Las ilusiones perdidas (18 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

—Con tal de que tu padre no desapruebe este matrimonio —le dijo a David.

—¡Ya ves lo que se preocupa por mí! El infeliz sólo vive para él, pero le iré a ver a Marsac, aunque no sea más que para conseguir que haga arreglos y alguna construcción para nuestro provecho.

David acompañó a los hermanos hasta la casa de la señora Chardon, a la que pidió la mano de Ève, con la presteza del hombre que no quiere retraso alguno. La madre tomó la mano de su hija, la colocó en la de David con alegría, y el enamorado, enardecido, besó la frente de su bella prometida, quien le sonrió mientras se ruborizaba.

—Éstos son los esponsales de los pobres —dijo la madre, alzando la vista como para implorar la bendición de Dios—. Tienes mucho valor, hijo mío —dijo a David—, ya que estamos en la desgracia y eso es contagioso.

—Seremos ricos y felices —dijo gravemente David—. Para empezar, usted no continuará con su oficio de enfermera y vendrá a vivir con su hija y su hijo Lucien a Angulema.

Los tres muchachos se apresuraron entonces en contar a la sorprendida madre su encantador proyecto, abandonándose a una de esas locas charlas de familia en las que se complace en entrojar todas las sementeras y en disfrutar por adelantado de todas las alegrías. Fue preciso despachar a David; hubiese deseado que esta velada fuese eterna. Era la una de la mañana cuando Lucien acompañaba a su futuro cuñado hasta la Porte Palet. El honrado Postel, inquieto por aquellos movimientos extraordinarios, estaba despierto, tras de su persiana; había abierto la celosía y se decía al ver la luz en casa de Ève: «¿Qué debe suceder en casa de los Chardon?».

—Muchacho —dijo, viendo volver a Lucien—, ¿qué os sucede? ¿Tenéis necesidad de mí?

—No, señor —repuso el poeta—; pero como es usted nuestro amigo, puedo confiarle de qué se trata; mi madre acaba de conceder la mano de mi hermana a David Séchard.

Por toda respuesta, Postel cerró bruscamente su ventana, con la desesperación de no haber pedido a la señorita Chardon.

En lugar de volver a Angulema, David tomó la carretera de Marsac. Se fue dando un paseo hasta la casa de su padre y llegó a la valla que rodeaba a la casa cuando el sol despuntaba. El enamorado divisó bajo un almendro la cabeza del viejo oso que asomaba por encima de la cerca.

—Buenos días, padre —le dijo David.

—¡Ah!, ¿eres tú, hijo mío? ¿Qué haces por aquí a esta hora? Entra por aquí —dijo el cultivador, indicando a su hijo una puertecilla—. Todas mis viñas están en flor. Ni una cepa se me ha helado. ¡Este año habrá más de veinte barricas por
arpent
! ¡pero cuidado que he gastado abono!

—Padre, vengo a hablarle de un asunto importante.

—¡Bien! ¿Cómo van nuestras prensas? Debes estar embolsándote mucho dinero…

—Lo ganaré, padre, pero por el momento no soy rico.

—Aquí todos me reprochan y condenan por abonar —replicó el padre—. Los burgueses, es decir, el señor marqués, el señor conde, los señores esto y lo otro, pretenden que quito calidad al vino. ¿Para qué sirve la educación?, para confundirnos el entendimiento. ¡Escucha! Estos señores recogen siete y a veces ocho barricas por
arpent
, y las venden a sesenta francos barrica, lo que les proporciona como máximo unos cuatrocientos francos por
arpent
en los años buenos. Yo hago veinte barricas y las vendo a treinta francos, seiscientos francos en total. ¿Quién es el tonto? ¡La calidad, la calidad! ¿Qué me importa a mí la calidad? ¡Qué se la guarden para ellos, su calidad, los señores marqueses! Para mí la calidad son los escudos. ¿Qué decías?…

—Padre, voy a casarme y venía a pedirle…

—¿Pedirme? ¡Qué! Nada de nada, muchacho. Cásate, consiento en ello, pero no puedo darte nada, estoy sin un céntimo. ¡Los trabajos me han arruinado! Desde hace dos años no hago más que realizar arreglos, con gastos y desembolsos de todo orden, y luego los impuestos. El gobierno se lo queda todo, lo más sustancioso va a parar a manos del gobierno. Hace ya dos años que los pobres cosecheros no hacemos nada. Este año la cosecha no se presenta mal; ¡pues bien!, mis malditos toneles valen ya once francos. Cosecharemos para el tonelero. Pero, dime, ¿por qué quieres casarte antes de la vendimia?…

—Padre, sólo vengo a pedirle su consentimiento.

—¡Ah!, ésa es otra cuestión. ¿Y quién es tu elegida, sin que sea curiosidad?

—Me caso con la señorita Ève Chardon.

—¿Quién es? ¿De dónde sale?

—Es la hija del difunto señor Chardon, el farmacéutico del Houmeau.

—¡Te casas con una mora del Houmeau, tú, el impresor de! Rey en Angulema! ¡Éstos son los frutos de la educación! ¡Poned a vuestros hijos en los mejores colegios! Ahora que debe ser rica, ¿eh, hijo mío? —dijo el viejo cosechero, acercándose a su hijo con aire zalamero—. Ya que si te casas con una muchacha del Houmeau debe de tener sus buenos cuartos. ¡Bien, de esta forma ya me pagarás mis alquileres! Ya sabes, muchacho, que son dos años y tres meses de alquileres, lo que hacen dos mil setecientos francos que me vendrían estupendamente para pagar al tonelero. A cualquier otro que no fuese mi hijo estaría en mi derecho de exigirle intereses, ya que, después de todo, los negocios son los negocios, pero te los perdono. ¿Bien, cuánto tiene?

—Tiene lo que tenía mi madre.

El astuto viejo estuvo a punto de exclamar: «¡No tiene más que diez mil francos!». Pero se acordó de haber negado hacer cuentas con su hijo, y gritó:

—¿No tiene nada?

—La fortuna de mi madre era su inteligencia y su belleza.

—¡Vete entonces al mercado con eso y ya verás lo que te dan por ello! ¡Maldita sea!, los padres son desgraciados en sus hijos. David, cuando yo me casé, tenia sobre la cabeza un gorro de papel por toda fortuna y mis dos brazos. Era un pobre oso; pero con la hermosa imprenta que yo te he dado, con tu trabajo y tu inteligencia, debes casarte con una burguesa de la ciudad, una mujer rica, con treinta o cuarenta mil francos. Renuncia a tu pasión y yo te casaré. Tenemos a una legua de aquí una viuda molinera de treinta y dos años que posee cien mil francos; ése es un buen negocio. Puedes juntar sus propiedades a las de Marsac, pues están colindantes. ¡Qué buenas tierras tendríamos y que bien las cuidaría yo! Dicen que se va a casar con Courtois, su primer mozo; tú vales más que él. Dirigiré el molino mientras ella, en Angulema, vendería buenos bollos.

—Padre, ya estoy comprometido…

—David, tú no entiendes nada de comercio; ya te veo arruinado. Sí, si te casas con esta moza del Houmeau, te ajustaré las cuentas y te requeriré para que me pagues mis alquileres, ya que no preveo nada bueno. ¡Ah, mis pobres prensas!, ¡mis prensas!, necesitáis dinero para engrasaros, cuidaros y haceros trabajar. Sólo una buena cosecha me puede consolar de todo esto.

—Padre, me da la impresión que hasta ahora no le he dado ningún disgusto…

—Y tampoco me has pagado mis alquileres —respondió el cosechero.

—Venía a pedirle, además de su consentimiento para mi matrimonio, que me levante el segundo piso de su casa y construya una segunda vivienda sobre el cobertizo.

—¡Naranjas! No tengo un céntimo, y tú lo sabes. Además, sería dinero tirado, porque ¿qué beneficios me iba a proporcionar? ¡Ah!, tú te levantas temprano para venir a pedirme construcciones que arruinarían a un rey. A pesar de que te llamas David, no tengo los tesoros de Salomón. ¿Estás loco? A mi niño lo han transformado en nodriza. ¡Mira, una que dará buena uva! —dijo, interrumpiéndose para enseñar una cepa a David—. Éstos son hijos que no dan al traste con las esperanzas de sus padres: los abonáis y, a cambio, os dan buena ganancia. Yo te he colocado en el Instituto, he tenido que pagar sumas enormes para hacer de ti un sabio, has estudiado con los Didot, y todos estos sacrificios tienen por fruto el darme como nuera a una muchacha del Houmeau sin un céntimo de dote. Si no hubieses estudiado y te hubieses quedado a mi lado, hoy te casarías, siguiendo mis instrucciones, con una molinera que tiene cien mil francos, sin contar el molino. ¡Ah!, ¿y tu sentido del humor te hace pensar que yo te recompensaré por este buen sentimiento, construyéndote palacios?… Cualquiera diría que la casa en que te encuentras ha servido para alojar cerdos, y que una muchacha del Houmeau no puede vivir en ella… ¿Acaso es la reina de Francia?

—Bien, padre, ya levantaré yo el segundo piso a mis expensas; será el hijo quien enriquecerá al padre. Aunque sea el mundo al revés, estas cosas suceden algunas veces.

—¡Cómo, hijo mío! ¿Tú tienes dinero para construir y no lo tienes para pagar mis alquileres? ¡Ladino, te estás burlando de tu desvalido padre!

Llegado a este estado de cosas, la solución se veía difícil, ya que el hombre estaba encantado de colocar a su hijo en una posición que le permitía no darle nada, sin dejar por ello de ser paternal. De esta manera, David no pudo obtener más que un consentimiento puro y simple para contraer matrimonio y el permiso de hacer a su costa, en la casa paterna, todos los arreglos y construcciones que pudiese necesitar. El viejo oso, ese modelo de padres conservadores, concedió a su hijo la gracia de no exigirle los alquileres, ni apropiarse de las economías que había tenido la imprudencia de revelar. David se volvió un tanto triste: comprendió que en la desgracia no podría contar con la ayuda de su padre.

En toda Angulema no se habló de otra cosa que de la frase del obispo y de la respuesta de la señora de Bargeton. Los más nimios acontecimientos fueron aumentados, desorbitados y adornados de tal forma, que el poeta se convirtió en el héroe del momento. De la esfera superior, en donde rugió esta tormenta de chismorreos, cayeron algunas gotas entre la burguesía. Cuando Lucien pasó por Beaulieu para ir a casa de la señora de Bargeton, se dio cuenta de la atención envidiosa con que muchos jóvenes le miraban y logró captar algunas frases que le enorgullecieron.

—Ahí va un muchacho feliz —decía un pasante de abogado llamado Petit-Claud, compañero de colegio de Lucien, con quien éste se daba un cierto aire de protector y que era feo.

—Sí, por cierto, es guapo, tiene talento y la señora de Bargeton está loca por él —respondía un hijo de familia que había asistido a la lectura.

Había esperado con impaciencia la hora en que sabía encontraría sola a Louise; tenía necesidad de hacer aceptar la boda de su hermana a esta mujer que se había convertido en el arbitro de sus destinos. Tras la velada de la víspera, Louise estaría seguramente más tierna, y esta ternura podía proporcionar un momento de dicha. No se había equivocado: la señora de Bargeton le recibió con un énfasis de sentimiento que a este novicio del amor pareció un importante progreso de pasión. Ella abandonó sus bellos cabellos dorados, sus manos y su cabeza a los besos inflamados del poeta, que tanto había sufrido la víspera.

—Si hubieses visto tu rostro mientras leías —le dijo, pues la víspera habían llegado a tutearse, a esta caricia del lenguaje, mientras en el diván, Louise con su blanca mano había secado las gotas de sudor que por adelantado colocaban perlas sobre la frente en la que ella colocaba una corona—. ¡Se escapaban chispas de tus bellos ojos! Veía salir de tus labios las cadenas de oro que sujetan los corazones en la boca de los poetas. Me! leerás todo Chénier, es el poeta de los amantes. No sufrirás más. No quiero. Sí, ángel mío, te haré un oasis en donde vivirás toda tu vida de poeta, activa, cómoda, indolente, laboriosa o pensativa alternativamente; pero no olvides nunca que me debes tus laureles y que será para mí la noble indemnización por los sufrimientos que conoceré. Pobre amor mío, este mundo no me preservará más de lo que a ti te preserve y se venga de todas las dichas de las que no puede participar. Sí, seré siempre envidiada, ¿no te diste cuenta, ayer? Esas moscas sedientas de sangre vinieron rápidamente a abrevarse en las picaduras que hicieron. Pero yo me sentía feliz, ¡yo vivía! ¡Hacía tanto tiempo que no vibraban todas las cuerdas de mi corazón! Unas lágrimas rodaron por las mejillas de Louise. Lucien le cogió la mano, y por toda respuesta la besó largo rato. Las vanidades de este poeta fueron pues acariciados por esta mujer como lo habían sido por su madre, por su hermana y por David. Todo el mundo a su alrededor continuaba levantando el pedestal imaginario sobre el que se había colocado. Mantenido por todo el mundo, tanto por sus amigos como por la rabia de sus enemigos, en sus ambiciosas creencias, caminaba en el seno de una atmósfera llena de espejismos. Las imaginaciones jóvenes son tan naturalmente cómplices de estas alabanzas y de estas ideas, todo se apresura de tal forma a servir a un apuesto joven lleno de porvenir, que es preciso más de una amarga y fría lección para disipar tales prestigios.

—¿Quieres pues, mi bella Louise, ser mi Beatriz, pero una Beatriz que se deje amar?

Ella levantó sus bellos ojos, que había tenido bajos, y dijo, desmintiendo sus palabras con una sonrisa angelical:

—Si tú la mereces… ¡más tarde! ¿Acaso no eres dichoso? ¡Tener un corazón para sí!, poder decirlo todo, con la certeza de ser comprendido, ¿acaso no es ésta la verdadera felicidad?

—Sí —repuso él, haciendo una mueca de enamorado contrariado.

—Niño —dijo ella, burlándose—. Vamos, ¿no tienes nada que decirme? Has entrado muy preocupado, Lucien mío.

Lucien confió tímidamente a su amada el amor de David por su hermana, el de su hermana por David y el proyectado matrimonio.

—¡Pobre Lucien! —le contestó ella—. ¡Tiene miedo de que le peguen o le riñan como si él fuera el que tiene que casarse! Pero, ¿qué hay de malo en eso? —continuó, pasando sus dedos por entre los cabellos de Lucien—. ¿Qué me importa tu familia en donde tú eres una excepción? Si mi padre se casara con su criada, ¿te preocuparías mucho por ello? Querido niño, los amantes son la única familia entre ellos. ¿Tengo en el mundo otro interés fuera de mi querido Lucien? Sé fuerte, aprende a conquistar la gloria, ¡es lo único que verdaderamente nos interesa!

Con esta respuesta tan egoísta Lucien se tuvo por el hombre más feliz del mundo. En el momento en que escuchaba los locos razonamientos con los que Louise le probaba que estaban solos en el mundo, entró el señor de Bargeton. Lucien arrugó el entrecejo y pareció perplejo; Louise le hizo una seña y le rogó que se quedara a cenar con ellos, pidiéndole que leyera André Chénier hasta que llegaran los jugadores y visitantes de costumbre.

—No sólo le dará satisfacción a ella —dijo el señor de Bargeton—, sino a mí también. No hay nada que tanto me guste como oír leer después de cenar.

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