Durante los primeros días de su instalación en la fonda de Cluny, Lucien, como todo neófito, tuvo un comportamiento tímido y regular. Tras de la triste prueba de la vida elegante que acababa de absorber sus capitales, se sumió en el trabajo con ese primer ardor que tan rápidamente disipan las dificultades y las distracciones que París ofrece a todas las existencias, tanto a las más lujosas como a las más pobres, y que para ser dominadas exigen la salvaje energía del verdadero talento o el sombrío empeño de la ambición. Lucien se dejaba caer por Flicoteaux hacia las cuatro y media, tras de haberse dado cuenta de las ventajas de ser de los primeros; los platos entonces eran más variados, lo que uno deseaba abundaba aún. Como todos los espíritus poéticos, se había aficionado por un determinado lugar, y su elección indicaba bastante discernimiento. Desde el primer día de su entrada en Flicoteaux, había observado cerca del mostrador una mesa en la que las fisonomías de sus ocupantes y las conversaciones sorprendidas al azar le anunciaron compañeros literarios.
Además, una especie de instinto le hizo adivinar que colocándose cerca del mostrador podría parlamentar con los propietarios del restaurante. A la larga, se establecería un conocimiento y, llegado el momento de las dificultades financieras, obtendría, sin duda, el crédito necesario. Se había sentado por tanto a una pequeña mesa cuadrada, junto al mostrador, en la que no vio más que dos cubiertos adornados con dos servilletas blancas sin servilletero, destinadas probablemente a los transeúntes. La persona que se encontraba frente a Lucien era un hombre delgado y pálido, joven, y con toda seguridad tan pobre como él, en cuyo bello rostro, ya marchito, esperanzas desaparecidas habían fatigado su frente y dejado en su alma surcos en los que la simiente sembrada no germinaba. Lucien se sintió inclinado hacia el desconocido por esos vestigios de poesía y por un irresistible impulso de simpatía.
Este joven, el primero con el que el poeta de Angulema pudo cambiar algunas frases al cabo de una semana de cortesías, y de palabras y observaciones intercambiadas, se llamaba Étienne Lousteau. Como Lucien, Étienne había abandonado su provincia, una ciudad del Berry, hacía dos años. Su gesto animado, su brillante mirada y su palabra breve, a veces traicionaban un amargo conocimiento de la vida literaria. Étienne había venido de Sancerre, con su tragedia en el bolsillo, atraído por lo que Lucien perseguía: la gloria, el poder y el dinero. Este muchacho, que al principio comió algunos días seguidos, pronto no apareció más que de tarde en tarde. Después de cinco o seis días de ausencia, encontrándose un día a su poeta, Lucien esperaba volverle a ver al día siguiente, pero al otro día su sitio era ocupado por un desconocido.
Cuando entre jóvenes se han visto la víspera, el fuego de la conversación de ayer se refleja en la de hoy, pero estos intervalos obligaban a Lucien a romper cada vez el hielo, y retrasaban una intimidad que durante las primeras semanas progresó muy poco. Después de haber interrogado a la mujer del mostrador, Lucien se enteró de que su futuro amigo era redactor de un pequeño periódico en el que hacía la crítica de los nuevos libros publicados y daba sus impresiones sobre las obras representadas en el Ambigú Cómico, en la Gaité, en el Panorama Dramático. Este hombre se convirtió de repente en todo un personaje a los ojos de Lucien, que se prometió entablar conversación con él de una manera más íntima y hacer algunos sacrificios para conseguir una amistad tan necesaria a un principiante.
El periodista permaneció quince días ausente. Lucien no sabía aún que Étienne sólo comía en casa de Flicoteaux cuando no tenía dinero, lo que le daba este aire sombrío y desencantado, esta frialdad a la que Lucien oponía sonrisas halagadoras y amables palabras. Sin embargo, esta relación exigía maduras reflexiones, ya que este oscuro periodista parecía llevar una vida de gastos, mezclada con aperitivos, tazas de café, ponches, espectáculos y cenas. Sin embargo, durante la primera semana de su instalación en el barrio, la conducta de Lucien fue la de un pobre muchacho atolondrado por su primera experiencia de la vida parisiense. Así pues, tras de haber estudiado el precio de las consumiciones y sopesado su bolsa, Lucien no se atrevió a adoptar las costumbres de Étienne, temiendo recomenzar las equivocaciones de las que aún se arrepentía.
Siempre bajo el yugo de las religiones de la provincia, sus dos ángeles guardianes, Ève y David, se alzaban ante el menor mal pensamiento y le recordaban las esperanzas que en él habían puesto, la dicha de que era deudor a su anciana madre y todas las promesas de su genio. Pasaba sus mañanas en la biblioteca de Santa Genoveva, estudiando historia. Sus primeras lecturas le habían hecho darse cuenta de tremendos errores en su novela de
El arquero de Carlos IX
, Una vez cerrada la biblioteca, volvía a su húmeda y fría habitación, para allí corregir su obra, añadir párrafos y suprimir capítulos enteros. Tras de haber cenado en Flicoteaux, bajaba hasta el pasaje del Comercio, leía en el gabinete literario de Blosse las obras de la literatura contemporánea, los periódicos, las publicaciones semanales y los libros de poesía, para ponerse al corriente del movimiento intelectual y volvía a su miserable fonda hacia la media noche sin haber gastado leña ni luz. Estas lecturas cambiaban sus ideas de forma tan radical, que se dedicó a corregir su selección de sonetos sobre las flores, sus queridas Margaritas, y las reconstruyó de tal manera que apenas quedaron cien versos primitivos en total. De esta forma, en un principio, Lucien llevó la vida inocente y pura de los pobres muchachos de provincia que encuentran lujo en casa de Flicoteaux comparándola a la ordinariez de la casa paterna, que se recrean con lentos paseos bajo las avenidas del Luxemburgo, mirando a las muchachas guapas de través y con el corazón inflamado, y se dedican santamente al trabajo, pensando en su porvenir.
Pero Lucien, que había nacido poeta, bien pronto sometido a deseos inmensos, se encontró sin fuerzas ante las seducciones de los pasquines de los espectáculos. El Teatro de Francia, el Vaudeville, las Variedades y la Ópera Cómica le absorbieron una cincuentena de francos. ¿Qué estudiante podía resistir la dicha de ver a Talma en los papeles que él había ilustrado? El teatro, este primer amor de todos los espíritus poéticos, fascinó a Lucien. Los actores y las actrices le parecieron personajes que imponían; no creía en la posibilidad de franquear el foso y verlos familiarmente. Estos autores de sus placeres eran para él seres maravillosos que los periódicos trataban como los grandes intereses del Estado. ¡Ser autor dramático y poder estrenar, qué sueño tan delicioso! Este sueño, algunos audaces como Casimir Delavigne, ¡lo logran! Estos pensamientos fecundos, estos momentos de fe en sí mismo, seguidos de la desesperación, agitaron a Lucien y lo mantuvieron en el santo camino del trabajo y de la economía a pesar de los sordos gruñidos del deseo más fanático.
Por exceso de prudencia se prohibió entrar en el Palacio Real, aquel lugar de perdición donde en un solo día se había gastado cincuenta francos en Véry, y cerca de quinientos en ropa. Así, cuando cedía a la tentación de ver a Fleury, Talma, los dos Baptiste o Michot, no iba más lejos del oscuro anfiteatro, en el que se hacía cola desde las cinco y media y en donde los retrasados estaban obligados a comprar por diez sueldos un puesto junto a la taquilla. A menudo, después de haber permanecido allí durante dos horas, las palabras ¡No hay entradas! resonaban en los oídos de más de un estudiante decepcionado.
Tras el espectáculo, Lucien volvía con la vista baja, no mirando en absoluto las calles, repletas entonces de seducciones vivientes. Tal vez le ocurrió alguna de esas aventuras de excesiva simplicidad, pero que adquieren enorme importancia en las jóvenes imaginaciones timoratas. Asustado por la baja de su capital, un día en que contó sus escudos, Lucien tuvo sudores fríos y pensó en la necesidad de buscar un librero y encontrar algún trabajo pagado. El joven periodista que se había hecho amigo únicamente de él, ya no venía por Flicoteaux. Lucien esperaba una casualidad que ya no se presentaba. En París no se da el azar más que a las personas muy relacionadas; el número de amistades aumenta las probabilidades del éxito de toda clase y la suerte está también al lado de los influyentes y poderosos. Como hombre en quien la previsión de los provincianos existía aún, Lucien no quiso esperar el momento en que solamente tendría algunos escudos: resolvió enfrentarse con los libreros.
En una fría mañana del mes de septiembre, bajaba por la calle de La Harpe con sus dos manuscritos bajo el brazo. Fue andando hasta el muelle de los Agustinos y se paseó a lo largo de la acera, mirando alternativamente el agua del Sena y las tiendas de los libreros, como si un genio bueno le aconsejara arrojarse al agua antes que arrojarse en la literatura. Tras de tremendas vacilaciones, tras un examen profundo de los rostros más o menos agradables, regocijados, ceñudos, alegres o tristes que observaba a través de los cristales o en el umbral de las puertas, entró en una tienda ante la que dependientes presurosos envolvían libros. Allí hacían los envíos y las paredes estaban cubiertas de pasquines.
En venta:
El solitario
, por el señor vizconde de Arlincourt. Tercera edición.Léonide
, por Víctor Ducange; cinco volúmenes en doceavo, impresos en papel fino. Precio, 12 francos.Inducciones morales
, por Kératry.
—Qué felices son todos éstos —exclamó Lucien.
El pasquín, creación nueva y original del famoso Ladvocat, florecía por primera vez en las paredes en aquella época. Pronto quedó París cubierto por los imitadores de este procedimiento de anuncio, fuente de ingresos públicos.
Finalmente, con el corazón lleno de inquietud, Lucien, tan grande hasta entonces en Angulema y tan pequeño en París, se deslizó a lo largo de las casas y reunió su valor para entrar en esta tienda repleta de dependientes, vendedores y libreros. «Y tal vez de autores», pensó Lucien.
—Quisiera hablar con el señor Vidal o con el señor Porchon —dijo a uno de los dependientes.
Había leído a la entrada un rótulo de grandes letras: «Vidal y Porchon, libreros comisionistas para Francia y el extranjero».
—Estos dos señores están ocupados —le replicó el dependiente, afanoso en su trabajo.
—Esperaré.
Dejaron al poeta en la tienda, donde se dedicó a examinar las estanterías. Permaneció dos horas ocupado en mirar los títulos, abrir los libros y leer páginas aquí y allí. Lucien acabó por apoyar el hombro en una puerta con unas cortinas verdes, tras de la que sospechó se debían encontrar o Vidal o Porchon, y oyó la siguiente conversación:
—¿Quiere quedarse con quinientos ejemplares? Se los doy a quinientos francos, hará un gran negocio.
—¿A qué precio resultarían de esta manera?
—Dieciséis sueldos menos.
—Cuatro francos, cuatro sueldos —dijo Vidal o Porchon al que ofrecía sus libros.
—Sí —replicó el vendedor.
—¿Al contado? —preguntó el comprador.
—¡Vamos! Y ¿usted me pagaría dentro de dieciocho meses en letras a un año?
—No, pagados inmediatamente —replicó Vidal o Porchon.
—¿A qué plazo?, ¿nueve meses? —preguntó el librero, o el autor, que sin duda ofrecía un libro.
—No, amigo mío, a un año —respondió uno de los dos libreros comisionistas.
Hubo un momento de silencio.
—¡Me está estrujando! —exclamó el desconocido.
—Pero, ¿habremos colocado en un año quinientos ejemplares de
Léonide
? —respondió el librero comisionista al editor de Víctor Ducange—. Si los libros fueran al gusto de los editores, seríamos millonarios, mi querido maestro; pero salen a gusto del público. ¡Se venden las novelas de Walter Scott a dieciocho sueldos el volumen, tres libras doce sueldos el ejemplar, y quiere que venda sus libros más caros! Si quiere que me haga cargo de esta novela, déme algunas ventajas. ¡Vidal!
Un hombre grueso dejó la caja y se aproximó, con una pluma detrás de la oreja.
—¿Cuántos Ducange colocaste durante tu último viaje? —le preguntó Porchon.
—Hice doscientos
Viejecitos de Calais
; pero fue preciso, para colocarlos, despreciar dos obras en las que nos hacían tan buenas condiciones y que se han convertido en dos maulas.
Más tarde Lucien se enteró que ese mote de maulas era dado por los libreros a las obras que quedan sepultadas en los armarios, en las profundas soledades de sus almacenes.
—Tú ya sabes, además —continuó Vidal—, que Picard prepara unas novelas. Nos prometen un veinte por ciento de descuento sobre el precio normal de librería a fin de que se pueda organizar un éxito.
—Está bien, ¡a un año! —replicó tristemente el editor, fulminado por la última observación confidencial de Vidal o Porchon.
—¿Estamos de acuerdo? —preguntó Porchon al desconocido.
—Sí.
El librero salió. Lucien oyó como Porchon decía a Vidal:
—Tenemos trescientos ejemplares ya pedidos. Le saldaremos sus cuentas, venderemos el
Léonide
a cien sueldos unidad, nos los haremos pagar a seis meses, y…
—Y —dijo Vidal— nos encontramos con mil quinientos francos ganados.
—Sí, ya me he podido dar cuenta de que estaba realmente en apuros.
—Se está hundiendo. Paga mil francos a Ducange por dos mil ejemplares.
Lucien interrumpió a Vidal, apareciendo en el marco de la pequeña puerta de la estancia.
—Señores —dijo a los dos asociados—, tengo el honor de saludarles.
Los libreros apenas respondieron.
—Soy autor de una novela sobre la historia de Francia al estilo de Walter Scott, y que lleva por título
El arquero de Carlos IX
; les propongo su adquisición.
Porchon arrojó sobre Lucien una mirada poco calurosa y depositó su pluma sobre el pupitre. Vidal miró al autor con aire brutal y le dijo:
—Caballero, nosotros no somos libreros editores, somos libreros comisionistas. Cuando hacemos libros por nuestra cuenta, constituyen operaciones que emprendemos con nombres hechos. Además, sólo compramos libros serios, historias y resúmenes.
—Pero si mi libro es muy serio; se trata de describir bajo su verdadero aspecto la lucha de los católicos que se mantenían partidarios del gobierno absolutista y los protestantes que querían instaurar la república.