Las ilusiones perdidas (24 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

Durante su primer paseo vagabundo a través de los bulevares y la calle de la Paix, Lucien, como todos los recién llegados, se preocupó mucho más por las cosas que por las personas. En París, la masa acapara en un principio la atención: el lujo de las tiendas, la altura de las casas, la afluencia de tráfico y los contrastes entre el lujo exagerado y una exagerada miseria es lo que llama la atención antes que nada. Sorprendido con esta muchedumbre a la que se sentía extraño, este hombre imaginativo experimentó una especie de disminución de sí mismo.

Las personas que en provincias disfrutan de cualquier consideración y que a cada paso encuentran una prueba de su importancia, no se acostumbran en absoluto a esta súbita y total pérdida de su valor. Ser algo en su región y no ser nada en París, son dos estados que piden una cierta transición; y los que pasan demasiado bruscamente del uno al otro, caen en una especie de aniquilamiento. Para un joven poeta que encontraba un eco a todos sus sentimientos, un confidente para todas sus ideas, un alma para compartir sus menores sensaciones, París iba a ser un horrible desierto.

Lucien no había ido a buscar su bonito traje azul, de forma que se sintió molesto por la mezquindad, por no decir la ruina, de su vestimenta, al aparecer por la casa de la señora de Bargeton a la hora en que debía de encontrarse de vuelta; encontró allí al barón du Châtelet, que llevó a ambos a cenar al Rocher de Cancale. Lucien, aturdido por la rapidez del movimiento de París, nada podía decir a Louise; iban los tres en el coche; sin embargo, le apretó la mano, y ella respondió amigablemente a todos los pensamientos que él expresaba de aquella manera. Después de la cena, Châtelet llevó a sus dos invitados al Vaudeville. Lucien experimentó una especie de secreto descontento ante el aspecto de Du Châtelet y maldecía la casualidad que le había traído a París. El director de contribuciones atribuyó la causa de su viaje a su ambición: esperaba ser nombrado secretario general de una administración y entrar en el Consejo de Estado como
maître des requêtes
; venía a pedir cuentas de las promesas que se le habían hecho, ya que un hombre como él no podía quedarse en director de contribuciones; prefería no ser nada, ser diputado o entrar en la Diplomacia. Se engrandecía; Lucien reconocía vagamente en aquel antiguo guapo la superioridad del hombre de mundo en lo que respecta a la vida parisiense; se sentía sobre todo avergonzado de tener que deberle sus diversiones. Allí donde el poeta se encontraba inquieto o molesto, el antiguo secretario de órdenes se encontraba como pez en el agua. Du Châtelet sonreía ante las vacilaciones, extrañezas, preguntas y pequeños deslices que la falta de costumbre arrancaba a su rival, al igual que los viejos lobos de mar se burlan de los neófitos que no tienen el andar marinero.

El placer que experimentó Lucien al contemplar por vez primera el espectáculo de París, compensó la preocupación que le proporcionaban sus confusiones. Aquella velada fue digna de señalar por la secreta repudiación de una gran cantidad de sus ideas sobre la vida en provincias. El círculo se agrandaba, la sociedad adquiría otras proporciones. La vecindad de tantas bellas parisienses, tan elegantes y frescamente ataviadas, le hizo darse cuenta de la vetustez del tocado de la señora de Bargeton, a pesar de que no dejaba de tener una nota de ambición: ni la tela, ni el color ni la hechura estaban de moda. El peinado, que en Angulema tanto le seducía, aquí le pareció de un gusto horroroso al compararlo a las delicadas invenciones con las que cada mujer destacaba.

«¿Va a seguir de esta forma?», se dijo, sin saber que había empleado todo el día en efectuar una transformación.

En provincias no hay ni dónde escoger, ni comparación que hacer: la rutina de ver las fisonomías les da una belleza convencional. Trasladada a París, una mujer que en provincias pasa por ser guapa no llama la menor atención, ya que no es bella más que en virtud del refrán: En el reino de los ciegos, el tuerto es rey.

Los ojos de Lucien hacían la comparación que la víspera había hecho la señora de Bargeton entre él y Châtelet. Por su parte, la señora de Bargeton se entregaba a extrañas reflexiones sobre su amante. A pesar de su sorprendente belleza, el pobre poeta no tenía prestancia. Su levita, cuyas mangas eran demasiado cortas, sus guantes provincianos de baja calidad, su chaleco gastado le hacían prodigiosamente ridículo junto a los jóvenes del palco: la señora de Bargeton le encontraba un aire lastimoso. Châtelet, ocupándose de ella sin pretensión, velando por ella con un cuidado que revelaba una profunda pasión; Châtelet, elegante y desenvuelto como un actor que se encuentra de nuevo sobre la escena de su teatro, ganaba en dos días todo el terreno que había perdido en seis meses. Aunque lo vulgar no admite que los sentimientos varíen bruscamente, también es cierto que dos amantes se separan a menudo más de prisa que lo que tardan en unirse. En la señora de Bargeton y en Lucien se iba incubando un desencanto sobre ellos mismos cuya causa era París. Allí la vida adquiría a los ojos del poeta grandes proporciones, del mismo modo que la sociedad adquiría una nueva faz ante los ojos de Louise. A uno y a otro no les faltaba más que un pequeño incidente para cortar los lazos que les unían. Este hachazo, terrible para Lucien, no se hizo esperar mucho tiempo. La señora de Bargeton dejó al poeta en su hotel y retornó a su casa acompañada por du Châtelet, lo que disgustó enormemente al pobre enamorado.

«¿Qué van a decir de mí?», pensaba, mientras subía a su triste habitación.

—Ese pobre muchacho es singularmente aburrido —dijo Du Châtelet, sonriendo, en cuanto se cerró la portezuela.

—Esto es lo que sucede con todos aquellos que llevan un mundo de pensamientos en el corazón y en el cerebro. Los hombres que tienen tantas cosas que expresar en bellas obras por tanto tiempo soñadas, profesan un cierto desprecio por la conversación, comercio en el que el espíritu se rebaja mercantilizándose —dijo la orgullosa Nègrepelisse, que tuvo aún el valor de defender a Lucien, más que por Lucien, por ella misma.

—Estoy de acuerdo con usted en eso —replicó el barón—, pero vivimos con las personas y no con los libros. Mire, querida Naïs, ya lo veo, no hay nada entre él y usted, y eso me tranquiliza. Si decide introducir en su vida un interés del que hasta el presente ha carecido, se lo suplico, que no sea por este pretendido hombre de genio. ¡Si se equivocara! ¿Si dentro de unos días, al compararlo con los verdaderos talentos, con los hombres seriamente dignos de mención que va a conocer, reconociera, querida y bella sirena, haber albergado en su seno y conducido a puerto seguro, en lugar de un hombre armado de una lira, a un pequeño mono, sin educación, sin elegancia, tonto e interesado, que puede tener cierto ingenio en el Houmeau, pero que en París se convierte en un muchacho completamente ordinario? Después de todo, aquí se publican cada semana volúmenes de versos, el peor de los cuales vale más que toda la poesía del señor Chardon. Por caridad, ¡espere y compare! Mañana viernes hay ópera —dijo, viendo que el carruaje entraba en la calle Neuve-du-Luxembourg—, la señora de Espard dispone del palco de los Primeros Gentilhombres de Cámara, y sin duda la llevará. Para verla en todo su esplendor, estaré en el palco de la señora de Sérizy. Dan
Las Danaides
.

—Adiós —dijo ella.

A la mañana siguiente, la señora de Bargeton trató de elaborarse un tocado mañanero conveniente para ir a ver a su prima, la señora de Espard. Hacía un poco de fresquillo y no encontró nada mejor entre sus antiguallas de Angulema que cierto vestido de terciopelo verde, adornado con bastante extravagancia. Por su parte, Lucien sintió la necesidad de ir a buscar su famoso traje azul, ya que sentía verdadero horror por su mezquina levita y quería presentarse siempre bien vestido, pensando que podría encontrarse con la marquesa de Espard o tener que ir de improviso a su casa. Subió a un coche de punto, a fin de retirar rápidamente su paquete. En dos horas de tiempo, gastó tres o cuatro francos, lo que le hizo pensar mucho sobre las proporciones financieras de la vida parisiense. Después de haber llegado al superlativo de su acicalamiento, se dirigió a la calle Neuve-du-Luxembourg, y a la puerta se encontró con Gentil en compañía de un lacayo magníficamente emplumado.

—Iba a su casa, señor; la señora me envía con esta carta para usted —dijo Gentil, que no conocía las fórmulas del respeto parisiense, acostumbrado a la campechanía del trato provinciano.

El lacayo tomó al poeta por un criado. Lucien deslacró el mensaje, por el que se enteró de que la señora de Bargeton pasaba el día en la casa de la marquesa de Espard e iba a la ópera por la noche; pero decía a Lucien que acudiese allí, ya que su prima le permitía darle un sitio en su palco para el joven poeta, a quien la marquesa se sentía encantada dé poderle proporcionar aquel placer.

—Entonces ¡ella me ama!, mis temores son infundados —se dijo Lucien—; me presenta a su prima el primer día.

Saltó de alegría y quiso pasar alegremente el tiempo que le separaba de esta feliz velada. Se dirigió hacia las Tullerías, soñando pasear por ellas hasta la hora en que iría a comer a Véry. He aquí a Lucien, que feliz y saltarín, con el corazón lleno de dicha, desemboca en la terraza de los Feuillants y la recorre examinando a los paseantes, a las bellas mujeres con sus adoradores, a los elegantes, de dos en dos y del bracete, saludándose los unos a los otros con una ojeada al pasar. ¡Qué diferencia de esta terraza a Beaulieu! Los pájaros de este magnífico lugar eran muchos más bonitos que los de Angulema. Era todo el lujo de colores que brilla en las familias ornitológicas de las Indias o de América comparado con los colores grises de los pájaros de Europa.

Lucien pasó tres horas crueles en la Tullerías; se sobrepuso violentamente y se juzgó. En primer lugar, ninguno de aquellos jóvenes elegantes llevaba chaqueta. Si veía a alguien con chaqueta era un viejo que ya no seguía la moda, algún pobre diablo, un terrateniente rústico o algún hortera. Después de haberse dado cuenta de que existía una ropa de mañana y una ropa para la tarde, él poeta, dé vivas emociones, de mirada penetrante, reconoció la fealdad de su vestimenta, los defectos que hacían a su chaqueta ridícula, cuya hechura estaba pasada de moda, el azul descolorido, la esclavina deformada y los faldones delanteros, usados durante mucho tiempo, colgaban el uno hacia el otro; los botones se habían enmohecido y los pliegues dibujaban fatales líneas blancas. Luego, su chaleco era demasiado corto y la hechura tan grotescamente provinciana, que para esconderlo abotonó bruscamente su chaqueta. Finalmente, sólo veía pantalón de nankín en las gentes de baja estofa. Las gentes elegantes llevaban deliciosos tejidos de fantasía o el blanco siempre irreprochable. De otra parte, todos los pantalones llevaban trabillas y el suyo se adaptaba muy mal al tacón de sus botas, para las que el bajo de sus pantalones, bastante retorcido, manifestaba una violenta antipatía. Tenía una corbata blanca con las puntas bordadas por su hermana, que, después de haber visto algunas parecidas al señor de Hautoy y al señor de Chandour, se había apresurado a hacer variar a su hermano. No solamente nadie, exceptuando las personas de edad, algún viejo banquero o algunos severos administradores, llevaba corbata, sino que, además, el pobre Lucien vio pasar por el otro lado de la verja, por la acera de la calle de Rivoli, a un dependiente de ultramarinos con una banasta en la cabeza y en el que el hombre de Angulema sorprendió dos extremos de corbata bordados por alguna modistilla adorada.

Ante este aspecto, Lucien recibió un golpe en el pecho, en este órgano mal definido en el que se refugia nuestra sensibilidad y al que, desde que existen sentimientos, los hombres llevan la mano tanto en la excesiva alegría como en el dolor profundo. ¿Tildáis esta narración de pueril? Ciertamente, para los ricos que no han conocido nunca esta clase de sufrimientos, se encuentra aquí un tanto de mezquino e increíble pero las angustias de los desgraciados no merecen menos atención que las crisis que revolucionan la vida de los poderosos y privilegiados de la tierra. Y además, ¿acaso no hay tanto dolor en unos como en otros? El sufrimiento lo aumenta todo. En fin, cambiad los términos: en vez de un traje más o menos bonito, poned una condecoración, una distinción, un título. Estas pequeñas cosas, en apariencia, ¿no han solido atormentar a existencias brillantes? La cuestión del vestido es de gran importancia en los que quieren aparentar lo que no son, ya que es el mejor medio de llegar a serlo más adelante. Lucien sintió un sudor frío al pensar que por la noche se tendría que presentar vestido de aquella forma ante la marquesa de Espard, pariente de un primer gentilhombre del Rey, ante una mujer a cuya casa iba gente ilustre y personalidades escogidas.

«Tengo aire de hijo de boticario, de un verdadero mancebo de botica», se dijo a sí mismo, con rabia, al ver pasar a los presumidos, los elegantes, los graciosos jóvenes de las familias del
faubourg
Saint-Germain, quienes todos tenían una manera particular que les hacía parecidos por la finura de su aspecto, la elegancia del porte y el aire del rostro, y, a la vez, todos diferentes por el atuendo que habían elegido para destacar de los demás.

Todos hacían resaltar sus ventajas mediante una especie de escenografía que los jóvenes de París conocen tan bien como las mujeres. Lucien había conservado de su madre las preciosas distinciones físicas cuyos privilegios saltaban a la vista, pero este oro se hallaba en estado bruto y sin trabajar. Su pelo estaba mal cortado. En lugar de mantener la cabeza alta mediante una ballena flexible, se sentía sepultado en un feo cuello de camisa, y su corbata, al no ofrecer resistencia, dejaba que su cabeza colgara tristemente. ¿Qué mujer hubiese descubierto sus bellos pies dentro de las horribles botas que se había traído de Angulema? ¿Qué joven hubiese envidiado su esbelto talle, disimulado por el saco azul que hasta entonces él había creído que era una chaqueta? Veía bellos botones en camisas resplandecientes de blancura; la suya estaba rojiza. Todos aquellos elegantes gentilhombres iban maravillosamente enguantados, mientras que él llevaba guantes de gendarme. Éste jugueteaba con un bastón deliciosamente montado. Aquél llevaba una camisa cuyos puños iban sujetos por graciosos botoncitos de oro. Al hablar a una mujer, uno retorcía una bonita fusta, y los abundantes pliegues de su pantalón salpicado de pequeñas manchas, sus sonoras espuelas y su pequeña levita estrecha indicaban que iba a montar uno de los dos caballos que sujetaba por la brida. Había otro que sacaba de un bolsillo de su chaleco un reloj, plano como una moneda de diez francos, y miraba la hora como hombre que se adelantaba o faltaba a una cita.

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