Ève se dio cuenta de los cálculos ocultos bajo la aparente generosidad de los hermanos Cointet, que dejaban a la imprenta Séchard el suficiente trabajo para subsistir y no lo bastante para que fuera un competidor. Al tomar la dirección de los asuntos, comenzó por hacer un inventario exacto de todos los valores. Empleó a Kolb, Marion y Cérizet en el arreglo del taller, en limpiarlo y ponerlo en orden. Después, una tarde, cuando David volvía del campo seguido por una anciana que traía un enorme paquete envuelto en una tela, Ève le pidió consejos para sacar partido de los restos que les había dejado el viejo Séchard, prometiéndole dirigir ella sola los negocios.
Según el parecer de su marido, la señora Séchard empleó todos los picos de papel que había encontrado, ordenados por clases y tamaños, en imprimir a dos columnas y por una sola cara esas leyendas populares coloreadas que los aldeanos pegan en las paredes de sus casas: la historia del
Judío errante
,
Roberto el Diablo
,
La Bella Maguelonne
, y el relato de algunos milagros. Ève hizo de Kolb un buhonero. Cérizet no perdió un solo momento, compuso aquellas ingenuas páginas y su toscas viñetas desde la mañana hasta la noche. Marion bastaba para la impresión. La señora Chardon se encargó de todos los trabajos domésticos, ya que Ève se dedicó a colorear los grabados. En dos meses, gracias a la actividad de Kolb y a su honradez, la señora Séchard vendió en Angulema, y en doce leguas a la redonda, tres mil hojas que le costaron treinta francos de fabricación y que le proporcionaron a razón de dos sueldos la hoja, trescientos francos. Pero cuando todas las casas y tabernas quedaron tapizadas con esas leyendas, fue necesario pensar en otra especulación, ya que el alsaciano no podía viajar más allá del departamento.
Ève, que lo revolvía todo en la imprenta, encontró la colección de figuras necesarias para la impresión de un almanaque, llamado
de los pastores
, en el que las cosas están representadas por signos, imágenes y grabados en rojo, negro o azul. El viejo Séchard, que no sabía leer ni escribir, ya había ganado mucho dinero imprimiendo este libro, que iba destinado a los que no saben leer. Este almanaque, que se vende a un sueldo consiste en una hoja plegada sesenta y cuatro veces, lo que hace un total de ciento veintiocho páginas. Completamente feliz por el éxito de sus hojas volantes, industria a la que se dedican sobre todo las pequeñas imprentas de provincias, la señora Séchard emprendió el
Almanaque de los Pastores
en gran escala, consagrando a él sus beneficios. El papel del Almanaque de los Pastores, del que muchos millones de ejemplares se venden anualmente en Francia, es más basto que el
Almanaque de Lieja
, y cuesta alrededor de cuatro francos la resma. Una vez impresa esta resma, que contiene quinientas hojas, se vende, pues, a razón de un sueldo la hoja, veinticinco francos. La señora Séchard se decidió a emplear cien resmas en una primera tirada, lo cual hacía cincuenta mil almanaques para colocar y dos mil francos de beneficio que recoger.
Aunque distraído, como lo debe estar un hombre profundamente ocupado, David quedó sorprendido, al dar una ojeada a su taller, del crujir de la prensa y de ver a Cérizet siempre en pie, componiendo bajo la dirección de la señora Séchard. El día en que entró allí para supervisar los trabajos emprendidos por Ève, fue un gran triunfo para ella la aprobación por parte de su marido, que encontró que el asunto del almanaque era excelente. David prometió igualmente sus consejos para el empleo de tintas de diversos colores que necesitan la ejecución de este almanaque, en el que todo entra por los ojos. Finalmente, él mismo quiso fundir los rodillos en su misterioso taller, para ayudar tanto como pudiera a su mujer en esta gran empresa pequeña.
En los comienzos de esta furiosa actividad llegaron las cartas desoladoras por las que Lucien hizo saber a su madre, a su hermana y a su cuñado su fracaso y miseria de París. Se debe comprender que al enviar entonces a este niño mimado trescientos francos, Ève, la señora Chardon y David habían ofrecido al poeta, cada uno por su lado, lo más puro de su sangre. Abrumada por estas noticias y desesperada por ganar tan poco trabajando con tanto empeño, Ève vio llegar, no sin estremecimiento, el acontecimiento que colma de alegría los jóvenes hogares. Al verse ya a punto de ser madre, se dijo:
«Si mi querido David no ha llegado al final de sus investigaciones en el momento de mi alumbramiento, ¿qué va a ser de nosotros?… ¿Y quién dirigirá los nacientes negocios de nuestra pobre imprenta?».
El
Almanaque de los Pastores
tenía que estar completamente acabado antes de primeros de enero, pero Cérizet, sobre el que pesaba toda la composición, ponía en ella una desesperante lentitud; y la señora Séchard, que no conocía lo suficiente la imprenta como para reñirle, se contentó con observar a este joven parisiense.
Huérfano, recogido en la Inclusa, Cérizet había sido colocado en casa de los señores Didot como aprendiz. De los catorce a los diecisiete años fue el ayudante de Séchard, quien le puso bajo la dirección de uno de sus obreros más hábiles e hizo de él su mozo, su paje tipográfico; ya que David se interesó naturalmente por Cérizet, encontrándole inteligente, y conquistó su afecto al procurarle algunos placeres que su indigencia le vedaba.
Dotado de un pequeño rostro bastante bonito y agarduñado, cabello rojizo y ojos de un azul turbio, Cérizet había importado las costumbres del pilluelo de París a la capital de Angulema. Su manera de ser, vivaracha y pendenciera, y su astucia, le hacían peligroso. Menos vigilado por David en Angulema, sea porque su mayor edad inspiraba más confianza a su mentor, sea porque el impresor contaba con la influencia de la provincia, Cérizet se había convertido, sin que su tutor lo supiera, en el Don Juan de pacotilla de tres o cuatro obrerillas y se había depravado por completo. Su moral, hija de las tabernas parisienses, tomó como única ley el interés personal.
Por otra parte, Cérizet, que según la expresión popular iba a servir al rey al año siguiente, se vio sin porvenir; también contrajo deudas, pensando que si a los seis meses iba a convertirse en soldado, ya podían correr tras él sus acreedores. David conservaba una cierta autoridad sobre este muchacho, no a causa de su título de maestro ni por interesarse por él, sino porque el ex pilluelo de París reconocía en David una alta inteligencia. Cérizet fraternizó bien pronto con los obreros de Cointet, atraído hacia ellos por el poder de la blusa, en una palabra, por el espíritu de cuerpo, de más influencia tal vez en las clases inferiores que en las superiores. En estas amistades, Cérizet perdió las pocas buenas doctrinas que David le había inculcado; sin embargo, cuando se reían de las carracas de su taller, término de desprecio dado por los viejos osos a las viejas prensas de los Séchard, al enseñarle las magníficas prensas de hierro que en número de doce funcionaban en el inmenso taller de los Cointet, en donde la única prensa de madera sólo servía para sacar pruebas, aún se alineaba al lado de David y lanzaba orgullosamente estas palabras a las narices de los burlones:
—¡Con sus carracas, mi ingenuo irá más lejos que los vuestros con esos artilugios de hierro de donde sólo salen libros de misa! ¡Está buscando un secreto que dejará chiquitas a todas las imprentas de Francia y de Navarra!…
—Pero, mientras tanto, mal regente de cuarenta sueldos, tienes por patrón a una planchadora —le contestaban.
—Sí, pero es bien guapa —replicaba Cérizet—, y es mucho más agradable de ver que las jetas de vuestros patrones.
—¿Es que la vista de su mujer te alimenta?
Desde el ambiente de las tabernas o desde las puertas de la imprenta, que eran los lugares en donde se sucedían aquellas amigables discusiones, algunos rumores llegaron a los oídos de los hermanos Cointet sobre la situación de la imprenta Séchard; se enteraron de la especulación emprendida por Ève y juzgaron necesario ahogar en su nacimiento un trabajo que podía situar a aquella pobre mujer en un camino de prosperidad.
—Démosle en los nudillos, para que así se hastíe del comercio —se dijeron los dos hermanos.
El que dirigía la imprenta fue a ver a Cérizet y le propuso que corrigiera pruebas para ellos, a tanto la prueba, para descongestionar a su corrector, que no daba abasto para leer las pruebas de sus obras en marcha. Trabajando unas horas por la noche, Cérizet ganó más con los hermanos Cointet que con David Séchard durante todo el día. Siguieron algunas relaciones más entre los Cointet y Cérizet, a quien se le reconocieron grandes facultades y al que compadecieron por encontrarse en una situación tan desfavorable para sus intereses.
—Podrías —le dijo uno de los Cointet— llegar a ser regente de una importante imprenta, en donde ganarías seis francos diarios, y con tu inteligencia llegarías un día a ser algo importante en el negocio.
—¿Y para qué puede servir ser un buen regente? —repuso Cérizet—. Soy huérfano y tengo que entrar en filas el próximo año; y si me toca en suerte, ¿quién me va a pagar un sustituto…?
—Si te haces útil —repuso el rico impresor—, ¿por qué razón no se te iba a adelantar la cantidad necesaria para un sustituto?
—Pero en todo caso no será mi ingenuo —dijo Cérizet.
—¡Bah! Tal vez haya encontrado el secreto que busca…
Esta frase fue dicha de forma que despertara los peores pensamientos en el que la escuchaba, y, en consecuencia, Cérizet lanzó al fabricante de papel una mirada que equivalía a la más penetrante y directa interrogación.
—No se qué es lo que hace —replicó prudentemente, al al ver al patrón mudo—, pero no es un hombre que se dedique a buscar capitales en el fondo de su cajón.
—Ten, amigo mío —dijo el impresor, tomando seis hojas del
Feligrés de la Diócesis
y tendiéndoselas a Cérizet—; si puedes corregirnos esto para mañana, mañana tendrás dieciocho francos. No somos malos, hacemos ganar el dinero al regente de nuestro competidor. Además, podríamos dejar a la señora Séchard embarcarse en el asunto del Almanaque de los Pastores y arruinarla; ¡pues bien!, te permitimos que le digas que nosotros hemos emprendido un
Almanaque de los Pastores
, y le hagas observar que no llegará la primera al mercado…
Ahora se comprenderá por qué Cérizet iba tan lentamente en la composición del almanaque.
Al enterarse de que los Cointet atacaban su pequeña y pobre especulación, Ève se vio poseída por el terror y quiso ver una prueba de adhesión en la comunicación que hipócritamente le hizo Cérizet, sobre la competencia que le esperaba; pero bien pronto sorprendió en su único cajista algunos indicios de una curiosidad demasiado despierta y que quiso atribuir a su edad.
—Cérizet —le dijo una mañana—, observo que se coloca en el umbral de la puerta y espera a que salga el señor Séchard a fin de ver lo que esconde, mira al fondo del patio cuando él está fundiendo los rodillos, en lugar de terminar la composición de nuestro almanaque. Todo eso no está nada bien, sobre todo cuando me ve a mí, su mujer, respetar sus secretos y cargándome con tanto trabajo para dejarle el tiempo libre necesario a sus investigaciones. Si no hubiese perdido tanto tiempo, el almanaque ya estaría terminado. Kolb podría ya estar vendiéndolo y los Cointet no podrían hacernos ningún daño.
—¡Eh, señora! —repuso Cérizet—. Por cuarenta sueldos al día que gano aquí, ¿no cree que ya está bien que le haga cien sueldos de composición? Si no tuviera pruebas para leer por las noches por cuenta de los hermanos Cointet, tendría que alimentarme de salvado.
—Bien, joven; empieza a ser ingrato, llegará lejos —le dijo Ève, dolida en el fondo de su corazón, menos por los reproches de Cérizet que por lo grosero de su acento, su actitud amenazadora y lo agresivo de sus miradas.
—No será siempre con una mujer como amo, ya que entonces el mes a veces no tiene treinta días.
Sintiéndose herida en su dignidad de mujer, Ève lanzó a Cérizet una mirada fulminante y subió a su casa. Cuando David llegó a comer, le preguntó:
—¿Estás seguro, querido, de ese pilluelo de Cérizet?
—¿Cérizet? —replicó él—. Es mi aprendiz, lo he formado yo, lo he tenido como ayudante, luego lo puse en las cajas; en una palabra, a mí me debe todo lo que es. Es como si preguntaras a un padre si está seguro de su hijo…
Éve enteró a su marido de que Cérizet leía pruebas por cuenta de los Cointet.
—¡Pobre muchacho! Tiene que vivir —dijo con la humildad de un maestro cogido en falta.
—Sí, querido, pero mira la diferencia que existe entre Kolb y Cérizet; Kolb hace veinte leguas todos los días, se gasta quince o veinte sueldos y nos trae siete, ocho y a veces hasta nueve francos de hojas vendidas, y sólo me pide sus veinte sueldos para sus gastos. Kolb se cortaría una mano antes que empuñar la barra de una prensa en casa de los Cointet, y no estaría observando los objetos que tiras en el patio aunque le ofrecieran mil escudos, mientras que Cérizet los recoge y los examina.
Las almas nobles difícilmente llegarán a creer en la maldad y en la ingratitud; necesitan rudas lecciones antes de reconocer la extensión de la corrupción; luego, cuando su educación en este aspecto ya se ha hecho, se elevan a una indulgencia que es el último grado del desprecio.
—¡Bah! Pura curiosidad de un pilludo de París —exclamó David.
—Pues bien, amigo mío, hazme el favor de bajar al taller y examinar lo que tu pilludo ha compuesto en un mes, y dime si en ese mes no habría podido terminar nuestro almanaque…
Después de comer, David reconoció que el almanaque podría haber estado compuesto en ocho días; luego, al enterarse de que los Cointet preparaban uno parecido, corrió en socorro de su mujer; hizo que Kolb interrumpiera la venta de sus hojas ilustradas y lo dirigió todo en su taller; él mismo dispuso una forma que Kolb tuvo que tirar con Marion, en tanto que él mismo tiraba otra con Cérizet mientras vigilaba las impresiones en tintas de diversos colores.
Cada color exige una impresión por separado. Cuatro tintas diferentes significan, pues, cuatro pasadas por la prensa. Impreso cuatro veces cada una, el
Almanaque de los Pastores
cuesta tanto en preparar, que se imprime exclusivamente en los talleres de provincias en los que la manó de obra y los intereses del capital empleado en la imprenta son casi nulos. Este producto, por tosco que sea, está vedado por tanto a las imprentas de donde salen obras de calidad.