«Ève Séchard a Lucien.
»Querido hermano, tu carta nos ha hecho llorar a todos. Que lo sepan esos buenos y nobles corazones hacia los que te guía tu ángel bueno: una madre y una joven esposa rezarán a Dios mañana y tarde por ellos, y si las más fervientes oraciones suben hasta su trono, ellas obtendrán algunos favores para todos vosotros. Sí, hermano mío, sus nombres quedan todos grabados en mi corazón. ¡Ah!, espero llegar a verlos algún día. Iré, aunque tenga que hacer el camino a pie, para agradecerles su amistad para contigo, ya que ella ha extendido como un bálsamo sobre mis llagas en carne viva. Aquí trabajamos como pobres obreros. Mi marido, este gran hombre desconocido al que amo más cada día, descubriendo a cada momento nuevas riquezas en su corazón, abandona su imprenta y yo adivino la razón; tu miseria, la nuestra, la de nuestra madre, le asesinan. Nuestro adorado David es como Prometeo devorado por un buitre, un pesar amarillo de agudo pico. En cuanto a él, tan noble, no piensa en ello ni se preocupa lo más mínimo, tiene la esperanza de hacer fortuna. Se pasa todo el día haciendo experiencias sobre la fabricación del papel; me ha rogado que ocupe su puesto en los negocios, en los que me suele ayudar todo lo que sus ocupaciones se lo permiten. Y además, ¡ay!, estoy encinta. Este acontecimiento que me hubiese colmado de alegría, me entristece ante la situación en que todos nos encontramos. Mi pobre madre ha vuelto a ser joven, ha encontrado fuerzas para su fatigosa ocupación de cuidar enfermos. Aparte de los problemas económicos, casi seriamos felices. El viejo Séchard no quiere dar a su hijo ni un céntimo; David fue a verle para pedirle unos francos a fin de socorrerte, ya que tu carta le había sumido en la desesperación. «Conozco a Lucien, perderá la cabeza y hará tonterías», decía. Yo le he reñido. «¿Faltar mi hermano en algo? —le he respondido—. Lucien sabe que me moriría de dolor». Mi madre y yo, sin que David se enterara, hemos empeñado algunas cosas; mi madre las recobrará en cuanto hayamos hecho algún dinero. De este modo hemos podido reunir cien francos que te envío por la posta. Si no respondí a tu primera carta no te enfades conmigo, querido hermano. Estamos en una situación en la que las noches son necesarias y trabajaba como un hombre. ¡Ah!, no me creía con tanta fuerza. La señora de Bargeton es una mujer sin alma ni corazón; tenía la obligación, aunque no te amara ya, de protegerte y ayudarte después de haberte arrancado de nuestros brazos para lanzarte y dejarte abandonado en ese espantoso mar parisiense, en donde es necesario una bendición de Dios para encontrar verdaderas amistades en medio de ese piélago de hombres y de intereses. No vale la pena recordarla. Hubiese querido junto a ti a una mujer que se te dedicara por completo; un segundo yo, pero ahora que sé que tienes amigos que continúan nuestros sentimientos, me siento más tranquila. Despliega tus alas, mi bello y amado genio. Serás nuestra gloria, como ya eres nuestro amor,
Ève».
«Mi querido hijo, sólo me queda bendecirte, después de lo que tu hermana te dice, y asegurarte que mi pensamiento y mis oraciones sólo están, ¡ay!, llenos de tu recuerdo en detrimento de los que veo, ya que hay corazones en los que los ausentes tiene prioridad, y así sucede en el corazón de
tu madre».
De esta manera, dos días más tarde, Lucien pudo devolver a sus amigos el préstamo tan graciosamente ofrecido. Nunca, tal vez, le pareció la vida tan bella, pero el gesto de su amor propio no escapó a las profundas miradas de sus amigos y a su delicada sensibilidad.
—¡Se diría que tienes miedo de debernos algo! —exclamó Fulgence.
—¡Oh!, el placer que pone de manifiesto es muy grave a mi entender —dijo Michel Chrestien—, confirma completamente mis observaciones: Lucien es vanidoso.
—Es poeta —terció D'Arthez.
—¿Acaso me reprocháis un sentimiento tan natural como el mío?
—Hay que tener en cuenta que no nos lo ha ocultado —dijo Léon Giraud—; aún es franco, pero temo que más tarde no nos tema.
—¿Y por qué? —preguntó Lucien.
—Porque leemos en tu corazón —respondió Joseph Bridau.
—Hay en ti —le dijo Michel Chrestien— un espíritu diabólico, con el que a tus propios ojos justificarás las cosas más contrarias a nuestros principios: en lugar de ser un sofista de las ideas serás un sofista de la acción.
—¡Ah!, tengo miedo de eso —dijo D'Arthez—. Lucien, en ti mismo harás admirables discusiones en las que serás grande y que conducirán a hechos censurables… Nunca te pondrás de acuerdo contigo mismo.
—¿Sobre qué basáis pues vuestra requisitoria? —preguntó Lucien.
—Tu vanidad, mi querido poeta, es tan grande, que una buena dosis la pones hasta en tu amistad —exclamó Fulgence—. Toda vanidad de este estilo acusa un espantoso egoísmo, y el egoísmo es el veneno de la amistad.
—¡Oh!, Dios mío, no sabéis cuánto os quiero —exclamó Lucien.
—Si tú nos quisieras como nos queremos nosotros, ¿hubieses puesto tanto apresuramiento y tanto énfasis en devolvernos lo que con tanto placer y agrado te habíamos dado?
—Aquí no se presta nada, se da —le dijo brutalmente Joseph Bridau.
—No nos creas rudos, querido muchacho —le dijo Michel Chrestien—; somos previsores. Tenemos miedo de verte! preferir un día las alegrías de una pequeña venganza a las alegrías de nuestra pura amistad. Lee el
Tasso
de Goethe, la mayor obra de este gran genio, y verás como allí el poeta gusta de los bellos ropajes, los festines, el triunfo, el esplendor: pues bien, sé el
Tasso
sin su locura. ¿Te llamarán el mundo y sus placeres?… Quédate aquí. Traslada a la región de las ideas todo lo que pides a tus vanidades. Locura por locura, coloca la virtud en tus acciones y el vicio en tus ideas; en lugar de, como muy bien te lo advertía D'Arthez, pensar bien y conducirte mal.
Lucien bajó la cabeza, sus amigos tenían razón.
—Confieso que no soy tan fuerte como vosotros —dijo, dirigiéndoles una mirada enternecedora—. No tengo espaldas como para sostener París, para luchar con valor. La naturaleza nos ha dado temperamentos y facultades diferentes, y vosotros conocéis mejor que nadie el revés de los vicios y de las virtudes. Ya estoy cansado, os lo confieso.
—Nosotros te sostendremos. Para eso son, precisamente, las amistades fieles —dijo D'Arthez.
—El socorro que acabo de recibir es precario y somos tan pobres los unos como los otros; pronto la necesidad me volverá a acuciar. Chrestien, a expensas del primer llegado, nada puede en librería. Bianchon está fuera de este círculo de negocios. D'Arthez sólo conoce los libros de ciencias o especialidades, que nada tienen que ver con los editores de novedades. Horace, Fulgence, Ridal y Bridau trabajan en un orden de ideas que les sitúa a cien leguas de las librerías. He de tomar una resolución.
—Adhiérete a la nuestra: ¡Sufrir! —dijo Bianchon—. Sufrir valientemente y confiarse al trabajo.
—Pero lo que para vosotros sólo es sufrimiento, para mí es la muerte —dijo vivamente Lucien.
—Antes de que el gallo haya cantado tres veces —dijo Léon Giraud, sonriendo—, este hombre habrá traicionado la causa del Trabajo por la de la pereza y los vicios de París.
—¿A dónde os ha conducido el trabajo? —preguntó Lucien, riendo.
—Cuando se va de París a Italia, no se encuentra Roma a mitad de camino —dijo Joseph Bridau—. Para ti los guisantes deberían crecer sazonados ya con mantequilla.
—Así sólo crecen para los primogénitos de los pares de Francia —dijo Michel Chrestien—. Pero nosotros los sembramos, los regamos y los encontramos mucho mejores.
La conversación se hizo divertida y siguió por otros derroteros. Estos perspicaces espíritus, estos delicados corazones, trataron de hacer olvidar esta pequeña querella a Lucien, quien a partir de entonces comprendió lo difícil que era engañarlos. Pronto llegó a ser presa de una desesperación interior, que ocultó cuidadosamente a sus amigos, tomándolos por implacables mentores. Su carácter meridional, que tan fácilmente recorría el teclado de los sentimientos, le hacía adoptar las más contradictorias resoluciones.
En varias ocasiones habló de lanzarse al periodismo, y siempre sus amigos le replicaron:
—¡Guárdate muy mucho!
—Eso sería la tumba del bello y delicado Lucien que queremos y conocemos —dijo D'Arthez.
—No resistirías la constante oposición de placer y de trabajo, que se da en la vida de los periodistas; y resistir es el fondo de la virtud. Estarás tan encantado de ejercer el poder, de tener derecho de vida o muerte sobre las obras del pensamiento, que serás periodista antes de dos meses. Ser periodista es llegar a procónsul en la república de las letras. Quien puede decirlo todo, llega a poder hacerlo todo. Esta máxima es de Napoleón, y se comprende.
—¿No estaréis cerca de mí? —preguntó Lucien.
—Ya no estaremos más —exclamó Fulgence—. Siendo periodista tú no pensarás en nosotros más de lo que la muchacha de lá Ópera que, brillando, adorada, en su coche forrado de seda, ya no piensa en su pueblo, sus vacas y sus zuecos. Tú tienes en demasía las cualidades del periodista: el brillo y la improvisación del pensamiento. Nunca te negarás un rasgo de ingenio, aunque haga llorar a un amigo. Veo a los periodistas en los salones de los teatros. Me causan horror. El periodismo es un infierno, un abismo de iniquidades, de mentiras, de traiciones, que no se puede atravesar y de donde no se puede salir en estado de pureza sino protegido, al igual que Dante, por el divino laurel de Virgilio.
Cuanto más prohibía el cenáculo este camino a Lucien, más el deseo de conocer el peligro le incitaba a arriesgarse en él y comenzaba a discutir en su fuero interno: ¿no era ridículo dejarse sorprender una vez más por la desgracia sin haber hecho nada contra ella? Al ver el fracaso de sus gestiones respecto a su primera novela, Lucien estaba poco dispuesto a acometer una segunda. Además, ¿de qué iba a vivir mientras la escribía? Había agotado su dosis de paciencia durante un mes de privaciones. ¿Acaso no podría realizar de forma noble lo que los periodistas hacían sin conciencia ni dignidad? Sus amigos le insultaban con su desconfianza, quería probarles su fuerza de carácter. Tal vez un día podría ayudarles; sería así el heraldo de sus glorias.
—Por otro lado, ¿qué es una amistad que retrocede ante la complicidad? —preguntó una tarde a Michel Chrestien, a quien había acompañado a su casa junto con Léon Giraud.
—Nosotros no retrocedemos ante nada —respondió Michel Chrestien—. Si tuvieses la desgracia de matar a tu amante, yo te ayudaría a esconder tu crimen y aún podría tenerte estima; pero si te convirtieras en espía, te huiría con horror, ya que serías cobarde e infame por sistema. Éste es el periodismo, en dos palabras. La amistad perdona el error, el movimiento irreflexivo de la pasión; pero ha de ser implacable ante la premeditación de traficar con el alma, con el talento, con el pensamiento.
—¿No podría hacerme periodista para vender mi libro de poemas y mi novela, y abandonar en seguida el periódico?
—Maquiavelo se conduciría así, pero no Lucien de Rubempré —dijo Léon Giraud.
—Pues bien —exclamó Lucien—, os probaré que supero a Maquiavelo.
—¡Ah! —exclamó Michel, apretando la mano de Léon—, acabas de perderle. Lucien —le dijo— tienes ahora trescientos francos, es suficiente para vivir tres meses cómodamente; pues bien, trabaja, escribe una segunda novela; D'Arthez y Fulgence te ayudarán en el plan, irás cobrando importancia, serás un novelista. Yo ya penetraré en uno de esos lupanares del pensamiento, seré periodista durante tres meses, venderé tus libros a cualquier librero cuyas publicaciones atacaré, escribiré los artículos y obtendré para ti publicidad; organizaremos un gran éxito, serás un gran hombre y seguirás siendo nuestro Lucien.
—Me menosprecias creyendo que voy a perecer allí donde tú vas a salvarte —le respondió el poeta.
—Perdonadle, ¡Dios mío!, es un niño —exclamó Michel Chrestien.
Después de haber desentumecido el espíritu durante las veladas pasadas en la casa de D'Arthez, Lucien había estudiado el tono jocoso y los artículos de los periódicos más ingeniosos, se entrenó en secreto en esta gimnasia de pensamiento y salió una mañana con la triunfante idea de ir a pedir trabajo a algún coronel de estas tropas ligeras de la Prensa. Se vistió lo más elegantemente posible y atravesó los puentes, pensando que los autores, los periodistas, los escritores, en una palabra, sus hermanos futuros tendrían y demostrarían un poco más de ternura y de desinterés que las dos clases de libreros contra los que sus esperanzas se habían estrellado. Encontraría simpatías; alguna buena y dulce afección como la que encontraba en el cenáculo de la calle de Quatre-Vents.
Preso de las emociones del presentimiento escuchado, combatido, que tanto aman los hombres de imaginación, llegó a la calle Saint-Fiacre, junto al Boulevard Montmartre, ante el edificio en donde se encontraban las oficinas del pequeño diario, y cuyo aspecto le hizo sentir las palpitaciones del joven que por primera vez entra en un lugar de mala reputación. A pesar de todo, subió hasta las oficinas, situadas en el entresuelo. En la primera habitación, separada en dos partes iguales por un tabique, mitad madera, mitad enrejado hasta el techo, encontró a un inválido, un manco, quien con su única mano sujetaba varias resmas de papel sobre su cabeza, y entre sus dientes el libro que la administración fiscal exigía. Este pobre hombre, cuyo rostro era de un tono amarillento, sembrado de bulbos rojos, lo que le había dado el mote de coloquinto, le señaló tras la verja el cancerbero del periódico. Este personaje era un antiguo oficial condecorado, con la nariz casi oculta por un bigote gris, un gorro de seda negra en la cabeza y envuelto en una amplia levita azul como una tortuga dentro de su caparazón.
—¿A partir de qué día quiere el señor que comience su suscripción? —preguntó el oficial del Imperio.
—No vengo aquí para una suscripción —respondió Lucien. El poeta miró hacia la puerta por la que había entrado, y vio el cartel en donde se leían estas palabras: Oficinas de Redacción, y debajo: Prohibida la entrada al público.
—Una reclamación, sin duda —continuó el soldado de Napoleón—. ¡Ah!, sí, hemos sido muy duros con Mariette, ¿La causa? Yo aún no sé por qué. Pero si pide una satisfacción, estoy dispuesto a dársela —añadió, mirando los floretes y las pistolas agrupadas en una moderna panoplia en un rincón.