Las ilusiones perdidas (27 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

Cuando las dos mujeres subieron al coche y éste rodaba por la calle Richelieu hacia el
faubourg
Saint-Honoré, la marquesa dijo con un tono de disimulada cólera:

—Mi querida niña, ¿en qué está pensando? Espere a que el hijo de un boticario sea realmente célebre antes de interesarse por él. La duquesa de Chaulieu no reconoce aún a Canalis, y es célebre y gentilhombre. Este muchacho no es ni su hijo ni su amante, ¿no es así? —dijo esta altanera mujer, lanzando a su prima una mirada inquisitiva y penetrante.

«¡Qué dicha haber mantenido a este bribón a distancia y no haberle concedido nada!», pensó, señora de Bargeton.

—¡Pues bien! —continuó la marquesa, que tomó la expresión de los ojos de su prima por una respuesta—, déjele, le conjuro a ello. ¿Arrogarse un nombre ilustre?… ¡Pero si es una audacia que la sociedad castiga! Admito que sea el de su madre, pero piense, querida, que sólo al rey pertenece el derecho de conferir, mediante un edicto, el nombre de Rubempré al hijo de una señorita de esta casa; si ella contrajo un matrimonio desigual, el favor sería enorme, y para lograrlo hacía falta una enorme fortuna, servicios prestados y protecciones muy altas. Ese aspecto de hortera endomingado prueba que ese muchacho no es ni rico ni noble; su cara es bonita, pero me parece bastante tonto y no sabe ni comportarse ni hablar; en una palabra, no está educado. ¿Por qué razón le protege?

La señora de Bargeton, que renegó de Lucien, como Lucien había renegado de ella en su interior, tuvo un miedo terrible de que su prima supiese la verdad de su viaje.

—Mi querida prima, estoy desesperada por haberla comprometido.

—A mí no se me compromete —dijo, sonriendo, la señora de Espard—. Sólo pienso en usted.

—Pero usted le ha invitado a ir el lunes a cenar a su casa.

—Estaré enferma —respondió vivamente la marquesa—; usted se lo hará saber y advertiré en mi puerta que no permitan la entrada a ninguno de los dos nombres.

Lucien pensó en pasearse por el
foyer
durante el entreacto, viendo como iba todo el mundo hacia allí. En primer lugar, ninguna de las personas que habían estado en el palco de la señora de Espard le saludó ni pareció prestarle atención, lo que extrañó en alto grado al poeta de provincias. Además, du Châtelet, a quien intentó abordar, le vigilaba con el rabillo del ojo y le estuvo evitando constantemente. Después de haberse convencido, tras de ver a los hombres que por allí vagaban, que su traje era bastante ridículo, Lucien volvió a refugiarse en el rincón de su palco y permaneció durante el resto de la representación absorto sucesivamente por el pomposo espectáculo del ballet del acto quinto, tan célebre por su Infierno, por el aspecto de la sala en la que su mirada fue de palco en palco y por sus propias reflexiones, que fueron profundas en presencia de la sociedad parisiense.

«¡He aquí mi reino! —se dijo—. ¡He aquí el mundo que he de dominar!».

Volvió a pie a su casa, pensando en todas las cosas que habían dicho los personajes que habían acudido a hacer la corte a la señora de Espard; sus ademanes, sus gestos, su forma en entrar y salir, todo acudió a su memoria con sorprendente fidelidad. A la mañana siguiente, hacia el mediodía, su primera preocupación fue dirigirse a Staub, el sastre más célebre de aquella época. A fuerza de ruegos, y en virtud sobre todo del pago al contado, logró que su ropa fuese entregada el famoso lunes. Staub llegó hasta prometerle una deliciosa levita, un chaleco y un pantalón para el día decisivo. Lucien encargó camisas, pañuelos, en una palabra, todo un pequeño ajuar en una lencería, y se hizo tomar medida de botas y zapatos en un célebre zapatero. Compró un bonito bastón en Verdier y guantes y gemelos en casa de la señora Irlande; en fin, trató de ponerse a la altura de los dandys. Cuando sus fantasías quedaron satisfechas, se fue a la calle Neuve du Luxembourg, donde le dijeron que Louise había salido.

—Come en casa de la señora de Espard, y volverá tarde —le dijo Albertine.

Lucien se fue a comer a un restaurante de cuarenta sueldos, en el Palacio Real, y se acostó temprano. El domingo, a las once, ya estaba en casa de Louise; no se había levantado. A las dos volvió.

—La señora no recibe todavía —le dijo Albertine—, pero me ha dado una notita para usted.

—No recibe todavía —repitió Lucien—, pero yo no soy un cualquiera…

—No lo sé —dijo Albertine, con aire impertinente.

Lucien, menos sorprendido de la respuesta de Albertine que de recibir una carta de la señora de Bargeton, tomó la esquela y, ya en la calle, leyó estas líneas desesperantes:

«La señora de Espard está indispuesta y no podrá recibirle el lunes; yo misma no me encuentro tampoco muy bien, y, sin embargo, voy a vestirme para hacerle un poco de compañía. Estoy desesperada por esta pequeña contrariedad; pero su talento me da confianza y sé que se abrirá camino sin charlatanerías».

«¡Y sin firma!», se dijo Lucien, que sin apenas darse cuenta de que había andado se encontró en las Tullerías.

El sexto sentido que poseen las personas de talento le hizo sospechar la catástrofe anunciada en aquel frío billete. Perdido en sus pensamientos, iba mirando fijo ante él, mirando sin ver los monumentos de la plaza Luis XV. Hacía un día radiante. Elegantes carruajes pasaban incesantemente ante sus ojos, dirigiéndose hacia la gran avenida de los Campos Elíseos. Siguió a la multitud de paseantes y vio entonces los tres o cuatro mil coches que en un domingo de buen tiempo afluyen a este lugar, improvisando allí un
Longchamp
. Aturdido por el lujo de los caballos, los tocados y las libreas, marchaba sin parar y llegó ante el Arco de Triunfo, ya comenzado.

Cómo se quedó, cuando al volver vio llegar hacia él a la señora de Espard y a la señora de Bargeton en una calesa magníficamente enjaezada y tras la que ondulaban las plumas del lacayo, cuya librea verde y oro hizo reconocerlas. La fila se detuvo a causa de un atasco. Lucien tuvo ocasión de ver a Louise en su transformación; estaba desconocida: los colores de su tocado habían sido elegidos de forma que resaltaran su cutis; su vestido era delicioso; su pelo, cuidadosamente peinado, le sentaba muy bien y su sombrero, de un gusto exquisito, era digno de mención junto con el de la señora de Espard, quien imponía las modas. Existe una forma indefinida de llevar el sombrero: colocad el sombrero un poco hacia atrás y tenéis un aspecto un tanto descarado; si lo colocáis demasiado adelante, se adopta un aire socarrón; puesto de lado, el aspecto es impertinente; las mujeres elegantes saben ponerse los sombreros como quieren y siempre tienen un aire distinguido. La señora de Bargeton había resuelto rápidamente ese extraño problema. Un bello cinturón dibujaba su esbelto talle. Había adoptado los gestos y ademanes de su prima; sentada, como ella, jugaba con un elegante porta-perfumes sujeto a uno de sus dedos por una pequeña cadena, enseñando así su mano fina y bien enguantada sin tener aspecto de quererla enseñar. En una palabra, se había hecho semejante a la señora de Espard, pero sin remedarla; era la digna prima de la marquesa, la cual parecía sentirse orgullosa de su alumna.

Las mujeres y hombres que se paseaban por la calzada observaban el brillante carruaje con las armas de los Espard y los Blamont-Chauvry, cuyos escudos estaban adosados. Lucien quedó extrañado ante el gran número de personas que saludaban a las dos primas; ignoraba que todo este París, que consta de veinte salones, sabía ya el parentesco de la señora de Bargeton con la señora de Espard. Jóvenes a caballo, entre los que Lucien reconoció a De Marsay y a Rastignac, se unieron a la calesa para conducir a las dos primas al Bosque de Bolonia. Le fue fácil comprender a Lucien, por el gesto de los dos presumidos, que cumplimentaban a la señora de Bargeton a causa de su metamorfosis.

La señora de Espard resplandecía de gracia y salud; así pues, su indisposición era un pretexto para no recibir a Lucien, ya que no había pospuesto la cena para otro día. El poeta, furioso, se aproximó a la calesa, anduvo lentamente y, cuando estuvo a la vista de las dos mujeres, las saludó la señora de Bargeton hizo como quien no lo veía, la marquesa le miró a través de sus impertinentes y no respondió a su saludo. La reprobación de la aristocracia parisiense no era como la de los soberanos de Angulema: esforzándose en herir a Lucien, los hidalgos admitían su poder y le tenía por un hombre, mientras que para la señora de Espard ni siquiera existía. No era una sentencia, sino la negación de la justicia.

Un frío mortal se apoderó del pobre poeta cuando De Marsay le observó con sus anteojos; el elegante parisiense dejó caer los quevedos de forma tan singular, que a Lucien le pareció que era la cuchilla de la guillotina la que caía. La calesa pasó. La rabia y el deseo de venganza se apoderaron de este nombre desdeñado: si hubiese tenido a su alcance a la señora de Bargeton, la hubiera degollado; se hubiese convertido en un Fouquier-Tinville para darse el placer de enviar a la señora de Espard al patíbulo y le hubiese gustado haber podido aplicar a De Marsay uno de esos refinados suplicios que los salvajes han inventado. Vio pasar a Canalis a caballo, elegante como debía serlo el más halagado de los poetas, saludando a las mujeres más bellas.

«¡Dios mío!, ¡oro a cualquier precio! —se decía Lucien—. El oro es el único poder ante el que este mundo se arrodilla». «¡No! —le gritaba su conciencia—, también ante la gloria, y la gloria es el trabajo». «¡El trabajo!, es la palabra de David. Dios mío, ¿por qué estoy aquí? ¡Pero triunfaré! ¡Pasaré por esta avenida en calesa, con lacayo, y tendré marquesas de Espard!».

Tras de lanzar aquellas palabras rabiosas, cenó en el restaurante Hurbain por cuarenta sueldos. A la mañana siguiente, a las nueve, fue a casa de Louise, con la intención de reprocharle su barbarie: no sólo la señora de Bargeton no estaba para él, sino que ni siquiera le dejó subir el portero, y tuvo que quedarse en la calle, vigilando, hasta mediodía. A esa hora, Du Châtelet salió de la casa de la señora de Bargeton, vio al poeta con el rabillo del ojo e intentó esquivarlo. Lucien, herido en lo más vivo, persiguió a su rival; du Châtelet, sintiéndose acorralado, se volvió y le saludó, con la evidente intención de seguir adelante tras de esta cortesía.

—Por favor, caballero —dijo Lucien—, concédame un segundo, tengo dos palabras que decirle. Usted me demostró amistad, la invoco para pedirle el más leve de los favores. Sale de casa de la señora de Bargeton, explíqueme la causa de mi desgracia ante ella y ante la señora de Espard.

—Señor Chardon —respondió du Châtelet con una falsa campechanería—, ¿sabe por que razón esas señoras le abandonaron en la Ópera?

—No —dijo el pobre poeta.

—Pues bien, desde el comienzo ha sido perjudicado por el señor de Rastignac. El joven presumido, al ser preguntado acerca de usted, ha dicho pura y simplemente que se llamaba señor Chardon y no señor de Rubempré, que su madre cuidaba de las parturientas y que su padre había sido boticario del Houmeau, un barrio de Angulema; que su hermana era una encantadora muchacha que planchaba admirablemente las camisas y que se iba a casar con un impresor de Angulema llamado Séchard. Así es el mundo. ¿Se pone a su alcance?, entonces le discute. El señor de Marsay vino a reírse de usted con la señora de Espard, e inmediatamente esas dos señoras huyeron pensando que se comprometían al permanecer en su compañía. No trate de ir a casa de la una o de la otra. La señora de Bargeton no sería recibida por su prima si ésta se enteraba que continuaba viéndole. Tiene usted talento, trate de tomarse el desquite. El mundo le desdeña; pues bien, desdeñe al mundo. Refúgiese en una buhardilla, haga allí obras maestras, adquiera cualquier poder y verá el mundo a sus pies; entonces podrá devolverle los desdenes que le haya hecho en el mismo modo que se los hayan hecho. Cuanto más amiga se haya mostrado la señora de Bargeton con usted, más se distanciará. Así son los sentimientos femeninos. Pero en este momento no se trata de reconquistar la amistad de Anaïs, se trata de no tenerla como enemiga, y yo le voy a dar el medio para ello. Ella le ha escrito. Devuélvale todas sus cartas, acusará ese rasgo de nobleza; más adelante, si tiene necesidad de ella, no le será hostil. En cuanto a mí, tengo una opinión tan elevada de su porvenir, que le he defendido en todas partes, y si, desde ahora, puedo aquí hacer algo por usted me encontrará siempre dispuesto a hacerle un favor.

Lucien estaba tan triste y pálido, tan deshecho, que no devolvió al viejo dandy, rejuvenecido por la atmósfera parisiense, el saludo secamente cortés que de él recibió. Volvió a su hotel, en donde encontró a Staub en persona, venido menos por probarle los trajes, que allí le probó, que por saber de la patrona del Gaillard-Bois cuáles eran las posibilidades financieras de su desconocido cliente. Lucien había llegado por la posta, la señora de Bargeton le había llevado en coche al Vaudeville el pasado jueves. Estos informes eran buenos. Staub llamó a Lucien señor conde y le hizo ver con qué pericia había hecho resaltar sus encantadoras formas.

—Un joven vestido de esta manera —le dijo— puede ir a pasearse por las Tullerías y se casará con una inglesa antes de quince días.

Esta broma de sastre alemán, y la perfección de su ropa, la finura de la tela, la gracia que a sí mismo se encontraba al mirarse en el espejo, todas estas pequeñas cosas hicieron sentirse menos triste a Lucien. Se dijo vagamente que París era la capital del azar, y creyó por un momento en el azar. ¿Acaso no tenía un volumen de poesías y una magnífica novela,
El arquero de Carlos IX
, en manuscrito? Confió en el porvenir. Staub prometió la levita y el resto de la ropa para la mañana siguiente. A la mañana siguiente, el zapatero, la camisera y el sastre llegaron todos provistos de sus facturas. Lucien, ignorando la manera de despedirlos; Lucien, aún bajo el encanto de las costumbres de provincia, les pagó; pero después de haberles pagado no le quedaron más que trescientos sesenta francos de los dos mil que se había traído a París; y sólo hacía una semana que había llegado. Sin embargo, se vistió y se fue a dar una vuelta por la terraza de los Feuillants, Allí tomó un pequeño desquite. Estaba tan bien vestido, tan guapo y tan gracioso, que muchas mujeres le miraron y dos o tres se sintieron lo suficientemente subyugadas por su belleza como para volverse.

Lucien estudió el andar y los ademanes de los jóvenes y realizó una clase de buenos modales, pensando siempre en sus trescientos sesenta francos, Por la noche, solo en su habitación, tuvo la idea de solucionar el problema de su vida en el hotel de Gaillard-Bois, donde comía los platos más sencillos, creyendo así economizar. Pidió la cuenta, como persona que deseaba marcharse, y se encontró con que debía un centenar de francos. A la mañana siguiente fue al Barrio Latino, que David le había recomendado por su baratura. Después de haber buscado durante largo tiempo, acabó por encontrar en la calle de Cluny, cerca de la Sorbona, una fonda miserable, donde halló una habitación por un precio que le convenía. Pagó inmediatamente a su patrona del Gaillard-Bois, y aquel mismo día se instaló en la calle de Cluny. Su traslado sólo le costó un viaje de
fiacre
.

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