—Es usted digno de su nombre —dijo Des Lupeaulx, riendo—. ¡Vaya!, me gustan las personas de su estilo…
—Y bien, ¿puede hacer que Florine tenga un contrato definitivo? —preguntó Finot al
maître
des requêtes.
—Sí, pero líbrenos de Lucien, ya que Rastignac y De Marsay no quieren oír hablar de él.
—Duerma tranquilo —repuso Finot—. Nathan y Merlin siempre tendrán artículos que Gaillard les habría prometido publicar. Lucien no podrá publicar ni una línea y así le cortaremos los víveres. No tendrá más que el periódico de Martinville para defenderse y defender a Coralie: un periódico contra todos es imposible que resista.
—Yo le diré los puntos sensibles del ministro, pero entrégueme el manuscrito del artículo que haga escribir a Lucien —repuso Des Lupeaulx, que se cuidó muy bien de decir a Finot que el edicto que se había prometido a Lucien no pasaba de ser una mentira.
Des Lupeaulx abandonó el salón. Finot se acercó a Lucien y, con aquel tono de campechanía que a tantos engañaba, le explicó cómo no podía renunciar a la redacción que tenía comprometida. Finot retrocedía ante la idea de un proceso que arruinaría las esperanzas que su amigo tenía puestas en el partido realista. Finot admiraba a los hombres lo suficientemente fuertes como para cambiar osadamente de opinión. Lucien y él, ¿no se encontrarían en la vida y tendrían mil pequeños favores que hacerse el uno al otro? Lucien tenía necesidad de un hombre seguro en el partido liberal para que atacara a los ministeriales o a los ultras que se negaran a ayudarle.
—Si se burlan de usted, ¿qué hará? —dijo Finot para terminar—. Si algún ministro piensa que le tiene sujeto por el cabestro de su apostasía, no le teme ya y le envía a paseo, ¿no le serán necesarios algunos perros que se le puedan lanzar para que le muerdan las pantorrillas? Pues bien, está en enemistad encarnizada con Lousteau, quien pide su cabeza. Félicien y usted no se hablan. Solamente le quedo yo. Una de las normas de mi oficio es vivir en buena armonía con los hombres verdaderamente fuertes. Podrá devolverme, en la sociedad que frecuenta, el equivalente de los servicios que yo le pueda prestar en la prensa. Pero los negocios antes que nada. Envíeme artículos puramente literarios, no le comprometen en nada y habrá cumplido con nuestros acuerdos.
Lucien sólo vio amistad unida a prudentes cálculos en las proposiciones de Finot, cuya adulación y la de Lupeaulx le habían puesto de buen humor: dio las gracias a Finot.
En la vida de los ambiciosos y de todos los que no pueden subir más que con la ayuda de los hombres y de las cosas, mediante un plan de conducta más o menos bien combinado, seguido, mantenido, hay un momento cruel en el que no sé qué poder les somete a rudas pruebas: todo falla al mismo tiempo, los hilos se rompen por todos lados o se embrollan, la desgracia aparece en todos los lugares. Cuando un hombre pierde la cabeza en medio de ese desorden moral, está perdido. Las personas que saben resistir a esta primera revuelta de las circunstancias, que se doblegan dejando pasar la tormenta, que se salvan alcanzando con un espantoso esfuerzo la esfera superior, son hombres verdaderamente fuertes. Todo hombre, a menos que haya nacido rico, tiene lo que sería preciso llamar su semana fatal. Para Napoleón esta semana fue la de la retirada de Moscú.
Este cruel momento había llegado para Lucien. Todo había ido sucediéndose de forma feliz para él en el mundo social y en la literatura; había sido demasiado dichoso, ahora tenía que ver cómo los hombres y las cosas se volvían contra él. El primer dolor fue el más vivo y el más cruel de todos y le alcanzó en donde se creía invulnerable, en su corazón, en su amor.
Coralie podía no ser inteligente, pero estaba dotada de un gran corazón, tenía la facultad de mostrarlo con uno de esos impulsos repentinos que a veces dan fama a las grandes actrices. Este extraño fenómeno, mientras no se ha convertido en una costumbre por el largo uso, está sometido a los caprichos del carácter y a menudo a un admirable pudor que domina a las actrices aún jóvenes. Interiormente ingenua y tímida, osada y atrevida en apariencia, como debe serlo una cómica, Coralie, aún amante sentía reaccionar su corazón de mujer bajo su máscara de artista.
El arte de dar a los sentimientos esa sublime falsedad no había triunfado en ella sobre la naturaleza. Se sentía avergonzada de tener que dar al público lo que sólo pertenecía al amor. Además, estaba dotada de una debilidad propia de las verdaderas mujeres. Por otra parte, sabiéndose llamada a reinar como soberana sobre la escena, tenía necesidad de éxito. Incapaz de afrontar una sala con la que no simpatizaba, siempre temblaba al llegar a escena; y entonces, la frialdad del público podía llegar a helarla. Esta terrible emoción le hacía encontrar en cada nuevo papel todos los temores de un debut. Los aplausos le causaban una especie de embriaguez inútil para su amor propio, pero que era indispensable para su valor: un murmullo de desaprobación, o el silencio del público distraído, le quitaban las fuerzas, mientras que una sala llena, atenta, con miradas admirativas y favorables, la electrizaban; entonces ella se ponía en contacto con las nobles cualidades de todas esas almas y sentía el poder de elevarlas, de conmoverlas. Este doble efecto se acusaba de forma perfecta en la naturaleza nerviosa y en la constitución del genio, traicionando de este modo la delicadeza y la ternura de aquella pobre muchacha.
Lucien había terminado por apreciar los tesoros que encerraban ese corazón, se había dado cuenta de lo niña que era su amante. Poco ducha para las falsedades de la artista, Coralie era incapaz de defenderse contra las rivalidades y maniobras de entre bastidores a las que se daba Florine, muchacha tan peligrosa y depravada como generosa y sencilla era su amiga. Los papeles tenían que acudir a Coralie, era demasiado orgullosa como para implorar a los autores y sufrir sus deshonrosas condiciones, o para darse al primer periodista que le amenazara con su amor y con su pluma.
El talento, ya raro en el arte del comediante, no es más que una condición del éxito, y el talento llega a ser a la larga perjudicial si no va acompañado de cierto genio de intriga, que a Coralie le faltaba por completo. Presintiendo los sufrimientos que esperaban a su amiga en su debut en el Gimnasio, Lucien quiso procurarle un triunfo a cualquier precio. El dinero que quedaba del mobiliario vendido y el que Lucien ganaba, todo se había gastado en vestidos, en arreglos de camerino y en costear todos los gastos del estreno. Unos días antes, Lucien hizo una gestión humillante, a la que se decidió por amor: tomó las letras de Fendant y Cavalier y se dirigió a la calle de los Bourdonnais, al Capullo de oro, para proponer su descuento a Camusot.
El poeta no estaba aún lo suficientemente corrompido para dar fríamente este paso. Dejó muchos dolores en el camino, pavimentándolo con sus más terribles pensamientos, diciéndose alternativamente: ¡sí!, ¡no! Pero a pesar de todo llegó hasta el pequeño despacho frío, negro, iluminado por un patio interior, que ocupaba gravemente no ya el enamorado de Coralie, el juerguista, el perezoso, el libertino, el incrédulo Camusot que conocía, sino el serio padre de familia, el negociante lleno de astucias y de virtudes, enmascarado por la prudencia judicial de un magistrado del Tribunal de Comercio y defendido por la frialdad patronal de un jefe de empresa rodeado de dependientes, cajeros, cartones verdes, facturas y muestras, acompañado por su mujer y por una hija vestida con sencillez. Lucien se estremeció al abordarlo, ya que el digno negociante le arrojó la mirada insolentemente indiferente que ya había visto en los ojos de los banqueros.
—Aquí tiene unos valores, le quedaría infinitamente agradecido si quiere aceptármelos, caballero —dijo, quedándose de pie junto al negociante sentado.
—Usted se quedó con algo mío, caballero —dijo Camusot—, me acuerdo perfectamente.
Entonces Lucien explicó la situación de Coralie en voz baja y hablando al oído del sedero, quien pudo oír las palpitaciones del poeta humillado. No entraba en los cálculos de Camusot que Coralie sufriera un fracaso. Mientras escuchaba, el negociante miró las firmas y sonrió, era juez en el Tribunal de Comercio y conocía la situación de los libreros. Dio cuatro mil quinientos francos a Lucien, a condición de hacer constar en el endoso: valor recibido en sedas.
Lucien se fue inmediatamente a ver a Braulard y arregló las cosas perfectamente con él para asegurar un éxito a Coralie. Braulard prometió ir, y fue al-ensayo general a fin de convenir los momentos en los que sus hombres debían aplaudir para provocar el éxito. Lucien entregó el resto de su dinero a Coralie, ocultándole su gestión con Camusot; calmó las inquietudes de la actriz y de Bérénice, que ya no sabían qué hacer para atender a las necesidades de la casa.
Martinville, uno de los hombres de aquel tiempo que mejor conocían el teatro, había ido varias veces para hacer ensayar a Coralie su papel. Lucien había obtenido de varios redactores realistas la promesa de artículos favorables, y no sospechaba la desgracia.
La víspera del debut de Coralie, algo funesto sucedió a Lucien. El libro de D'Arthez había aparecido. El redactor jefe del periódico de Hector Merlin dio la obra a Lucien como al hombre más capaz de comentarla: debía su fatal reputación a ese género de artículos que había hecho sobre Nathan. Había mucha gente en las oficinas, todos los redactores se encontraban allí. Martinville había acudido para llegar a un acuerdo sobre un punto de la polémica general adoptada por los diarios realistas contra los diarios liberales.
Nathan, Merlin y todos los colaboradores de
El Despertar
comentaban la influencia del periódico bisemanal de Léon Giraud, influencia tanto más perniciosa cuanto que el tono era prudente, docto y moderado. Se comenzaba a hablar ya del cenáculo de la calle de Quatre-Vents, se le llamaba una Convención. Se había decidido que los periódicos realistas harían una guerra a muerte y sistemática a esos peligrosos adversarios que se convirtieron, efectivamente, en los que pusieron en ejecución la Doctrina, esta secta fatal que derribó a los Borbones, desde el día en que la más mezquina de las venganzas llevó al escritor realista más brillante a aliarse con ella.
D'Arthez, cuyas opiniones absolutistas eran desconocidas, comprendido en el anatema pronunciado contra el cenáculo, iba a ser la primera víctima. Su libro tenia que ser deslomado, según la palabra clásica. Lucien rehusó hacer el artículo. Esta negativa levantó el más violento escándalo entre los hombres considerables del partido monárquico que habían acudido a esa cita. Se declaró de forma patente a Lucien que un recién llegado, un «converso» no tenía voluntad; si no le convenía pertenecer a la monarquía y a la religión, no tenía más que volverse al campo de donde había venido: Merlin y Martinville le cogieron aparte y le hicieron ver de forma amistosa que había expuesto a Coralie al odio que los diarios liberales le habían jurado, y que no podría contar entonces con los periódicos ministeriales y realistas para defenderse. La actriz iba a dar lugar de ese modo a una polémica ardiente que le valdría ese renombre por el que suspiran todas las mujeres de teatro.
—No entiende usted nada —le dijo Martinville—; ella trabajará durante tres meses en medio del fuego cruzado de nuestros artículos y ganará treinta mil francos en provincias durante sus tres meses de vacaciones. Por uno de esos escrúpulos que le impedirán ser un hombre político y que se deben pisotear, va a matar a Coralie y su porvenir, rechaza su modo de subsistencia.
Lucien se vio obligado a elegir entre D'Arthez y Coralie: su amante estaba perdida si no degollaba a D'Arthez en el gran periódico y en El Despertar. El pobre poeta volvió a su casa lleno de pesadumbre y dolor; se sentó junto al fuego en su habitación y leyó aquel libro, uno de los más bellos de la literatura moderna. En cada página dejó lágrimas, dudó largo rato, y al final escribió un artículo burlón como tan bien los sabía hacer, tomó ese libro como los niños cogen un hermoso pájaro para desplumarlo y martirizarlo. Su terrible mordacidad tenía la facultad de perjudicar el libro. Al releer esta buena obra, todos los sentimientos de Lucien se despertaron: atravesó París a medianoche y llegó a casa de D’Arthez. A través de los vidrios vio temblar el casto y tímido resplandor que tan a menudo había mirado con los sentimientos de admiración que merecía la noble constancia de este verdadero gran hombre; no tuvo fuerzas para subir y se sentó en un poyo durante unos instantes. Finalmente, inducido por su ángel guardián, llamó y encontró a D'Arthez leyendo y sin fuego.
—¿Qué te sucede? —dijo el joven escritor al ver a Lucien y adivinando que sólo una horrible desgracia podía haberle llegar hasta allí.
—Tu libro es sublime —exclamó Lucien con los ojos llenos de lágrimas— y me han ordenado que lo ataque.
—Pobre muchacho, comes un pan muy duro —dijo D'Arthez.
—Sólo te pido un favor. Guárdame el secreto de mi visita y déjame en mi infierno, en mis tareas de condenado. Tal vez no se pueda llegar a nada sin haberse encallecido los lugares más sensibles del corazón.
—¡Siempre el mismo! —dijo D'Arthez.
—¿Me crees un cobarde? No, D'Arthez, no, soy un muchacho ebrio de amor.
Y entonces le explicó su situación.
—Veamos el artículo —dijo D'Arthez, conmovido por todo lo que Lucien le acababa de decir sobre Coralie.
Lucien le entregó el manuscrito; D'Arthez lo leyó y no pudo impedir una sonrisa.
—¡Qué fatal empleo de la inteligencia! —exclamó; pero se volvió a callar al ver a Lucien en un sillón, abrumado por verdadero dolor—. ¿Quieres dejármelo corregir? Te lo devolveré mañana —continuó—. La burla deshonra a una obra, una crítica grave y seria es a veces un elogio; sabré hacer tu artículo más honroso para ti y para mí. Por otro lado, sólo yo conozco muy bien mis faltas.
—Al subir por una árida pendiente, se encuentra a veces un fruto para apaciguar los ardores de una sed horrible; he aquí ese fruto —dijo Lucien, arrojándose en los brazos de D’Arthez, llorando y diciéndole—: Siento la sensación de prestarte mi conciencia para que un día me la devuelvas.
—Considero el arrepentimiento periódico como una gran hipocresía —dijo D'Arthez solemnemente—; el arrepentimiento en estos casos es una prima dada a las malas acciones. El arrepentimiento es una virginidad que nuestra alma debe a Dios; un hombre que se arrepiente dos veces, es en consecuencia un horrible psicópata. Tengo miedo de que tú sólo veas absoluciones en tus arrepentimientos.