—Está demasiado hecho —decía—, es demasiado escolar.
Original y a veces hasta sublime, tiene todas las ventajas y todos los inconvenientes de los organismos nerviosos, en los que la perfección se convierte en una enfermedad. Su espíritu puede hermanarse con el de Sterne, pero sin el trabajo literario. Sus palabras y sus destellos de pensamiento tienen un sabor inaudito. Es elocuente y sabe amar, pero con sus caprichos, que lleva tanto a los sentimientos como a sus obras. Era apreciado en el cenáculo, precisamente por lo que el mundo burgués hubiese llamado sus defectos.
Finalmente, Fulgence Ridal, uno de los autores de nuestro tiempo que tienen más vis cómica, un poeta indiferente a la gloria, que arroja sobre la escena sus más vulgares producciones y conservaba en el serrallo de su cerebro, para él y para sus amigos, las escenas más bonitas, pidiendo al público solamente el dinero necesario para su independencia y no queriendo hacer nada una vez lo obtenía. Perezoso y fecundo como Rossini, obligado, como los grandes poetas cómicos, como Molière y Rabelais, a considerar todas las cosas al derecho del Por y al revés del Contra, era escéptico, podía reír y se reía de todo. Fulgence Ridal era un gran filósofo práctico. Su ciencia y conocimiento del mundo, su agudeza de observación, su desdén para con la gloria, a la que llamaba la fanfarria, no le han secado el corazón. Tan activo por el prójimo como indiferente por sus intereses, si da un paso es a causa de un amigo. Para no traicionar a su máscara, verdaderamente rabelesiana, no odia la buena mesa y tampoco la busca, es a la vez melancólico y alegre. Sus amigos le llaman el «perro del regimiento» y nada lo describe mejor que ese apodo.
Tres más, al menos tan superiores como éstos cuatro amigos pintados de perfil, tenían que sucumbir a intervalos: primero Meyraux, que murió después de haber promovido la célebre discusión entre Cuvier y Geoffrov-Saint-Hilaire, gran cuestión que había de dividir al mundo científico entre estos dos genios iguales un poco antes de la muerte del que propugnaba una ciencia estrecha y analista en contra del panteísta, que aún vive y que Alemania venera. Meyraux era el amigo de aquel Louis que una muerte anticipada iba bien, pronto a arrebatar al mundo intelectual. A estos dos hombres, ambos marcados por la muerte, ambos hoy en día oscuros a pesar del inmenso acervo de su saber y de su genio, se ha de sumar Michel Chrestien, republicano de altura que soñaba con la federación de Europa y que en 1830 tuvo una destacada intervención en el movimiento moral de los saintsimonianos. Político de la fuerza de un Saint-Just o un Danton, pero sencillo y dulce como una muchacha, lleno de ilusiones y de amor, dotado de una melodiosa voz que hubiese encantado a Mozart. Weber o Rossini, y cantando ciertas canciones de Béranger como para embriagar el corazón de poesía, amor y esperanza, Michel Chrestien, pobre como Lucien, como Daniel, como todos sus amigos, se ganaba la vida con una despreocupación digna de Diógenes. Confeccionaba índices para grandes obras, folletos para las librerías, pero siempre mudo en lo referente a sus doctrinas como es muda una tumba sobre los secretos de la muerte. Este alegre bohemio de la inteligencia, este gran estadista, que tal vez hubiese cambiado la faz del mundo, murió en el claustro de Saint-Merry como un simple soldado. La bala de algún negociante mató allí una de las más nobles criaturas que jamás pisara suelo francés. Michel Chrestien pereció a causa de otras doctrinas distintas de las suyas. Su federación amenazaba mucho más que la propaganda republicana a la aristocracia europea; era más racional y menos loca que las horribles ideas de libertad indefinida proclamadas por los jóvenes insensatos que se atribuyen la herencia de la Convención. Este noble plebeyo fue llorado por todos los que le conocieron; nadie hay que no piense, y bastante a menudo, en este gran hombre y desconocido político.
Estas nueve personas componían un cenáculo en el que la estimación y la amistad hacían que la paz reinara entre las más opuestas ideas y doctrinas. Daniel D'Arthez, gentilhombre de Picardía, defendía a la monarquía con una tenacidad igual a la que hacía que Michel Chrestien defendiera su federalismo europeo. Fulgence Ridal se burlaba de las doctrinas filosóficas de Léon Giraud, quien predecía a D'Arthez el fin del cristianismo y de la familia, Michel Chrestien, que creía en la religión de Cristo, divino legislador de la Igualdad, defendía la inmortalidad del alma contra el escalpelo de Bianchon, el analista por excelencia. Todos discutían sin disputar. No tenían ninguna vanidad y ellos mismos eran su propio auditorio. Se comunicaban sus trabajos y se consultaban con la adorable buena fe de la juventud.
¿Se trataba de un asunto serio? El oponente abandonaba su opinión para penetrar en las ideas de su amigo, tanto más apto para ayudarle cuanto que era imparcial en una causa o en una obra fuera de sus ideas. Casi todos tenían el carácter suave y tolerante, dos cualidades que demostraban su superioridad. La envidia, este horrible tesoro de nuestras esperanzas fallidas, de nuestros talentos abortados, de nuestros éxitos frustrados y de nuestras pretensiones heridas, les era desconocida. Todos caminaban, además, por caminos diferentes. Por lo tanto, todos los que fueron admitidos en su sociedad, como Lucien, se encontraban a gusto.
El verdadero talento es siempre cándido y bondadoso, abierto y nada afectado; en él el epigrama va dirigido al talento y nunca hiere el amor propio. Una vez disipada la primera emoción que causa el respeto, se experimentaban infinitas dulzuras entre esas personas selectas. La familiaridad no excluía la conciencia que cada uno tenía de su valía, y cada uno sentía una profunda estima por su vecino; en una palabra, cada uno se sentía en el deber de ser a su vez el benefactor o el obligado y todos aceptaban sin discusión. Las conversaciones llenas de encanto y sin fatiga abarcaban los más variados temas. Ligeras como flechas, las palabras llegaban hasta el fondo, sin ser por ello menos rápidas. La gran miseria exterior y el esplendor de las riquezas intelectuales producían un contraste singular. Allí nadie pensaba en las realidades de la vida más que para originar bromas amistosas.
En uno de los días en que el frío se hizo notar prematuramente, cinco de los amigos de D'Arthez llegaron cada uno con el mismo pensamiento: todos traían leña bajo su abrigo como en esas comidas campestres en los que cada invitado tiene que preparar un plato y todos llevan un pastel. Dotados todos de esta belleza moral que reacciona bajo la forma y que no menos que los trabajos y las veladas dora los jóvenes rostros de un tinte divino, ofrecían esos rasgos un poco atormentados que la pureza de la vida o el fuego del pensamiento regularizan y purifican. Sus frentes destacaban por su anchura poética. Los ojos, vivos y brillantes, eran depositarios de una vida sin mancilla. El sufrimiento de la miseria, cuando se hacía sentir, era soportado de forma tan alegre, aceptado con tal ardor por parte de todos, que no alteraba en absoluto la serenidad particular de los rostros de los jóvenes, exentos aún de las faltas graves que no son aminorados por ninguna de las cobardes transacciones que arranca la miseria mal soportada, la envidia de triunfar sin reparar en los medios y la fácil competencia con la que las gentes de letras acogen o perdonan las traiciones.
Lo que hace a las amistades indisolubles y dobla su encanto es un sentimiento que falta al amor: la certeza. Estos jóvenes se sentían seguros de ellos mismos: el enemigo de uno de ellos se convertía en el enemigo de todos, y hubiesen quebrado sus intereses más urgentes para obedecer a la santa solidaridad de sus corazones. Incapaces todos de una ruindad, podían oponer un no formidable a toda acusación y defenderse unos a otros con entera seguridad. Igualmente nobles en sus corazones y de igual fuerza en las cuestiones del sentimiento, podían pensarlo todo y decírselo todo en el terreno de la ciencia y de la inteligencia; de ahí la inocencia de su trato y la alegría de su palabra. Seguros de entenderse, sus espíritus divagaban a sus anchas; del mismo modo, no hacían cumplidos entre ellos y se confiaban sus penas y sus alegrías, sufriendo y pensando con todo el corazón.
La encantadora delicadeza que hace de la fábula
Los dos amigos
un tesoro para las almas grandes, era habitual entre ellos. Su severidad para admitir en su esfera a un extraño es comprensible. Tenían demasiada conciencia de su grandeza y de su dicha para turbarla dejando penetrar en ellas a elementos nuevos y desconocidos por completo.
Esta federación de sentimientos e intereses duró sin choques ni desengaños durante veinte años. La muerte que les arrebató a Louis Lambert, Meyraux y Michel Chrestien fue la única que pudo disminuir esta noble pléyade. Cuando en 1832 murió este último, Horace Bianchon, Daniel D'Arthez, Léon Giraud, Joseph Bridau y Fulgence Ridal fueron, a pesar del peligro que entrañaba esta gestión, a retirar su cuerpo a Saint-Merry para rendirle los últimos honores ante la faz ardiente de la Política. Acompañaron aquellos queridos restos hasta el cementerio del Père Lachaise durante la noche. Horace Bianchon solventó todas las dificultades al respecto y no retrocedió ante ninguna; apeló incluso a los ministros, confesándoles su vieja amistad con el federalista muerto. Fue una conmovedora escena grabada en la memoria de los escasos amigos que acompañaron a los cinco célebres personajes. Si paseáis por este elegante cementerio, veréis un terreno comprado a perpetuidad en donde se levanta una tumba de césped coronada por una cruz de madera negra sobre la que se han grabado en letras rojas estos dos nombres: Michel Chrestien. Es el único monumento que existe en ese estilo. Los cinco amigos han pensado que era preciso rendir homenaje a este hombre sencillo con aquella sencillez.
En esta fría buhardilla se originaban, pues, los más bellos sueños del sentimiento. Allí, hermanos, todos igualmente competentes en diferentes ramas de la ciencia, se iluminaban mutuamente de buena fe diciéndoselo todo, incluso sus malos pensamientos, todos de una inmensa instrucción y todos probados en el crisol de la miseria. Una vez admitido entre aquellos seres de elección y considerado como su igual, Lucien representó allí la poesía y la belleza. Leyó sonetos que fueron admirados. Se le pedía un soneto como se rogaba a Chrestien que cantara una canción. En el desierto de París, Lucien encontró, pues, un oasis en la calle de Quatre-Vents.
En los inicios del mes de octubre, Lucien, tras de haber empleado el resto de su dinero en procurarse un poco de leña, quedó sin recursos en medio del trabajo más ardiente, el de la corrección de su obra. Daniel D’Arthez quemaba escorias y soportaba heroicamente la miseria; no se quejaba, era ordenado como una solterona y se parecía a un avaro, hasta tal punto era metódico. Este valor excitaba el de Lucien, quien, recién llegado al cenáculo, experimentaba una invencible repugnancia por hablar de su desgracia. Una mañana se fue hasta la calle de Coq para vender
El arquero de Carlos IX
a Doguereau, al que no encontró. Lucien ignoraba cuánta indulgencia tienen los grandes caracteres. Cada uno de sus amigos concebía las debilidades propias de los hombres de la poesía, los abatimientos que suceden a los esfuerzos del alma sobreexcitada por la contemplación de la Naturaleza que tienen la misión de reproducir. Estos hombres, fuertes con sus propios males, eran de una gran ternura para los dolores de Lucien. Se habían dado cuenta de su falta de dinero. El cenáculo coronó pues las dulces veladas de charlas, de profundas meditaciones, de poesías, de confidencias, de carreras en amplio vuelo por los campos de la inteligencia, en el porvenir de las naciones, en los dominios de la historia, por un rasgo que prueba lo poco que Lucien había comprendido a sus nuevos amigos.
—Lucien, amigo mío —le dijo Daniel—, ayer no viniste a cenar a casa de Flicoteaux, y sabemos por qué.
Lucien no pudo contener unas lágrimas que rodaron por sus mejillas.
—No has tenido confianza en nosotros —le dijo Michel Chrestien—; haremos una cruz en la chimenea, y cuando estemos a diez…
—Todos —interrumpió Bianchon— hemos encontrado algún trabajo extraordinario: yo cuido por cuenta de Desplein a un enfermo rico; D’Arthez ha hecho un artículo para la
Revista Enciclopédica
; Chrestien ha querido ir a cantar una noche a los Campos Elíseos con un pañuelo y cuatro velas; pero ha encontrado un folleto que hacer para un hombre que aspira a ser un personaje político y le ha dado una ración de seiscientos francos de Maquiavelo; Léon Giraud ha pedido prestados cincuenta francos a su librero; Joseph ha vendido croquis y Fulgence ha hecho representar su obra el domingo y ha tenido un lleno absoluto.
—Aquí tienes doscientos francos —le dijo Daniel—, y que no te volvamos a coger en algo parecido.
—Vamos, ¿pues no va a abrazarnos como si hubiésemos hecho algo extraordinario? —dijo Chrestien.
Para hacer comprender qué delicias sentía Lucien en medio de esta viviente enciclopedia de espíritus angélicos, de jóvenes colmados de las más diversas originalidades que cada uno obtenía de la ciencia que cultivaba, será suficiente traer a colación las respuestas que Lucien recibió a la mañana siguiente a una carta escrita a su familia, obra maestra de sensibilidad y de buenos deseos, un giro horrible que le había arrancado su desgracia.
«David Séchard a Lucien.
»Mi querido Lucien, adjunto encontrarás un talón a ochenta días y a tu nombre por valor de doscientos francos. Lo podrás negociar en casa del señor Métivier, comerciante de papel, nuestro corresponsal en París, calle Serpente. Mi buen Lucien, no tenemos absolutamente nada. Mi mujer se ha puesto a dirigir la imprenta, y hace su trabajo con una abnegación, una paciencia y una actividad que me hace bendecir el cielo por haberme dado por mujer a semejante ángel. Ella misma ha comprobado la imposibilidad en que nos encontramos de enviarte el más ligero socorro. Pero, amigo mío, te creo situado en un camino tan bueno, acompañado por tan grandes y nobles corazones, que sabrás obtener tu hermoso destino encontrándote ayudado por las inteligencias casi divinas de los señores Daniel D'Arthez, Michel Chrestien, y Léon Giraud, aconsejado por los señores Meyraux, Bianchon y Ridal, que tu querida carta nos ha hecho conocer. A espaldas de Ève, te he suscrito pues este efecto, que ya encontraré el modo de reembolsar. No te apartes de tu camino; es árido, pero será glorioso. Preferiría verte sufrir mil penalidades antes de saber que has caído en uno de los lodazales de París, que tantas veces he visto. Ten el valor y la voluntad de evitar, como lo haces, los malos lugares, la mala gente, los atolondrados y cierta clase de gente literaria que aprendí a estimar en su justo valor durante mi estancia ahí. En una palabra, sé el digno émulo de estos caracteres celestes que me has hecho apreciar. Bien pronto será recompensada tu conducta. Adiós, mi querido hermano, me has alegrado el corazón, no esperaba de ti tanto valor
David».