—La señorita Coralie ha dejado la casa y se ha instalado en la dirección que está escrita en este papel.
Lucien, demasiado borracho como para extrañarse de nada, subió de nuevo al coche que le había traído y se hizo conducir a la calle de la Lune, naciendo mentalmente chistes sobre el nombre de la calle. Aquella mañana había estallado la quiebra del Panorama Dramático. La actriz, asustada, se había apresurado a vender todo su mobiliario, con el consentimiento de sus acreedores, al pequeño Cardot, quien, por no cambiar el destino de este piso, había colocado en él a Florentine. Coralie lo había pagado todo y todo lo había liquidado, y satisfecho al propietario. Durante el tiempo que requirió esta operación, que ella llamó una colada, Bérénice adornaba con muebles comprados de ocasión un pequeño piso de tres habitaciones en la cuarta planta de una casa de la calle de la Lune, cerca del Gimnasio. Coralie esperaba allí a Lucien, habiendo salvado de este naufragio su amor sin mancilla y una bolsa con mil doscientos francos. Lucien, en su embriaguez, contó sus desdichas a Coralie y a Bérénice.
—Has hecho muy bien, ángel mío —le dijo la actriz, estrechándole en sus brazos—. Bérénice sabrá negociar muy bien tus letras con Braulard.
A la mañana siguiente, Lucien se despertó en medio de los encantadores goces que le prodigaba Coralie. La actriz redobló su amor y su ternura, como para compensar con los más preciados tesoros del corazón la indigencia de su nuevo hogar. Estaba hermosísima, con su cabellos que escapaban debajo de un pañuelo anudado, blanca y fresca, con los ojos rientes, la palabra alegre como el rayo de sol naciente que entra por las ventanas para dorar esta encantadora miseria. La habitación, aún decente, estaba cubierta por un papel verde agua con bordes rojos, adornada con dos espejos, uno en la chimenea y otro sobre la cómoda. Una alfombra de ocasión, comprada por Bérénice con sus ahorros, a pesar de las órdenes de Coralie, disimulaba el rectángulo desnudo y frío del piso. Las ropas de los dos amantes estaba colocadas en un armario de luna y en la cómoda. Los muebles de roble estaban adornados con tela de algodón azul. Bérénice había salvado del desastre un reloj y dos jarrones de porcelana, cuatro cubiertos de plata y seis cucharillas. El comedor, contiguo al dormitorio, parecía el de la casa de un empleado de mil doscientos francos. La cocina estaba colocada frente al pasillo. Encima, Bérénice dormía en una buhardilla. El alquiler no pasaba de cien escudos. Esta horrible casa tenía una falsa puerta cochera. El portero se alojaba detrás de una de las hojas de la puerta condenada, provista de un ventanuco por el que vigilaba a diecisiete inquilinos. Esta colmena se llama una casa de alquiler de estilo notario.
Lucien vio un escritorio, un sillón, tinta, pluma y papel. La alegría de Bérénice, que contaba con el debut de Coralie en el Gimnasio; la de la actriz, que estudiaba su papel en un cuaderno de papel, adornado con una cinta azul, disiparon las inquietudes y tristeza del poeta, devuelto a la normalidad.
—Mientras en el gran mundo no se sepa nada de este resbalón, ya saldremos adelante —dijo él—. Después de todo, tenemos ante nosotros cuatro mil quinientos francos. Voy a explotar mi nueva posición en los periódicos realistas. Mañana inauguramos
El Despertar
. Ahora ya entiendo de periodismo, y ¡haré cosas!
Coralie, que sólo vio amor en estas palabras, besó los labios que las habían pronunciado. En aquel momento, Bérénice había colocado la mesa junto al fuego y acababa de servir un modesto desayuno compuesto de huevos cocidos, dos chuletas y café con leche. Llamaron. Tres amigos sinceros, D'Arthez, Léon Giraud y Michel Chrestien aparecieron ante los sorprendidos ojos de Lucien, quien les ofreció compartir con ellos su desayuno.
—No —dijo D'Arthez—. Venimos para negocios mucho más serios que simples consuelos, ya que lo sabemos todo; venimos de la calle Vendôme. Lucien, ya conoces mis opiniones. En cualquier otra circunstancia me alegraría de verte adoptar mis convicciones políticas, pero en la situación en que te encuentras, escribiendo en los diarios liberales, no puedes pasar a las filas de los ultras sin manchar para siempre tu carácter y mancillar tu existencia. Venimos a conjurarte en nombre de nuestra amistad, por muy debilitada que se encuentre, a que no te rebajes de esa forma. Has atacado a los románticos, a las derechas y al Gobierno; por consiguiente, no puedes ahora defender al Gobierno, a las derechas y a los románticos.
—Las razones que me hacen obrar así provienen de un superior orden de ideas, el fin lo justificará todo —dijo Lucien.
—Tal vez no te das cuenta de la situación en la que nos encontramos —le dijo Léon Giraud—. El Gobierno, la Corte, el partido absolutista, o, si quieres comprenderlo todo en una expresión general, el sistema opuesto al sistema constitucional, y que se divide en varias fracciones, todas divergentes, en cuanto se trata de los medios que se han de adoptar para aplastar a la Revolución, están al menos de acuerdo en la necesidad de suprimir la prensa. La fundación de
El Despertar
,
El Rayo
y
La Bandera blanca
, todos periódicos destinados a responder a las injurias y a los gruñidos de la prensa liberal, y que en esto no lo apruebo, ya que este desconocimiento de la grandeza de nuestro sacerdocio es precisamente lo que nos ha llevado a publicar un periódico digno y grave, cuya influencia sea en poco tiempo respetable y de peso, digna e influyente —dijo, haciendo un paréntesis—; pues bien, esta artillería realista y ministerial es un primer ensayo de represalias emprendido para devolver a los liberales punto por punto, herida por herida. ¿Qué crees que sucederá, Lucien? Los suscriptores son en su mayoría de izquierdas. En la Prensa como en la guerra, la victoria será siempre de los grandes batallones. Vosotros seréis los infames, los embusteros, los enemigos del pueblo; los otros serán los defensores de la patria, personas honorables, mártires, aunque tal vez más pérfidos e hipócritas que vosotros mismos. Este medio aumentará la influencia perniciosa de la prensa, legitimando y consagrando sus empresas más odiosas. La injuria y el personalismo se convertirán en unos de esos derechos públicos, adoptados en provecho de los suscriptores y dado como cosa probada a causa de su recíproca utilización. Cuando el mal se revele en toda su extensión, las leyes restrictivas y prohibitivas, la censura, instalada a propósito del asesinato del duque de Berry y levantada a raíz de la apertura de las Cámaras, volverá. ¿Sabes las conclusiones que el pueblo francés sacará de este debate? Admitirá las insinuaciones de la prensa liberal, creerá que los Borbones quieren atacar los resultados materiales adquiridos durante la Revolución, se levantará el día menos pensado y echará a los Borbones. No solamente ensucias tu vida, sino que, además, un día te encontrarás en el partido vencido. Eres demasiado joven, demasiado recién llegado en la prensa; conoces demasiado poco los resortes secretos, las rúbricas; has excitado demasiada envidia para resistir el escándalo general que se levantará contra ti en los periódicos liberales. Serás arrastrado por el furor de los partidos que aún se encuentran en el paroxismo de la fiebre; sólo que su fiebre ha pasado de las brutales acciones de 1815 y 1816 a las ideas y a las luchas orales de la Cámara y a los debates de la prensa.
—Amigos míos —dijo Lucien—, no soy el atolondrado poeta que en mí queréis ver. A pesar de todo lo que pueda suceder, habré conseguido una ventaja que nunca me podrá dar el triunfo del partido liberal. Cuando obtengáis la victoria, mi asunto ya estará resuelto.
—Te cortaremos… el pelo —dijo riendo Michel Chrestien.
—Entonces ya tendré hijos —repuso Lucien—, y cortarme la cabeza será como no cortarme nada.
Los tres amigos no entendieron a Lucien, en quien sus relaciones con el gran mundo habían desarrollado en grado sumo el orgullo nobiliario y las vanidades aristocráticas. El poeta veía, y con razón, una inmensa fortuna en su belleza y en su ingenio, apoyados por el nombre y el título de conde de Rubempré. La señora de Espard, la señora de Bargeton y la señora de Montcornet le tenían sujeto por ese hilo como un niño tiene a un abejorro. Lucien volaba solamente en un determinado círculo. Las palabras: «¡Es de los nuestros, piensa bien!», pronunciadas tres días antes, en los salones de la señorita Des Touches, le habían embriagado, así como las felicitaciones que había recibido de los duques de Lenoncourt, Navarreins y Grandlieu, de Rastignac, de Blondet, de la bella duquesa de Maufrigneuse, del conde de Esgrignon, de Des Lupeaulx y de las personas más influyentes y sobresalientes del partido realista.
—¡Vámonos!, ya está dicho todo —repuso D'Arthez—. Te será más difícil que a cualquier otro mantenerte puro y conservar tu propia estima. Sufrirás mucho, te conozco, cuando te veas despreciado por aquellos mismos a los que te hayas consagrado.
Los tres amigos se despidieron de Lucien sin darle la mano de forma amistosa. Lucien quedó pensativo y triste durante unos instantes.
—¡Bah! Deja a esos tontos —dijo Coralie, saltando sobre las rodillas de Lucien y rodeándole el cuello con sus frescos y bellos brazos—. Se toman la vida en serio y la vida es una broma. Además, serás conde Lucien de Rubempré. Si es preciso, me timaré con la cancillería. Ya sé por dónde coger a ese libertino de Des Lupeaulx, que hará que tu edicto sea firmado. ¿Acaso no te he dicho que cuando te sea necesario un escalón más para coger tu presa, te servirá de escabel el cadáver de Coralie?
Al día siguiente, Lucien permitió que su nombre figurara entre los de los colaboradores de El Despertar. Este nombre fue anunciado como una conquista en los prospectos distribuidos por orden del ministerio en un tiraje de cien mil ejemplares. Lucien asistió a la comida triunfal que duró nueve horas en Robert, a dos pasos del Frascati, y al que asistieron los corifeos de la prensa realista: Martinville, Auger, Destains, y una multitud de autores aún vivos que en aquellos tiempos hacían monarquía y religión, según una frase ya consagrada.
—¡Se la vamos a dar buena a los liberales! —exclamó Hector Merlin.
—¡Caballeros! —replicó Nathan, que se enroló bajo aquella enseña, juzgando con razón que valía más tener a su lado que contra él a la autoridad en la explotación del teatro con la que soñaba—, si les vamos a hacer la guerra, hagámosla seriamente; no empecemos con fuego de salvas. Ataquemos a todos los escritores clásicos liberales sin distinción de edad ni sexo, pasémosles por el filo de la burla y no les concedamos cuartel.
—Seamos honrados, no nos dejemos ganar por los ejemplares, los regalos, el dinero de los libreros. Realicemos la restauración del periodismo.
—Muy bien —dijo Martinville—.
Justum et tenacem propositi virum
. Seamos implacables e hirientes. De Lafayette haré lo que es: ¡Gilles Primero!
—Yo —dijo Lucien— me encargo de los héroes del
Constitutionnel
, del sargento Mercier, de las obras completas del señor Jouy y de los ilustres oradores de izquierdas.
Una guerra a muerte quedó decidida y votada por unanimidad a la una de la madrugada por los redactores, que ahogaron todos sus matices y todas sus ideas en un ponche flamígero.
—Nos hemos hecho unos buenos calzones monárquicos y religiosos —dijo en el umbral de la puerta uno de los escritores más célebres de la literatura romántica.
Esta frase histórica, revelada por un librero que asistía a la cena, apareció a la mañana siguiente en
El Espejo
; pero su revelación fue atribuida a Lucien. Esta defección fue la señal de un espantoso clamor en los periódicos republicanos. Lucien se convirtió en su bestia negra y fue ridiculizado de la manera más espantosa: se contaron los infortunios de sus sonetos, se hizo saber al público que Dauriat prefería perder mil escudos antes que tener que imprimirlos, se le llamó el poeta sin sonetos.
Una mañana, en aquel mismo periódico en el que Lucien había debutado tan brillantemente, leyó las líneas siguientes, escritas exclusivamente para él, ya que el público no podía comprender la broma:
«Si el librero Dauriat persiste en no querer publicar los sonetos del futuro Petrarca francés, obraremos como enemigos generosos, abriremos nuestras columnas a estos poemas que deben ser picantes a juzgar por éste que nos hace llegar un amigo del autor».
Y bajo este anuncio terrible, el poeta leyó este soneto, que le hizo verter lágrimas amargas.
Una planta sucia y de feo aspecto
surgió un día en un macizo de flores,
y al ver sus tan espléndidos colores,
no se dudó de su origen selecto.
Se la aceptó, y en agradecimiento,
se burló cruelmente de las mejores,
que, azuzadas por todos sus rencores,
hicieron que probase el nacimiento.
Floreció entonces y ni un vulgar bufón
fue silbado nunca como en esta ocasión.
El jardín se burló de este cáliz vulgar.
El amo al pasar lo quebró sin perdón,
y en su tumba sólo un asno rebuznó,
ya que en realidad era un sucio Chardon (cardo).
Vernou habló de la pasión de Lucien por el juego y señaló por adelantado al
Arquero
como una obra antinacional en la que el autor tomaba la defensa de los degolladores católicos contra las víctimas calvinistas. En ocho días aquella querella se envenenó. Lucien contaba con su amigo Lousteau, que le debía mil francos y con el que había tenido pactos secretos; pero Lousteau se convirtió en el enemigo jurado de Lucien. He aquí de qué manera.
Desde hacía tres meses, Nathan amaba a Florine y no sabía de qué forma quitársela a Lousteau, para quien, además, ella era una providencia. En la desgracia y la desesperación en que se encontraba esta actriz al verse sin contrato, Nathan, el colaborador de Lucien, fue a ver a Coralie y le rogó que ofreciera a Florine un papel en una obra suya, asegurando que trataría de encontrar para la actriz sin teatro un contrato condicional en el Gimnasio. Florine, embriagada por la ambición, no dudó, Había tenido tiempo de examinar a Lousteau. Nathan era un ambicioso literario y político, un hombre que tenía tanta energía como necesidades, mientras que en Lousteau los vicios ahogaban la voluntad. La actriz, que quiso reaparecer rodeada de un nuevo esplendor, entregó las cartas del droguero a Nathan y Nathan las hizo comprar por Matifat a cambio de la sexta parte del periódico adquirido por Finot. Florine tuvo entonces un magnífico piso en la calle Hauteville y tomó a Nathan como protector delante de todo el periodismo y del mundillo teatral.