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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

Las ilusiones perdidas (83 page)

Louise de Nègrepelisse no había pensado en este dilema, por lo que, evidentemente, se sentía interesada, más a causa del pasado que del presente. Y de los sentimientos que albergaba actualmente la condesa con respecto a Lucien, dependía el triunfo del plan concebido por el procurador para llegar a triunfar en el arresto de Séchard.

—Señor Petit-Claud —dijo ella, adoptando una actitud digna y altanera—, quiere pertenecer al gobierno; pues bien, sepa que su primer principio debe ser el de que jamás se equivoque, y que las mujeres tienen, de forma mejor que el gobierno, el instinto del poder y el sentimiento de su dignidad.

—Esto era precisamente lo que pensaba, señora —repuso vivamente, mientras observaba a la condesa con una atención tan profunda como disimulada—. Lucien llega en la mayor miseria. Pero si ha de recibir una ovación, puedo también obligarle, a causa de la ovación misma, a abandonar Angulema, en donde su hermana y su cuñado David Séchard están bajo el efecto de fuertes persecuciones…

Louise de Nègrepelisse dejó ver en su altivo semblante un ligero movimiento producido por la misma represión del placer. Sorprendida por haber sido adivinada de forma tan perfecta, miró a Petit-Claud, desplegando su abanico, ya que entraba Françoise de La Haye, lo que le dio tiempo a buscar una respuesta.

—Caballero —le dijo con aire significativo—, no tardará en ser procurador del Rey.

¿No era decirlo todo, sin comprometerse?

—¡Oh, señora! —exclamó Françoise, acudiendo a dar gracias a la prefecta—. Le deberé entonces la dicha de mi vida. —Y acercándose a su oído, en un gesto de niña—: Me moriría lentamente si tuviese que ser la mujer de un procurador de provincias…

Si Zéphirine se había lanzado de esta forma sobre Louise, había sido empujada a ello por Françoise, que no carecía de un cierto conocimiento del mundo burocrático. —En los primeros días de un acontecimiento, sea el de un prefecto, una dinastía o de una explotación —dijo el antiguo cónsul general a su amiga—, se encuentra a las personas decididas con toda su energía para hacer favores; pero bien pronto se dan cuenta de los inconvenientes de la protección y se convierten en hielo. Hoy en día, Louise hará por Petit-Claud gestiones que dentro de tres meses no querrá hacer ni por su marido.

—¿La señora condesa piensa —dijo Petit-Claud— en todas las obligaciones del triunfo de nuestro poeta? Deberá recibir a Lucien dentro de los diez días que durará nuestra fiesta.

La prefecta hizo un signo con la cabeza para despedir a Petit-Claud y se levantó para ir a hablar con la señora de Pimentel, que asomó su cabeza por la puerta del gabinete. Impresionada por la nueva elevación del infeliz de Nègrepelisse a la dignidad de par, la marquesa había juzgado necesario ir a acariciar a una mujer lo suficientemente hábil como para haber aumentado su influencia realizando un cuasi desliz.

—Dígame, querida, ¿por qué se ha tomado el trabajo de situar a su padre en la Cámara alta? —dijo la marquesa a raíz de una conversación confidencial en la que doblaba su rodilla ante la superioridad de su querida Louise.

—Querida, se me ha concedido este favor con tanta más complacencia cuanto que mi padre no tiene hijos y votará siempre por la corona; pero si yo tengo hijos, ya cuidaré de que mi primogénito sea heredero del título y de los blasones de su abuelo…

La señora de Pimentel vio con dolor que no podría realizar su deseo de ver elevado al señor de Pimentel a la dignidad de par, por ser una madre cuya ambición iba dirigida a los futuros hijos.

—Ya tengo a la prefecta —iba diciendo Petit-Claud a Cointet mientras salían—, y le prometo su acta de sociedad… Dentro de un mes seré primer sustituto y usted será dueño de Séchard. Trate ahora de encontrarme un sucesor para mi bufete, en cinco meses he hecho de él el primero de Angulema…

—Sólo faltaba ya montarle a caballo —dijo Cointet, casi celoso de su obra.

Ahora todo el mundo puede comprender la causa del triunfo de Lucien en su ciudad. Al igual que aquel rey de Francia que no vengaba al duque de Orléans, Louise no quería acordarse de las injurias recibidas en París por la señora de Bargeton. Quería patrocinar a Lucien, aplastarlo con su protección y librarse de él honradamente. Puesto al corriente de toda la intriga de París por los comadreos, Petit-Claud había adivinado perfectamente el vivo odio que las mujeres mantienen hacia el hombre que no ha sabido amarlas en el momento en que ellas han tenido el deseo de ser amadas.

Al día siguiente de la ovación que justificaba el pasado de Louise de Nègrepelisse, Petit-Claud, para acabar de embriagar a Lucien y hacerse su dueño, se presentó en casa de la señora de Séchard al frente de seis jóvenes de la ciudad, todos ellos compañeros de Lucien en el colegio de Angulema. Esta representación era enviada al autor de
Las Margaritas
y de El arquero del Carlos IX, por sus condiscípulos, para rogarle su asistencia al banquete que querían dar al gran hombre que había salido de sus filas.

—¡Vaya! Eres tú, Petit-Claud —exclamó Lucien.

—Tu vuelta aquí —le dijo Petit-Claud— ha estimulado nuestro amor propio, ha despertado nuestro sentido del honor, nos hemos rascado el bolsillo y te preparamos una magnífica comida. Nuestro prefecto y nuestros profesores acudirán, y de la forma en que se preparan las cosas es posible que acudan hasta las autoridades.

—¿Y para qué día? —preguntó Lucien.

—Para el próximo domingo.

—Me va a ser imposible —repuso el poeta—; no puedo aceptar hasta dentro de diez días; pero entonces será con mucho gusto…

—Pues bien, estamos a tus órdenes —dijo Petit-Claud—; sea dentro de diez días.

Lucien estuvo encantador con sus antiguos camaradas de colegio, quienes le testimoniaron una admiración casi respetuosa. Durante media hora estuvo hablando con bastante ingenio, ya que se veía sobre un pedestal y quería justificar la opinión de su tierra; se puso las manos en los bolsillos del chaleco y habló exactamente como un hombre que ve las cosas desde la altura en que sus conciudadanos le han colocado. Se mostró modesto y buen muchacho, como un genio en zapatillas. Fueron las quejas de un atleta cansado de las luchas de París, sobre todo, desencantado; felicitó a sus compañeros por no haber abandonado su buena provincia, etc. Todos quedaron encantados con él. Luego, tomó aparte a Petit-Claud y le rogó que le dijese toda la verdad sobre los asuntos de David, reprochándole el estado de secuestro en que su hermano se encontraba. Lucien quería mostrarse astuto con Petit-Claud. Petit-Claud se esforzó en dar a su amigo la opinión de que él, Petit-Claud, era un pobre procurador de provincias, sin la menor agudeza.

La actual constitución de sociedades, infinitamente más complicada en sus engranajes que la de las sociedades antiguas, ha tenido como efecto subdividir las facultades en el hombre. Otras veces, las personas eminentes, al verse forzadas a tener que ser universales, aparecían en escaso número y como una especie de antorchas en medio de las naciones antiguas. Más tarde, si las facultades se especializaron, la cualidad iba dirigida aún al conjunto de las cosas. De este modo, un hombre rico en cautela, como se ha dicho de Luis XI, podía aplicar su astucia a cualquier cosa; pero hoy en día, la cualidad se ha subdividido ella misma. Por ejemplo, hay tantas formas diversas de astucia como diferentes profesiones. Un astuto diplomático será muy bien engañado en un negocio, en lo profundo de una provincia, por un procurador mediocre o por un aldeano. El periodista más espabilado puede encontrarse completamente ignorante en materia de intereses comerciales, y Lucien tenía que ser y fue el juguete de Petit-Claud.

El malicioso procurador había escrito él mismo, naturalmente, el artículo en el que la ciudad de Angulema, comprometida con su barrio del Houmeau, se veía obligada a festejar a Lucien. Los conciudadanos de Lucien que habían acudido a la plaza du Murier eran los obreros de la imprenta y la fábrica de papel de los Cointet, acompañados por los pasantes de Petit-Claud, Cachan y algunos camaradas de colegio. Convertido de nuevo el poeta en el camarada del colegio, el procurador pensaba con razón que su amigo dejaría escapar en un tiempo dado el secreto del escondite de David. Y si David perecía por culpa del poeta, Angulema no era ya lugar apropiado para Lucien. De este modo, para asegurar mejor su influencia, se colocaba como el inferior a Lucien.

—¿Cómo no iba a hacer todo lo posible? —dijo Petit-Claud a Lucien—. Se trataba de la hermana de mi camarada; pero en la Audiencia existen situaciones en las que se ha de perecer. David me pidió a primeros de junio que le garantizara la tranquilidad durante tres meses; no estará en peligro hasta septiembre, y, además, he sabido sustraer todo su haber a sus acreedores, ya que ganaré el proceso en el Tribunal Real; allí haré que reconozcan que el privilegio de la mujer es absoluto, que, en la especie, no cubre ningún fraude… En cuanto a ti, vuelves desgraciado, pero eres un genio… —Lucien hizo un gesto como el de un hombre al que el incienso llega muy cerca de la nariz—. Sí, querido amigo —continuó Petit-Claud—, he leído
El arquero del Carlos IX
, y es algo más que una novela, es un buen libro. El prefacio no ha podido ser escrito más que por dos hombres, Chateaubriand o tú.

Lucien aceptó este elogio sin confesar que el prefacio era de D'Arthez. De cien autores franceses, noventa y nueve hubiesen obrado como él.

—Pues bien, aquí nadie parecía conocerte —continuó Petit-Claud, simulando indignación—. En cuanto he visto la indiferencia general, me puse manos a la obra para revolucionar a todo el mundo. Hice el artículo que has leído…

—¡Cómo! —exclamó Lucien—. ¿Eres tú el que…?

—¡Yo mismo!… Angulema y el Houmeau se han hecho rivales; he reunido a algunos jóvenes, tus antiguos compañeros de colegio, y organicé la serenata de ayer; luego, una vez lanzados al entusiasmo, hemos comenzado la suscripción para la comida. «Si David se esconde, al menos Lucien será coronado», me dije. Y aún he hecho más, he visto a la condesa Châtelet y le he hecho comprender que se debía a sí misma sacar a David de su situación, puede hacerlo y debe hacerlo. Si verdaderamente David ha encontrado el secreto del que me ha hablado, el gobierno no se arruinará sosteniéndolo, y ¡vaya gloria para un prefecto parecer que ha contribuido en una mitad en un descubrimiento tan grande, gracias a la feliz protección que otorga al inventor! Se hablaría de él como de un inteligente administrador… Tu hermana se ha asustado del fuego de nuestra mosquetería judicial, ha tenido miedo del humo… La guerra en la Audiencia cuesta tan cara como en los campos de batalla, pero David ha mantenido su posición, es dueño de su secreto; no se le puede detener y no se le detendrá.

—Te lo agradezco, amigo mío, y veo que puedo confiarte mis planes, me ayudarás a ponerlos en práctica. —Petit-Claud miró a Lucien, dando a su nariz en forma de barreno un aire de signo de interrogación—. Quiero salvar a Séchard —dijo Lucien con aire importante—, soy la causa de su desgracia, lo repararé todo… Yo tengo influencia sobre Louise…

—¿Qué Louise?…

—¡La condesa Châtelet!… —Petit-Claud hizo un movimiento—. Tengo más influencia sobre ella que lo que ella misma cree —continuó Lucien—. Solamente, querido amigo, que, si bien tengo poder sobre vuestro gobierno, carezco de ropa en absoluto…

Petit-Claud hizo otro gesto como para ofrecer su bolsa.

—Gracias —dijo Lucien, estrechando la mano de Petit-Claud—. Dentro de diez días iré a hacer una visita a la señora prefecta y te devolveré la tuya.

Y se separaron dándose unos apretones de manos como verdaderos compañeros.

«Debe de ser poeta —dijo Petit-Claud para sus adentros—, porque está loco».

«Desde luego, no se puede negar —pensaba Lucien yendo al encuentro de su hermana—: para amigos, no hay como los amigos del colegio».

—Lucien —dijo Ève—, ¿qué te ha prometido, pues, Petit-Claud para que le demuestres tanta amistad? ¡Ten cuidado con él!

—¿Con él? —exclamó Lucien—. Escucha, Ève —continuó, pareciendo obedecer a una reflexión—; tú ya no crees en mí, desconfías de mí y puedes desconfiar de Petit-Claud; pero dentro de doce o quince días cambiarás de opinión —añadió, con aire un tanto fatuo…

Lucien subió de nuevo a su habitación y escribió a Lousteau la siguiente carta.

«Amigo mío, de nosotros dos, sólo yo puedo recordar el billete de mil francos que te he prestado; sin embargo, ¡ay!, conozco demasiado bien la situación en que te encontrarás al abrir mi carta, como para no añadir inmediatamente que no te los pido en monedas de oro o plata; no, te los pido en crédito, como a Florine se los pediría en placer. Tenemos el mismo sastre; puedes, por tanto, hacerme confeccionar en espacio más breve de tiempo un equipo completo. Sin que esté exactamente en el traje de Adán, la verdad es que no puedo aparecer en público.

»Aquí, los honores provincianos debidos a las ilustraciones parisienses me esperaban, para mi gran asombro. Soy el héroe de un banquete, ni más ni menos que un diputado de izquierdas: ¿te das cuenta ahora de la necesidad de un traje negro? Promete el pago, encárgate de ello, echa mano de la propaganda; en fin, busca una escena inédita de don Juan con el señor Domingo, ya que es preciso endomingarme a cualquier precio. Sólo tengo harapos: ¡parte de ahí! Estamos en septiembre, hace un magnífico tiempo;
ergo
, ocúpate de que reciba a fines de esta semana un encantador conjunto de mañana: pequeña levita verde oscuro bronceado, tres chalecos, uno de color azufre, el otro de fantasía, de género escocés, y el tercero completamente blanco; además, tres pantalones, como para hacerse mujeres, el uno blanco, de tela inglesa, el otro de nankín y el tercero de un casimir negro muy ligero; finalmente un traje negro de noche y un chaleco de raso. Si has encontrado a alguna Florine cualquiera, me encomiendo a ella para dos corbatas de fantasía. Esto no es nada, confío en ti y en tu habilidad: el sastre me inquieta poco.

»Mi querido amigo, muchas veces lo hemos deplorado: la inteligencia de la miseria, que con toda seguridad es el veneno más activo que corroe al hombre por excelencia, al parisiense, esta inteligencia cuya actividad sorprendería a Satanás, aún no ha encontrado el sistema de poder tener a crédito un sombrero. Cuando hayamos puesto de moda los sombreros que valgan mil francos, entonces los sombreros serán posibles, pero hasta entonces tendremos siempre que llevar en nuestros bolsillos el suficiente dinero para pagarnos un sombrero. ¡Ah!, qué daño nos hace la Comedie-Française con aquello de: Lafleur, pondrás oro en mis bolsillos. Comprendo perfectamente todas las dificultades de la ejecución de esta solicitud: añade un par de botas, un par de escarpines, un sombrero, seis pares de guantes junto con lo demás.

»Es pedir lo imposible, ya lo sé. ¿Pero acaso la vida literaria es otra cosa que lo imposible encauzado?… Sólo te digo una cosa: opera ese prodigio redactando un gran artículo o haciendo cualquier pequeña infamia, y te condono y absuelvo tu deuda. Y es una deuda de honor, querido amigo, ya lleva doce meses de espera y te ruborizarías si pudieras ruborizarte.

»Mi querido Lousteau, bromas aparte, me encuentro en una grave situación. Juzga, si no, por esta sola frase: la Jibia ha engordado, se ha convertido en esposa de la Garza, y la Garza es el prefecto de Angulema. Esta espantosa pareja puede hacer mucho por mi cuñado, al que he colocado en una espantosa situación; ¡está perseguido, escondido, bajo el peso de la letra de cambio!… Se trata de reaparecer ante los ojos de la señora prefecta y volver a adquirir influencia sobre ella a cualquier precio. ¿No es espantoso pensar que la suerte de David Séchard depende de un bonito par de botas, de medias de seda gris para el día (no las vayas a olvidar) y de un sombrero nuevo?… Me voy a hacer el enfermo y meterme en la cama como hizo Duvicquet para librarme de tener que responder al interés de mis conciudadanos. Mis conciudadanos me han dado, querido amigo, una serenata preciosa. Empiezo a preguntarme cuántos necios hacen falta para componer esta palabra: mis conciudadanos, después de que he sabido que el entusiasmo de la capital tenía como animadores a algunos de mis antiguos camaradas de colegio.

»Si pudieses intercalar en los
Sucesos
algunas palabras sobre mi recibimiento, me harías crecer aquí varios metros. Y, además, haré que la Jibia se percate de que, si no amigos, al menos tengo cierto crédito en la prensa parisiense. Como no renuncio a ninguna de mis esperanzas, te quedaré deudor de todo esto. Si necesitas algún bonito artículo de fondo para alguna crítica, tengo tiempo suficiente para meditarte uno con toda tranquilidad. Sólo me resta decirte una cosa, querido amigo: cuento contigo de la misma forma que puedes contar tú con el que es

»todo tuyo,

Lucien de R.».

«P. S. Envíamelo todo por la diligencia, al apartado de correos».

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