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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

Las ilusiones perdidas (38 page)

Durante veinte años la Bolsa estuvo enfrente, en la planta baja del Palacio. De este modo, la opinión pública, las reputaciones, se hacían y deshacían en aquel lugar, con tanta facilidad como los negocios políticos y financieros. La gente se daba cita en aquellas galerías antes y después de la Bolsa. El París de los banqueros y negociantes llenaba a menudo el patio del Palacio Real y afluía hacia aquellos refugios en caso de lluvia. La naturaleza de esta construcción, surgida allí nadie sabía cómo, le daba una extraña sonoridad. Las carcajadas aumentaban de volumen. No surgía una disputa en uno de sus extremos sin que en el otro no se supiera de qué se trataba. Allí no había más que libreros, poesía, política, prosa, tiendas de modas y hasta muchachas de vida alegre que aparecían allí por las tardes. Allí florecían las novelas y los libros, las jóvenes y las viejas glorias, las conspiraciones de la Tribuna y las mentiras de la Librería. Allí se vendían las novedades al público, que se obstinaba en comprarlas solamente allí. Allí se llegaron a vender en una sola tarde varios millares de uno u otro panfleto de Paul-Louis Courier o
Aventuras de la hija de un rey
, el primer disparo lanzado por la Casa de Orléans contra la Carta de Luis XVIII.

En la época en que Lucien apareció por allí, algunas tiendas tenían escaparates o vitrinas un tanto elegantes; pero estas tiendas pertenecían a las hileras que daban sobre el jardín o sobre el patio. Hasta el día en que esta extraña colonia pereció bajo el martillo del arquitecto Fontaine, las tiendas situadas entre las dos galerías fueron totalmente abiertas y sostenidas por pilares como las tiendas de las ferias de provincias, y la vista recorría las dos galerías a través de las mercancías o las puertas encristaladas. Como allí no era posible hacer fuego, los comerciantes sólo tenían estufillas y hacían ellos mismos la labor de policía del fuego, ya que una imprudencia podía inflamar en menos de un cuarto de hora aquella república de maderas secas al sol y como inflamadas ya por la prostitución, abarrotadas de gasa, de muselina, de papeles, algunas veces ventiladas por corrientes de aire.

Las tiendas de las modistas estaban llenas de sombreros inconcebibles, que parecían estar allí más para almacenar que para venderse, sujetos todos por centenares a broches de hierro que terminaban en forma de hongo y que empavesaban las galerías con sus mil colores. Durante veinte años todos los paseantes se llegaron a preguntar sobre qué cabezas acababan su carrera aquellos polvorientos sombreros. Empleadas bastante feas en general, pero licenciosas abordaban a las mujeres con palabras llenas de astucia, según la costumbre y de acuerdo con el lenguaje de los mercados. Una modistilla, cuya lengua era tan desenvuelta como activos sus ojos, se había encaramado a un taburete y hostigada a los transeúntes: «¡Señora, cómprese un bonito sombrero! ¡Caballero, déjeme que le venda alguna cosa!». Su vocabulario fecundo y pintoresco era variado por las inflexiones de voz, las miradas y las criticas a los paseantes. Los libreros y los vendedores de modas vivían en buena armonía.

En el pasadizo llamado con tanta pompa la Galería Encristalada, se encontraban los comercios más singulares. Allí se establecían los ventrílocuos, los charlatanes de todas clases, los espectáculos en los que no se ve nada y los que muestran el mundo entero. Allí se estableció por primera vez un hombre que ganó setecientos u ochocientos mil francos recorriendo las ferias. Como enseña tenía un sol girando en un cuadro negro a cuyo alrededor resplandecían estas palabras en rojo: Aquí el hombre ve lo que Dios no podría ver. Precio: dos sueldos. El voceador nunca os admitía solos ni tampoco en mayor cantidad de dos. Una vez dentro, os daba de narices con un gran espejo. De repente, una voz que hubiese asustado a Hoffmann el berlinés, se disparaba como accionada por un resorte: «Ahí veis, caballeros, lo que durante toda la Eternidad Dios no podría ver, es decir, vuestro semejante. ¡Dios no tiene semejante!». Y os ibais avergonzados, sin atreveros a confesar vuestra estupidez.

De todas las puertecitas salían voces semejantes que os ensalzaban Cosmoramas, vistas de Constantinopla, espectáculos de marionetas, autómatas que jugaban al ajedrez, perros que distinguían a la más bella mujer de la concurrencia. El ventrílocuo Fitz-James floreció en el café Borel, antes de ir a morir a Montmartre, mezclado con los alumnos de la Escuela Politécnica. Había fruteras y vendedoras de flores, un famoso sastre cuyos bordados militares resplandecían por la noche como verdaderos soles.

Por las mañanas, hasta las dos de la tarde, las Galerías de Madera permanecían silenciosas, sombrías y desiertas. Los vendedores hablaban allí como en su casa. Las citas que allí se daban la población parisiense no comenzaban hasta las tres de la tarde, la hora de la Bolsa. Desde que llegaba la muchedumbre, se practicaban lecturas gratuitas en los puestos de los libreros a cargo de los jóvenes hambrientos de literatura y desprovistos de recursos. Los dependientes encargados de velar por los libros expuestos dejaban caritativamente que las pobres gentes fuesen pasando las páginas. Cuando se trataba de un manual de doscientas páginas, como Smarra, Pierre Schlémilh, Jean Sbogar, Jocko era devorado en dos sesiones. En aquellos tiempos no existían los gabinetes de lectura y era preciso comprar un libro si se quería leerlo; con tal motivo, las novelas se vendían en cantidades que hoy en día podrían parecer fabulosas. Había pues un no sé qué de francés en esta limosna hecha a la juventud y a su inteligencia, ávida y pobre.

La poesía de este terrible bazar se manifestaba a la caída de la tarde. De todas las calles adyacentes iban y venían en gran número muchachas que podían pasearse por allí sin retribución. Desde todos los puntos de París, una muchacha de vida alegre acudía a hacer su oficio. Las Galerías de Piedra pertenecían a casas privilegiadas que pagaban el derecho de exponer muchachas vestidas como princesas entre tal y tal arcada y en el lugar correspondiente en el jardín; mientras que las Galerías de Madera eran un terreno público para la prostitución, el Palacio por excelencia, palabra que en aquellos tiempos significaba el templo de la prostitución. Una mujer podía aparecer por allí y salir acompañada por su presa o llevarla donde mejor le pareciese. Estas mujeres atraían pues por la tarde a las Galerías de Madera una muchedumbre tan considerable que había que andar al paso como en una procesión o en un baile de máscaras. Esta lentitud, que a nadie molestaba, servía mejor para examinarse. Aquellas mujeres tenían un aspecto que hoy en día ya no se estila; la forma en que estaban descotadas por detrás hasta la mitad de la espalda, y muy abajo igualmente por delante; sus extraños peinados, inventados para atraer las miradas: ésta de cauchesa, aquélla de española, la una rizada como un perro de aguas, la otra con el pelo estirado y liso, sus piernas enfundadas en medias blancas que siempre enseñaron, no se sabe cómo, pero a propósito; toda esta infame poesía se ha perdido. La licencia de las preguntas y de las respuestas, este cinismo público en armonía con el lugar, no se encuentra ya ni en el baile de máscaras ni en los célebres bailes que hoy en día se dan. Era horrible y alegre. La carne lujuriosa de hombros y escotes resplandecía entre los trajes de los hombres, generalmente oscuros, y producía los más magníficos contrastes.

El murmullo de las voces y el ruido del paseo producían un rumor que se oía desde el centro del jardín, como un bajo continuo, bordado de las carcajadas de las muchachas o los gritos de alguna rara disputa. Las personas distinguidas, los hombres más importantes, se codeaban con gente de aspecto patibulario. Estas monstruosas reuniones tenían un no sé qué de picante y hasta los hombres más insensibles se sentían conmovidos. Por lo tanto, todo París ha estado aquí hasta el último momento; se paseó sobre el andamiaje de madera que el arquitecto colocó encima de los subterráneos mientras los construía. Sentimientos inmensos y unánimes han acompañado la caída de estos innobles pedazos de madera.

El librero Ladvocat se había establecido desde hacía algunos años en el ángulo del pasadizo que dividía estas galerías por la mitad, enfrente de Dauriat, joven hoy en día olvidado, pero intrépido y que desbrozó el camino en el que más tarde brilló su competidor. La tienda de Dauriat se encontraba en una de las hileras que daban al jardín, y la de Ladvocat en la que daba al patio. Dividida en dos partes, la tienda de Dauriat ofrecía un vasto almacén a su librería y la otra parte le servía de despacho. Lucien, que entraba allí por vez primera a la tarde, quedó aturdido ante aquel aspecto al que no se resistían ni los provincianos, ni los jóvenes. Bien pronto perdió a su acompañante.

—Si fueses tan guapo como ese muchacho, no te cobraría nada —dijo una joven a un viejo, señalándole a Lucien.

Lucien se avergonzó como el perro de un ciego, siguió el torrente humano en un estado de embrutecimiento y excitación difícil de describir. Acosado por las miradas de las mujeres, solicitado por blancas redondeces y escotes audaces que le deslumbraban, sujetaba su manuscrito con mano firme para que no se lo robaran, ¡el inocente!

—¡Eh, caballero! —exclamó, sintiéndose sujeto por un brazo y creyendo que su poesía había atraído algún autor.

Reconoció a su amigo Lousteau, quien le dijo:

—¡Sabía que acabaría por pasar por aquí!

El poeta estaba ante la puerta de una tienda en la que Lousteau le hizo entrar, y que se encontraba llena de personas, esperando hablar al Sultán de la librería. Los impresores, papeleros y dibujantes se agrupaban alrededor de los dependientes y les preguntaban acerca de los negocios en marcha o que esperaba hacer.

—¡Mire! Ahí está Finot, el director de mi periódico; está hablando con un joven que tiene talento, Félicien Vernou, un granujilla malo como una enfermedad secreta.

—Bueno, sé que tienes un estreno, amigo mío —dijo Finot—, acercándose con Vernou hacia Lousteau—, y he dispuesto del palco.

—¿Lo has vendido a Braulard?

—Sí, ¿y qué? Ya encontrarás sitio. ¿Qué vienes a pedir a Dauriat? Ah, sí, quedamos de acuerdo que alabaríamos a Paul de Kock, Dauriat le ha adquirido doscientos ejemplares y Víctor Ducange le rechaza una novela. Dauriat quiere —dijo— hacer un nuevo autor del mismo estilo. Pondrás a Paul de Kock por encima de Ducange.

—Pero tengo una obra con Ducange en el Gaieté —dijo Lousteau.

—Pues bien, no tienes más que decirle que el artículo es mío; haremos ver que yo lo había hecho atroz y que tú lo has limado; aún te tendrá que dar las gracias.

—¿No podrías hacerme reembolsar este pequeño bono de cien francos por el cajero de Dauriat? —dijo Étienne a Finot—. ¡Ya sabes!, cenamos juntos para inaugurar el nuevo piso de Florine.

—¡Ah, sí!, nos tratas muy bien —dijo Finot, adoptando el aire de quien hace un esfuerzo de memoria—. Bueno, ¡eh Gabusson! —dijo Finot, tomando el billete de Barbet y presentándolo al cajero—, dé noventa francos por mí a este hombre. ¿Me endosas el billete, amigo mío?

Lousteau cogió la pluma del cajero, mientras éste contaba el dinero, y firmó. Lucien, todo ojos y oídos, no perdió ni una sola sílaba de esta conversación.

—Eso no es todo, mi querido amigo —continuó Étienne—, no te doy las gracias; entre nosotros es a vida o muerte. He de presentar este caballero a Dauriat y tú tendrías que predisponerle para que nos escuchara.

—¿De qué se trata? —preguntó Finot.

—De un libro de poesía —respondió Lucien.

—¡Ah! —dijo Finot encogiéndose de hombros.

—El caballero —dijo Vernou mirando a Lucien— no debe conocer mucho el negocio de la librería, porque, si no, ya hubiese sepultado su manuscrito en los más recónditos lugares de su casa.

En aquel instante un joven guapo, Émile Blondet, que acababa de debutar en el
Journal des Débats
con artículos del mayor alcance, entró, dio la mano a Finot y a Lousteau y saludó ligeramente a Vernou.

—Ven a cenar con nosotros a las doce a casa de Florine —le dijo Lousteau.

—Seré de la partida —dijo el joven—. ¿Quién más estará?

—Pues —repuso Lousteau— Florine y Matifat el droguero, De Bruel, el autor que ha dado un papel a Florine para su debut, un viejillo, el señor Cardot, y su yerno Camusot; luego, Finot…

—Tu droguero ¿hace las cosas bien?

—Al menos no nos dará drogas —contestó Lucien.

—El señor tiene mucho ingenio —dijo seriamente Blondet, mirando a Lucien—. ¿Viene también a la cena, Lousteau?

—Sí.

—Entonces nos vamos a reír.

Lucien se había ruborizado hasta las orejas.

—¿Tienes para mucho, Dauriat? —preguntó Blondet, golpeando el cristal que comunicaba con el despacho de Dauriat.

—Amigo mío, en seguida estoy contigo.

—Bueno —dijo Lousteau a su protegido—. Este joven, casi de su misma edad, está en los
Débats
. Es uno de los príncipes de la crítica: es temido. Dauriat vendrá a pasarle la mano por el lomo y entonces nosotros aprovecharemos para decir nuestro asunto al bajá de los viñetas y de la imprenta. De otro modo, a las once aún estaríamos esperando nuestro turno. La audiencia irá engrosando por momentos.

Lucien y Lousteau se aproximaron entonces a Blondet, Finot y Vernou y formaron un grupo en la parte izquierda de la tienda.

—¿Qué está haciendo? —dijo Blondet a Gabusson, el encargado, que se levantó para ir a su encuentro y saludarle.

—Compra un semanario que quiere restaurar a fin de oponerlo a la influencia de la
Minerva
, que sirve demasiado exclusivamente a Eymery, y al
Conservador
, que es demasiado ciegamente romántico.

—¿Pagará bien?

—Pues como siempre… ¡demasiado! —dijo el cajero.

En aquel instante entró un joven, que acababa de publicar una magnífica novela, rápidamente agotada y coronada por el mayor éxito, una novela cuya segunda edición la imprimía Dauriat. Este joven, dotado de ese aspecto extraordinario y particular que denota las naturalezas artísticas, impresionó vivamente a Lucien.

—Aquí llega Nathan —dijo Lousteau al oído del poeta provinciano.

Nathan, a pesar de la salvaje fiereza de su fisonomía, por aquel entonces en plena juventud, abordó a los periodistas, sombrero en mano, y se detuvo casi con humildad ante Blondet, al que aún no conocía más que de vista. Blondet y Finot no se quitaron los sombreros.

—Caballero, me siento muy dichoso por la suerte que me depara el azar…

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