—¿Está loco, señor? —preguntó—. Vaya a dar un paseo y vuelva a medianoche, yo ganaré su dinero; pero quédese por los bulevares y no vaya a los muelles.
Lucien estuvo paseando por los bulevares, atontado por el dolor, mirando los carruajes, los transeúntes, encontrándose abandonado, solo, en medio de esta muchedumbre que se agitaba, azotada por los mil intereses parisienses. Al ver de nuevo en el pensamiento las orillas del Charente, tuvo sed de las alegrías familiares y sintió entonces uno de esos relámpagos de fuerza que engañan a todas las naturalezas medio femeninas: no quiso abandonar la partida sin haber descargado su corazón en el corazón de David Séchard y tomar consejo de los tres ángeles que le quedaban. Mientras vagabundeaba, vio a Bérénice endomingada, hablando con un hombre en el embarrado bulevar de la Bonne-Nouvelle, en donde estaba parada en la esquina con la calle de la Lune.
—¿Qué haces? —dijo Lucien, espantado ante las sospechas que concibió por el aspecto de la normanda.
—Aquí tengo veinte francos, que pueden costar caros, pero se puede marchar —repuso ella, deslizando cuatro monedas de cinco francos en la mano del poeta.
Bérénice desapareció sin que Lucien pudiera ver por dónde se había ido; ya que, y es preciso decirlo en su honor, este dinero le quemaba la mano y quería devolverlo; pero se vio obligado a guardarlo como el último estigma de la vida parisiense.
Al día siguiente, Lucien hizo visar su salvoconducto, compró un bastón de acebo y tomó en la plaza de la calle Enfer una diligencia de cercanías que, por diez sueldos, le dejó en Longjumeau. Como primera etapa, durmió en el establo de una granja a dos leguas de Arpajon.
Cuando hubo llegado a Orléans, se encontró cansado, pero por tres francos un barquero le llevó hasta Tours y durante el trayecto sólo gastó tres francos en la comida. De Tours a Poitiers, Lucien anduvo durante cinco días. Bien dejado atrás Poitiers, no tenía más que cien sueldos, pero reunió el resto de sus fuerzas para continuar el camino.
Un día, Lucien, sorprendido por la noche en medio de una llanura, resolvió acampar en ella, cuando, en el fondo de un barranco, vio una calesa subiendo una cuesta. Sin que el postillón, los viajeros y un criado sentado en el pescante se percataran, pudo encogerse entre dos bultos y se durmió, colocándose de forma que resistiera el traqueteo y los numerosos baches. A la mañana, despertado por el sol que le daba en los ojos y por el ruido de las voces, reconoció Mansle, aquella pequeña ciudad en la que, dieciocho meses antes, había ido a esperar a la señora de Bargeton, con el corazón lleno de amor, esperanza y alegría. Viéndose cubierto de polvo y en medio de un círculo de curiosos y postillones, comprendió que debía de ser objeto de una acusación; se puso rápidamente en pie e iba a hablar, cuando dos viajeros que salieron de la calesa le cortaron la palabra: vio al nuevo prefecto del Charente, el conde Sixte du Châtelet, y a su esposa Louise de Nègrepelisse.
—¡Si hubiésemos sabido el compañero que el destino nos había deparado! —dijo la condesa—. Suba con nosotros, caballero.
Lucien saludó fríamente a la pareja, lanzándoles una mirada a la vez humilde y amenazadora, y se perdió en un atajo delante de Mansle a fin de llegar a una granja en la que pudiese desayunar pan y leche, descansar y deliberar en silencio sobre su porvenir. Aún tenía tres francos. El autor de
Las Margaritas
, empujado por la fiebre, corrió durante largo tiempo; siguió bajando a lo largo del río, examinando la disposición de los parajes que se iban haciendo cada vez más pintorescos.
Hacia mediodía llegó a un lugar en el que la capa de agua, rodeada de sauces, formaba una especie de lago. Se detuvo para contemplar aquel tupido y fresco bosquecillo cuya gracia campestre influyó en su alma. Una casa, asentada junto a un molino en un brazo del río, dejaba ver entre las capas de los árboles su tejado de caña adornado con una siempreviva. Esta ingenua fachada tenía como únicos ornamentos algunos arbustos de jazmines, madreselva y lúpulo, y alrededor brillaban las flores silvestres y otras fértiles plantas de lo más espléndido. Sobre el empedrado, sostenido por unos bastos pilares que mantenían la calzada a un nivel superior al de las grandes crecidas, vio unas redes secándose al sol. Unos patos nadaban en el claro estanque que se encontraba más allá del molino, entre las dos corrientes de agua que se precipitaban rugiendo por las compuertas. El molino dejaba oír su enervante ruido. Sobre un rústico banco, el poeta distinguió a una rolliza ama de casa haciendo punto mientras vigilaba a un niño que atormentaba a las gallinas.
—Buena mujer —dijo Lucien, adelantándose—, me encuentro muy cansado, tengo fiebre y sólo tres francos en el bolsillo; ¿quiere venderme pan de centeno y leche y dejarme dormir en la paja durante una semana? Así tendré tiempo de escribir a mis padres, que me enviarán dinero o vendrán a buscarme aquí.
—Con mucho gusto —repuso ella—, si mi marido acepta también. ¡Eh, oye!
El molinero salió, miró a Lucien y se quitó la pipa de la boca para decir:
—¿Tres francos por una semana? Más vale no cobrarle nada.
«Tal vez acabe de mozo de molinero», se dijo el poeta, contemplando el delicioso paisaje antes de acostarse en la cama que le hizo la molinera y en donde durmió tanto que asustó a sus anfitriones.
—Courtois, ve a ver si ese joven está vivo o muerto; ya hace catorce horas que está acostado y no me atrevo a ir —dijo la molinera al día siguiente, hacia el mediodía.
—Yo creo —repuso el molinero a su mujer, mientras acababa de extender sus redes y sus utensilios de pesca— que este guapo muchacho podría ser algún comicuelo de la legua sin un céntimo en el bolsillo y sin equipaje.
—¿Y por qué te lo imaginas? —preguntó la molinera.
—¡Caramba! No es ni un príncipe ni un ministro, ni un diputado ni un obispo; así, ¿por qué sus manos son tan blancas como las de un hombre que no hace nada?
—Entonces es muy extraño que el hambre no le despierte —dijo la molinera, que acababa de preparar un desayuno para el huésped que el azar le había deparado la víspera—. ¿Un cómico? —continuó—. ¿Y adonde irá? Aún no es tiempo de feria en Angulema.
Ni el molinero ni la molinera podían imaginar que aparte del comediante, el príncipe y el obispo, hubiera un hombre a la vez príncipe y comediante, un hombre revestido con un magnífico sacerdocio, el poeta, que aparenta no hacer nada y que, sin embargo, reina sobre la humanidad cuando ha sabido describirla.
—¿Quién será entonces? —dijo Courtois a su mujer.
—¿Habrá peligro dejándole que esté aquí? —preguntó la molinera.
—¡Bah!, los ladrones son más rápidos y ágiles que todo eso; ya nos habría desvalijado —repuso el molinero.
—No soy ni príncipe, ni ladrón, ni obispo, ni comediante —dijo tristemente Lucien, quien apareció de improviso y que sin duda había oído por la ventana el coloquio de marido y mujer—. Soy un pobre muchacho cansado, que ha llegado a pie desde París. Me llamo Lucien de Rubempré y soy el hijo del señor Chardon, el predecesor de Postel, el farmacéutico del Houmeau. Mi hermana se ha casado con David Séchard, el impresor de la plaza du Murier en Angulema.
—Espere entonces —dijo el molinero—. Este impresor, ¿no es el hijo de ese viejo avaro que trabaja sus tierras de Marsac?
—Precisamente —replicó Lucien.
—¡Pues vaya padre! —continuó Courtois—. Se dice que hace que su hijo se lo vaya vendiendo todo y tiene más de doscientos mil francos en bienes, sin contar la hucha.
Cuando el alma y el cuerpo se han quebrado en una larga y dolorosa lucha, al agotamiento de las fuerzas sigue la muerte o un anonadamiento parecido a ésta; pero las naturalezas capaces de resistir, cobran fuerzas de nuevo. Lucien, presa de una de esas crisis, pareció a punto de sucumbir en el momento en que se enteró, aunque un tanto vagamente, de la noticia de una catástrofe acontecida a David Séchard, su cuñado.
—¡Oh, hermana mía! —exclamó— ¡qué es lo que he hecho, Dios mío! Soy un infame.
Luego, se dejó caer sobre un banco de madera, con la palidez y el decaimiento de un moribundo; la molinera se apresuró a traerle una escudilla de leche que le obligó a beber; pero el rogó al molinero que le ayudara a meterse en la cama, pidiéndole perdón por las molestias que su muerte le iba a causar, ya que creía llegada su última hora. Percibiendo el fantasma de la muerte, este gracioso poeta se encontró presa de ideas religiosas: quiso ver a un cura, confesarse y recibir los sacramentos. Tales súplicas, exhaladas en una débil voz por un muchacho dotado de bello rostro y tan bien conformado como Lucien, impresionaron vivamente a la señora Courtois.
—Mira, sube a caballo y trae al señor Marron, el médico de Marsac; verá lo que tiene este muchacho, que no me parece que se encuentre en buen estado, y te traes también al cura; tal vez sepan mejor que tú lo que sucede con este impresor de la plaza du Murier, ya que Postel es el yerno del señor Marron.
Una vez Courtois se hubo ido, la molinera, convencida, cómo toda la gente del campo, de que la enfermedad necesita una sobrealimentación, dio de comer a Lucien, quien se dejó hacer, abandonándose a violentos remordimientos que le salvaron de su abatimiento mediante la revulsión que le produjo esta especie de tópico moral.
El molino de Courtois se encontraba a una legua de Marsac, cabeza de partido, situado a mitad de camino entre Mansle y Angulema; así pues, el honrado molinero trajo bien pronto al médico y al cura de Marsac. Estos dos personajes habían oído hablar de las relaciones de Lucien con la señora de Bargeton, y como todo el departamento del Charente hablaba de la boda de esta dama y su vuelta a Angulema con el nuevo prefecto, el conde Sixte du Châtelet, al enterarse de que Lucien estaba en casa del molinero, tanto el médico como el cura experimentaron un violento deseo de conocer las razones que habían impedido a la viuda del señor de Bargeton casarse con el joven poeta con quien se había escapado, y enterarse de si regresaba a la región para ayudar a su cuñado, David Séchard.
La curiosidad, la caridad, todo se unía pues para acudir rápidamente en socorro del poeta moribundo. Por lo tanto, dos horas después de la marcha de Courtois, Lucien oyó sobre la calzada de piedra del molino el ruido de hierros que hacía el mal carruaje del médico rural. Los señores Marron aparecieron a continuación, ya que el médico era el sobrino del cura. De este modo, Lucien veía en aquel momento personas tan ligadas con el padre de David Séchard como lo pueden ser los vecinos de una pequeña aldea de viñadores. Cuando el médico hubo observado al moribundo, le hubo tomado el pulso y examinado la lengua, miró a la molinera, sonriendo de forma que disipara cualquier inquietud.
—Señora Courtois —dijo—, estoy seguro de que en su bodega guarda alguna buena botella de vino y en su alacena una buena anguila; sírvanselas a su enfermo, que lo único que tiene son agujetas. Una vez hecho esto, ya verá como en seguida nuestro gran hombre puede echar a andar.
—¡Ah, caballero! —exclamó Lucien—. Mi enfermedad no es corporal, sino que se encuentra en el alma, y estas buenas gentes me han dicho algo que me ha matado, al anunciarme desastres en casa de mi hermana, la señora Séchard. En nombre de Dios, usted, que si he de creer a la señora Courtois ha casado a su hija con Postel, debe saber algo sobre los asuntos de David Séchard.
—Pues debe de estar en la cárcel —repuso el médico—. Su padre se ha negado a ayudarle…
—¿En prisión? —preguntó Lucien—. ¿Y por qué?
—Pues debido a unas letras que llegaron de París y que sin duda olvidó, ya que parece ser que no sabe muy bien lo que se hace —replicó el señor Marron.
—Déjeme a solas con el señor cura, se lo suplico —rogó Lucien, cuya fisonomía se alteró visiblemente.
El médico, el molinero y su mujer salieron. Cuando Lucien se vio a solas con el viejo sacerdote, exclamó:
—Merezco la muerte, que presiento ya, y soy un gran miserable que no tiene más recurso que arrojarse en brazos de la religión. Soy yo el verdadero verdugo de mi hermana y de mi hermano, ya que David es un hermano para mí. Yo fui quien extendió las letras que luego David no ha podido pagar… Le he arruinado. En la horrible miseria a la que me he abandonado, ya había olvidado ese crimen. Los protestos a que han dado lugar esas letras han sido detenidos por la intervención de un millonario y he creído que las había pagado, pero no ha hecho nada de eso.
Y Lucien contó sus desgracias. Cuando hubo terminado este poema con una febril narración, verdaderamente digna de un poeta, suplicó al cura que fuese a Angulema y se enterara por su hermana Ève y por su madre, la señora Chardon, de la verdadera situación para saber si aún podía remediarla.
—Hasta que usted vuelva —dijo, llorando a lágrima viva—, podré vivir. Si mi madre, mi hermana y David no me rechazan, aún podré vivir.
La elocuencia del parisiense, las lágrimas de este tremendo arrepentimiento, este apuesto muchacho pálido y casi moribundo a causa de su desesperación, la enumeración de infortunios que sobrepasaban a las fuerzas humanas, todo ello despertó la compasión y el interés del cura.
—En provincias, como en París, caballero —le contestó—, no se ha de creer ni la mitad de lo que se dice; no se asuste ante un rumor que, a tres leguas de Angulema, debe ser bastante erróneo. El viejo Séchard, nuestro vecino, se ha ido a Marsac hace algunos días; tal vez sea porque se está dedicando a solucionar los asuntos de su hijo. Voy a Angulema y regresaré para decirle si puede volver con su familia, junto a la que su confesión y sincero arrepentimiento me ayudarán para interceder por su causa.
El cura no sabía que, desde hacía dieciocho meses, Lucien se había arrepentido tantas veces, que su arrepentimiento, por muy violento que fuese, no tenía más valor que el de una escena perfectamente interpretada, y además interpretada de buena fe. Al cura sucedió el médico. Viendo en el enfermo una crisis nerviosa cuyo peligro comenzaba a pasar, el sobrino fue de tanto consuelo como el tío y acabó por determinar la mejoría del enfermo.
El cura, que conocía la región y sus costumbres, llegó hasta Mansle, por donde no tardaría en pasar el coche de Ruffec a Angulema, y en el que tuvo una plaza. El anciano sacerdote esperaba pedir noticias sobre David Séchard a su sobrino Postel, el farmacéutico del Houmeau, antiguo rival del impresor ante la bella Ève. Al ver las precauciones que adoptó el pequeño farmacéutico para ayudar a bajar al anciano del horrible carromato que por aquel entonces hacía el servicio entre Ruffec y Angulema, el más obtuso de los espectadores se hubiese dado cuenta de que el señor y la señora Postel hipotecaban su bienestar sobre su herencia.