Lucien, conmovido y con lágrimas en los ojos, apretó la mano de Étienne.
—Fuera del mundo literario —dijo el periodista, levantándose y dirigiéndose hacia la gran avenida del Observatorio, por donde los dos poetas se pasearon como para dar más aire a sus pulmones— no existe una sola persona que conozca la odisea horrible por la que se llega a lo que se ha de llamar, según los talentos, la moda, lo en boga, la reputación, el renombre, la celebridad, el favor público, esos diversos escalones que conducen a la gloria y que nunca la reemplazan. Este fenómeno moral tan brillante se compone de mil accidentes que varían con tanta rapidez que no existe un ejemplo de dos hombres que hayan triunfado siguiendo el mismo camino. Canalis y Nathan son dos hechos dispares y que no se renovarán. D'Arthez, que se mata a trabajar, llegará a ser célebre, pero por otro camino. Esta reputación tan deseada casi siempre es una prostituta coronada. Sí, en las bajas obras de la literatura representa a la pobre buscona que se hiela en los guardacantones; para la literatura secundaria, es la mujer mantenida que sale de los malos lugares del periodismo y a la que yo sirvo de rufián; para la literatura elevada, es la brillante cortesana insolente que tiene casas, paga contribuciones al Estado, recibe a los grandes señores, los trata y los maltrata, tiene su librea, su carruaje y puede hacer esperar a sus sedientos acreedores. ¡Ah!, aquellos para la que es, como para mí antaño y ahora para usted, un ángel con las alas desplegadas, revestido con su blanca túnica, mostrando una verde palma en su mano y una flamígera espada en la otra, teniendo a la vez algo de la abstracción mitológica que vive en el fondo de un pozo y de la pobre muchacha virtuosa desterrada en un arrabal, enriqueciéndose únicamente a la claridad de la virtud mediante los esfuerzos de un noble valor y volviendo a los cielos con un carácter inmaculado cuando no es profanada, mancillada, violada y olvidada en el carro de los pobres, esos hombres de cerebro rodeado de bronce, con los corazones aún calientes bajo las tumbas de nieve de la esperanza, son muy raros en el país que ve a nuestros pies —dijo, señalando la gran ciudad que humeaba al declinar el día.
Una visión del cenáculo pasó entonces ante los ojos de Lucien y le conmovió, peno fue arrastrado por Lousteau, quien continuó con su espantosa lamentación.
—Son muy raros y esparcidos en esta cuba de fermentación, raros como los verdaderos amantes en el mundo amoroso, raros como las fortunas honradas en el mundo financiero, raros como un hombre puro en el periodismo. La experiencia del primero que me ha dicho lo que ahora yo le digo se ha perdido, como la mía será sin duda inútil para usted. Siempre el mismo ardor precipita de la provincia hasta aquí un número igual, por no decir creciente, de ambiciones imberbes, que se lanzan, con la cabeza alta y el corazón altanero, al asalto del Mundo, esa especie de Princesa Turandot de los Mil y un días para la que cada uno quiere ser el príncipe Calaf. Pero nadie logra adivinar el enigma. Todos caen en la fosa de la desgracia, en el barro del periódico, en los pantanos de la librería. Estos mendigos espigan artículos biográficos, digresiones, sucesos de París para los periódicos, o libros pedidos por lógicos mercaderes de papel impreso que prefieren cualquier tontería que se agota en quince días a una obra maestra que necesita tiempo para venderse. Estos gusanos aplastados antes de convertirse en mariposas viven de vergüenza e infamia, dispuestos a morder o a elogiar a un talento naciente bajo una orden del bajá del
Constitutionnel
, de la
Quotidienne
o de los
Débats
, a la señal de unos libreros o ante el ruego de un amigo envidioso, muchas veces al precio de una comida. Los que superan los obstáculos olvidan la miseria desde el comienzo. El que le está hablando ha hecho durante seis meses artículos en los que puse la flor de mi talento para un imbécil que se los atribuía y que gracias a ellos ha pasado a ser director redactor de una hoja de folletín: no me ha tomado como colaborador, y ni tan siquiera me ha dado un franco, y me veo obligado a tenderle la mano y a estrechar la suya.
—Y eso, ¿por qué? —dijo orgullosamente Lucien.
—Puedo tener necesidad de colocar diez líneas en su folletín —respondió fríamente Lousteau—. En fin, querido amigo, en literatura el secreto de la fortuna no estriba en trabajar, sino en explotar el trabajo ajeno. Los propietarios de los periódicos son los contratistas, y nosotros sus albañiles. De este modo, cuanto más mediocre es un hombre, más rápidamente triunfa; puede comerse sapos vivos, resignarse a todo, halagar las mezquinas y bajas pasiones de los sultanes literarios como un recién llegado de Limoges, Hector Merlin, que ya hace política en un periódico del centro derecha y que trabaja en nuestro pequeño diario: yo le he visto recoger el sombrero caído de un redactor jefe. Y al no hacer sombra a nadie, este muchacho pasará entre las ambiciones rivales mientras éstas luchen entre sí. Me da pena. Me veo en usted como yo era antes, y estoy seguro que dentro de uno o dos años será usted igual a lo que soy ahora. Puede pensar en alguna secreta envidia, en algún interés personal al oír estos amargos consejos; pero en realidad están dictados por la desesperación del condenado que ya no puede abandonar el Infierno. Nadie se atreve a decir lo que yo le grito con el dolor del hombre alcanzado en el corazón y que, al igual que otro Job sobre el estiércol, exclama: «¡Éstas son mis úlceras!».
—Luchar en este campo o en otro, de todos modos tengo que luchar —dijo Lucien.
—¡Sépalo de una vez! —continuó Lousteau—. Esta lucha será sin tregua si tiene talento, ya que su mayor suerte sería no tenerlo. La austeridad de su conciencia, hoy pura, se doblegará ante los que verá con su éxito entre sus manos; que con una sola palabra podrán darle la vida y no querrán decirla; ya que, créame, el escritor de moda es más insolente y más duro para con los que empiezan que lo que pueda ser el más brutal de los libreros. Donde el librero no ve más que una pérdida, el escritor teme a un rival: el uno le despide y el otro le aplasta. Para hacer grandes obras, mi pobre muchacho, hará brotar de su corazón, con fuertes rasgos de su pluma, la ternura, la savia, la energía, y las cambiará en pasiones, en sentimientos y en frases. Sí, escribirá en vez de obrar, cantará en lugar de combatir, amará, odiará y vivirá en sus libros; pero cuando haya reservado sus riquezas para su estilo, su oro, su púrpura para sus personajes, cuando se pasee cubierto de harapos por las calles de París, feliz por haber creado, rivalizando con el Registro Civil, un ser llamado Adolphe, Corinne, Clarisse o Manon, cuando haya consumido su vida y su estómago para dar vida a esta creación, la verá calumniada, traicionada, vendida, deportada a las lagunas del olvido por los periodistas, enterrada por sus mejores amigos. ¿Podrá esperar el día en que su creación resurja vivificada? ¿Y por quién?, ¿cuándo?, ¿cómo? Existe un magnífico libro, el
pianto
de la incredulidad, Obermann, que se pasea solitario por los almacenes, y que desde entonces los libreros llaman una maula: ¿cuándo llegará para él la Pascua? Nadie lo sabe. Ante todo, trate de encontrar un librero lo suficientemente atrevido como para imprimir
Las Margaritas
. No se trata de que se las pague, sino de que las imprima. Entonces verá escenas curiosas.
Esta ruda perorata, pronunciada con los diversos acentos de las pasiones que expresaba, cayó como un alud de nieve en el corazón de Lucien, depositando en él un frío glacial. Permaneció de pie, silencioso, durante unos momentos. Finalmente su corazón, como estimulado por la horrible poesía de las dificultades, estalló. Lucien estrechó la mano de Lousteau y le dijo:
—¡Triunfaré!
—Bien —dijo el periodista—, un cristiano más que desciende a la arena para ofrecerse a las fieras. Querido amigo, esta noche hay un estreno en el Panorama Dramático; no comenzará hasta las ocho, y no son más que las seis; vaya a ponerse su mejor traje; quiero decir que se arregle convenientemente. Venga a recogerme. Vivo en la calle de La Harpe, encima del café Servel, en el cuarto piso. Primero pasaremos por casa de Dauriat. Insiste en ello, ¿no es así? Pues bien, esta noche le haré conocer a uno de los reyes de la librería y a algunos periodistas. Después del espectáculo cenaremos en casa de mi querida con algunos amigos, ya que la comida que hemos hecho no se puede considerar como tal. Allí conocerá a Finot, el redactor en jefe y propietario de mi periódico. ¿Conoce la frase de Minette del Vaudeville: «El tiempo es muy delgado»? Pues bien, para nosotros el azar también lo es, y hay que atraparlo.
—Nunca olvidaré este día —dijo Lucien.
—Provéase de su manuscrito y esté preparado, menos a causa de Florine que del librero.
La campechanería del compañero, que sucedía al grito violento del poeta describiendo la guerra literaria, impresionó a Lucien tan vivamente como lo había sido anteriormente por la palabra grave y religiosa de D'Arthez. Animado por una lucha inmediata entre los hombres y él, el inexperto joven no sospechó en absoluto la realidad de los males morales que el periodista le anunciaba. No se sabía colocado entre dos caminos distintos, entre dos sistemas representados por el cenáculo y por el periodismo, en el que uno era largo, honroso y seguro y el otro sembrado de escollos peligrosos, lleno de arroyos fangosos en donde su conciencia debía embarrarse. Su carácter le obligaba a tomar el camino más corto y en apariencia el más agradable, y a emplear los medios decisivos y rápidos. En aquel momento no vio ninguna diferencia entre la noble amistad de D'Arthez y la fácil camaradería de Lousteau. Aquel inestable carácter vio en el periodismo un arma a su alcance y se sintió con fuerzas y habilidad para manejarla; quería apoderarse de ella.
Deslumbrado por los ofrecimientos de su nuevo amigo, cuya mano golpeó la suya con un abandono que le pareció gracioso, ¿podía saber que en la Prensa cada uno tiene necesidad de amigos, como los generales necesitan a sus soldados? Lousteau, al verle tan decidido, le acogía esperando más adelante tenerlo como aliado. El periodista era a su primer amigo como Lucien a su primer protector: uno quería ascender a cabo y el otro anhelaba ser soldado. El neófito retornó alegremente a su fonda, en donde se arregló tan cuidadosamente como el día nefasto en que quiso destacar en el palco de la marquesa de Espard en la Ópera; pero ya le iban mejor sus ropas, se había adaptado a ellas. Se puso su bonito pantalón estrecho de color claro, unas elegantes botas con borlas que le habían costado cuarenta francos y su levita de baile. Hizo rizar, perfumar y adornar en brillantes bucles sus finos y abundantes cabellos rubios. Su frente adquirió un aire de audacia basada en el sentimiento de su valía y de su porvenir. Lavó cuidadosamente sus manos de mujer, limpió sus uñas en forma de almendra, que quedaron sonrojadas. Sobre su cuello de negro raso brillaron las blancas redondeces de su mentón. Nunca un joven tan apuesto descendió la montaña del país latino. Hermoso como un dios griego, Lucien tomó un
fiacre
y se encontró a las siete menos cuarto a la puerta de la casa del café Servel.
La portera le invitó a escalar cuatro pisos, dándole unas nociones topográficas bastante complicadas. Provisto de aquellos informes, encontró, no sin dificultades, una puerta abierta al final de un largo pasillo oscuro y reconoció la clásica habitación del Barrio Latino. La miseria de los jóvenes le perseguía allí, como en la calle de Cluny, en casa de D'Arthez, en casa de Chrestien y por todas partes. Pero en todas partes está señalada por la huella que le da el carácter del paciente. Allí, aquella miseria era siniestra.
Una cama de nogal sin cortina, a cuyos pies hacía muecas una mala alfombra comprada de ocasión; en las ventanas, unas cortinas amarillentas por el humo de una chimenea que no tiraba y por el de los cigarros; sobre la chimenea una lámpara Cárcel, regalo de Florine, que aún se había librado del Monte de Piedad; luego, una cómoda de caoba deslucida, una mesa repleta de papeles, dos o tres plumas esparcidas por un lado y por otro, ningún libro de los traídos la víspera o durante el día; tal era el mobiliario de esta habitación desprovista de objetos de valor y que ofrecía un innoble conjunto de malas botas bostezando en un rincón, viejos calcetines en estado de harapos, por otro lado cigarros aplastados a medio consumir, pañuelos sucios, camisas en dos volúmenes, corbatas en tres ediciones. Era, en una palabra, un vivac literario, amueblado de cosas negativas y de la mayor desnudez que imaginarse pudiera. Sobre la mesilla de noche, llena de libros leídos durante la mañana brillaba el rojo rollo de Fumade. Sobre la repisa de la chimenea erraban una navaja de afeitar, un par de pistolas y una tabaquera. En un entrepaño, Lucien vio dos floretes cruzados bajo una careta. Tres sillas y dos sillones, apenas dignos de la fonda más miserable de aquella calle, completaban el mobiliario.
Esta habitación, a la vez sucia y triste, anunciaba una vida sin reposo y sin dignidad; en ella se dormía, se trabajaba a ratos, se vivía en ella a la fuerza, se experimentaba el deseo de abandonarla. Qué diferencia entre este cínico desorden y la miseria limpia y decente de D'Arthez… Este consejo, que venía envuelto en un recuerdo, no quiso ser escuchado por Lucien, ya que Lousteau le gastó una broma para ocultar la desnudez del Vicio.
—Ésta es mi guarida; mi gran representación está en la calle de Bondy, en el nuevo piso que nuestro droguero ha amueblado para Florine y que esta noche inauguraremos.
Étienne Lousteau llevaba un pantalón negro, botas muy bien lustradas, chaqueta abotonada hasta el cuello; su camisa, que sin duda Florine le debía ir renovando, quedaba oculta por un cuello de terciopelo y cepillaba su sombrero para darle apariencia de nuevo.
—Vamos —dijo Lucien.
—Todavía no, estoy esperando a un librero que me traerá dinero, tal vez se juegue. No tengo ni un ochavo, y además necesito unos guantes.
En ese instante ambos amigos oyeron los pasos de un hombre en el corredor.
—Es él —dijo Lousteau—. Va a ver, mi querido amigo, el aspecto que adopta la Providencia cuando se manifiesta a los poetas. Antes de contemplar a Dauriat, el librero a la moda en toda su gloria, habrá visto al librero del muelle de los Agustinos, el librero de la rebaja, el vendedor de la chatarra literaria, el normando ex vendedor de legumbres. ¡Adelante, viejo tártaro! —exclamó Lousteau.
—Aquí estoy —dijo una voz cascada como el sonido de una campana rota.