—¿Ha almorzado ya? ¿Quiere tomar algo? No le esperábamos y estamos agradablemente sorprendidos.
Fueron mil preguntas a la vez.
La señora Postel estaba predestinada a ser la esposa de un farmacéutico del Houmeau. De la misma estatura que el pequeño Postel, tenía la cara colorada de una muchacha criada en el campo; su aspecto era vulgar y toda su belleza consistía en su lozanía. Sus cabellos rojizos, colocados de forma aplastada en la frente, sus ademanes y su lenguaje apropiado a la simplicidad grabada en los rasgos de un rostro redondo y unos ojos casi amarillos, todo ello decía que se había casado por esperanzas de fortuna. Así pues, y al año de matrimonio, era ella la que mandaba, y parecía haberse hecho completamente dueña de Postel, demasiado feliz por haber encontrado esta heredera. La señora Léonie Postel, de soltera Marron, criaba a un niño, el amor del anciano sacerdote, del médico y de Postel, un horrible niño que se parecía a su madre y a su padre.
—¡Bueno, tío! ¿Qué viene a hacer a Angulema —dijo Léonie—, ya que no quiere tomar nada y habla de marcharse nada más haber llegado?
En cuanto el digno eclesiástico hubo pronunciado el nombre de Ève y de David Séchard, Postel se ruborizó y Léonie dirigió al hombrecillo esa mirada de celos obligada que una mujer, enteramente dueña de su marido, nunca deja de expresar por el pasado en interés de su futuro.
—¿Qué es lo que esas gentes le han dicho para que tenga que mezclarse en sus asuntos, tío? —preguntó Léonie con cierto tono agrio.
—Son unos desgraciados, hija mía —repuso el cura, quien describió a Postel el estado en que Lucien se encontraba en casa de los Courtois.
—¡Ah! ¡Vaya carruaje en que vuelve de París! —exclamó Postel—. ¡Pobre muchacho! Tenía talento, sin embargo, pero era ambicioso; fue a por lana y volvió trasquilado. Pero ¿qué viene hacer aquí? Su hermana se encuentra en la más espantosa miseria, ya que todos esos genios, tanto David como Lucien, no entienden una palabra de comercio. Hemos hablado de él en el Tribunal, y yo, como juez, he tenido que firmar su proceso… ¡Esto me ha causado una pena! No sé si Lucien podrá ir, en las actuales circunstancias, a casa de su hermana; pero en todo caso, la pequeña habitación de aquí está libre y se la ofrezco con mucho gusto.
—Bien, Postel —dijo el sacerdote, colocándose el tricornio y disponiéndose a abandonar la tienda tras de haber abrazado al niño que dormía en los brazos de Léonie.
—Sin duda cenará con nosotros, tío —dijo la señora Postel—, ya que no terminará temprano si quiere resolver los asuntos de esa gente. Mi marido le llevará a casa en su cochecito y su caballito.
Los dos esposos contemplaron a su precioso tío alejarse hacia Angulema.
—A pesar de su edad se conserva bien —dijo el farmacéutico.
Mientras el venerable eclesiástico sube las rampas de Angulema, no está de más explicar los nudos de intereses en los que iba a mezclarse.
Tras la marcha de Lucien, David Séchard, este buey valiente e inteligente, como el que los pintores dan por compañero al evangelista, quiso hacer la grande y rápida fortuna que había deseado, más que por él, por Ève y Lucien, una noche, a la orilla del Charente, sentado al lado de Ève junto a la presa, cuando ella le otorgó su mano y su corazón.
Situar a su mujer en la esfera de elegancia y de riqueza en la que debería vivir, sostener con su brazo poderoso la ambición de su hermano, tal fue el programa escrito en letras de fuego ante sus ojos. Los periódicos, la política, el inmenso desarrollo de la librería y de la literatura, el de las ciencias, la inclinación a una discusión pública de todos los intereses del país, todo el movimiento social que se declaró cuando la Restauración pareció definitivamente asentada, iba a exigir una producción de papel casi doble, comparada con la cantidad sobre la que especuló el célebre Ouvrard en los comienzos de la Revolución, guiado por motivos semejantes. Pero en 1821 las fábricas de papel eran demasiado numerosas en Francia como para que se pudiera esperar hacerse su poseedor exclusivo, como hizo Ouvrard, quien se adueñó de las principales fábricas tras de haber acaparado sus productos. David, además, no tenía ni la audacia ni el capital suficiente para semejantes especulaciones.
En aquellos tiempos, la técnica de fabricación de papel continuo comenzaba a desarrollarse en Inglaterra. Por lo tanto, nada más necesario que adaptar las papeleras a las necesidades de la civilización francesa, que amenazaba con extender la discusión a todos los ámbitos y reposar sobre una perpetua manifestación del pensamiento individual, una verdadera desgracia, ya que los pueblos que deliberan suelen obrar muy poco. Así pues, ¡cosa extraña!, mientras Lucien entraba en los engranajes de la inmensa máquina del periodismo, aun a riesgo de dejar en ella su honor y su inteligencia a jirones, David Séchard, desde el fondo de su imprenta, abrazaba el movimiento de la prensa periódica en sus consecuencias materiales. Quería situar los medios en armonía con el resultado hacia el que tendían las ideas del siglo. Además, obraba de una forma tan certeza al buscar una fortuna en la fabricación de papel a bajo precio, que los acontecimientos han justificado su previsión.
Durante esos quince últimos años, la oficina encargada de las patentes de invención ha recibido más de cien solicitudes de pretendidos descubrimientos de sustancias para la fabricación del papel. Más cierto y seguro que nunca de la utilidad de este descubrimiento, sin resonancia pero de un enorme provecho, David cayó pues, tras la marcha de su cuñado a París, en la constante preocupación que debía de causar ese problema a quien quería resolverlo.
Como había agotado todos sus recursos para casarse, y después para sufragar los gastos del viaje de Lucien a París, en los comienzos de su matrimonio se vio sumido en la más profunda miseria. Había reservado mil francos para las necesidades de su imprenta y debía una suma parecida a Postel, el farmacéutico. De esta forma, para este profundo pensador, el problema fue doble: era preciso inventar un papel a bajo precio e inventarlo rápidamente; era preciso, finalmente, adaptar los provechos de su descubrimiento a las necesidades de su hogar y de su comercio. En consecuencia, ¿qué epíteto conceder al cerebro capaz de sacudir las crueles preocupaciones que causan una indigencia que ocultar y una familia sin pan, y las exigencias cotidianas de una profesión tan meticulosa como la de impresor, recorriendo a la vez los dominios de lo desconocido con el ardor y las embriagueces del sabio en pos de un secreto que de día en día se escapa a las más sutiles investigaciones?
¡Ay! Como vamos a ver, los inventores tienen otras muchas calamidades que soportar, sin contar con la ingratitud de las masas a quienes los ociosos y los incapaces dicen de un hombre de genio:
«Había nacido para ser inventor, no podía hacer otra cosa. No hay que molestarse por su descubrimiento, de la misma forma que no hay que molestarse porque una persona haya nacido príncipe; ejerce unas facultades naturales y, además, ha encontrado su recompensa en el mismo trabajo».
El matrimonio causa en una muchacha profundas perturbaciones morales y físicas; pero, casándose en las condiciones burguesas de la clase media, debe además estudiar nuevos intereses e iniciarse en los negocios; de ahí que para ella se dé una fase en la que necesariamente ha de permanecer en observación, sin obrar.
El amor de David hacia su mujer retrasó por suerte esta educación, no se atrevió a decirle el estado de las cosas a la mañana siguiente de la boda ni en los días siguientes. A pesar de los profundos apuros a que le condenaba la avaricia de su padre, no se quiso resignar a estropear su luna de miel mediante el triste aprendizaje de su profesión laboriosa, ni mediante las necesarias enseñanzas a la mujer de un comerciante. De este modo, los mil francos, su único haber, fueron devorados más por la casa que por el taller.
La inconsciencia de David y la ignorancia de su mujer duraron cuatro meses. El despertar fue terrible. Al vencimiento de la letra, firmado por David a Postel, el matrimonio se encontró sin dinero y la causa de esta deuda era lo bastante conocida de Ève como para hacerla empeñar sus joyas de desposada y su plata. La noche misma de este pago, Ève quiso hacer hablar a David de sus asuntos, ya que se había dado cuenta de que iba abandonando el negocio a causa del problema del que le había hablado no hacía mucho tiempo.
A partir del segundo mes de su matrimonio, David pasaba la mayor parte de su tiempo en el cobertizo situado al fondo del patio, en una pequeña habitación que le servía para fundir sus rodillos. Tres meses después de su llegada a Angulema, había sustituido los tampones para entintar por el tintero de mesa y de cilindro, con el cual la tinta se distribuye por rodillos compuestos por cola fuerte y melaza. Este primer perfeccionamiento de la tipografía fue tan irrebatible, que tan pronto como los hermanos Cointet lo vieron, lo adoptaron en seguida. David había adosado a la pared medianera de esta especie de cocina un hornillo con fondo de cobre, con el pretexto de gastar menos carbón para fundir sus rodillos, cuyos moldes herrumbrosos estaban alineados a lo largo de la pared y en los que no fundió dos veces. No solamente colocó en esta habitación una sólida puerta de roble, interiormente guarnecida con chapa, sino que reemplazó los sucios cristales de la claraboya, por donde entraba la luz, por vidrios translúcidos, a fin de que desde el exterior no se pudiera ver el objeto de sus ocupaciones. A las primeras palabras que Ève dijo a David sobre su porvenir, la miró con aire inquieto y la atajó con estas palabras.
—Querida, sé todo lo que debe inspirarte ver un taller vacío y el aniquilamiento comercial en que permanezco, pero ¿ves? —continuó, llevándola a la ventana de su habitación y mostrándole el reducto misterioso—, nuestra fortuna está allí… Tendremos que sufrir aún durante algunos meses, pero suframos con paciencia, y déjame a mí resolver el problema industrial que hará cesar todas nuestras miserias y que tú conoces.
David era tan bueno, su abnegación debía ser creída tan bien bajo palabra, que la pobre mujer, preocupada como todas las mujeres por el gasto diario, se fijó como tarea evitar a su marido los problemas del hogar; dejó pues la bonita habitación azul y blanca en la que se contentaba con trabajar en tareas femeninas, charlando con su madre, y bajó a uno de los dos escritorios de madera situados en el fondo del taller, a fin de estudiar el mecanismo comercial de la tipografía. ¿No era un heroísmo por parte de una mujer embarazada?
Durante esos primeros meses, la imprenta de David iba siendo abandonada por los obreros que hasta entonces habían sido necesarios para sus trabajos, y que se fueron uno a uno. Abrumados por el trabajo, los hermanos Cointet empleaban no solamente los obreros del departamento, atraídos por la perspectiva de hacer en aquella casa muchas horas extraordinarias, sino también algunos de Burdeos, de donde venían sobre todo los aprendices que se creían lo suficientemente hábiles como para sustraerse a las condiciones del aprendizaje.
Examinando los recursos con que podía contar la imprenta Séchard, Ève no encontró en ella más que tres personas. En primer lugar Cérizet, aquel aprendiz que David había traído de París; luego Marion, formando parte de la casa tan fielmente como un perro guardián, y finalmente Kolb, un alsaciano que antes había sido mozo en casa de los señores Didot. Llamado a filas, Kolb se encontró por casualidad en Angulema, donde David le reconoció con ocasión de un desfile, en el momento en que estaba a punto de licenciarse. Kolb fue a ver a David y se enamoriscó de la gruesa Marion, descubriendo en ella todas las cualidades que un hombre de su clase pide a una mujer: esa salud vigorosa que colorea las mejillas, esa fuerza masculina que permitía a Marion coger una forma sin esfuerzo, esa probidad religiosa que tanto aprecian los alsacianos, esa fidelidad para sus amos que demuestra un buen carácter y, finalmente, esa economía que le había permitido una pequeña suma de mil francos en ropa, vestidos y efectos de una sencillez provinciana.
Marion, gorda y rolliza, de treinta y seis años de edad, bastante halagada al verse objeto de las atenciones de un coracero de cinco pies y siete pulgadas de estatura, buen tipo, fuerte como un bastión, le sugirió, naturalmente, la idea de hacerse impresor. Para cuando el alsaciano recibió su licencia absoluta, Marion y David habían hecho de él un
oso
bastante distinguido, pero que no sabía leer ni escribir.
La composición de las obras llamadas de ciudad no fue tan abundante aquel trimestre como para que Cérizet no fuera suficiente. Desempeñando a la vez las funciones de cajista, compaginador y regente de imprenta, Cérizet efectuaba lo que Kant llama una triplicidad fenomenal; componía y corregía su composición, apuntaba los encargos y hacía las facturas, pero la mayor parte de las veces, sin trabajo, se dedicaba a leer novelas en su escritorio al fondo del taller, mientras esperaba el encargo de un prospecto o una tarjeta de participación. Marion, formada por Séchard padre, preparaba el papel, lo mojaba, ayudaba a Kolb a imprimirlo, lo extendía, lo cortaba, y no por eso dejaba de cocinar e ir al mercado muy de mañana.
Cuando Ève hizo que Cérizet le mostrara las cuentas del primer semestre, vio que las entradas habían sido de ochocientos francos. Los gastos, a razón de tres francos al día para Cérizet y Kolb, que tenían como jornal diario, el uno dos francos, y el otro uno, se elevaba a seiscientos francos. Pero como el precio de los materiales exigidos por las obras impresas y entregadas ascendía a ciento y pico francos, quedó muy claro para Ève que, en los seis primeros meses de su matrimonio, David había perdido sus alquileres, el interés de los capitales representados por el valor de su material y de su patente, el sueldo de Marion, la tinta, y, en una palabra, los beneficios que un impresor debe tener; esa multitud de cosas expresadas en la jerga de la imprenta con la palabra tejidos, expresión debida a los trapos y a las sedas empleadas en hacer que la presión del torniquete se haga menos dura a los caracteres mediante el intercalado de un cuadrado de tela (la mantilla) entre la platina de la prensa y el papel que recibe la impresión.
Después de haber entendido en líneas generales los medios de la imprenta y sus resultados, Ève adivinó los pocos recursos que ofrecía este taller aplastado por la devorante actividad de los hermanos Cointet, fabricantes de papel a la vez que periodistas, impresores, contratados por el Obispado, proveedores de la Ciudad y de la Prefectura. El periódico que dos años antes los Séchard padre e hijo habían vendido en veintidós mil francos, rendía ahora dieciocho mil por año.