Esta frase terminó gloriosamente la conversación entre el señor de Séverac y la señora du Brossard, tras la lectura de Lucien.
Algunos habituales se colaron familiarmente en la reunión, así como dos o tres hijos de familia, tímidos, silenciosos y tiesos como sillas, felices por haber sido invitados a esta solemnidad literaria, y el más atrevido de los cuales habló mucho con la señorita de la Haye.
Todas las mujeres se colocaron seriamente en un círculo tras del que se situaron los hombres de pie. Esta reunión de personajes extraños, con heteróclitos vestidos y rostros pintados, causó gran impresión en Lucien, cuyo corazón latió con fuerza al verse el blanco de todas las miradas. Aunque era decidido, superó esta primera prueba con cierta dificultad, a pesar de los ánimos que le dio su amante, quien desplegó al fasto de sus reverencias y sus gracias más preciosas al recibir a las altas personalidades de Angulema y su comarca. El malestar que se había apoderado de su persona aumentó debido a una circunstancia fácil de prever, pero que no podía por menos de amedrentar a un joven aún poco familiarizado con la táctica del mundo. Lucien, todo ojos y todo oídos, se oía llamar señor de Rubempré por Louise, por el señor de Bargeton, por el obispo y por algunas personas complacientes con la señora de la casa, y señor Chardon por la mayor parte de aquel público aborrecido.
Intimidado por las ojeadas interrogantes de los curiosos, presentaba su nombre burgués al solo movimiento de los labios; adivinaba los juicios anticipados que sobre él se hacían con esta franqueza provinciana, a menudo quizá demasiado cerca de la descortesía. Estos continuos alfilerazos inesperados le colocaron aún en peor situación consigo mismo. Esperó impacientemente el momento de comenzar su lectura, a fin de adoptar una actitud que hiciese cesar su interior suplicio; pero Jacques contaba su última cacería a la señora de Pimentel; Adrien comentaba el último astro musical, Rossini, con la señorita Laure de Rastignac; Astolphe, que se había aprendido de memoria en un período la descripción de un nuevo arado, hablaba sobre ello con el barón. Lucien no sabía, pobre poeta, que ninguna de aquellas inteligencias, exceptuando la de la señora de Bargeton, podía comprender la poesía. Todas estas personas, privadas de emociones, habían acudido engañándose a sí mismas sobre la naturaleza del espectáculo que les esperaba.
Existen palabras que, semejantes a las trompetas, a los platillos o al bombo de los saltimbanquis, atraen siempre al público. Las palabras belleza, gloria, poesía, tienen sortilegios que seducen hasta a los caracteres más groseros. Cuando hubo llegado todo el mundo, cuando todas las conversaciones hubieron cesado, no sin mil advertencias hechas por el señor de Bargeton a los inoportunos, a quien su mujer envió como el suizo de una iglesia a dar con su alabarda sobre las losas, Lucien se colocó en la mesa redonda, cerca de la señora de Bargeton, experimentando una violenta sacudida en el alma. Con voz temblorosa anunció que, para no engañar a nadie en su espera, iba a leer las obras maestras recientemente descubiertas de un gran poeta desconocido. A pesar de que las poesías de André de Chénier habían sido publicadas a partir de 1819, nadie en Angulema había oído hablar de André de Chénier. Todos creyeron ver en este anuncio un arreglo hecho por la señora de Bargeton para moderar el amor propio del poeta y dar una mayor comodidad al auditorio. Lucien leyó en primer lugar
El joven enfermo
, que fue acogido por murmullos de agrado; después.
El ciego
, poema que aquellos espíritus mediocres encontraron demasiado largo. Durante la lectura, Lucien se sintió presa de uno de esos sufrimientos infernales que sólo pueden ser comprendidos por artistas eminentes o por aquellos a quienes su gran entusiasmo y una elevada inteligencia colocan a su nivel.
Para ser traducida por la voz, como para ser comprendida, la poesía exige una santa atención. En lector y auditorio se debe crear una íntima alianza, sin la que las comunicaciones eléctricas de los sentimientos no se producen. Si esta cohesión de las almas no se realiza, el poeta se encuentra entonces como un ángel que tratara de entonar un himno celestial en medio del estrépito y de los sarcasmos del infierno. Pero, en la esfera en que se desenvuelven sus facultades, los hombres inteligentes poseen la vista prudente del caracol, el olfato del perro y el oído del topo; lo sienten, lo ven y lo oyen todo a su alrededor. El músico y el poeta se saben, por tal motivo, inmediatamente admirados o incomprendidos, al igual que una planta se seca o revive en una atmósfera propicia o perjudicial. Los murmullos de los hombres que habían acudido allí sólo a causa de sus mujeres y que hablaban de sus negocios, resonaban en los oídos de Lucien a tenor de las leyes de esta acústica particular, al igual que veía los hiatos simpáticos de algunas mandíbulas violentamente entreabiertas y cuyos dientes se burlaban. Cuando, semejante a la paloma del diluvio, buscaba un rincón favorable en el que se pudiera detener su mirada, encontraba las miradas impacientes de las personas que pensaban evidentemente en aprovechar esta reunión para interrogarse sobre algunos intereses positivos. A excepción de Laure de Rastignac, dos o tres jóvenes y el obispo, el resto de los asistentes se aburrían.
Efectivamente, los que comprenden la poesía tratan de desarrollar en su alma lo que el autor ha puesto en germen en sus versos; pero aquel auditorio helado, en vez de aspirar el alma del poeta, ni siquiera escuchaba sus acentos. Lucien experimentó pues un descorazonamiento tan profundo, que un sudor frío empapó su camisa. Una fogosa mirada lanzada por Louise, hacia la que se volvió, le proporcionó el necesario valor para terminar; pero su corazón de poeta sangraba por mil heridas.
—¿Encuentra esto verdaderamente divertido, Fifine? —preguntó a su vecina la seca Lili, que sin duda esperaba un espectáculo circense.
—No me pida mi parecer, querida, mis ojos se cierran en cuanto oigo leer.
—Espero que Naïs no nos dará muy a menudo lectura de versos por las noches —dijo Francis—. Cuando oigo leer después de cenar, la atención que tengo que prestar me corta la digestión.
—Pobre gatito —dijo Zéphirine en voz baja—, beba un vaso de agua azucarada.
—Está muy bien declamado —dijo Alexandre—, pero yo prefiero una partidita de «
whist
».
Al oír esta respuesta, que se consideró ingeniosa a causa del significado de la palabra inglesa
[1]
algunas jugadoras consideraron que el poeta tenía necesidad de descanso. Con este pretexto, una o dos parejas se escabulleron al gabinete. Lucien, a ruegos de Louise, por la encantadora Laure de Rastignac y por el obispo, despertó la atención, gracias al verbo contrarrevolucionario de los
Yambos
que muchas personas, animadas por el calor de la declamación, aplaudieron sin comprenderlos. Esta clase de personas son influenciables por la vociferación, como los paladares groseros se excitan con los licores fuertes. Durante un momento en el que se tomaron helados, Zéphirine envió a Francis a ver el volumen, y dijo a su vecina Amélie que los versos leídos por Lucien estaban impresos.
—Pero —respondió Amélie con visible felicidad— es muy natural, el señor de Rubempré trabaja en casa de un impresor. Es —añadió, mirando a Lolotte— como si una bella mujer se hiciera ella misma sus vestidos.
—Ha impreso poesías él mismo —se dijeron las mujeres.
—¿Por qué entonces se llama señor de Rubempré? —preguntó Jacques—. Cuando efectúa trabajos manuales, un noble debe ocultar su apellido.
—Efectivamente, ha ocultado el suyo, que es plebeyo —respondió Zizine—, para adoptar el de su madre, que es noble.
—Ya que sus versos están impresos, los podremos leer nosotros mismos —dijo Astolphe.
Esta estupidez complicó la cuestión hasta que Sixte du Châtelet se dignó decir a esta ignorante asamblea que el anuncio no había sido una precaución oratoria y que aquellas bellas poesías pertenecían a un hermano realista del revolucionario Marie-Joseph Chénier. La sociedad de Angulema, excepción hecha del obispo, la señora de Rastignac y sus dos hijas, en las que esta poesía había causado una profunda impresión, se creyó mixtificada y se ofendió por esta superchería. Se elevó un sordo murmullo, pero Lucien no lo oyó. Aislado de aquel mundo odioso por la embriaguez que le producía una melodía interior, se esforzaba por repetirla y veía los rostros como a través de una nube. Leyó la sombría elegía sobre el suicidio, la escrita según el gusto antiguo y en donde se respira una melancolía sublime; luego, aquella en la que se lee este verso:
Tus versos son dulces, me gusta repetirlos.
Finalmente, terminó con el dulce idilio titulado Néère.
Sumergida en un dulce encanto, con una mano en sus cabellos, que sin percatarse había desrizado, y la otra colgando, la mirada distraída, sola en medio de su salón, la señora de Bargeton se sentía por primera vez en su vida transportada a la esfera que le era propia. Juzgad pues lo desagradablemente que fue interrumpida por Amélie, encargada de expresarle la opinión popular.
—Naïs, hemos venido a escuchar las poesías del señor Chardon, y usted nos presenta versos impresos. A pesar de que esos trozos son muy bonitos, por patriotismo, todas estas señoras preferirían vino de la propia cosecha.
—¿No encuentra que la lengua francesa se presta muy poco a la poesía? —dijo Astolphe al director de impuestos—. Encuentro que la prosa de Cicerón es mil veces más poética.
—La verdadera poesía francesa es la poesía ligera, la canción —le replicó du Châtelet.
—La canción prueba que nuestro idioma es muy musical —dijo Adrien.
—Me gustaría conocer los versos que han causado la perdición de Naïs —dijo Zéphirine—; pero después de la manera como ha acogido a Amélie, no creo que esté dispuesta a darnos ni siquiera una ligera muestra.
—Tiene el deber consigo misma de hacerlos recitar —respondió Francis—, ya que el genio de este pobre muchacho es su justificación.
—Usted que ha estado en la diplomacia, obténgalo para nosotros —rogó Amélie al señor du Châtelet.
—Nada más sencillo —dijo el barón.
El antiguo secretario de órdenes, acostumbrado a estos pequeños manejos, fue al encuentro del obispo y pudo convencerle. A ruegos de Monseñor, Naïs se vio obligada de pedir a Lucien algún trozo que supiese de memoria. El rápido éxito del barón en esta negociación le valió una lánguida sonrisa de Amélie.
—Indudablemente, este barón es muy agudo —le dijo a Lolotte.
Lolotte se acordaba de la indicación agridulce de Amélie sobre las mujeres que hacían ellas mismas sus vestidos.
—¿Desde cuándo muestra su agradecimiento a los barones del Imperio? —le respondió sonriendo.
Lucien había tratado de deificar a su amante en una oda que le había dedicado bajo un título inventado por todos los jóvenes al salir del colegio. Esta oda, pulida tan complacientemente, embellecida con todo el amor que sentía en su corazón, le pareció la única obra capaz de competir con la poesía de Chénier. Lanzó una mirada un tanto fatua en dirección a la señora de Bargeton, diciendo «¡a ella!». Luego, se colocó orgullosamente para desarrollar esta pieza ambiciosa, ya que su amor propio de autor se sentía a sus anchas tras las faldas de la señora de Bargeton. En aquel instante Naïs dejó escapar su secreto a ojos de las mujeres. A pesar de la costumbre que tenía de dominar a este mundo con toda la altura de su inteligencia, no pudo dejar de temblar por Lucien. Su continente se intimidó, sus miradas pidieron en cierta manera indulgencia; luego, se vio obligada de permanecer con la mirada baja, disimulando su contento a medida que se iban desplegando las siguientes estrofas.
A ella
Del seno de estos torrentes de gloria e iluminación,
donde con sistros de oro los ángeles, recogidos
a los pies de Jehová, repiten la oración
de nuestros astros dolidos,
a veces un querubín de cabello dorado,
disimulando el resplandor divino sobre su frente detenido
deja en el atrio del cielo su plumaje bruñido
y desciende a nuestro lado.
De Dios ha comprendido la bienhechora mirada,
del genio apurado adormece la tortura,
al viejo arrulla joven muchacha adorada
con las flores de la ternura.
inscribe el tardío arrepentimiento del malvado,
a la madre inquieta dice en sueños: ten paciencia,
y cuenta los suspiros, con el corazón de alegría rebosado,
que se dan en la indigencia.
De estos bellos mensajeros, sólo de uno sabemos la llegada
que la tierra amorosa detiene en su carrera eterna,
pero llora, y recorre con triste y dulce mirada
la bóveda paterna.
No es la resplandeciente blancura de su frente
la que el secreto de su noble origen determina,
ni el brillo de sus ojos, ni la fecundidad ardiente
de su virtud divina,
pero por tanto resplandor mi amor deslumbrado
ha tratado de unirse a su santa natura,
y del terrible arcángel ha chocado
con la impenetrable armadura.
¡Ah!, evitad, evitad el dejarle ver
el brillante serafín que hacia el cielo torna a volar,
demasiado pronto sabría el mágico hablar
que se canta al atardecer.
Veríais, entonces, por la noche sus estelas,
como un punto de la aurora, atravesar las velas
con vuelo fraterno,
y el marino que un augurio espera vigilante
de sus plantas mostraría el paso llameante
como un faro eterno.
—¿Comprende este juego de palabras? —preguntó Ameche al señor du Châtelet, dirigiéndole una mirada llena de coquetería.
—Son versos como los que más o menos hemos hecho todos al salir del colegio —respondió el barón, con aire aburrido, para seguir en su papel de juez a quien nada sorprende—. En otros tiempos íbamos a caer en las brumas oceánicas. Eran Malvina, los Fingal, apariciones nebulosas y guerreros que salían de sus tumbas con estrellas sobre sus cabezas. Hoy en día todo ese ropaje poético ha sido reemplazado por Jehová, los sistros, los ángeles, las plumas de los serafines y por todo el guardarropía del paraíso, remozado con las palabras inmenso, infinito, soledad e inteligencia. Son lagos, palabras de Dios, una especie de panteísmo cristianizado, enriquecido con rimas raras y buscadas con mucho trabajo, como esmeralda y gualda, gladiolo y vitriolo, etc. En una palabra, hemos variado de latitud; en lugar de encontrarnos al norte, estamos en oriente, pero las tinieblas continúan siendo espesas.