veía difícilmente admitido allí y se prometía imponerse por completo a ese orgulloso mundo.

Avergonzado por sus oscuros familiares, el procurador hizo que su madre se quedara en Mansle, adonde se había retirado, rogándole se hiciese la enferma y diera su consentimiento por escrito. Bastante humillado por verse sin familia, sin protectores, sin firma por su parte, Petit-Claud se sentía por tanto muy feliz de poder presentar en el hombre célebre a un amigo aceptable, y que la condesa estaba deseosa de ver. Por tanto, pasó a recoger a Lucien en coche. Para esta memorable velada, el poeta se había arreglado de forma tal que indudablemente le iba a proporcionar una superioridad sobre todos los hombres. La señora de Sénonches había anunciado, además, al héroe del momento, y la entrevista de los dos amantes reñidos era una de esas escenas precisamente apetitosas para la provincia. Lucien había pasado a la situación de León: se decía de él que estaba tan guapo, tan cambiado, tan maravilloso, que todas las mujeres de la Angulema noble sentían grandes deseos de verle. Siguiendo la moda de aquel tiempo, a la que se debe la transición del antiguo calzón de baile a los espantosos pantalones actuales, se había puesto un pantalón negro ceñido.

Los hombres aún dibujaban sus formas con gran desesperación de las personas delgadas o mal hechas, pero las de Lucien eran apolíneas. Sus medias de seda gris al día, sus pequeños zapatos, su chaleco de raso negro, su corbata, todo fue elegido escrupulosamente, y le sentaba a las mil maravillas. Su rubia y abundante cabellera rizada realzaba su blanca frente, a cuyo alrededor los bucles se levantaban con una gracia buscada. Sus ojos, llenos de orgullo, brillaban. Sus pequeñas manos de mujer, bonitas bajo el guante, no tenían que dejarse ver desnudas. Copió los gestos de De Marsay, el famoso elegante parisiense, sujetando con una mano su bastón y su sombrero, que no dejó, y sirviéndose de la otra para hacer raros gestos con cuya ayuda comentaba sus frases.

Lucien hubiese querido deslizarse en el salón al igual que aquellos célebres personajes que, por falsa modestia, se rebajarían en la Puerta de Saint-Denis. Petit-Claud, que no tenía más que un amigo, abusó de él. Fue casi pomposamente como condujo a Lucien hasta la señora de Sénonches a media velada. A su paso, el poeta oyó murmullos que antes le hubiesen hecho perder la cabeza y que ahora le dejaron frío: estaba seguro de que valía, él solo, tanto como todo el Olimpo junto de Angulema.

—Señora —dijo a la señora Sénonches—, he felicitado ya a mi amigo Petit-Claud, que tiene madera de ministro de Justicia, por tener la dicha de pertenecerle, por muy débiles que sean los lazos entre una madrina y su ahijada —y esto lo dijo con un tono muy epigramático que fue oído por todas las damas que escuchaban sin aparentarlo—. Pero en lo que a mí respecta, bendigo una circunstancia que me permite presentarle mis respetos.

Esto lo dijo sin embarazos con ademán de gran señor que está de visita en casa de personas de poca categoría. Lucien escuchó la respuesta enredada que profirió Zéphirine, mientras lanzaba una mirada circular por el salón para ir preparando sus efectos. Por eso, pudo saludar con gracia y matizando sus sonrisas a Francis du Hautoy y al prefecto, quienes le saludaron; finalmente, se acercó a la señora du Châtelet, fingiendo que se percataba de su presencia. Este encuentro era hasta tal punto el acontecimiento de la noche, que el contrato de matrimonio en el que las personas distinguidas iban a dejar su firma, acompañados al dormitorio, sea por el notario, sea por Françoise, fue olvidado. Lucien dio unos pasos hacia Louise de Nègrepelisse; y con aquella gracia parisiense, que para ella se encontraba en estado de recuerdo desde su llegada, le dijo en voz lo suficientemente alta:

—¿Es a usted, señora, a quien debo la invitación que me proporciona el placer de cenar pasado mañana en la prefectura?…

—No la debe, caballero, sino a su gloria —replicó secamente Louise, un tanto afectada por el tono agresivo de la frase meditada por Lucien, a fin de herir el orgullo de su antigua protectora.

—¡Ah!, señora condesa —dijo Lucien, con aire a la vez fatuo y distinguido—, me es imposible llevarle al hombre, si éste se encuentra en su desgracia.

Y sin esperar respuesta, giró sobre sí mismo al distinguir al obispo, al que saludó muy noblemente.

—Vuestra Ilustrísima casi fue profeta —dijo con voz encantadora—, y trataré de que lo sea por completo. Me siento muy feliz por haber podido venir aquí esta noche, ya que de esta forma tengo la ocasión de poder presentarle mis respetos.

Lucien enzarzó a monseñor en una conversación que duró diez minutos. Todas las mujeres miraban a Lucien como a un fenómeno. Su inesperada impertinencia había dejado a la señora du Châtelet sin voz ni respuesta. Al ver a Lucien objeto de la admiración de todas las mujeres, al seguir de grupo en grupo la versión que cada una se hacía al oído de las frases que Lucien había pronunciado dejándola como aplastada, teniendo el aspecto de desdeñarla, se sintió lastimada en el corazón por una contracción de amor propio.

«Si después de esta frase no viniera mañana, ¡vaya escándalo! —pensó—. ¿De dónde saca este orgullo? ¿Se habrá encaprichado por él la señorita Des Touches?… ¡Es tan guapo! ¡Se dice que en París corrió a su casa a la mañana siguiente a la muerte de la actriz!… Tal vez ha venido a salvar a su cuñado y se encontró tras nuestra calesa en Mansle a causa de un accidente de viaje, Aquella mañana, Lucien nos miró a Sixte y a mí de forma muy singular».

Fue una miríada de pensamientos, y, desgraciadamente para Louise, se dejaba llevar por ellos mientras observaba a Lucien que hablaba con el obispo como si hubiese sido el rey del salón: no saludaba a nadie, y esperaba a que se acercaran a él, paseando su mirada con una variedad de expresión y una desenvoltura digna de De Marsay, su modelo. No se separó del prelado para saludar al señor de Sénonches, que se hizo ver a poca distancia.

Al cabo de diez minutos, Louise no pudo más. Se levantó, se acercó al obispo y le dijo:

—¿Qué os están diciendo, monseñor, para que os haga sonreír tan a menudo?

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