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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

Las ilusiones perdidas (81 page)

Llegó hasta la plaza du Murier sin haberse encontrado con nadie: una dicha que apenas esperaba, ¡él que antaño se paseaba por la ciudad con aire triunfante! Marion y Kolb, de centinelas ante la puerta, se precipitaron por la escalera, gritando:

—¡Ya está aquí!

Lucien vio de nuevo el viejo taller y el viejo patio, en la escalera se encontró con su hermana y su madre y se abrazaron, olvidando por un momento todas las desgracias, en este apretón. En familia, casi siempre hay arreglo con la desgracia; se prepara una cama y la esperanza hace que se acepte su dureza.

Si Lucien ofrecía la imagen de la desesperación, también ofrecía la de la poesía: el sol del camino y los espacios abiertos le había bronceado la tez, una profunda melancolía, impresa en sus rasgos, dejaba caer sus sombras sobre la frente del poeta. Este cambio anunciaba tantos sufrimientos, que ante el aspecto de las huellas dejadas por la miseria en su fisonomía; el único sentimiento posible era la piedad. La imaginación, salida del seno de la familia, se encontraba a su vuelta con tristes realidades.

Ève tuvo, en medio de su alegría, la sonrisa de las santas en medio de su martirio. La pena vuelve sublime el rostro de una joven muy bella. La gravedad que en la cara de su hermana reemplazaba la completa inocencia que él observaba antes de su marcha a París, hablaba demasiado elocuentemente a Lucien como para que no recibiera una dolorosa impresión. Por eso, la primera efusión de los sentimientos, tan viva y natural, fue seguida por una y otra parte de una reacción: todos temían hablar. Lucien no pudo, sin embargo, impedir una mirada, buscando al que faltaba en la reunión. Esta mirada, perfectamente entendida, hizo que Ève estallara en llanto y Lucien se echó también a llorar. En cuanto a la señora Chardon, estaba pálida y, en apariencia, impasible. Ève se levantó, bajó para ahorrar a su hermano una dura reconvención, y se fue a decir a Marion:

—Hija mía, a Lucien le gustan mucho las fresas, ¡tienes que encontrar!

—¡Oh!, ya me he figurado que deseaba agasajar al señor Lucien. Esté tranquila, tendrá un buen almuerzo y también una suculenta comida.

—Lucien —dijo la señora Chardon a su hijo—, tienes muchas cosas que reparar aquí. Te fuiste para ser causa de orgullo para tu familia y nos has sepultado en la miseria. Casi has roto entre las manos de tu hermano el instrumento— de fortuna en la que únicamente pensó para su nueva familia. Y no sólo has roto eso… —dijo la madre. Se hizo una pausa espantosa, y el silencio de Lucien implicó la aceptación de esos reproches maternos—. Adáptate a un ambiente de trabajo —continuó suavemente la señora Chardon—. No te censuro el haber intentado hacer revivir la noble familia de donde salí, mas, para tales empresas, es preciso tener una fortuna y nobles sentimientos, y tú no has tenido nada de eso. A la fe, has hecho suceder en nosotros la desconfianza. Has destruido la paz de esta familia trabajadora y resignada, que aquí marchaba por un camino difícil… Se deben perdonar las primeras faltas… No vuelvas a empezar. Nos encontramos aquí en muy difíciles circunstancias, sé prudente, escucha a tu hermana: la desgracia es un maestro cuyas lecciones, dadas de forma muy dura, le han proporcionado un fruto: se ha vuelto seria, es madre y soporta toda la carga de la casa por abnegación hacia nuestro querido David: en resumen, por tu culpa, ella es la que se ha convertido en mi único consuelo.

—Puede usted ser más severa —dijo Lucien, besando a su madre—. Acepto su perdón porque será el único que tendré que recibir en toda mi vida.

Ève volvió y, ante el aspecto humilde de su hermano, comprendió que la señora Chardon había hablado. Su bondad le puso una sonrisa en los labios, a la que Lucien respondió con unas lágrimas reprimidas.

La presencia tiene como un encanto, cambia las disposiciones más hostiles tanto entre amantes como en el seno de las familias, por muy fuertes que sean los motivos del descontento. ¿Acaso el afecto traza en el corazón unos caminos por los que gusta volver a pasar? ¿Pertenece este fenómeno a la ciencia del magnetismo? ¿Dice la razón que es preciso no verse nunca más o perdonar? Tanto si este efecto pertenece al razonamiento, a una causa física o al alma, todos tienen que haber comprobado que las miradas, el gesto, los actos de un ser amado, encuentran, en el seno de los que más ha ofendido, disgustado o maltratado, vestigios de ternura.

Si el espíritu se olvida difícilmente, si el interés sufre todavía, el corazón, a pesar de todo, reanuda su servidumbre. Por eso, la pobre hermana, al escuchar hasta la hora del almuerzo las confidencias del hermano, no fue dueña de sus ojos cuando le miró ni de su acento cuando dejó hablar a su corazón. Al darse cuenta de los elementos de la vida literaria en París, comprendió cómo David había podido sucumbir en la lucha.

La alegría del poeta, acariciando el hijo de su hermana, sus niñerías, la dicha de volver a ver su tierra y los suyos, unido al profundo disgusto de saber que David se encontraba oculto, las frases de melancolía que se le escaparon a Lucien, su enternecimiento al ver que, en medio de su desgracia, su hermana se había acordado de sus gustos, cuando Marion sirvió las fresas; todo, incluso la obligación de alojar al hermano pródigo, y ocuparse de él, hizo una fiesta de este día. Fue como un alto en la miseria. Hasta el viejo Séchard hizo detener el curso de los sentimientos en las dos mujeres, al decir:

—Le están festejando como si les trajera un dineral…

—Pero, ¿qué ha hecho mi hermano para que no sea festejado?… —exclamó la señora Séchard, afanosa por esconder la vergüenza de Lucien.

Sin embargo, una vez pasadas las primeras ternuras, comenzaron a abrirse camino los matices de la verdad. Bien pronto, Lucien percibió en Ève la diferencia entre el afecto actual y el que antes le tenía. David era profundamente honrado, y Lucien era querido a pesar de todo y como se quiere a una amante a pesar de los desastres que causa.

La estima, base necesaria para nuestros sentimientos, es el recio tejido que les da no sé qué certeza, qué seguridad, de la que se vive, y que faltaba entre la señora Chardon y su hijo, entre el hermano y la hermana. Lucien se sintió privado de esta plena confianza que se hubiese tenido en él de no haber faltado al honor.

La opinión escrita por D'Arthez sobre él, y convertida en la de su hermana, se dejó adivinar en los gestos, en las miradas y en el acento. Lucien era compadecido; pero en cuanto a ser la gloria, la nobleza de la familia, el héroe del hogar doméstico, todas esas bellas esperanzas se habían ido para no volver. Su ligereza se temió hasta el punto de ocultarle el lugar en que se encontraba oculto David. Ève, insensible a las caricias que acompañaban la curiosidad de Lucien, que quería ver a su hermano, no era ya la Ève del Houmeau para la que, antaño, una sola mirada de Lucien era una orden irresistible. Lucien habló de reparar sus yerros, envaneciéndose de poder salvar a David. Ève le replicó:

—No te mezcles en eso, tenemos por adversarios a las personas más pérfidas y hábiles.

Lucien hizo un gesto con la cabeza, como queriendo decir:

«He luchado con parisienses…».

Y su hermana le replicó con una mirada que significaba:

«Pero has sido vencido».

«Ya no soy querido —pensó Lucien—. Para la familia, como para el mundo, hay que triunfar».

A partir del segundo día, tratándose de explicar la poca confianza de su madre y de su hermana, el poeta tuvo un pensamiento, no odioso, pero sí despechado. Aplicó la medida de la vida parisiense a esta casta vida de provincias, olvidándose de que la paciente mediocridad de este interior sublime de resignación era obra suya.

«Son burguesas, no pueden entenderme», se dijo, separándose de esta forma de su madre, de su hermana y de Séchard, al que no podía engañar ni en su carácter ni en su porvenir.

Éve y la señora Chardon, en quienes el sentido adivinador se había despertado por tantas cosas y tantas desgracias, espiaban los pensamientos más secretos de Lucien, se sintieron mal juzgadas y le vieron aislarse de ellas.

—¡París nos lo ha cambiado por completo! —se dijeron.

Recogían, al fin, el fruto del egoísmo que ellas mismas habían cultivado. De una parte y de otra esa ligera levadura tenía que fermentar y fermentó; pero principalmente en Lucien, que se encontraba tan reprochable. En cuanto a Ève, era de esas hermanas que saben decir a un hermano en falta: «Perdóname
tus
errores…».

Cuando la unión de las almas ha sido perfecta, como lo fue al comienzo de la vida entre Ève y Lucien, todo atentado a este bello ideal del sentimiento es mortal. Allí donde los desalmados se hacen amigos después de las puñaladas, los enamorados riñen de manera definitiva por una mirada o por una palabra. En ese recuerdo de la casi perfección de la vida del corazón se encuentra el secreto de las separaciones, a veces inexplicables. Se puede vivir con una desconfianza en el corazón cuando el pasado no ofrece el cuadro de un afecto puro y sin nubes, pero para dos seres que en otras ocasiones han estado perfectamente unidos, la vida, cuando la mirada y la palabra exigen precauciones, se hace insoportable. Por eso, los grandes poetas hacen morir a sus Pablo y Virginia al salir de la adolescencia. ¿Os imagináis a Pablo y Virginia reñidos?…

Señalemos, en honor de Ève y de Lucien, que los intereses, heridos de forma tan profunda, no avivaban en absoluto esas heridas: en la hermana irreprochable, como en el poeta culpable, todo era sentimiento; por eso el menor equívoco, la querella más íntima, una nueva falta por parte de Lucien, podía desunirlos o provocar una de esas disputas que separan y enemistan irrevocablemente a las familias. En cuestión de dinero, todo se arregla, pero los sentimientos son implacables.

Al día siguiente, Lucien recibió un número del periódico de Angulema y palideció de placer al verse objeto de una de las primeras Noticias de Angulema que se permitía este inestimable diario, el cual, a semejanza de las Academias de provincia, como hija bien educada, según frase de Voltaire, hacía que nunca se hablara de ella.

«Que el Franco Condado se enorgullezca de haber sido la cuna de Victor Hugo, Charles Nodier y Cuvier; Bretaña, de Chateaubriand y de Lamennais; Normandía, de Casimir Delavigne; Turena, del autor de Eloa; hoy, la región de Angulema, donde ya bajo el reinado de Luis XIII el ilustre Guez, más conocido por De Balzac, se hizo nuestro compatriota, no tiene ya nada que envidiar a esas provincias; ni al Limousin, que vio nacer a Dupuytren; ni a Auvernia, patria de Montlosier; ni a Burdeos, que ha tenido la dicha de contar entre sus hijos a tantos grandes hombres; nosotros también tenemos un poeta: el autor de los bellos sonetos titulados
Las Margaritas
, une a la gloria del poeta la del prosista, ya que igualmente se le debe la magnífica novela
El arquero de Carlos IX
. Algún día nuestros nietos se sentirán orgullosos de tener por compatriota a Lucien Chardon ¡un rival de Petrarca!».

En los periódicos de provincias de aquel tiempo, los signos de admiración era semejantes a los hurras con los que se acogían los
speech
de los
meetings
en Inglaterra.

«A pesar de sus brillantes éxitos en París, nuestro joven poeta ha recordado que el palacio de Bargeton había sido la cuna de sus triunfos, que la aristocracia angulemina había sido la primera en aplaudir sus poesías; que la esposa del señor conde du Châtelet, prefecto de nuestro departamento, había alentado sus primeros pasos en la carrera de las musas, ¡y ha vuelto entre nosotros!… Todo el Houmeau se ha conmovido cuando ayer nuestro Lucien de Rubempré se presentó. La noticia de su vuelta ha despertado en todas partes la más viva sensación. Es seguro que la ciudad de Angulema no se dejará aventajar por el Houmeau en los honores que se habla de tributar al que, sea en la prensa, sea en la literatura, ha representado tan gloriosamente a nuestra ciudad en París; Lucien, a la vez poeta religioso y realista, ha desafiado el furor de los partidos; ha venido, según se dice, para descansar de las fatigas de una lucha que agotaría a los atletas, más fuertes aún que los hombres de la poesía y del ensueño.

»Debido a un pensamiento eminentemente político, el cual aplaudimos, y que la señora condesa du Châtelet ha tenido, según dicen, la primera, es cuestión de devolver a nuestro gran poeta el título y el nombre ilustre de la familia de los Rubempré, cuya única heredera es la señora Chardon, su madre. Rejuvenecer así, mediante talentos y glorias nuevas, a las viejas familias a punto de extinguirse, es, en la patria del inmortal autor de la Carta, una nueva prueba de su constante deseo, expresado por estas palabras: unión y olvido.

»Nuestro poeta se ha alojado en casa de su hermana, la señora Séchard».

En la rúbrica de Angulema, se encontraban las siguientes noticias:

«Nuestro prefecto, el señor conde du Châtelet, nombrado ya Gentilhombre ordinario de Cámara de S. M., acaba de ser promovido a Consejero de Estado en servicio extraordinario.

»Ayer, todas las autoridades se presentaron en casa del señor Prefecto.

»La señora condesa Sixte du Châtelet recibirá todos los jueves.

»El alcalde de Escarbas, señor de Nègrepelisse, representante de la rama menor de los Espard, padre de la señora du Châtelet, nombrado recientemente conde, par de Francia y Comendador de la Real Orden de San Luis, ha sido, según se rumorea, designado para presidir el gran colegio electoral de Angulema en las próximas elecciones».

—Mira —dijo Lucien a su hermana, llevándole el periódico.

Después de haber leído atentamente el artículo, Ève devolvió la hoja a su hermano con aire pensativo.

—¿Qué me dices de esto?… —le preguntó Lucien, extrañado de una prudencia que semejaba a la frialdad.

—Amigo mío —replicó ella—, este periódico pertenece a los Cointet; son dueños absolutos de insertar los artículos que quieran, y sólo están obligados por la Prefectura o el Obispado. ¿Supones que tu antiguo rival, hoy prefecto, es lo suficientemente generoso como para cantar así tus alabanzas? ¿Olvidas acaso que los Cointet nos persiguen bajo el nombre de Métivier y quieren, sin ninguna duda, obligar a David a que les deje aprovecharse de sus descubrimientos?… De cualquier parte que pueda venir este artículo, yo lo encuentro inquietante. Aquí tú no despertabas más que envidias, celos, y se te calumniaba en virtud del refrán: Nadie es projeta en su tierra, y he aquí que, en un abrir y cerrar de ojos, todo cambia…

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