—¡Vaya tienda! —exclamó Lucien en cuanto se hubo sentado en un cabriolé al lado de Lousteau.
—Al Panorama Dramático, ¡y de prisa! Tienes treinta sueldos por tu carrera —dijo Étienne al cochero—. Dauriat es un bromista que vende por valor de mil quinientos o mil seiscientos francos de libros al año, es una especie de ministro de la literatura —respondió Lousteau, cuyo amor propio se sentía agradablemente halagado y se daba importancia ante Lucien. Su avidez, que es tan grande como la de Barbet, se ejerce sobre las masas. Dauriat tiene modales, es generoso, pero es vacuo; en cuanto a su ingenio, se compone de todo lo que oye decir a su alrededor; su tienda es un lugar excelente para frecuentar. Allí se puede conversar con las personas superiores de la época. Allí, mi querido amigo, un joven, aprende en una hora más que lo que le enseñarían diez años de lectura en los libros. Se discuten artículos, se maquinan asuntos, uno establece contacto con personas célebres o influyentes que pueden ser útiles. Hoy en día, para triunfar es preciso relacionarse. Todo es obra del azar, ya lo ve. Lo más! peligroso es tener inteligencia únicamente para uno solo, aislado en su rincón.
—¡Pues vaya impertinencia! —dijo Lucien.
—¡Bah!, todos nos burlamos de Dauriat —repuso Étienne—. Si uno tiene necesidad de él, es pisoteado; el
Journal des Débats
le es necesario, Émile Blondet le hace dar más vueltas que a un trompo. ¡Oh!, si entra en la Librería verá otras muchas cosas. ¿Qué le decía yo?
—Sí, tiene razón —replicó Lucien—. He sufrido mucho en esta tienda, mucho más cruelmente de lo que me esperaba, según su programa.
—¿Y por qué va a ser presa del sufrimiento? Lo que nos cuesta nuestra vida, el tema que durante noches estudiosas ha devastado nuestro cerebro, todas esas carreras a través de los campos del pensamiento, nuestro monumento construido con nuestra sangre, se convierte para los editores en un negocio bueno o malo. Los libreros venderán o no su manuscrito, ése es para ellos todo el problema. Un libro representa para ellos un capital que arriesgar. Cuando mejor es el libro, menos probabilidades tiene de ser vendido. Todo ser superior se eleva por encima de las masas; su éxito, pues, está en razón directa con el tiempo necesario para apreciar la obra. Ningún librero quiere esperar. El libro de hoy ha de ser vendido mañana. Con ese sistema, los libreros rechazan los libros sustanciales, para los que son necesarias elevadas y lentas aprobaciones.
—D'Arthez tiene razón —exclamó Lucien.
—¿Conoce a D'Arthez? —dijo Lousteau—. No conozco nada más peligroso que los espíritus solitarios que piensan, como ese muchacho, poder atraer el mundo a ellos. Fanatizando las imaginaciones jóvenes mediante una creencia que halaga la fuerza inmensa que sentimos en principio en nosotros mismos, estas personas de gloria póstuma les impiden moverse a la edad en que el movimiento es posible y provechoso. Yo me inclino por el sistema de Mahoma, que, después de haber ordenado a la montaña que fuese hacia él, exclamó: «¡Si no vienes hacia mí, entonces seré yo quien vaya a tu encuentro!».
Esta ocurrencia, en la que la razón adoptaba una forma incisiva, era de tal naturaleza que hacía dudar a Lucien entre el sistema de pobreza sometida que el cenáculo propugnaba y la doctrina militante que Lousteau le exponía. Por tal motivo, el poeta de Angulema permaneció en silencio hasta llegar al bulevar del Temple.
El Panorama Dramático, sustituido hoy en día por una casa, era una encantadora sala de espectáculos situada enfrente de la calle Charlot, en el bulevar del Temple, y en donde dos administraciones sucumbieron sin obtener ni un solo éxito a pesar de que Bouffé, uno de los actores que heredaron la sucesión de Potier, había iniciado allí su carrera al igual que Florine, actriz que cinco años más tarde se hizo muy célebre. Los teatros, al igual que los hombres, se ven sometidos a la fatalidad. El Panorama Dramático tenía que rivalizar con el Ambigú, la Gaité, la Porte-Saint-Martin y los teatros de vodevil; no pudo resistir a sus maniobras, a las restricciones de su privilegio y a la carencia de obras de calidad. Los autores no quisieron enemistarse con los teatros existentes a causa de un teatro cuya existencia parecía problemática. Sin embargo, la administración contaba con una nueva comedia, una especie de melodrama cómico de un joven autor, colaborador de algunas celebridades, llamado Du Bruel, quien decía haberla escrito él solo. Esta pieza fue compuesta para la presentación de Florine, que hasta entonces había sido comparsa en la Gaité, donde desde hacía un año interpretaba pequeños papeles en los que se había destacado aunque sin haber podido obtener un contrato, de tal manera que el Panorama se la había arrebatado a su vecino. Coralie, otra actriz, también debutaba en aquella ocasión. Cuando los dos amigos llegaron, Lucien quedó estupefacto ante el poder de la Prensa.
—El señor viene conmigo —dijo Étienne al portero, quien hizo una gran reverencia.
—Les será difícil encontrar sitio —dijo el jefe de acomodadores—. Sólo queda libre el palco del director.
Étienne y Lucien perdieron algún tiempo errando por los corredores y parlamentando con las acomodadoras.
—Vamos a la sala; hablaremos con el director, quien nos acogerá en su palco. Además le presentaré a la heroína de la noche, a Florine.
A una señal de Lousteau, el portero del patio de butacas tomó una llavecita y abrió una puerta disimulada en un grueso muro. Lucien siguió a su amigo y pasó de repente de un pasillo completamente iluminado a un negro agujero que, en casi todos los teatros, sirve de comunicación entre la sala y bastidores. Luego, subiendo unos húmedos escalones, el poeta provinciano llegó al escenario, en donde le esperaba el más sorprendente espectáculo. La estrechez de las embocaduras, la altura del teatro, las escalas de quinqués, los decorados, tan horribles vistos de cerca, los actores tan embadurnados, sus trajes tan extraños y confeccionados con tejidos tan burdos, los mozos con chaquetas grasientas, las cuerdas colgadas, el regidor, que se pasea con el sombrero puesto, los comparsas sentados, los telones colgados, los bomberos, este conjunto de cosas graciosas, tristes, sucias, horribles, brillantes, se parecía tan poco a lo que Lucien había visto desde su asiento en el teatro, que su extrañeza fue sin límites. Acababan de representar un excelente melodrama titulado Bertram, obra imitada de una tragedia de Maturin, que estimaban grandemente Nodier, lord Byron y Walter Scott, pero que no obtuvo ningún éxito en París.
—No se suelte de mi brazo si no quiere caer en alguna trampa, recibir un bosque encima de la cabeza, derribar un palacio o tropezar con una cabaña —dijo Étienne a Lucien—. ¿Está Florine en su camerino, cariñito? —preguntó a una actriz que preparaba su entrada en escena, escuchando a los actores.
—Sí, amor. Te agradezco lo que has dicho de mí, sobre todo teniendo en cuenta que Florine también actuaba.
—Vamos, no falles la escena, pequeña —le dijo Lousteau—; precipítate, patita en alto, y grita: «¡Detente, desventurado!». Pues hay dos mil francos de taquilla.
Lucien, estupefacto, vio cómo la actriz se preparaba y salía a escena gritando un «¡Detente, desventurado!» que hacía temblar de espanto. No era la misma mujer.
—Así es pues el teatro —dijo a Lousteau.
—Es como la tienda de las Galerías de Madera y como un periódico para la literatura, una verdadera cocina —le respondió su nuevo amigo.
Nathan hizo su aparición.
—¿Por quién viene aquí? —inquirió Lousteau.
—Pero si hago pequeñas reseñas teatrales en la Gaceta, mientras espero algo mejor —repuso Nathan.
—¡Pues bien!, cene esta noche con nosotros, y a cambio trate bien a Florine —le propuso Lousteau.
—Siempre a su servicio —replicó Nathan.
—Ya sabe, ahora vive en la calle Bondy.
—¿Quién es este guapo mozo que te acompaña, mi querido Lousteau? —preguntó la actriz, entrando de la escena a los bastidores.
—Ah, querida, un gran poeta, un hombre que será célebre. Como tendrán que cenar juntos, señor Nathan, le presento al señor Lucien de Rubempré.
—Lleva un bonito nombre, caballero —dijo Raoul a Lucien.
—Lucien, el señor Raoul Nathan —dijo Étienne a su nuevo amigo.
—A fe mía, caballero, le leía hace un par de días y no concibo que cuando se ha escrito un libro como el suyo y se han compuesto sus poesías, pueda permanecer en actitud tan humilde ante un periodista.
—Ya me lo dirá cuando publique usted su primer libro —dijo Nathan, esbozando una tenue sonrisa.
—Vaya, vaya, los ultras y los liberales se dan la mano —exclamó Vernou, contemplando al trío.
—Por las mañanas comparto las opiniones de mi periódico —dijo Nathan—, pero por las noches pienso lo que quiero: «de noche todos los redactores son pardos
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».
—Étienne —dijo Félicien, dirigiéndose a Lousteau—, Finot ha venido conmigo y te está buscando… Aquí está.
—¡Vaya!, ¿es que no hay un sitio?
—Usted tiene siempre uno en nuestros corazones —le contestó la actriz, dirigiéndole su más agradable sonrisa.
—Vaya, mi pequeña Florville, te veo curada de tu amor. Me habían dicho que un príncipe ruso te había raptado.
—¿Acaso se rapta hoy en día a las mujeres? —contestó Florville, que era la actriz del «¡Detente, desventurado!»—. Estuvimos diez días en Saint-Mandé, que a mi príncipe sólo le costaron una indemnización pagada a la administración. El director —continuó Florville, riendo— va a rogar a Dios que vengan muchos príncipes rusos, pues sus indemnizaciones le proporcionarían muchos ingresos sin ningún gasto.
—Y tú, querida —dijo Finot a una aldeana que les escuchaba—, ¿dónde has robado los brillantes que llevas en las orejas? ¿Acaso has hecho un príncipe indio?
—No, pero sí un fabricante de betún, un inglés que ya se ha marchado. No todas tenemos cuando queremos, como Florine y Coralie, negociantes millonarios aburridos de su matrimonio: ¿son felices?
—No vas a entrar a tiempo, Florville —exclamó Lousteau—; el betún de tu amiga se te sube a la cabeza.
—Si quieres tener éxito —le dijo Nathan— en lugar de gritar como una furia: «¡Se ha salvado!», entra con sencillez, llégate hasta la rampa y di con voz de pecho: «Se ha salvado», como la Pasta dice «¡Oh, patria!» en Tancredo. ¡Anda! —añadió, empujándola.
—Ya no hay tiempo, ha fallado su efecto —dijo Vernou.
—¿Qué es lo que ha hecho? La sala aplaude a rabiar —preguntó Lousteau.
—Les ha enseñado su escote poniéndose de rodillas, es su gran recurso —contestó la actriz, viuda del betún.
—El director nos deja su palco, allí me encontrarás —dijo Finot a Étienne.
Lousteau llevó entonces a Lucien por detrás del teatro, a través de un dédalo de bastidores, corredores y escaleras hasta el tercer piso, y entraron en una pequeña habitación, a la que llegaron seguidos de Nathan, Félicien y Vernou.
—Buenos días, o buenas noches, caballeros —dijo Florine—. Caballero —añadió, volviéndose hacia un hombre grueso y pequeño que esperaba en un rincón—, estos señores son los árbitros de mi destino, mi porvenir está en sus manos; pero estarán, según espero, en nuestra mesa mañana por la mañana, si el señor Lousteau no ha olvidado nada…
—¡Cómo! Estará Blondet de los Débats —le dijo Étienne—, el verdadero Blondet, Blondet en persona; en una palabra, Blondet.
—¡Oh!, mi querido Lousteau, toma, es preciso que te dé un beso —dijo ella, saltándole al cuello.
Ante esta demostración, Matifat, el hombre gordo, adoptó un aire serio. A los dieciséis años, Florine era delgada. Su belleza, como un capullo lleno de promesas, sólo podía gustar a los artistas que prefieren los bocetos a los cuadros. Esta actriz encantadora tenía en sus rasgos toda la finura que la caracterizaba y se parecía entonces a la Mignon de Goethe. Matifat, rico droguero de la calle de los Lombards, había pensado que una modesta actriz de los bulevares sería poco derrochadora, pero en once meses Florine le costó sesenta mil francos. Nada pareció más extraordinario a Lucien que aquel honrado y probo negociante, colocado allí como un dios Término en un rincón de aquel reducto de diez pies cuadrados, cubierto con un bonito papel y decorado con un espejo móvil, un diván, dos sillas, una alfombra, una chimenea y lleno de armarios. Una doncella terminaba de vestir a la actriz de española. La obra era un enredo en la que Florine interpretaba el papel de una condesa.
—Esta criatura, en cinco años, será la actriz más bella de París —dijo Nathan a Félicien.
—¡Ah!, amores míos —dijo Florine, volviéndose hacia los tres periodistas—, cuidadme mañana; en primer lugar he hecho que esta noche retiren los coches, ya que os dejaré marchar borrachos como cubas. Matifat se ha provisto de vinos, pero, ¡oh!, vinos dignos de Luis XVIII, y ha contratado al cocinero del ministro de Prusia.
—Viendo a este caballero podemos esperar cosas enormes —dijo Nathan.
—Pero él sabe que trata con los hombres más peligrosos de París —respondió Florine.
Matifat miraba a Lucien con aire inquieto, ya que la gran belleza del muchacho excitaba sus celos.
—¡Ah!, pero si hay uno al que no conozco —dijo Florine, advirtiendo la presencia de Lucien—. ¿Quién de vosotros se ha traído de Florencia el Apolo de Belvedere? Este caballero es tan encantador como una figura de Girodet.
—Señorita —dijo Lousteau—, este caballero es un poeta de provincias que he olvidado presentarle. Está tan bella esta noche, que es imposible pensar en la civilización pueril y honesta…
—¿Tan rico es como para hacer poesía? —preguntó Florine.
—Pobre como Job —repuso Lucien.
—Esto es muy tentador para nosotros —dijo la actriz.
Du Bruel, autor de la obra, un joven con levita, pequeño y nervioso, que tenía a la vez algo de propietario, de burócrata y de agente de cambio, entró de repente.
—Mi pequeña Florine, sabe bien su papel, ¿eh? Nada de fallos de memoria. Cuide sobre todo la escena del segundo acto, sea incisiva y aguda. Diga No os quiero como hemos convenido.
—¿Por qué acepta papeles en los que hay frases semejantes? —preguntó Matifat a Florine.
Una carcajada general acogió la observación del droguero.
—¿Y qué le puede importar eso —le dijo ella— si no es a usted a quien me dirijo, pedazo de bruto? ¡Oh!, me hace dichosa con esas estupideces —añadió, mirando a los demás—. A fe de mujer honrada, le pagaría un tanto por tontería si eso no me fuese a arruinar.