A su salida, David y Kolb oyeron los silbidos y condujeron a los espías hasta la parte baja de la puerta Palet, en donde vivía el de los caballos. Una vez allí, Kolb tomó a su amo en la grupa, recomendándole que se agarrara fuertemente a él.
—
Sil
par,
silpar
, mis
pítenos
amicos
. Me río de
fosotros
—exclamó Kolb—. Aro
lojraréis
adrabar
a
unjiejo
jinete.
Y el viejo jinete se lanzó hacia el campo con una rapidez que debía poner, como puso, a los espías en la imposibilidad de seguirlos ni saber a dónele se dirigían.
Ève fue a casa de Postel con el ingenioso pretexto de consultarle. Después de haber aguantado los insultos de esa piedad que sólo prodiga palabras, Ève abandonó al matrimonio Postel y pudo llegar sin ser vista hasta la casa de Basine, quien para más discreción hizo entrar a Ève en su habitación y abrió la puerta de un despacho contiguo por donde entraba la luz a través de una claraboya por la que nadie podía ver el interior. Las dos amigas desatascaron una pequeña chimenea cuyo tubo subía junto con el de la chimenea del taller en donde ponían a calentar sus planchas. Ève y Basine extendieron unas mantas viejas sobre el suelo para amortiguar el ruido que David pudiera hacer inadvertidamente; le colocaron un catre para dormir, un hornillo para sus experimentos, una mesa y una silla para sentarse y para escribir. Basine se comprometió a darle de comer por las noches, y, como nadie entraba en su habitación, David podía desafiar a todos sus enemigos, incluso a la policía.
—Finalmente —dijo Ève, abrazando a su amiga— se encuentra a salvo.
Ève volvió a casa de Postel para esclarecer unas dudas que, dijo ella, le obligaron a volver a consultar a un juez del Tribunal de Comercio tan inteligente, y se hizo acompañar por él hasta su casa, escuchando sus condolencias.
—Si se hubiese casado conmigo, ¿se encontraría en esta situación?…
Este sentimiento se encontraba en el fondo de cada frase del pequeño farmacéutico. A la vuelta, Postel se encontró a su mujer celosa de la admirable belleza de la señora Séchard y furiosa por la cortesía de su marido. Léonie fue apaciguada por la opinión que el farmacéutico pretendía tener sobre la superioridad de las mujeres pequeñas y pelirrojas sobre las mujeres morenas que, según él, eran como bellos caballos, siempre en la cuadra. Sin duda debió de dar algunas pruebas de sinceridad, ya que a la mañana siguiente la señora Postel le mimaba.
—Podemos estar tranquilos —dijo Ève a su madre y a Marion, que, según la expresión de Marion, encontró embargadas.
—¡Oh, se han ido! —exclamó Marion cuando Ève miró maquinalmente hacia el dormitorio.
—¿
Atonte
denemos
que
fingirnos
? —preguntó Kolb cuando se encontró a una legua, en la carretera de París.
—A Marsac —repuso David—; ya que me has puesto en este camino, quiero realizar una última tentativa en el corazón de mi padre.
—A mí me
custaría
más lanzarnos al
asaldo
de una
potería
de gañones, porgue con
pucstro
señor
patre
no hay nata que hacer…
El viejo prensista no creía en su hijo; lo juzgaba como juzga el pueblo, según los resultados. En primer lugar, no creía haber despojado a David; además, sin tener en cuenta la diferencia de la época, se decía: «Lo he colocado en una imprenta, como yo mismo me encontré; y él, que sabía mil veces más que yo, no ha sabido salir adelante».
Incapaz de comprender a su hijo, le condenaba, y se daba sobre esta alta inteligencia una especie de superioridad, diciéndose: «Le conservo el pan».
Los moralistas nunca podrán llegar a hacer comprender toda la influencia que los sentimientos ejercen sobre los intereses. Esta influencia es tan poderosa como la de los intereses sobre los sentimientos. Todas las leyes de la naturaleza tienen un doble efecto, en sentido contrario, uno del otro. David, por su parte, comprendía a su padre y tenía la caridad sublime de excusarle. Llegados a Marsac hacia las ocho, Kolb y David sorprendieron al hombre al final de su cena, que se encontraba, por fuerza, muy cerca de su hora de acostarse.
—Te veo por imposición de la justicia —dijo el padre a su hijo con una amarga sonrisa.
—¿
Gomo
quieren
engontrarse
usdet
y mi amo?… El
fiaja
por las
nupes
y
usdet esdá
siempre en las viñas… —exclamó Kolb, indignado.
—Bueno, Kolb; vete y deja el caballo en casa de la señora Courtois y no molestes a mi padre, has de saber que los padres siempre tienen razón.
Kolb se fue, gruñendo como un perro al que han reñido a causa de su prudencia y que protesta mientras obedece. David, sin confesar sus secretos, ofreció entonces a su padre la prueba más evidente de su descubrimiento, proponiéndole una participación en aquel asunto a cambio de las sumas que le eran necesarias, tanto para librarse inmediatamente como para la explotación de su secreto.
—¿Y cómo puedes probarme que puedes hacer con nada papel estupendo que no cuesta nada? —preguntó el antiguo tipógrafo, lanzando a su hijo una avisada mirada, pero ávida y curiosa.
Hubieseis dicho un rayo de sol saliendo de una nube cargada de lluvia, ya que el viejo oso, fiel a sus tradiciones, nunca se acostaba sin su gorro de dormir. Este gorro consistía en dos botellas de excelente vino añejo que, según su expresión, paladeaba.
—Nada más sencillo —repuso David—. No llevo papel conmigo; estoy aquí huyendo de Doublon, y al verme en el camino de Marsac he pensado que bien podía venir a buscar en usted las facilidades que pudiera darme un usurero. Sólo llevo lo puesto. Enciérreme en un lugar a cubierto, donde nadie pueda entrar, donde nadie pueda verme, y…
—¿Cómo? —dijo el viejo, lanzando a su hijo una mirada espantosa—. ¿No vas a permitirme ver tus operaciones?
—Padre —replicó David—, usted es quien me ha demostrado que no hay padre en los negocios…
—¡Ah! Desconfías de quien te ha dado la vida…
—No, sino de quien me ha privado de los medios para vivir.
—Cada uno para sí, ¡tienes razón! —dijo el anciano—. Muy bien, te pondré en la bodega.
—Estaré allí con Kolb, me dará un caldero para hacer la pasta —continuó David, sin percatarse de la mirada que le lanzó su padre—; después irá a traerme tallos de alcachofas, espárragos, ortigas y juncos que cortará en las orillas de su riachuelo. Mañana por la mañana saldré de su bodega con un papel magnífico…
—Si tal cosa es posible… —exclamó el oso, dejando escapar un hipo—, te daré, tal vez… Veré si te puedo dar… ¡bah!… veinticinco mil francos, a condición de que me hagas ganar otro tanto cada año…
—Póngame a prueba, ¡estoy de acuerdo! —exclamó David—. Kolb, sube a caballo, llégate hasta Mansle y compra un gran tamiz de crin en casa de un fabricante de celemines, cola en un tendero y ven inmediatamente a toda prisa.
—Ten, bebe… —dijo el padre, colocando ante su hijo una botella de vino, pan y restos de carne fría—. Toma fuerzas, que yo voy a recoger tus provisiones de trapos verdes, ya que son verdes tus trapos; tengo miedo de que no sean hasta demasiado verdes.
Dos horas más tarde, hacia las once de la noche, el viejo encerraba a su hijo y a Kolb en un cuartito junto a la bodega, tapado con tejas, en donde se encontraban todos los utensilios necesarios para quemar los vinos de aquella región, que como se sabe proveen a todos los aguardientes llamados de Cognac.
—Vaya, ¡pero si me encuentro aquí como en una fábrica! —exclamó David—. Tenemos madera y recipientes.
—Bueno, hasta mañana —dijo el viejo Séchard—; voy a encerraros y soltaré a mis dos perros, estoy seguro de que nadie va a venir a traeros papel. Enséñame hojas mañana, y me comprometo a hacerme tu socio; los negocios serán entonces claros y bien dirigidos…
Kolb y David se dejaron encerrar y se pasaron alrededor de dos horas macerando y preparando los tallos, sirviéndose de dos maderos. El fuego brillaba, el agua hervía. Hacia las dos de la madrugada, Kolb, menos ocupado que David, oyó un suspiro ahogado, como un hipo de borracho; cogió una de las dos bujías y comenzó a mirar por todas partes; vio entonces la faz violácea del viejo Séchard que cubría una pequeña abertura cuadrada practicada encima de la puerta por la que comunicaba de la bodega al horno y disimulada con trastos viejos. El malicioso anciano había hecho entrar a Kolb y a su hijo en su tostador por la puerta exterior, que servía para hacer pasar las barricas que se vendían. Esta otra puerta en el tostador, por su parte interior, servía para hacer pasar los toneles de la bodega al tostador sin tener que dar la vuelta por el patio.
—¡Ah,
segnor
! Esto no es
jueco limbio
; quiere
figilar
a su hijo… ¿
Sape
lo que hace
guando
pepe una
potella
de
puen jino
? Se
confierde
en un
pripón
.
—¡Oh, padre! —dijo David.
—Venía a ver si necesitabais algo —dijo el viñador, casi en estado normal.
—¿Y es por
inderés
hacia nosotros por lo que ha
gogido
una
esgalerilla
? —dijo Kolb, que, tras de haber despejado el camino, abrió la puerta y descubrió al viejo subido en una escalerilla y en camisón de dormir.
—¡Arriesgar su salud! —exclamó David.
—Me parece que soy sonámbulo —dijo el viejo, avergonzado, mientras se bajaba—. Tu falta de confianza en tu padre me ha hecho soñar, imaginaba que llegabas a un acuerdo con el diablo para realizar lo imposible.
—El
tiaplo
es su
basten
pog
los
jasos
de
fino
—exclamó Kolb.
—Vuélvase a acostar, padre —dijo David—; enciérrenos, si quiere, pero ahórrenos la molestia de volver: Kolb va a hacer de centinela.
Al amanecer, a las cuatro, David, salió del quemadero, tras de haber hecho desaparecer todas las huellas de sus operaciones, y llevó a su padre una treintena de hojas de papel, cuya finura, blancura, consistencia y fuerza nada tenían que envidiar, y que llevaba por filigrana las marcas de los hilos, unos más fuertes que otros, del tamiz de crin. El viejo tomó aquellas muestras, las acercó a la lengua, como oso acostumbrado desde su juventud a hacer de su paladar una probeta de papeles, les dio vueltas, las arrugó, las dobló; en una palabra, las sometió a todas las pruebas que los tipógrafos realizan con los papeles para reconocer en ellos sus cualidades, y aunque nada tuvo que decir, no quiso darse por vencido.
—¡Ahora hay que saber el resultado que esto dará bajo una prensa!… —dijo, para no tener que verse obligado a felicitar a su hijo.
—¡
Faya
hombre! —exclamó Kolb.
El viejo, con aire circunspecto, cubrió, bajo su dignidad paternal, una falsa irresolución.
—No quiero engañarle, padre; este papel me parece que aún ha de costar un tanto caro, y quiero resolver el problema de encolado en la tina… Sólo me queda por conquistar esa ventaja…
—¡Ah!, ¡querías engañarme!
—¿Pero, cómo he de decírselo? Hago bien el encolado en la tina, pero hasta ahora la cola no penetra por igual en la pasta y da al papel la aspereza de un cepillo.
—Bueno, entonces perfecciona tu invento y tendrás mi dinero.
—¡Mi amo nunca
jera
el
golor
de su
diñero
!
Evidentemente, el viejo quería hacer pagar a David la vergüenza por la que tenía que haber pasado la noche anterior; por lo tanto, le trató más que fríamente.
—Padre —dijo David, que despidió a Kolb—, nunca le he reprochado que haya tasado su imprenta en un precio exorbitante y que me la haya vendido de acuerdo con su exclusiva estimación; siempre he visto en usted a mi padre. Me he dicho a menudo: dejemos en paz a un anciano que ha tenido que trabajar duramente, que quizá me ha educado mejor que como tenía que haberlo hecho, y que disfrute en paz a su manera del producto de su trabajo. Le he abandonado incluso los bienes de mi madre, y he seguido la vida llena de deudas a la que me ha obligado. Me he prometido ganar una buena fortuna sin importunarle. Pues bien, he encontrado ese secreto, con los pies en el fuego, sin pan en mi casa, atormentado por deudas que no son las mías… Sí, he luchado pacientemente hasta que mis fuerzas se han agotado. Tal vez me debe un auxilio… pero no piense en mí, ¡vea a una mujer y un niño pequeño!… —en ese punto, David no pudo reprimir sus lágrimas—, y présteles su ayuda y protección. ¿Va a ser menos que Marion y Kolb, que me han dado sus ahorros? —exclamó el hijo, al ver a su padre frío como el mármol de una prensa.
—¿Y eso no te ha bastado…? —exclamó el viejo, sin experimentar la menor vergüenza—. Pero si tú devorarías Francia entera… ¡Buenas noches! Soy demasiado ignorante para entrometerme en explotaciones en las que el único explotado sería yo mismo. El mono no se comerá al oso —dijo, haciendo alusión a su apodo de taller—. Soy viñador y no banquero… Y, además, ya sabes, los negocios entre padre e hijo van siempre mal. Comamos, vamos, ¡no dirás que no te doy nada!…
David era uno de esos seres de gran corazón que pueden sepultar en él sus sufrimientos, de forma que constituyen un secreto para los que le son queridos; en esta clase de personas, por tanto, cuando el dolor se desborda de este modo, es ya su esfuerzo supremo. Ève había comprendido perfectamente aquel carácter. Pero el padre vio en aquella ola de dolor que surgía desde el fondo a la superficie la treta vulgar de los hijos que quieren engañar al padre, y tomó el excesivo abatimiento de su hijo por la vergüenza del fracaso. Padre e hijo se separaron reñidos.
David y Kolb volvieron a medianoche a Angulema, en donde entraron a pie con tantas precauciones como hubiesen adoptado dos facinerosos que se dedicaran a un robo. Hacia la una de la madrugada, David fue introducido, sin testigo alguno, en casa de la señorita Basine Clerget, en el impenetrable asilo preparado por su mujer para él. Al entrar allí, David iba a quedar escondido y preservado por la compasión más ingeniosa de todas, la de una modistilla. A la mañana siguiente, Kolb presumió de haber salvado a su amo en un caballo y no haberse separado de él hasta haberle colocado en un carruaje que debía llevarlo a los alrededores de Limoges. Una provisión de materias primas bastante considerable fue almacenada en el sótano de Basine, de forma que Kolb, Marion, la señora Séchard y su madre pudieran no tener ninguna relación con la señorita Clerget.