Lucien, sorprendido por la rápida ojeada que lanzó sobre París al oír aquellas seductoras palabras, creyó no haber disfrutado hasta entonces más que de la mitad de su cerebro, siendo ahora la otra mitad la que se descubría, hasta tal punto eran grandes sus ideas: se vio en Angulema como una rana bajo una piedra, en el fondo de una charca. París y sus esplendores, París que aparece en todas las mentes provincianas como un Eldorado, se le apareció con su ropaje áureo, la frente ceñida con pedrería real y los brazos abiertos al talento. Las personas ilustres le iban a dar el abrazo fraterno. Allí todo sonreía al genio. Allí ni hidalgüelos envidiosos que lanzaran puyas para humillar al escritor, ni la estúpida indiferencia para la poesía. De allí brotaban las obras de los poetas, allí eran pagadas y sacadas a la luz pública. Tras de haber leído las primeras páginas de
El arquero de Carlos IX
, los libreros abrirían sus cajas y le dirían: «¿Cuánto quiere?».
Comprendía además que, después de un viaje en el que las circunstancias les desposarían, la señora de Bargeton sería única y exclusivamente para él y vivirían juntos.
A las palabras: «¿No quieres?», respondió con una lágrima, sujetó a Louise por el talle, la apretó contra su corazón y le marcó el cuello con violentos besos. Luego, se detuvo de repente, como herido por un recuerdo, y exclamó:
—¡Dios mío, mi hermana se casa pasado mañana!
Este grito fue el último suspiro del niño noble y puro. Los lazos tan poderosos que ligan a los jóvenes corazones a su familia, a su primer amigo, a todos los sentimientos primitivos, iban a recibir bien pronto un hachazo.
—¡Y bien! —exclamó la altiva Nègrepelisse—, ¿qué tiene que ver el matrimonio de tu hermana con el futuro de nuestro amor? ¿Tanto empeño tienes en ser el corifeo de esta boda de burgueses y obreros, que no puedas ni siquiera sacrificarme esas nobles alegrías? ¡Qué bello sacrificio! —continuó con desprecio—. Esta mañana he enviado a mi marido a batirse por tu culpa. Bien caballero, ¡váyase, déjeme! Me he equivocado.
Cayó desfallecida sobre el diván y Lucien la siguió, pidiéndole perdón y maldiciendo a su familia, a David y su hermana.
—¡Tenía tanta fe en ti! —le dijo ella—. El señor de Cante-Croix tenía una madre a la que idolatraba, mas para obtener una carta en la que le decía: ¡Estoy contenta!, murió en una batalla. Y tú, cuando se trata de viajar conmigo, ni siquiera eres capaz de renunciar a un banquete de bodas.
Lucien quiso matarse, y su desesperación fue tan real y verdadera, tan profunda, que Louise le perdonó, pero haciéndole ver que tendría que purgar aquella falta.
—Vete —le dijo ella finalmente—, sé discreto, y mañana por la noche no dejes de estar a las doce a un centenar de pasos, después de pasar Mansle.
Lucien sintió que la tierra se empequeñecía bajo sus plantas; volvió a casa de David seguido por sus esperanzas, como Prestes iba seguido por sus furias, ya que entrevía mil dificultades todas las cuales se resumían en esta frase terrible: ¿Y el dinero? La perspicacia de David le asustaba de tal forma, que se refugió en su nueva habitación para reponerse del aturdimiento que su nueva posición le causaba. Era preciso pues dejar aquel piso preparado con tanto cariño y hacer inútiles tantos sacrificios. Lucien pensó que su madre podría vivir allí y que de esta forma David se ahorraría la construcción que proyectaba levantar al fondo del patio. Esta marcha debería de ayudar a su familia; encontró mil razones perentorias para su huida, ya que nada hay más jesuítico que un deseo. Inmediatamente se dirigió al Houmeau, a la casa de su hermana, para enterarla de su nuevo destino y ponerse de acuerdo con ella. Al llegar a la tienda de Postel, pensó si no habría algún otro medio; pediría prestado al sucesor de su padre la suma necesaria para su estancia durante un año.
«Si vivo con Louise, un escudo por día será para mí como una fortuna, y eso sólo hace mil francos en un año —se dijo—. Y, además, en seis meses seré rico».
Ève y su madre escucharon, bajo promesa de un profundo secreto, las confidencias de Lucien. Ambas lloraron al oír al ambicioso, y cuando quiso saber la causa de tanta aflicción, le dijeron que todo lo que poseían había sido absorbido por las mantelerías, ropa de cama, el ajuar de Ève y una multitud de adquisiciones en las que David no había pensado y que se sentían contentas de haber hecho, ya que el impresor reconocía a Ève una dote de diez mil francos. Lucien, entonces, les comunicó su idea de pedir un préstamo, y la señora Chardon se encargó de ir a pedir al señor Postel mil francos por un año.
—Pero, Lucien —dijo Ève con el corazón en un puño—, ¿no asistirás a mi boda? ¡Oh, vuelve! Esperaré unos días. Te dejará volver aquí al cabo de una quincena, una vez la hayas acompañado. No dejará de concedernos ocho días para nosotras que te hemos educado para ella. Nuestra unión será desgraciada si tú no asistes. Pero, ¿tendrás suficiente con mil francos? —dijo, interrumpiéndose de repente—. Aunque tu traje te siente divinamente, sólo tienes uno. No tienes más que dos camisas finas y las demás son de un tejido basto. Sólo tienes tres corbatas de batista, las otras tres son de chaconada corriente, y tus pañuelos no son nada bonitos. ¿Encontrarás en París una hermana que te lave y planche la ropa cuando te haga falta? Necesitas mucho más. Sólo tienes un pantalón de nankín hecho este año, los otros del año pasado te están estrechos; tendrás, pues, que hacerte vestir en París, y los precios de París no son los de Angulema. No tienes más que dos chalecos blancos que estén decentes para ponerte, ya he repasado los otros. Mira, te aconsejo que te lleves dos mil francos.
En aquel instante, David, que entraba, pareció haber oído estas dos últimas palabras, ya que contempló al hermano y a la hermana silenciosamente.
—No me escondáis nada —dijo.
—Pues bien —contestó Ève—, se va con ella.
—Postel —dijo la señora Chardon, entrando sin ver a David— consiente en prestar los mil francos, pero sólo por seis meses, y quiere una letra de cambio tuya aceptada por tu cuñado, ya que dice que tú no ofreces ninguna garantía.
La madre se volvió y vio a su yerno; aquellas cuatro personas guardaron silencio. La familia Chardon se daba cuenta de lo mucho que habían abusado de David. Todos estaban avergonzados. Una lágrima rodó de los ojos del impresor.
—¿No asistirás entonces a mi boda —dijo—, no te quedarás con nosotros? ¡Y yo que me he gastado todo cuanto tenía! ¡Ah! Lucien, yo, que traía a Ève sus pobres pequeñas alhajas de casada, no sabía —dijo, enjuagándose los ojos y sacando unos estuches de sus bolsillos— tener que arrepentirme de haberlas comprado.
Colocó sobre la mesa, ante su suegra, diversas cajitas cubiertas de piel.
—¿Por qué piensas tanto en mí? —dijo Ève con una sonrisa de ángel que corregía su frase.
—Querida mamá —dijo el impresor—, vaya a decir al señor Postel que consiento en estampar mi firma, ya que veo en tu rostro, Lucien, la firme decisión de marcharte.
Lucien inclinó lenta y tristemente la cabeza, añadiendo uno instantes después:
—No me juzguéis mal, mis queridos ángeles. —Tomó a Ève y a David en sus brazos, los estrechó contra su pecho y les dijo—: Esperad los resultados y sabréis cuánto os quiero. David, ¿para qué serviría nuestra altura de pensamiento si no nos permitiera hacer abstracción de las pequeñas ceremonias en las que las leyes enredan a los sentimientos? A pesar de la distancia, ¿dejará mi alma de estar aquí?, ¿no nos reunirá el pensamiento? ¿No tengo un destino que seguir? ¿Vendrán los libreros a buscar aquí mi Arquero de Carlos IX y
Las Margaritas
? Más o menos tarde, hay que hacer siempre lo que hoy hago, y ¿podré encontrar alguna vez circunstancias más favorables? ¿No es ya toda mi fortuna el poder entrar desde los comienzos de mi carrera en París en el salón de la marquesa de Espard?
—Tienes razón —dijo Ève—. Tú mismo me decías que tendría que marchar cuanto antes a París.
David tomó a Ève por la mano y se la llevó a aquel estrecho dormitorio en el que dormía desde hacía siete años, y le dijo al oído:
—¿Necesita dos mil francos, según decías tú, ángel mío?
Postel sólo le presta mil.
Ève miró a su prometido con una mirada terrible que expresaba todos sus sufrimientos.
—Escucha, Ève adorada, vamos a empezar mal la vida. Sí, mis gastos han absorbido todo cuanto poseía. Sólo me quedan dos mil francos, y la mitad me es indispensable para hacer marchar la imprenta. Dar mil francos a tu hermano es darle nuestro pan y comprometer nuestra tranquilidad. Si estuviese solo, ya sé lo que tendría que hacer, pero somos dos. Decide.
Ève, desconsolada, se arrojó en los brazos de su amado, le besó tiernamente y le dijo al oído, llorosa:
—Haz como si estuvieses solo, yo trabajaré para recuperar esta suma.
A pesar del más ardiente beso que jamás se hayan dado dos novios, David dejó abatida a Ève y volvió junto a Lucien.
—No te preocupes —le dijo—, tendrás tus dos mil francos.
—Id a ver a Postel —dijo la señora Chardon—, pues tenéis que firmar ambos el papel.
Cuando los dos amigos volvieron, sorprendieron a Ève y a su madre de rodillas, rezando. Si ellas sabían cuántas esperanzas debía realizar la marcha, sentían en aquel momento todo lo que perdían en este adiós, puesto que encontraban que la dicha futura se pagaba a muy alto precio debido a una ausencia que les iba a destrozar la vida y a sumirlas en mil temores sobre el destino de Lucien.
—Si alguna vez olvidas esta escena —dijo David al oído de Lucien—, serás el más despreciable de los hombres.
Sin duda el impresor juzgó aquellas palabras necesarias, pues la influencia de la señora de Bargeton no le asustaba menos que la funesta variabilidad de carácter que igualmente podía arrojar a Lucien por el buen camino, que por el malo. Ève preparó en seguida el equipaje de Lucien. Este Hernán Cortés literario llevaba poca cosa. Tenía puesta su mejor levita, su mejor chaleco y una de sus dos camisas finas. Toda su ropa, su famosa levita, sus efectos y sus manuscritos constituyeron un paquete tan pequeño que, para ocultarlo a las miradas de la señora de Bargeton, David propuso enviarlo por la diligencia a su corresponsal, un fabricante de papel al que escribiría para que lo tuviese a disposición de Lucien.
A pesar de las precauciones tomadas por la señora de Bargeton para ocultar su marcha, el señor du Châtelet se enteró de ella y quiso saber si haría el viaje sola o acompañada de Lucien; envió a su criado a Ruffec con la misión de examinar todos los carruajes que pararan en la posta.
«Si se lleva a su poeta —pensó—, ya es mía».
Lucien se marchó al alborear del día siguiente, acompañado de David, que se había agenciado un cabriolé y un caballo, anunciando que se iba a tratar unos negocios con su padre, pequeña mentira que en las actuales circunstancias era probable. Los dos amigos se dirigieron a Marsac, donde pasaron parte del día en casa del viejo oso; luego, por la tarde, fueron más allá de Mansle, a esperar a la señora de Bargeton, que llegó hacia la mañana. Al ver la vieja calesa sexagenaria que tantas veces había mirado bajo la cochera, Lucien experimentó unas de las emociones más fuertes de su vida y se arrojó en brazos de David, quien le dijo:
—¡Dios quiera que sea por tu bien!
El impresor subió de nuevo a su pobre carruaje y desapareció con el corazón encogido, ya que albergaba terribles presentimientos sobre el futuro de Lucien en París.
Ni Lucien, ni la señora de Bargeton, ni Gentil, ni Albertine, la doncella, hablaron nunca de los acontecimientos de este viaje, pero es de creer que la continua presencia de los criados lo hizo aburrido para un enamorado que esperaba todos los placeres de un rapto. Lucien, que iba en la posta, por primera vez en su vida, quedó muy admirado de ver que en el camino de Angulema a París fue sembrando casi la totalidad de la suma que destinaba a sus gastos de un año en París. Como los hombres que unen las gracias de la infancia a la fuerza del talento, cayó en el error de expresar sus ingenuas extrañezas ante el aspecto de las cosas que eran nuevas para él. Un hombre debe estudiar muy bien a una mujer antes de dejarle entrever sus emociones y sus pensamientos tal y como surgen. Una amante, tan noble como tierna, sonríe ante estos infantilismos y los comprende; pero por poca vanidad que tenga, no perdonará a su amante que se haya mostrado un niño vano o pequeño, Muchas mujeres ponen una exageración tan grande en su culto, que siempre quieren encontrar un dios en su ídolo; mientras que aquellas que quieren a un hombre por sí mismo antes que por ellas, adoran sus pequeñeces tanto como sus grandezas. Lucien no había adivinado aún que en la señora de Bargeton el amor reposaba sobre el orgullo. Cometió un error al no explicarse ciertas sonrisas que escaparon a Louise durante aquel viaje, cuando, en lugar de dominarlas, se dejaba llevar por sus gentilezas de joven ratón salido de su madriguera.
Los viajeros se apearon en el hotel Gaillard-Bois, en la calle de l'Échelle, antes de que amaneciera. Los dos amantes se encontraban tan cansados, que, antes que nada, Louise quiso acostarse no sin haber ordenado a Lucien que pidiese una habitación sobre las habitaciones que ella ocupaba. Lucien durmió hasta las cuatro de la tarde. La señora de Bargeton le hizo despertar para comer y, al saber la hora, se vistió precipitadamente y encontró a Louise en una de esas asquerosas habitaciones que son la vergüenza de París, en donde, a pesar de tantas pretensiones a la elegancia, no existe aún un solo hotel en el que un viajero rico pueda encontrarse como en su casa. Aunque tenía en los ojos esas nubes que deja un brusco despertar, Lucien no reconoció a su Louise en esta habitación fría, sin sol, con las cortinas corridas, cuyo frotado marco parecía miserable, con los muebles usados, de mal gusto, viejos y de ocasión. Efectivamente, hay ciertas personas que ya no tienen ni el mismo aspecto ni el mismo valor una vez separadas de las figuras, de las cosas y de los lugares que les servían de marco. Las fisonomías vivas tienen una especie de atmósfera que les es propia, como el claroscuro de los cuadros flamencos es necesario a la vida de las figuras que en ellos ha situado el genio del pintor. Las personas de provincias son así en su mayoría. Además, la señora de Bargeton parecía más digna y más pensativa que lo que tenía que estar en un momento en que comenzaba una dicha sin trabas. Lucien no podía quejarse: Gentil y Albertine les servían. La comida no tenía ya aquel carácter de abundancia y de esencial bondad que caracteriza la vida en provincias. Los platos, recortados por la especulación, procedían de un restaurante vecino y estaban pobremente servidos. París no es bonito en estos pequeños detalles a los que están condenadas las personas de escasa fortuna. Lucien esperó el final de la comida para interrogar a Louise, cuyo cambio le parecía inexplicable. No se equivocaba. Un grave acontecimiento, ya que las reflexiones son los acontecimientos de la vida moral, había surgido durante su sueño.