Por primera vez después de la retirada del viejo Séchard, se vieron las prensas trabajando en aquel viejo taller. A pesar de que el almanaque fue una obra maestra en su género, Ève se vio obligada a venderlo por dos ochavos, ya que los hermanos Cointet dieron el suyo por tres céntimos a los buhoneros; con éstos cubrió gastos y los beneficios los realizó con las ventas hechas directamente por Kolb, pero su especulación falló. Al verse objeto de desconfianza por parte de su bella patrona, Cérizet, en su fuero interno, se transformó en un adversario y se dijo:
«Sospechas de mí, ¡pues ya me vengaré!».
El pilluelo de París es de esta manera. El muchacho de París aceptó de los hermanos Cointet emolumentos evidentemente demasiado fuertes para la simple lectura de pruebas, que iba a buscar todas las noches a su oficina y que devolvía por las mañanas. Al hablar cada día un poco más con ellos, consiguió cierta familiaridad y acabó por percibir la posibilidad de librarse del servicio militar, que se le presentaba como cebo; y lejos de tener que corromperle, los Cointet oyeron de sus labios las primeras frases relativas al espionaje y a la explotación del secreto de David.
Inquieta al ver lo poco que podía contar con Cérizet, y ante la imposibilidad de encontrar otro Kolb, Ève resolvió despedir al único cajista en quien su sexto sentido de mujer enamorada había adivinado al traidor; pero como eso era la muerte de su imprenta, tomó una viril resolución; rogó en una carta al señor Métivier, el corresponsal de David Séchard, de los Cointet y de casi todos los fabricantes de papel del departamento, que insertara en el
Diario de la Librería
, en París, el siguiente anuncio: «Se vende una imprenta en plena actividad, con material y patente, situada en Angulema. Para las condiciones, dirigirse al señor Métivier, calle Serpente». Después de haber leído el número del periódico en el que se encontraba este anuncio, los Cointet se dijeron:
—Esta mujer no carece de talento, ha llegado el momento de hacernos dueños de su imprenta dándole con qué vivir, de otro modo nos podríamos encontrar con un adversario en el sucesor de David, y nuestro interés es tener un ojo puesto en ese taller.
Animados con ese pensamiento, los hermanos Cointet fueron a hablar con David Séchard. Ève, por quien los dos hermanos preguntaron, experimentó la más viva alegría al ver el rápido efecto de su astucia, ya que ellos no le ocultaron su intención de proponer al señor Séchard el hacer impresiones para ellos: se encontraban abrumados de trabajo, sus prensas no eran suficientes, habían pedido obreros a Burdeos, y trataban de ocupar las tres prensas de David.
—Caballeros —dijo ella a los hermanos Cointet, mientras Cérizet iba a avisar a David de la visita de sus colegas—, mi marido ha conocido en casa de los señores Didot excelentes obreros, honrados y activos, y sin duda elegirá uno entre los mejores… ¿No es mucho mejor, acaso, vender el establecimiento por una veintena de miles de francos, que nos proporcionarán mil francos de renta, que perder mil francos al año en el oficio que nos obligan a hacer? ¿Por qué nos han estropeado el pequeño negocio de nuestro almanaque, que por otra parte pertenecía a esta imprenta?
—¿Y por qué, señora, no nos advirtió de ello? No hubiésemos ido tras sus huellas —dijo graciosamente aquel de los dos hermanos al que llamaban Cointet el mayor.
—Vamos, señores, ustedes no empezaron su almanaque hasta el momento en que supieron por Cérizet que yo había emprendido el mío.
Y al decir estas palabras vivamente, miró al que llamaban Cointet el mayor y le hizo bajar los ojos. De esta manera, tuvo la certeza de la traición de Cérizet.
Este Cointet, el director de la papelera y de los negocios, era un comerciante mucho más hábil que su hermano Jean, que, de todos modos, dirigía la imprenta con gran inteligencia, pero cuya capacidad se podía comparar a la de un coronel, mientras que Boniface era un general al que Jean cedía el mando supremo.
Boniface, hombre alto y delgado, de rostro amarillo como un cirio y tachonado de manchas rojas, boca fina y cuyos ojos tenían gran semejanza a los de un gato, nunca se alteraba; escuchaba con la calma de un devoto las mayores injurias, y respondía con voz melosa. Iba a misa, confesaba y comulgaba. Escondía bajo sus suaves ademanes, bajo su aspecto externo casi blando, la tenacidad, la ambición del cura y la avidez del negociante devorado por la sed de las riquezas y de los honores. Desde 1820, Cointet el mayor aspiraba a todo aquello que la burguesía ha acabado por obtener en la revolución de 1830. Lleno de odio hacia la aristocracia e indiferente en materia religiosa, era tan devoto como montañés fue Bonaparte. Su espina dorsal se doblaba con maravillosa flexibilidad ante la nobleza y la administración, para las que se hacía pequeño, humilde y complaciente. En una palabra, para describir a este hombre con un rasgo cuyo valor será bien apreciado por personas acostumbradas a tratar de negocios, diremos que llevaba gafas de cristales verdosos, con ayuda de los cuales ocultaba su mirada bajo pretexto de preservar su vista de la deslumbrante reverberación de la luz en una ciudad en la que la tierra y las construcciones son blancas y en donde la crudeza de la luz se ve aumentada por la gran elevación del suelo.
Aunque su talla era ligeramente superior a la media, parecía más alto a causa de su delgadez, que anunciaba una naturaleza consumida por el trabajo y un pensamiento en fermentación continua. Su fisonomía jesuítica se veía completada con una cabellera plateada, gris, larga y cortada a la manera de la de los eclesiásticos, y por sus ropas, que desde hacía siete años se componían de un pantalón negro, medias negras, chaleco negro y una levita de color marrón. Le llamaban Cointet el mayor para distinguirle de su hermano, al que apodaban Cointet el gordo, expresando de esta forma el contraste existente tanto en la talla como en las capacidades de ambos hermanos, que de todos modos eran tan temibles el uno como el otro.
Efectivamente, Jean Cointet, un bonachón de rostro flamenco, tostado por el sol de la comarca de Angulema, bajito y rechoncho, panzudo como un Sancho, la sonrisa en los labios, anchos hombros, ofrecía un contraste sensible con su hermano, y profesaba opiniones casi liberales, era centro izquierda, no iba a misa más que los domingos y se entendía a las mil maravillas con los comerciantes liberales.
Algunos negociantes del Houmeau pretendían que esta divergencia de opiniones era un juego preparado ya por los dos hermanos. Cointet el mayor explotaba con habilidad la aparente bonachonería de su hermano, se servía de Jean como de una porra. Jean se encargaba de las palabras duras, de las ejecuciones que repugnaban a la mansedumbre de su hermano. Jean estaba al cargo del departamento de las cóleras, se sulfataba y hacía proposiciones inaceptables que convertían las de su hermano en más dulcificadas; y de esta manera, tarde o temprano alcanzaban lo que se proponían.
Ève, con el tacto peculiar de las mujeres, bien pronto adivinó el carácter de ambos hermanos y, por lo tanto, permaneció muy en guardia ante adversarios tan peligrosos. David, puesto ya al corriente por su mujer, escuchó con aire profundamente distraído las proposiciones de sus contrincantes.
—Entiéndanse con mi mujer —dijo a los dos Cointet, saliendo del despacho encristalado para ir a encerrarse en su pequeño laboratorio—, está más al corriente que yo de mi imprenta, que ya no sigo de cerca. Me ocupo de un asunto que será más lucrativo que este pobre establecimiento, y mediante el cual repararé las pérdidas que con ustedes he tenido…
—¿Y cómo? —dijo Cointet el gordo, riendo.
—Ustedes serán mis tributarios, ustedes y todos aquellos que consuman papel.
—¿Y qué es lo que busca? —preguntó Benoît-Boniface Cointet.
Cuando Boniface hubo lanzado su pregunta con tono dulce y forma insinuante, Ève miró de nuevo a su marido para recomendarle que no dijera nada, o algo que nada quisiera significar.
—Estoy buscando la manera de hacer papel a un costo inferior al cincuenta por ciento del actual…
Y se marchó sin ver la mirada que los dos hermanos se lanzaron y en la que se decían: «Este hombre tiene que ser un inventor, no es posible tener su aspecto y permanecer ocioso. ¡Explotémosle!», decía Boniface. «¿Y cómo?», decía Jean.
—David obra con ustedes de la misma forma que conmigo —dijo la señora Séchard—. Cuando me hago la curiosa, desconfía sin duda de mi nombre y me lanza esta frase que no es, después de todo, más que un proyecto.
—Si su marido puede realizar este proyecto, hará fortuna ciertamente y de forma más rápida que con la imprenta, y ya no me extraña ver cómo abandona este establecimiento —continuó Boniface, volviéndose a mirar el taller vacío en el que Kolb, sentado sobre una prensa, frotaba su pan con una cabeza de ajo—; pero no nos convendría mucho ver esta imprenta en las manos de un competidor activo, inquieto y ambicioso, y tal vez podríamos llegar a un acuerdo. Si, por ejemplo, consiente en alquilar por una cierta cantidad su material a uno de nuestros obreros, que trabajaría para nosotros, bajo su nombre, como se hace en París, nosotros ocuparíamos lo bastante a ese muchacho como para que les pagase un buen alquiler y pudiera tener unas ganancias.
—Eso depende de la cantidad —repuso Ève Séchard—. ¿Cuánto están dispuestos a dar? —añadió, mirando a Boniface de forma que le demostrara lo bien que comprendía su plan.
—Pero, ¿cuáles serían sus pretensiones? —replicó vivamente Jean Cointet.
—Tres mil francos por seis meses —dijo ella.
—Eh, mi querida señora, habla de vender su imprenta por veinte mil francos —replicó suavemente Boniface—. El interés de veinte mil francos al seis por ciento no es más que mil doscientos.
Ève se quedó cortada durante un momento y reconoció entonces el valor de la discreción en los negocios.
—Se servirán de nuestras prensas, de nuestros caracteres, con los que les he demostrado que todavía sé hacer pequeños negocios —replicó ella—, y aún tenemos que pagar alquileres al señor Séchard padre, que no nos colma de regalos, precisamente.
Tras una lucha de dos horas, Ève obtuvo dos mil francos por seis meses, de los cuales mil serían pagados por adelantado. Cuando todo quedó convenido, los dos hermanos le informaron que su intención era hacer de Cérizet el arrendatario de los utensilios de la imprenta. Ève no pudo reprimir un movimiento de sorpresa.
—¿No es mejor coger a alguien que ya esté al corriente del taller? —dijo Cointet el gordo.
Ève saludó a los dos hermanos, sin contestar, y se prometió vigilar personalmente a Cérizet.
—¡Bueno, ya están nuestros enemigos en la plaza! —dijo David riendo a su mujer, cuando en el momento de comer le enseñó las actas para firmar.
—¡Bah! —repuso—. Respondo de la adhesión de Kolb y de Marion; ellos dos lo vigilarán todo. Por otro lado, sacaremos cuatro mil francos de renta por un mobiliario industrial que nos costaba dinero, y tienes un año ante ti para lograr tus esperanzas.
—Debías ser, como me lo dijiste en el dique, la mujer de un inventor —dijo Séchard, estrechando con ternura la mano de su mujer.
Si el hogar de David tuvo el dinero suficiente para pasar el invierno, se encontró bajo la vigilancia de Cérizet, y, sin saberlo, bajo la dependencia de Cointet el mayor.
—¡Ya son nuestros! —dijo al salir el director de la papelera a su hermano el impresor—. Estas pobres gentes se van a acostumbrar a recibir el alquiler de su imprenta, contarán con ello y contraerán deudas. Dentro de seis meses no renovaremos el arrendamiento, y veremos entonces lo que ese hombre de ingenio tiene en su saco, ya que le propondremos para sacarle del agujero asociarnos con él para explotar su descubrimiento.
Si algún astuto comerciante hubiese podido ver al mayor de los Cointet pronunciando las palabras «nos asociaremos», habría comprendido que el peligro del matrimonio es aún menor en la Alcaldía que en el Tribunal de Comercio. ¿No era ya demasiado que los feroces cazadores fuesen tras las huellas de su caza? David y su mujer, ayudados por Kolb y por Marion, ¿se encontraban en situación de poder resistir a las mañas de un Boniface Cointet?
Cuando llegó la época del alumbramiento de la señora Séchard, el billete de quinientos francos enviado por Lucien, junto con el segundo pago de Cérizet, permitió sufragar todos los gastos. Ève, su madre y David, que se creían olvidados por Lucien, experimentaron con tal motivo una alegría igual a la que le proporcionaban los primeros éxitos del poeta, cuyos comienzos en el periodismo causaron aún más sensación en Angulema que en París.
Dormido en una engañosa seguridad, David flaqueó sobre sus piernas al recibir inesperadamente de su cuñado esta cruel carta:
«Mi querido David, he negociado en Métivier tres letras firmadas por ti, a mi favor, a uno, dos y tres meses de vencimiento. Entre esa negociación y mi suicidio, he escogido este horrible recurso, que, sin duda, te ha de causar gran extorsión. Te explicaré en la situación en que me encuentro y trataré, desde luego, de enviarte los fondos cuando llegue el vencimiento.
»Quema mi carta y no digas nada a mi madre ni a mi hermana, ya que te confieso haber contado con tu heroísmo, que tan bien conoce tu hermano en la desesperación,
Lucien de Rubempré».
—Tu pobre hermano —dijo David a su mujer, que se reponía entonces del parto— se encuentra en un apuro tremendo. Le he enviado tres letras de mil francos a uno, dos y tres meses de vencimiento; acuérdate.
Después, se marchó al campo a fin de evitar las explicaciones que su mujer le iba a pedir. Pero, comentando con su madre esta frase grávida de desgracias, Ève, muy inquieta ya por el silencio que su hermano guardaba desde hacía seis meses, tuvo tan malos presentimientos que, para disiparlos, se decidió a hacer una de esas gestiones que sólo dicta la desesperación.
El señor de Rastignac, hijo, fue a pasar unos días con su familia, y habló de Lucien en términos demasiado malos para que estas noticias de París, pasando de boca en boca, no hubiesen llegado a los oídos de la madre y la hermana del periodista. Ève fue a casa de la señora de Rastignac a la que hizo partícipe de todos sus temores, y solicitó el favor de una entrevista con su hijo, preguntándole la verdad sobre la situación de Lucien en París. En un instante, Ève se enteró de las relaciones de Lucien con Coralie, de su duelo con Michel Chrestien, causado por la traición a D'Arthez, y, en una palabra, todas las circunstancias de la vida de Lucien, envenenadas por un dandy ingenioso que supo dar a su odio y a su envidia las formas de la compasión, la forma amistosa del patriotismo alarmado acerca del porvenir de un gran hombre, y los colores de una sincera admiración por el talento de un hijo de Angulema, comprometido de forma tan cruel. Habló de los errores que Lucien había cometido y que acababan de costarle la protección de los más altos personajes y la pérdida de un edicto en el que le conferían las armas y el nombre de Rubempré.