Las ilusiones perdidas (13 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

—Para saber si he triunfado, tendría que haberle consultado —respondió Lucien—. Usted ha cultivado la poesía mucho antes que yo.

—¡Bah! Cosillas agradables hechas por diversión, canciones de compromiso, romanzas que la música ha realzado, mi gran epístola a una hermana de Bonaparte (¡el ingrato!), no son títulos que pasen a la posteridad.

En aquel momento, la señora de Bargeton apareció en todo el esplendor de un estudiado tocado. Llevaba un turbante judío adornado con un broche oriental. Un chal de gasa, bajo el que brillaba los camafeos de un collar, se encontraba graciosamente arrollado a su cuello. Su vestido de muselina estampada, de mangas cortas, le permitía exhibir multitud de brazaletes y pulseras colocados sobre sus bonitos brazos blancos. Esta teatral presentación gustó a Lucien, quien quedó encantado. El señor du Châtelet dirigió igualmente a esta reina cumplidos nauseabundos que le hicieron sonrojarse de placer, hasta tal punto se sintió dichosa de verse ensalzada delante de Lucien. Cambió una mirada con su querido poeta y respondió al director de contribuciones, mortificándole con una cortesía que le excluía de su intimidad.

Por entonces empezaron a llegar los invitados. En primer lugar se presentaron el obispo y su vicario general, dos figuras dignas y solemnes, pero que ofrecían un violento contraste: Monseñor era alto y delgado y su acólito era pequeño y regordete. Ambos tenían la mirada brillante, pero el obispo era: pálido y su vicario general ofrecía un rostro purpúreo rebosante de salud. Tanto en uno como en otro los gestos y ademanes eran escasos. Ambos parecían prudentes, su reserva y su silencio intimidaban, y pasaban por ser personas de mucho talento.

Los dos sacerdotes fueron seguidos por la señora de Chandour y su marido, personajes extraordinarios que las personas desconocedoras de la provincia creerían ser una fantasía. El marido de Amélie, la mujer que se presentaba como antagonista de la señora de Bargeton, el señor de Chandour, al que se llamaba Stanislas, era un antiguo joven, aún delgado a sus cuarenta y cinco años y cuya cara semejaba un cedazo, Su corbata siempre estaba anudada de forma que presentaba dos puntas amenazadoras, una a la altura del oído derecho y la otra apuntando hacia abajo, junto a la cinta roja de su cruz. Los faldones de su levita estaban vueltos violentamente. Su chaleco, muy abierto, dejaba ver una camisa abultada y almidonada, cerrada mediante broches recargados de orfebrería. En una palabra, todo su vestir tenía un aspecto chabacano y exagerado que le daba una tan gran semejanza con las caricaturas, que al verle los forasteros no podían evitar una sonrisa. Stanislas se contemplaba continuamente con una especie de satisfacción, de arriba abajo, verificando el número de sus botones del chaleco, siguiendo la línea sinuosa de su pantalón estrecho y acariciando sus piernas con una amorosa mirada que se detenía en la punta de sus botas. Cuando cesaba de mirarse de esta forma, sus ojos buscaban un espejo y observaba si sus cabellos conservaban el rizado, interrogaba a las mujeres con semblante feliz, metiendo uno de sus dedos en el bolsillo de su chaleco, balanceándose hacia atrás y colocándose de perfil, triquiñuelas de gallo que le hacían triunfar en la sociedad aristocrática de la que era el Apolo. La mayor parte de las veces su conversación llevaba un matiz de indecencia, como se decía en el siglo XVIII. Este género detestable de parlamentos le daba cierto éxito entre las mujeres. Les hacia reír.

El señor du Châtelet comenzaba a inquietarle. Efectivamente, intrigadas por el desdén del fatuo de las contribuciones indirectas, estimuladas por su afectación en pretender que le era imposible hacerlo salir de su marasmo y picadas por su aire de sultán saturado, las mujeres le buscaban aún con más ahínco que a su llegada, después de que la señora de Bargeton se había prendado del Byron de Angulema. Amélie era una mujercita mala comediante, regordeta, blanca de tez, cabellos negros, exagerándolo todo, hablando en voz alta, pavoneándose con su cabeza cargada de plumas en verano y flores en invierno; buena habladora, pero no pudiendo acabar sus frases sin darle, como acompañamiento, los silbidos de un asma que nunca quería confesar.

El señor du Saintot, llamado Astolphe, el presidente de la Sociedad de Agricultura, hombre de vivos colores, alto y grueso, apareció, remolcado por su mujer, especie de figura bastante parecida a un helecho seco, a la que llamaban Lili, abreviatura de Elisa. Este nombre, que hacía suponer en la persona un no sé qué de infantil, estaba en desacuerdo con el carácter y comportamiento de la señora de Saintot, mujer solemne, extremadamente piadosa, engañadora, difícil y enredadora. Astolphe estaba considerado como un sabio de primer orden. Ignorante como una carpa, no por eso había dejado de escribir los artículos Azúcar y Aguardiente en un diccionario de Agricultura, dos obras copiadas al pie de la letra de todos los artículos de periódicos y de todos los tratados antiguos que hacían referencia a estos dos productos. Todo el departamento le creía ocupado en un tratado sobre los cultivos modernos. A pesar de que permanecía encerrado toda la mañana en su despacho, en doce años no había escrito ni dos páginas. Si alguien venía a visitarle, se dejaba sorprender emborronando una cuartillas, buscando una nota extraviada o afilando su pluma; pero todo el tiempo que permanecía en su gabinete de trabajo lo empleaba en tonterías: leía detenidamente el periódico, esculpía corchos con su cortaplumas, trazaba fantásticos dibujos sobre su escribanía, ojeaba a Cicerón para tomar de él al voleo una frase o algún pasaje cuyo sentido se pudiera aplicar a los acontecimientos del día; luego, por la noche, procuraba dirigir la conversación hacia un asunto que le permitiera decir:

—En Cicerón se encuentra un pasaje que verdaderamente parece escrito para lo que sucede en nuestros días.

Recitaba entonces su página ante el asombro del auditorio, que se decía: «Verdaderamente Astolphe es un pozo de ciencia». Este hecho curioso se extendía por toda la ciudad y la mantenía en sus engañadoras opiniones acerca del señor de Saintot.

Tras de esta pareja, apareció el señor de Bartas, llamado Adrien, el hombre que cantaba aires de barítono y que tenía enormes pretensiones en música. El amor propio le había orientado hacia el solfeo; había comenzado por admirarse a sí mismo, cantando; luego se había puesto a disertar sobre música y finalmente había acabado por ocuparse exclusivamente de ella. El arte musical en él se había convertido en una monomanía; sólo estaba satisfecho si hablaba de música, sufría durante toda una velada hasta que se le rogaba que cantara. Una vez entonaba una de sus arias, su vida comenzaba: se contoneaba, se alzaba sobre sus talones recibiendo parabienes, se hacía el modesto, pero no por eso dejaba de ir de grupo en grupo para recibir los elogios; luego, cuando ya había sido dicho todo, volvía de nuevo a la música, entablando una discusión sobre las dificultades de su pieza o bien alabando al compositor.

El señor Alexandre de Brebian, el héroe de la sepia, el dibujante que infestaba las habitaciones de sus amigos con absurdas producciones y estropeaba todos los álbumes de la provincia, acompañaba al señor de Bartas. Cada uno de ellos daba el brazo a la mujer del otro. Al decir de la crónica escandalosa, esta transposición era completa. Las dos mujeres, Lolotte (la señora Charlotte de Brebian) y Fifine (la señora Joséphine de Bartas), preocupadas por igual por un broche, un adorno o el conjunto de unos colores heterogéneos, se sentían devoradas por el deseo de parecer parisienses y descuidaban sus hogares, en donde todo iba de mal en peor. Si las dos mujeres, apretadas como muñecas en sus vestidos de confección económica, ofrecían en ellas una exposición de colores ultrajantes y raros, los maridos se permitían, en su calidad de artistas, un descuido provinciano que provocaba la curiosidad. Sus levitas arrugadas les daban un aspecto de comparsas que en los pequeños teatros representan a la alta sociedad invitada a una boda.

Entre las personas que se dejaron ver por el salón, una de las más originales fue el señor conde de Sénonches, aristocráticamente llamado Jacques, gran cazador, altanero, seco, de rostro curtido, amable como un jabalí, desafiador como un veneciano, celoso como un moro y viviendo en muy buenas relaciones con el señor de Hautoy, llamado también Francis, el amigo de la casa.

La señora de Sénonches (Zéphirine) era alta y guapa, pero barrosa ya por un cierto ardor de hígado, que le hacía pasar por una mujer exigente. Su fino talle y delicadas proporciones le permitían tener ademanes lánguidos, que olían a afectación, pero que describían la pasión y los caprichos siempre satisfechos de una persona amada.

Francis era un hombre bastante distinguido, que había abandonado el consulado de Valencia y sus esperanzas en la diplomacia para ir a vivir a Angulema junto a Zéphirine, llamada igualmente Zizine. El antiguo cónsul cuidaba de la casa, de la educación de los hijos, a los que enseñaba idiomas, y dirigía la fortuna del señor y de la señora de Sénonches con entera abnegación. La Angulema noble, la Angulema administrativa, la Angulema burguesa habían glosado minuciosamente la perfecta unidad de este matrimonio de tres personas, pero a la larga este misterio de trinidad conyugal pareció tan raro y hermoso, que el señor de Hautoy hubiese parecido prodigiosamente inmoral si hubiese hablado de casarse.

Por otro lado, se comenzaba a tener sospechas de la excesiva inclinación de la señora de Sénonches por una muchachita llamada señorita de la Haye, que le servía de señorita de compañía, de misterios inquietantes, y a pesar de algunas imposibilidades aparentes, debidas a las fechas, se encontraba un gran parecido entre Françoise de la Haye y Francis du Hautoy. Cuando Jacques cazaba por los alrededores, todos le pedían noticias de Francis, y él contaba las pequeñas indisposiciones de su intendente voluntario, de quien se preocupaba más que de su mujer. Esta ceguera parecía tan curiosa en un hombre celoso, que sus mejores amigos se divertían tirándole de la lengua, advirtiendo antes a los que no conocía el misterio a fin de divertirlos.

El señor de Hautoy era un dandy preciosista cuyos pequeños cuidados personales habían caído en el melindre y en el infantilismo. Se preocupaba por su tos, su sueño, su digestión y su comida. Zéphirine había convertido a su factótum en el hombre de salud delicada: le cuidaba, le mimaba y le medicinaba, le atracaba de manjares escogidos como al perrito de una: marquesa; le prescribía o le prohibía tal o cual alimento, le bordaba chalecos, corbatas y pañuelos; había acabado por acostumbrarlo a llevar cosas tan preciosas y delicadas que le había convertido en una especie de ídolo japonés. Su acuerdo era, sin embargo, inequívoco. Zizine consultaba para todo con Francis y Francis parecía obtener sus ideas en los ojos de Zizine. Censuraban y sonreían a la vez y hasta parecían consultarse para decir el más sencillo buenos días.

El hombre más rico de los alrededores, el hombre envidiado por todos, el señor marqués de Pimentel y su esposa, que entre los dos reunían cuarenta mil libras de renta y pasaban el invierno en París, vinieron del campo en calesa con sus vecinos, el señor barón y la señora baronesa de Rastignac, acompañados de la tía de la baronesa y de sus hijas, dos encantadoras jovencitas, bien educadas, pobres pero arregladas con aquella sencillez que tanto realza las bellezas naturales. Estas personas, que sin lugar a dudas eran la élite de la concurrencia, fueron recibidas con un frío silencio y un respeto lleno de envidia cuando todos y cada uno vieron la distinción en la acogida que les prodigó la señora de Bargeton. Estas dos familias pertenecían a este pequeño número de personas que en provincias se mantienen por encima de los chismorreos, no se mezclan con ninguna sociedad, viven en un silencioso retiro y mantienen una dignidad que impone. El señor de Pimentel y el señor de Rastignac eran llamados por sus títulos; ninguna familiaridad mezclaba sus mujeres y sus hijas a la alta clase de Angulema, se encontraban demasiado próximos a la nobleza de la corte para relacionarse con las tonterías de provincia.

El prefecto y el general llegaron los últimos, acompañados del hidalgo campesino que aquella mañana había llevado su memoria sobre los gusanos de seda a la imprenta de David. Sin duda debía de ser algún alcalde cantonal, recomendado por sus hermosas propiedades, pero su aspecto y su tocado daban a entender su total falta de costumbre en el trato social: se encontraba molesto dentro de su ropa, no sabía dónde poner las manos, daba vueltas alrededor de su interlocutor mientras hablaba, se levantaba para responder y se volvía a sentar, parecía estar dispuesto a realizar cualquier trabajo doméstico; se mostraba sucesivamente obsequioso, inquieto y grave; se apresuraba a reír cualquier broma, escuchaba de forma servil y a veces adoptaba un aire taimado, creyendo que se burlaban de él. Muchas veces durante la velada, obsesionado por su memoria, pretendió hablar de gusanos de seda, pero el infortunado señor de Séverac fue a topar con el señor de Bartas, que le respondió sobre música, y con el señor de Saintot, que le citó a Cicerón. A mitad de la velada, el pobre alcalde acabó por entenderse con una viuda y su hija, la señora y la señorita du Brossard, que por cierto no eran las figuras menos interesantes de la reunión. Todo quedará dicho en una sola frase: eran tan pobres como nobles. En su aspecto, presentaban ese afán de aparentar que revela una secreta miseria.

La señora du Brossard ensalzaba con bastante poca gracia y en cualquier ocasión a su alta y exuberante hija, de veintisiete años de edad, que Pasaba por ser una buena pianista; le hacía compartir oficialmente los gustos de las personas casaderas, y en su deseo de colocar a su querida Camille había pretendido que en una misma velada Camille adorara la vida errante de guarnición y la vida tranquila de los propietarios que cultivan su tierra: Ambas tenían la agridulce dignidad afectada de las personas que todo el mundo gusta de compadecer, por las que se interesa por egoísmo y que han sondeado el vacío de las frases consoladoras mediante las que el mundo se crea un placer en acoger a los desgraciados. El señor de Séverac tenía cincuenta y; nueve años, y era viudo y sin hijos; la madre y la hija escucharon pues con devota admiración los detalles que les dio sobre sus criaderos de gusanos de seda.

—Mi hija siempre ha querido a los animales —dijo la madre—. De esta forma, como la seda que hacen estos animalitos interesa a las mujeres, yo le pediría permiso para ir a Séverac y enseñar a Camille cómo se cosecha. Camille tiene tanta inteligencia que comprenderá inmediatamente todo cuanto usted le diga. ¿Acaso no comprendió un día la razón inversa del cuadrado de las distancias?

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