Cuando al salir de Flicoteaux, Claude Vignon, que cenaba allí aquel día, Lousteau, Lucien y el alto desconocido que entregaba su ropa en Samanon, quisieron ir al café Voltaire para tomar un café, no reunieron ni treinta sueldos rascándose los fondos de los bolsillos. Deambularon por el Luxemburgo esperando encontrar un librero, y efectivamente vieron a uno de los más famosos impresores de aquel tiempo, al que Lousteau pidió cuarenta francos que le fueron entregados. Lousteau repartió la suma en cuatro partes iguales y cada uno de los escritores tomó una. La miseria había extinguido todo orgullo y todo sentimiento en Lucien; lloró delante de aquellos tres artistas, contándoles su situación; pero cada uno de sus camaradas tenía un drama que narrar tan horrible como el suyo; cuando cada uno explicó el suyo propio, el poeta se sintió el menos desgraciado de los cuatro. Por lo tanto, todos tenían necesidad de olvidar su desgracia y su pensamiento, que doblaba su desgracia.
Lousteau corrió al Palacio Real a jugar los nueve francos que le quedaban de sus diez. El alto desconocido, a pesar de que tenía una amante encantadora, se fue a una casa vil y sospechosa para sumergirse en el lodazal de las voluptuosidades peligrosas. Vignon se fue al Petit Rocher de Cancale con la intención de beberse allí dos botellas de vino de Burdeos para abdicar de su razón y su memoria. Lucien dejó a Claude Vignon en el umbral del restaurante, rechazando su parte en aquella cena. El apretón de manos que el gran hombre de provincias dio al único periodista que no le había sido hostil, fue acompañado de una horrible opresión de corazón.
—¿Qué hacer? —le preguntó.
—En la guerra como en la guerra —le dijo el gran crítico—. Su libro es hermoso, pero le ha creado envidiosos; su lucha será larga y difícil. El genio es una horrible enfermedad. Todo escritor lleva en su corazón un monstruo que, semejante a la tenia en el estómago, devora los sentimientos a medida que se forman. ¿Quién triunfará?, ¿la enfermedad del hombre, o el hombre de la enfermedad? Ciertamente es preciso ser un gran hombre para mantener la balanza equilibrada! entre su genio y su carácter. El talento crece, el corazón se seca. A menos de ser un coloso, a menos de tener las espaldas de un hércules, uno se queda o sin corazón o sin talento. Usted es débil y enclenque, sucumbirá —dijo, entrando en el restaurante.
Lucien volvió a su casa meditando sobre esta terrible frase, cuya profunda verdad le iluminaba la vida literaria.
—¡Dinero! —le gritaba una voz.
Él mismo se hizo a su orden tres letras de mil francos cada una a uno, dos y tres meses de vencimiento, imitando con una admirable perfección la firma de David Séchard; las endosó, y la mañana siguiente las llevó a Métivier, el fabricante de papel de la calle Serpente, quien se las pagó sin ninguna dificultad. Lucien escribió unas líneas a su cuñado, para prevenirle de este ataque a su caja, prometiéndole, según costumbre, remitirle los fondos al vencimiento. Pagadas las deudas de Coralie y de Lucien, quedaron trescientos francos, que el poeta puso en las manos de Bérénice diciéndole que no le diera nada si se lo pedía; temía que la fiebre del juego se apoderara de él.
Lucien, animado por una rabia sombría, fría y taciturna, se puso a escribir sus artículos más agudos a la luz de una lamparilla, mientras velaba a Coralie. Cuando buscaba sus ideas veía a esta adorada criatura, blanca como una porcelana, bella, con la belleza de los moribundos, sonriéndole con los labios pálidos, mostrándole unos ojos brillantes como los de todas las mujeres que sucumben, más que por la enfermedad, por la pena. Lucien enviaba sus artículos a los periódicos, pero como no podía ir a las oficinas para atormentar a los redactores en jefe, los artículos no se publicaban. Cuando se decidió a ir al periódico, Théodore Gaillard, que le había dado unas cantidades como adelanto y que después se aprovechó de aquellos diamantes literarios, le recibía fríamente.
—Cuídese, querido amigo; ya no tiene ingenio, no se desmoralice, ¡tenga verbo! —le decía.
—Este pequeño Lucien sólo tenía en el vientre su novela y sus primeros artículos —exclamaron Félicien Vernou, Merlin y todos los que le odiaban, cuando se hablaba de él en casa de Dauriat o en el Vaudeville—. Nos envía cosas lastimosas.
«No tener nada en el vientre», frase consagrada en el argot del periodismo, constituye una sentencia soberana difícil de combatir una vez ha sido pronunciada. Esta frase, que se extendió por todas las partes, mató a Lucien sin Lucien saberlo, ya que entonces tuvo molestias superiores a sus fuerzas. En medio de sus agotadores trabajos, fue perseguido por las letras de David Séchard y tuvo que recurrir a la experiencia de Camusot. El antiguo amante de Coralie tuvo la generosidad de proteger a Lucien. Esta horrorosa situación duró dos meses, que fueron esmaltados por numerosos papeles timbrados, que, según la recomendación de Camusot, Lucien enviaba a Desroches, un amigo de Bixiou, de Blondet y de Des Lupeaulx.
En los inicios del mes de agosto, Bianchon dijo al poeta que Coralie estaba perdida, sólo le restaban unos días de vida. Bérénice y Lucien pasaron aquellos fatales días llorando, sin poder ocultar sus lágrimas a esta infeliz muchacha que estaba desesperada por tener que morir, a causa de Lucien. Por una extraña reacción, Coralie pidió a Lucien que le trajera un sacerdote. La actriz quiso reconciliarse con la Iglesia y murió en paz. Tuvo un fin cristiano y su arrepentimiento fue sincero. Esta agonía y esta muerte acabaron por privar a Lucien de todo su valor y todas sus fuerzas. El poeta se mantuvo en un abatimiento completo, sentado en un sillón a los pies de la cama de Coralie, no dejando de mirarla hasta el momento en que vio los ojos de la actriz entornados por la mano de la muerte. Eran las cinco de la madrugada.
Un pajarillo llegó hasta los tiestos de la ventana y gorjeó. Bérénice, arrodillada, besaba la mano de Coralie, que iba enfriándose con sus lágrimas. Sobre la chimenea no había más que medio franco. Lucien salió, empujado por una desesperación que le aconsejaba pedir limosna para enterrar a su amante o ir a echarse a los pies de la marquesa de Espard, el conde du Châtelet, la señora de Bargeton, la señorita Des Touches o el terrible dandy De Marsay: no se sentía ya orgulloso ni animado. Por tener un poco de dinero, ¡se hubiese enrolado en la milicia! Caminó con aquel aspecto descompuesto y desmoronado que los desgraciados conocen hasta la residencia de Camille Maupin, en donde entró, sin tener en cuenta el desorden de su ropa, y rogó que le recibiera.
—La señorita se ha acostado a las tres de la mañana y nadie se atrevería a entrar en su habitación antes de que ella llame —dijo el criado.
—¿Cuándo le llama?
—Nunca antes de las diez.
Lucien escribió entonces una de esas cartas espantosas en las que los pordioseros elegantes recurren a todo. Una tarde había puesto en duda la posibilidad de este modo de rebajarse, cuando Lousteau le hablaba de las solicitudes hechas por los jóvenes talentos a Finot, y su pluma le llevaba más allá tal vez de los límites en los que el infortunio había arrojado a sus predecesores. A la vuelta, en un estado febril y de embrutecimiento, caminaba por los bulevares sin pensar en la horrible obra maestra que le había dictado la desesperación, y se encontró con Barbet.
—Barbet, ¿quinientos francos? —le dijo, tendiéndole la mano.
—No, doscientos —repuso el librero.
—¡Ah!, ¿O sea que tiene corazón?
—Sí, pero también tengo negocios. Me hace usted perder mucho dinero —le dijo, después de contarle la quiebra de Fendant y Cavalier—, hágame ganar algo.
Lucien se estremeció.
—Usted es poeta, tiene que saber hacer toda clase de versos —continuó el librero—. En estos momentos necesito canciones picarescas para mezclarlas con otras canciones que he publicado de otros autores, a fin de no ser perseguido como falsificador y poderlas vender por las calles, una bonita selección de canciones a diez sueldos. Si quiere enviarme mañana diez buenas canciones tabernarias o licenciosas… Bueno, ¡ya sabe!, le daré doscientos francos.
Lucien volvió a su casa: allí encontró a Coralie tendida, rígida sobre un catre y envuelta en una mala sábana que Bérénice estaba cosiendo mientras lloraba. La gruesa normanda había encendido cuatro candelabros en las cuatro esquinas de la cama. En el rostro de Coralie brillaba esta flor de belleza que de forma tan excelsa habla a los vivos expresando una calma y tranquilidad absoluta, y se parecía a esas muchachitas que tienen la enfermedad de los colores pálidos: parecía por momentos que aquellos dos labios color violeta se iban a entreabrir para pronunciar el nombre de Lucien, esta palabra, que mezclada con el nombre de Dios había precedido su último suspiro. Lucien dijo a Bérénice que fuera a las pompas fúnebres para encargar un carruaje que no costara más de doscientos francos, incluyendo el servicio en la mezquina iglesia de la Bonne-Nouvelle.
En cuanto Bérénice salió, el poeta se sentó a la mesa, cerca del cuerpo de su pobre amada, y allí compuso las diez canciones que precisaban ideas alegres y aires populares. Experimentó inenarrables penas antes de poderse poner a trabajar, pero acabó por encontrar su inteligencia al servicio de la necesidad, como si no hubiese sufrido. Ejecutaba el terrible dictamen de Claude Vignon sobre la separación que se efectúa entre el corazón y el cerebro. ¡Qué noche la de aquel pobre muchacho que se dedicaba a la creación de poesías que ofrecer a las bromas, escribiendo a la luz de los cirios al lado del sacerdote que rezaba por el alma de Coralie!… A la mañana siguiente, Lucien, que había acabado su última canción, trataba de adaptarla a una tonadilla de moda; al oírle cantar, Bérénice y el sacerdote temieron que se hubiese vuelto loco:
Amigos, la moral en canción
me cansa y me aburre.
¿Se ha de invocar la razón
cuando la Locura nos cubre?
Además, el estribillo, sale del corazón
cuando se bebe en una reunión:
Epicuro dice ser verdad esto.
No busquemos a Apolo, empero.
Si Baco es nuestro copero,
riamos, bebamos y burlémonos del resto.
Hipócrates, con todo buen bebedor
veía un centenario posible.
¿Qué importa, después de todo, si por dolor
la pierna inservible
no pueda perseguir a una bella,
siempre que, para vaciar una botella,
el ánimo se encuentre presto?
Si siempre es verdadero biberón
hasta los sesenta nos damos el atracón;
riamos, bebamos
y burlémonos del resto.
Se quiere saber de dónde llegamos,
la cosa es muy fácil,
pero para saber a dónde vamos
sería preciso ser hábil
sin inquietarnos; en fin,
usemos, mi fe, hasta el fin
de la bondad celestial el gesto.
Cierto es que moriremos;
pero como ahora nos mantenemos,
riamos, bebamos
y burlémonos del resto.
En el preciso instante en que el poeta cantaba esta última estrofa, tan horrible, Bianchon y D'Arthez entraron y le encontraron en el paroxismo del abatimiento, derramando un torrente de lágrimas y sin fuerzas para poner sus canciones en limpio. Cuando a través de sus sollozos hubo explicado su situación, vio lágrimas en los ojos de los que le escuchaban.
—Esto —dijo D'Arthez— borra muchas faltas.
—Felices aquellos que encuentran el infierno aquí abajo —dijo el sacerdote gravemente.
El espectáculo de esta bella muerta sonriendo a la eternidad, la vista de su amante comprándole una tumba con canciones de taberna, Barbet pagando un ataúd, estos cuatro cirios alrededor de esta actriz cuya basquina y medias rojas no hace mucho hacían palpitar a toda la sala; luego, en la puerta, el sacerdote que la había reconciliado con Dios volviendo a la iglesia para decir una misa en sufragio de la que había amado tanto, estas grandezas y estas infamias, estos dolores sepultados bajo la necesidad, helaron al gran escritor y al gran médico, que se sentaron sin poder proferir una palabra. Un criado hizo su aparición y anunció a la señorita Des Touches. Esta bella y sublime mujer lo había comprendido todo, se dirigió directamente a Lucien y le estrechó la mano deslizando en ella dos billetes de mil francos.
—Ya es demasiado tarde —le dijo él, lanzándole una mirada de moribundo.
D'Arthez, Bianchon y la señorita Des Touches no dejaron a Lucien hasta después de haber consolado su desesperación con las palabras más dulces, pero todo estaba roto en su interior. A mediodía, el cenáculo, a excepción de Michel Chrestien, que sin embargo había sido puesto al corriente y desengañado sobre la culpabilidad de Lucien, se encontró en la pequeña iglesia de la Bonne-Nouvelle, así como Bérénice, la señorita Des Touches, dos comparsas del Gimnasio, la camarera de Coralie y el desgraciado Camusot. Todos los hombres acompañaron a la actriz hasta el cementerio del Père Lachaise. Camusot, que lloraba a lágrima viva, juró a Lucien que compraría allí un terreno a perpetuidad y haría construir una pequeña columna en la que se grabara: Coralie, y debajo: «Muerta a los diecinueve años (1822)».
Lucien permaneció solo hasta la puesta del sol, en esta colina desde la que sus ojos abarcaron todo París.
«¿Por quién seré amado? —Se preguntaba—. Mis verdaderos amigos me desprecian. Haya hecho lo que haya hecho, todo lo mío parecía noble y bien a ésta que está aquí. Sólo me quedan mi hermana, David y mi madre. ¿Qué pensarán de mí allí abajo?».
El pobre gran hombre de provincia regresó a la calle de la Lune, en donde sus impresiones fueron tan vividas al ver el piso vacío, que se alojó en un fonducho de la misma calle. Los dos mil francos de la señorita Des Touches pagaron todas las deudas, pero añadiendo el producto del mobiliario. Bérénice y Lucien se quedaron con cien francos cada uno, lo que les permitió vivir durante dos meses, que Lucien pasó en una depresión morbosa; no podía escribir ni pensar, se dejaba llevar por el dolor; Bérénice sintió lástima de él.
—¿Cómo iría si volviese a su tierra? —preguntó ella, a una exclamación de Lucien que pensaba en su hermana, en su madre y en David Séchard.
—A pie —dijo él.
—Pero también es necesario vivir y alojarse durante el viaje. Si hace doce leguas al día, necesitará al menos veinte francos.
—Los tendré.
Tomó sus trajes y su ropa buena, no conservando sobre sí más que lo estrictamente necesario, y se fue a casa de Samanon, quien le ofreció cincuenta francos por todo aquel deshecho. Suplicó al usurero que le diera lo necesario para tomar la diligencia, pero no pudo convencerle. Lucien, en un impulso, subió a Frascati, tentó a la fortuna y volvió sin un céntimo. Cuando se encontró en la miserable habitación de la calle de la Lune, pidió el chal de Coralie a Bérénice. Con una mirada, la buena mujer comprendió, tras la confesión que Lucien le hizo de la pérdida en el juego, cuál era la intención de este pobre muchacho desesperado: quería ahorcarse.