Las ilusiones perdidas (72 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

—¿Qué estarán haciendo a estas horas? —decía Boniface.

Cointet el mayor se paseaba por la plaza du Murier con Cérizet, mientras observaban las sombras de marido y mujer recortadas contra las cortinas de muselina; ya que todas las noches, a las doce, iba a hablar con Cérizet, encargado de vigilar las menores gestiones de su antiguo patrón.

—Seguramente le debe estar enseñando los papeles que ha fabricado esta mañana —le dijo Cérizet.

—¿De qué sustancias se ha servido? —preguntó el fabricante de papel.

—Es imposible saberlo —repuso Cérizet—. He agujereado el tejado y me he subido encima; he visto a mi ingenuo en la noche pasada, haciendo hervir su pasta en el recipiente de cobre; he examinado sus materiales, amontonados en un rincón, pero todo lo que he podido ver es que la materia prima parecía un montón de estopa…

—No sigas —dijo Boniface Cointet con voz melosa a su espía—. ¡Sería ímprobo!… La señora Séchard te propondrá renovar el arrendamiento de explotación de la imprenta; dile que te quieres hacer impresor, ofrécele la mitad de lo que valen la patente y el material, y, si están de acuerdo, ven a buscarme. De todos modos, da largas al asunto… Están sin dinero.

—¡Sin un céntimo! —dijo Cérizet.

—Sin un céntimo —repitió Cointet el mayor—; entonces ya son míos.

La casa Métivier y la casa Cointet hermanos unían su calidad de banqueros a su oficio de almacenistas de papel y papeleros impresores; por cuyo título, sin embargo, se cuidaban muy bien de no pagar contribución. El Fisco no ha encontrado todavía el sistema de deslindar los negocios comerciales hasta el punto de obligar a todos los que hacen de banqueros de forma subrepticia a adquirir la patente de banquero, la cual en París, por ejemplo, cuesta quinientos francos. Pero los hermanos Cointet y Métivier, a pesar de ser lo que en la bolsa llaman unos «clandestinos», no dejaban de manejar entre ellos unos centenares de miles de francos en París, Burdeos y Angulema. Así pues, aquella misma tarde, la casa Cointet hermanos había recibido de París los tres mil francos en letras falsificadas, que Lucien había hecho. El mayor de los Cointet vio inmediatamente en esa deuda una formidable máquina dirigida, como lo vamos a ver, contra el paciente y pobre inventor.

Al día siguiente, a las siete, Boniface Cointet se paseaba a lo largo del canal que alimentaba su gran fábrica de papel y cuyo ruido cubría las palabras. Esperaba allí a un joven de veintinueve años, que desde hacía seis semanas era abogado en el Tribunal de Primera Instancia de Angulema y que se llamaba Pierre Petit-Claud.

—¿Iba usted al colegio de Angulema al mismo tiempo que David Séchard? —dijo el mayor de los Cointet, saludando al joven abogado, que no dudó ni un momento en acudir a la llamada del rico fabricante.

—Sí, caballero —repuso Petit-Claud, poniéndose al paso de Cointet el mayor.

—¿Ha vuelto a tener relaciones con él?

—Nos hemos encontrado un par de veces, a lo más, desde su vuelta. No podía ser de otra forma; los días de trabajo me encontraba metido en el estudio o en el Palacio, y el domingo y los días de fiesta trabajaba para completar mi instrucción, ya que todo lo esperaba de mí mismo…

Cointet inclinó la cabeza en señal de aprobación.

—Cuando David y yo nos volvimos a ver, me preguntó que es lo que hacía. Le contesté que, después de haber estudiado derecho en Poitiers, me había convertido en el primer pasante de maître Olivet y que esperaba un día u otro comprarle este estudio… Conocía mucho más a Lucien Chardon, que ahora se hace llamar De Rubempré, el amante de la señora de Bargeton, nuestro gran poeta, y que es cuñado de David Séchard.

Cointet dijo:

—Entonces puede ir a anunciar a David su nombramiento y a ofrecerle sus servicios.

—Eso no se estila —repuso el joven abogado.

—Nunca ha tenido pleitos, no tiene procurador, eso se puede hacer —repuso Cointet, que observaba al pequeño abogado al amparo de su gafas.

Hijo de un sastre del Houmeau, despreciado por sus camaradas de colegio, Pierre Petit-Claud parecía tener una cierta porción de hiel transvasada a la sangre. Su rostro ofrecía uno de esos coloridos de matices sucios y mezclados que acusan antiguas enfermedades, antecedentes de la miseria y casi siempre malos sentimientos. El estilo familiar de la conversación adquirió una expresión que puede describir a este muchacho en dos palabras: era agrio e incisivo. Su voz quebrada armonizaba con su desagradable rostro, su aire antipático y la indecisión de sus ojos de urraca. Los ojos urraca, según luna expresión de Napoleón, son indicios de mala fe.

«Mirad a fulano —decía a Las Cases, en Santa Helena, refiriéndose a uno de sus confidentes, a quien se vio obligado a despedir a causa de malversaciones—; no sé cómo he podido equivocarme durante tanto tiempo, tiene ojos de urraca».

Por eso cuando el mayor de los Cointet hubo examinado a su sabor a este procuradorcito, picado de viruelas, de cabellos ralos, y en el que la frente y el cráneo empezaban a confundirse, se dijo:

«Éste es mi hombre».

Efectivamente, Petit-Claud, repleto de desdenes, devorado por una corrosiva ansia de medrar, había tenido la audacia, aunque casi sin fortuna, de comprar en treinta mil francos el estudio de su patrón, pensando en un matrimonio para pagar la deuda; y, según la costumbre, contaba con su patrón para que le encontrara una esposa, ya que el predecesor siempre tiene interés en casar a su sucesor para hacerle pagar el compromiso. Petit-Claud contaba aún más consigo mismo, ya que no carecía de cierta superioridad, rara en provincias, pero cuyo principio había que buscarlo en su odio. A gran odio, grandes esfuerzos.

Se observa una gran diferencia entre los procuradores de París y los de provincias, y Cointet el mayor era demasiado hábil para no aprovecharse de las mezquinas pasiones a las que obedecen estos procuradorcillos. En París, un procurador notable, y los hay muchos, tiene algo de las cualidades que distinguen al diplomático: el número de los asuntos, la amplitud de los intereses y la importancia de las cuestiones que le son confiadas, le dispensan de ver en el procedimiento un medio de fortuna. Arma ofensiva o defensiva, el procedimiento no es ya para él, como en otros tiempos, un objeto de lucro.

Por el contrario, en provincias, los procuradores cultivan lo que en los estudios de París se ha dado en llamar la triquiñuela, esta multitud de pequeños actos que sobrecargan las notas de gastos y consumen papel timbrado. Estas bagatelas ocupan al procurador de provincia y ve gastos que hacer allí donde el procurador de París no se preocupa más que de los honorarios. El honorario, además de los gastos, es lo que el cliente debe a su abogado por el trámite más o menos hábil de sus asuntos. El Fisco participa en la mitad de los gastos, mientras que los honorarios son en su totalidad para el procurador. ¡Digámoslo abiertamente! Los honorarios pagados rara vez se encuentran en armonía con los honorarios solicitados y debidos por los servicios de un buen procurador.

Los procuradores, los médicos y los abogados de París, como las cortesanas con sus amantes ocasionales, está muy en guardia contra el agradecimiento de sus clientes. El cliente, antes y después del asunto, podría hacer dos cuadros de género admirables, dignos de Meissonier, y que sin duda serían muy ponderados por Procuradores-Honorarios. Entre el procurador de París y el procurador de provincias existe otra diferencia. El procurador de París raramente pleitea, algunas veces habla al Tribunal de Informes, pero en 1822, en la mayor parte de los departamentos (luego, el abogado ha pululado), los procuradores eran abogados y defendían ellos mismos sus causas. De esta doble vida se produce un doble trabajo que proporciona al procurador de provincias los vicios intelectuales del abogado, sin ahorrarle las pesadas obligaciones del procurador. El procurador de provincias se vuelve charlatán y pierde esta lucidez de juicio tan necesaria para la buena marcha de los asuntos. Al desdoblarse de este modo, un hombre superior se encuentra muchas veces con que dentro de sí mismo hay dos hombres mediocres.

En París, el procurador, no extendiéndose ni prodigándose mucho en palabras ante el Tribunal, no pleiteando a menudo el pro o el contra, puede conservar una rectitud en las ideas. Si dispone de la balística del derecho, si explora el arsenal de los medios que presentan las contradicciones de la jurisprudencia, mantiene su convicción sobre el asunto, en cuyo triunfo se esfuerza. En una palabra, el pensamiento embriaga mucho menos que la palabra. A fuerza de hablar, un hombre acaba por creer en lo que dice; mientras que puede obrar contra su pensamiento sin por ello viciarlo, y hacer ganar un mal pleito sin sostener que es bueno, como lo hace el abogado pleiteando. Por lo tanto, el viejo procurador de París puede ser, mucho mejor que un viejo abogado, un buen juez.

Un procurador de provincias tiene sus buenas razones para ser un hombre mediocre: se identifica con pasiones mezquinas, lleva asuntos ínfimos, vive haciendo gastos, abusa de la Ley de Enjuiciamiento, ¡y pleitea! En una palabra, tiene muchas enfermedades. Por lo tanto, cuando entre los procuradores de provincias se encuentra un hombre verdaderamente digno de mención, es un ser superior.

—Pensaba, caballero, que me había llamado para asuntos suyos —dijo Petit-Claud, haciendo de esta observación un epigrama por la mirada que lanzó sobre las impenetrables gafas de Cointet el mayor.

—Dejémonos de rodeos —repuso Cointet—. Escúcheme.

Tras de esta frase que rezumaba confidencias, Cointet fue a sentarse en un banco, invitando a Petit-Claud a que le imitara.

—Cuando el señor du Hautoy pasó por Angulema en 1804 para dirigirse a Valencia en calidad de cónsul, conoció a la señora de Sénonches, por aquel entonces la señorita Zéphirine, de quien tuvo una hija —dijo Cointet en voz muy baja, al oído de su interlocutor—. Sí —continuó, viendo el sobresalto de Petit-Claud—, el matrimonio de la señorita Zéphirine con el señor de Sénonches siguió rápidamente a aquel alumbramiento clandestino. Esta muchacha, educada en el campo, en casa de mi madre, es la señorita Françoise de La Haye, de la que cuida la señora Sénonches, que, según la costumbre, es su madrina. Como mi madre, granjera de la vieja señora de Cardanet, la abuela de la señorita Zéphirine, conocía el secreto de la única heredera de los Cardanet y de los Sénonches de la rama primogénita, se me encargó que manejase la pequeña suma que el señor Francis de Hautoy destinó en su tiempo a su hija. Mi fortuna se ha hecho con aquellos diez mil francos que hoy en día se han convertido en treinta mil. La señora de Sénonches dará de buena gana el ajuar, la plata y algún mueble a su pupila; yo puedo conseguirle a la muchacha, amigo mío —dijo Cointet, dando una palmada sobre la rodilla de Petit-Claud—. Al casarse con Françoise de La Haye, aumentará su clientela con una gran parte de la aristocracia de Angulema. Esta alianza de la mano izquierda abre ante usted un magnífico porvenir… La posición de un abogado-procurador parecerá suficiente: no se pide nada mejor, lo sé.

—¿Qué hay que hacer? —preguntó ávidamente Petit-Claud—. Porque usted tiene por procurador a
maître
Cachan…

—Tampoco dejaré bruscamente a Cachan por usted; no tendrá mi clientela hasta más tarde —dijo astutamente Cointet el mayor—. ¿Qué es lo que hay que hacer, amigo mío? Pues bien, los negocios de David Séchard. Ese pobre diablo tiene mil escudos en letras para pagarnos y no los pagará. Usted le defenderá contra las demandas, de forma que haga una gran cantidad de gastos… No tenga miedo, tire adelante, amontone los incidentes. Doublon, mi notario, que se encargará de demandarle, bajo la dirección de Cachan, no se dormirá… A buen entendedor, pocas palabras bastan. Ahora, ¿jovencito?…

Se hizo una elocuente pausa, durante la que estos dos hombres se miraron.

—No nos hemos visto nunca —continuó Cointet—, no le he dicho nada, no sabe nada del señor du Hautoy, ni de la señora de Sénonches, ni de la señorita de La Haye; solamente, cuando llegue el momento, dentro de dos meses, usted pedirá la mano de esta jovencita. Cuando tengamos que vernos, vendrá aquí, al atardecer. No nos escribamos nada.

—¿Quiere pues arruinar a Séchard? —preguntó Petit-Claud.

—No del todo, pero hay que tenerlo unos meses en prisión…

—¿Y con qué fin?

—¿Me cree tan estúpido como para decírselo? Si tiene suficiente inteligencia como para adivinarlo, también la tendrá para callarse.

—El viejo Séchard es rico —dijo Petit-Claud, penetrando ya en las ideas de Boniface y previendo una posibilidad de fracaso.

—Mientras viva, el padre no dará ni un céntimo a su hijo, y este ex tipógrafo no tiene aún ninguna gana de sacar su billete para el último viaje…

—¡De acuerdo entonces! —dijo Petit-Claud, quien se decidió rápidamente—. No le pido garantías, soy procurador; si se me hace una jugada nos veríamos las caras…

«El pillo irá lejos», pensó Cointet, saludando a Petit-Claud.

Al día siguiente de esta conferencia, el 30 de abril, los hermanos Cointet hicieron presentar la primera de las tres letras falsificadas por Lucien. Por desgracia, la letra fue entregada a la pobre señora Séchard, que, al reconocer la imitación de la firma de su marido por Lucien, llamó a David y le dijo a quemarropa:

—¿Tú nos has firmado esta letra?

—No —repuso él—; tu hermano estaba tan necesitado que la firmó por mí.

Ève devolvió la letra al ayudante del cajero de la casa Cointet hermanos, diciéndole:

—No estamos en situación ahora.

Luego, sintiéndose desfallecer, subió a su habitación, adonde la siguió David.

—Amor mío —dijo Ève a Séchard con voz débil—, corre a casa de los señores Cointet, tendrán consideraciones contigo; ruégales que esperen y, además, hazles observar que a la renovación del arrendamiento de Cérizet te deberán mil francos.

David se fue inmediatamente a casa de sus enemigos. Un regente puede siempre convertirse en impresor, pero no siempre se encuentra un negociante en un hábil tipógrafo; por lo tanto, David, que conocía tan poco los negocios, quedó indeciso ante Cointet el mayor cuando, tras de haberle expuesto, con la garganta seca y el corazón palpitante, sus excusas y hecha su súplica, recibió esta respuesta:

—Esto no nos incumbe absolutamente en nada; tenemos la letra de Métivier, y Métivier nos pagará. Diríjase al señor Métivier.

—¡Oh! —exclamó Ève al conocer la respuesta—. Desde el momento en que la letra vuelve al señor Métivier, podemos estar tranquilos.

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