—He aquí, señora, el joven abogado procurador de quien le he hablado y que se encargará de la emancipación de su bella pupila.
El antiguo diplomático examinó a Petit-Claud, quien, por su parte, miraba a hurtadillas a la bella pupila. En cuanto a la sorpresa de Zéphirine, a quien ni Cointet ni Francis le habían dicho una sola palabra, fue tal, que su tenedor se le cayó de las manos.
La señorita de La Haye, especie de picagrega de rostro ceñudo, talle poco esbelto, delgada, cabellos de un rubio pálido, era, a pesar de su pequeño aire aristocrático, sumamente difícil de casar. Aquellas palabras: padre y madre desconocidos, de su acta de nacimiento, le vedaban, en realidad, la esfera en la que le querían situar la amistad de su madrina y Francis. La señorita de La Haye ignoraba su posición y se hacía la difícil: hubiera rechazado al comerciante más rico del Houmeau. La mueca bastante significativa inspirada a la señorita de La Haye por el aspecto del modesto procurador la volvió a encontrar Cointet en los labios de Petit-Claud.
La señora de Sénonches y Francis parecían consultarse para saber de qué forma podrían despedir a Cointet y a su protegido. Cointet, que se dio cuenta de todo, rogó al señor du Hautoy que le concediera un momento de audiencia y pasó al salón con el diplomático.
—Caballero —le dijo con claridad—, la paternidad le ciega. Casará difícilmente a su hija, y en su interés le he colocado en la imposibilidad de echarse atrás, ya que amo a Françoise, yo también, como si fuese mi ahijada. Petit-Claud lo sabe todo… Su enorme ambición le garantiza la dicha de su querida pequeña. En primer lugar, Françoise hará de su marido todo lo que ella quiera, pero usted, ayudado por la prefecta que nos llega, hará de él un procurador del rey. El señor Milaud va a ser nombrado para Nevers, ya de forma segura. Petit-Claud venderá su título y usted obtendrá fácilmente para él el puesto de segundo sustituto; pronto llegará a procurador del rey, luego presidente del tribunal, diputado…
De vuelta en el comedor, Francis estuvo encantador con el pretendiente de su hija. Miró a la señora de Sénonches de modo particular y terminó aquella escena de presentación invitando a Petit-Claud para cenar al día siguiente, en que hablarían de negocios. Luego, acompañó al negociante y al procurador hasta el patio, diciendo a Petit-Claud que, ante la recomendación de Cointet, estaba dispuesto, así como la señora de Sénonches, a confirmar todo lo que el guardián de la fortuna de la señorita de La Haye hubiese dispuesto para la felicidad de aquel pequeño ángel.
—¡Ah, que fea es! —dijo Petit-Claud—. Estoy cogido…
—Tiene aire distinguido —replicó Cointet—; pero si fuera guapa, ¿cree que se la darían?… ¡Ah!, amigo mío, hay más de un pequeño propietario a quien treinta mil francos de renta, la protección de la señora de Sénonches y la de la condesa du Châtelet irían a maravilla; y tanto más cuanto que el señor Francis du Hautoy no se casará nunca y esta muchacha será su heredera… ¡Su matrimonio ya está hecho!…
—¿Y cómo?
—Vea lo que acabo de decirle —continuó el mayor de los Cointet, mientras contaba al procurador su rasgo de audacia—. Querido amigo, el señor Milaud, según se dice, va a ser nombrado procurador del rey en Nevers: usted venderá su bufete y antes de diez años será ministro de Justicia. Es suficientemente audaz como para no retroceder ante ninguno de los servicios que la corte le pida.
—Pues bien, esté mañana a la cuatro y media en la plaza du Murier —repuso el procurador, fanatizado ante las probabilidades de aquel porvenir—. Habré visto al viejo Séchard y llegaremos a efectuar un acta de sociedad en la que el padre y el hijo pertenezcan al Espíritu Santo de los Cointet.
En el momento en que el anciano cura de Marsac subía las cuestas de Angulema, para instruir a Ève del estado en que se encontraba su hermano, David estaba escondido desde hacía once días dos puertas más allá de la que el digno sacerdote acababa de dejar.
Cuando el padre Marron desembocó en la plaza du Murier, se encontró en ella a los tres hombres importantes, cada uno en su estilo, que pesaban con toda su fuerza en el presente y el porvenir del pobre prisionero voluntario: Séchard padre, Cointet el mayor y el raquítico procuradorcillo. ¡Tres hombres, tres concupiscencias!, pero tres concupiscencias tan distintas como los mismos hombres. El uno había ideado traficar con su hijo, el otro con su cliente y Cointet el mayor compraba todas estas infamias, alardeando de no pagar nada. Eran alrededor de las cinco, y la mayor parte de los que volvían a sus casas para cenar se paraban para mirar un momento a estos tres hombres.
«¿Qué demonios tendrán que decirse Séchard y Cointet el mayor?», pensaban los más curiosos.
—Deben tratar, sin duda, sobre ese pobre desgraciado que dejaba a su mujer, a su suegra y a su hijo sin pan —respondían.
—Sí, sí, enviad a vuestros hijos a que aprendan un oficio en París —decía un arraigado provinciano.
—¡Eh!, ¿qué viene a hacer por aquí, señor cura? —exclamó el viñador al distinguir al padre Marron, tan pronto como desembocó en la plaza.
—Vengo para los suyos —repuso el anciano.
—¡Alguna nueva idea de mi hijo!… —dijo Séchard.
—Bien poco le costaría hacer feliz a todo el mundo —dijo el sacerdote, señalando las ventanas, donde, entre las cortinas, la señora Séchard dejaba ver su bello rostro.
En aquellos momentos, Ève intentaba acallar los gritos de su hijo, haciéndole saltar y cantándole una canción.
—¿Me trae noticias de mi hijo, o, lo que sería mejor aún, dinero? —dijo el padre.
—No —dijo el padre Marron—, traigo a la hermana noticias del hermano…
—¿De Lucien?… —exclamó Petit-Claud.
—Sí. El pobre muchacho ha venido desde París a pie. Lo he encontrado en casa de Courtois, muriéndose de fatiga y de miseria —repuso el sacerdote—. ¡Es muy desgraciado!
Petit-Claud saludó al sacerdote y tomó a Cointet el mayor por el brazo, mientras decía en voz alta:
—Cenamos en casa de la señora de Sénonches, ya es hora de que nos cambiemos de ropa… —Ya los pocos pasos le dijo al oído—: Cuando se tiene a la cría, en seguida se tiene a la madre. Ya tenemos a David…
—Yo le he casado, cáseme usted ahora —dijo Cointet el mayor, con una falsa sonrisa.
—Lucien es mi compañero de colegio, éramos amigos… De aquí a una semana sabré algo de él. Haga de manera que se publiquen las amonestaciones, y yo le respondo de que meto a David en la cárcel. Mi misión termina con su prisión.
—¡Ah! —exclamó suavemente el mayor de los Cointet—. El gran negocio será inscribir la patente a nuestro nombre.
Al oír esta frase, el procurador se estremeció. En aquel instante Ève veía entrar a su suegro acompañado del padre Marron, quien con una palabra acababa de poner en claro el drama judicial.
—Vea, señora Séchard —dijo el viejo oso a su nuera—, aquí está nuestro cura, quien sin duda viene a contarle bonitas cosas de su hermano.
—¡Oh! —exclamó la pobre Ève, herida en el corazón—. ¿Qué es lo que le ha podido suceder ahora?
Esta exclamación anunciaba tantos dolores pasados, tantas aprensiones y tantas inquietudes, que el padre Marron se apresuró a decir:
—Esté tranquila, señora, ¡está vivo!
—¿Tendrá la bondad, padre —dijo Ève al viejo viñador—, de ir a buscar a mi madre? Ella oirá lo que el señor cura nos tenga que decir de Lucien.
El viejo se fue a buscar a la señora Chardon, a la que dijo:
—Tendrán mucho que hablar con el padre Marron, que es buena persona, aunque cura. Seguramente la comida se retrasará, así que vuelvo dentro de una hora.
Y el anciano, insensible a todo lo que no sonaba o relucía como el oro, dejó a la pobre mujer sin ver el efecto del golpe que le acababa de asestar. La desgracia que se cernía sobre sus dos hijos, el fracaso de las esperanzas puestas sobre Lucien, el cambio tan imprevisto de un carácter que durante tanto tiempo se creyó enérgico y probo, en una palabra, todos los acontecimientos que venían sucediendo desde hacía dieciocho meses, había vuelto desconocida a la señora Chardon. No sólo era noble de estirpe, sino con un gran corazón, y adoraba a sus hijos.
Por tanto, en aquellos últimos meses había sufrido más que durante toda su viudez. Lucien había tenido la ocasión de ser Rubempré por edicto del rey, de recomenzar esta familia, de revivir el título y los blasones, ¡de llegar a ser grande! ¡Y había caído en el fango! Ya que, más severa con él que la hermana, lo había dado por perdido el día en que se enteró del asunto de las letras.
Las madres quieren equivocarse algunas veces, pero siempre conocen bien a los hijos que han criado y que no han abandonado, y en las discusiones entre David y su mujer sobre la suerte de Lucien en París, la señora Chardon, a pesar de que aparentemente parecía participar de las ilusiones de Ève acerca de su hermano, temblaba porque David no tuviera razón, ya que le oía hablar como sentía hablar a su conciencia de madre. Conocía de sobras la delicadeza de sensibilidad de su hija como para poderle hablar expresándole sus dolores, y se veía, por tanto, forzada a devorarlos, en ese silencio del que sólo son capaces las madres que saben querer a sus hijos.
Ève, por su lado, seguía con terror los estragos que causaban los disgustos en su madre y le veía pasar de la vejez a la decrepjtud, siempre empeorando. La madre y la hija se comunicaban una a otra esas nobles mentiras que nunca engañan. En la vida de esta madre, la frase del feroz viñador fue la gota de agua que hacía rebosar la copa de las aflicciones de la señora Chardon, y se sintió herida de muerte.
Por eso cuando Ève dijo al sacerdote: «Le presento a mi madre», y éste vio aquel rostro macerado como el de una vieja religiosa, encuadrado por cabellos completamente blancos, pero embellecido por el aire tranquilo y suave de las mujeres piadosamente resignadas que caminan, como suele decirse, a la voluntad de Dios, se dio cuenta de lo que era la vida de aquellas dos criaturas. El sacerdote ya no tuvo ninguna compasión por el verdugo, por Lucien; tembló al adivinar todos los suplicios que aquellas víctimas padecían.
—Madre —dijo Ève, secándose las lágrimas—, nuestro pobre hermano está muy cerca de nosotros, se encuentra en Marsac.
—¿Y por qué no aquí? —preguntó la señora Chardon.
El padre Marron contó todo lo que Lucien le había dicho acerca de las miserias de su viaje y las desgracias de sus últimos días en París. Describió las angustias que habían agitado el alma del poeta cuando se enteró de los efectos que habían causado en el seno de su familia sus imprudencias y cuáles eran sus aprensiones ante la acogida que le podía esperar en Angulema.
—Entonces, ¿ha llegado a dudar de nosotros? —dijo la señora Chardon.
—El desgraciado ha venido hasta ustedes a pie, padeciendo las privaciones más horribles, y vuelve dispuesto a entrar en los caminos más humildes de la vida… para reparar sus faltas.
—Señor —dijo la hermana—, a pesar del daño que nos ha hecho, quiero a mi hermano como se quiere al cuerpo de un ser que ya no existe; y quererlo de esta manera es quererlo aún más que lo que muchas hermanas quieren a sus hermanos. Nos ha dejado en la más absoluta pobreza, pero que venga, compartirá el menguado trozo de pan que nos queda; en una palabra, lo que nos ha dejado. ¡Ah! Si no nos hubiese abandonado no hubiéramos perdido nuestros tesoros más preciados.
—Y es la mujer que nos lo quitó la que lo ha traído en su coche —exclamó la señora Chardon—. Marchó en la calesa de la señora Bargeton, a su lado, y ahora ha vuelto detrás.
—¿En qué puedo serles útil dada la situación en que se encuentran? —preguntó el honrado clérigo, que buscaba una frase de salida.
—¡Ah! —repuso la señora Chardon—. La herida de dinero no es mortal, según dicen, pero esas heridas sólo pueden tener como médico al enfermo.
—Si tuviera la suficiente influencia como para convencer a mi suegro para que ayudara a su hijo, salvaría a toda una familia —dijo la señora Séchard.
—No cree en usted y me ha parecido muy exasperado contra su marido —dijo el anciano, a quien las perífrasis del viñador le habían hecho considerar los negocios de Séchard como un avispero en el que no había que poner los pies.
Terminada su misión, el sacerdote se fue a comer a casa de su sobrino Postel, quien disipó la poca buena voluntad de su tío dando, como todo Angulema, razón al padre contra el hijo.
—Con los pródigos existen recursos —dijo el pequeño Postel, terminando—; pero con los que hacen experimentos uno se arruinaría.
La curiosidad del cura de Marsac había quedado satisfecha, lo que en todas las provincias de Francia es el fin principal del excesivo interés que se testimonia. Por la noche, puso al corriente al poeta de todo lo que pasaba en casa de los Séchard, pintándole su viaje como una misión dictada por la más pura y desinteresada caridad.
—Ha endeudado usted a su hermana y a su cuñado en unos diez mil o doce mil francos —dijo, para terminar—, y nadie, mi querido señor, dispone de esa bagatela para prestar al vecino. En esta región no somos ricos. Yo creía que se trataba de mucho menos cuando usted me habló de sus letras.
Después de haber agradecido al anciano sus bondades, el poeta le dijo:
—La palabra de perdón que me trae es para mí el verdadero tesoro.
A la mañana siguiente, Lucien salió muy de mañana de Marsac en dirección a Angulema, adonde llegó hacia las nueve, con un bastón en la mano, vestido con una levita bastante deteriorada por el viaje y un pantalón negro con manchas blancas. Sus usadas botas decían bien claramente que pertenecían a la infortunada raza de los peatones. Por lo tanto, no se disimulaba el efecto que debía de producir en sus compatriotas el contraste entre su vuelta y su marcha. Pero con el corazón todavía bajo el peso de los remordimientos que le atenazaban por la narración del anciano sacerdote, aceptaba por el momento aquel castigo, decidido a afrontar las miradas de sus conocidos. Se decía para sí: «Soy heroico!».
Todas esas naturalezas de poeta comienza por engañarse a sí mismas. A medida que caminaba por el Houmeau, su alma luchaba entre la vergüenza de aquella vuelta y la poesía de sus recuerdos. Su corazón latió con más fuerza al pasar ante la puerta de Postel, donde, por suerte para él, Léonie Marron se encontraba sola en la tienda con su hijo. Vio con placer (hasta tal punto conservaba fuerte su vanidad) el nombre de su padre borrado. A raíz de su matrimonio, Postel había hecho pintar su tienda y puesto debajo, como en París: «Farmacia». Al subir la cuesta de la puerta Palet, Lucien experimentó la influencia del aire natal, no sintió ya el peso de sus infortunios y se dijo con delicia: «¡Voy a verlos de nuevo!».